Literatura de aldo coca
aventuras de andrea (relato)
1 Andrea tenía apenas veinte años y era alto, esbelto, con la piel dorada, los cabellos ensortijados y rubios, algo largos y alborotados, y los ojos azules, destellantes y acus
circunstanciada relación de los usos y costumbres de la tribu de los jiquíes que el revdo. padre juan de villanueva y esteruelas escribe al reverendísimo padre ignacio de ibarrondo y etchegaray, superior de los misioneros oblatos de la provincia del paraguay (mss. 827-ef de la biblioteca del convento de santo domingo chipanuí) (relato)
No por mi libérrima voluntad, Reverendísimo Padre, sino por vuestra insistencia en conocer las curiosas costumbres de la tribu de los jiquíes, hoy misteriosamente desaparecida,
cuentos inenarrables (libro)
«Todo el mundo sabe que la realidad supera muchas veces la ficción. Un porcentaje muy elevado de cuanto se narra en este libro corresponde a la realidad. Me inclino a pensar qu
el castigo (relato)
Se llamaba Ernesto. Era católico, apostólico católico y romano, pero ni feo ni sentimental, sino bastante agraciado y, naturalmente, delator. Era acérrimo defensor de la moral,
el hotelito (relato)
Era un hotelito que parecía olvidado, allí, en medio de lo que antes había sido un barrio habitado por pequeños burgueses y que lo era ahora por vestigios de una clase media gr
el pastorcillo (relato)
La idea se le ocurrió de repente un mediodía de junio. Tenía poco más de dieciséis años y era de tez morena, delgado, no muy alto, con el pelo negrísimo y revuelto, y unos ojos
nefandeces (relato)
1 Régulo no sabía cuánto tiempo llevaba en aquella especie de mazmorra húmeda, vagamente iluminada por un ventanuco abierto en lo alto de la pared, cubierta de grafitis en su m
aventuras de andrea (relato)
1
Andrea tenía apenas veinte años y era alto, esbelto, con la piel dorada, los cabellos ensortijados y rubios, algo largos y alborotados, y los ojos azules, destellantes y acusadores, con algo de niño y de animal. Resaltaban su aspecto de ambiguo ángel musicante del beato Angélico, sus labios carnosos y sensuales, su nariz abultada y sus grandes manos de dedos ahusados.
Andrea sabía que era homosexual, pero procuraba por todos los medios no darlo a entender. Sabía, por experiencia ajena, que, en la actividad a que se dedicaba, no era conveniente dejar traslucir el mínimo interés por lo que se estaba haciendo, porque, de lo contrario, de ser chapero, se pasaba rápidamente a ser marica, al cual todo el mundo tiene derecho a hacer cualquier cosa, y además sin recompensa: «Ya que le gusta…». Y así, a fuerza de reprimirse, había acabado por parecer realmente muy «macho», un muchacho-objeto que se acuesta por necesidad económica, por pereza o por imposibilidad de encontrar un trabajo decente, pero que no sólo no entiende, sino que incluso desprecia a los que le buscan para hacer el amor.
Un atardecer, como tantos otros, Andrea paseaba por los alrededores del Coliseo, su terreno de caza. La primavera estaba a las puertas, y un airecillo tibio se mezclaba con el aire aún frío y húmedo del invierno que parecía haberse refugiado en los soportales del anfiteatro. Aunque llevaba dos días casi sin comer, iba aparentemente bien vestido, con sus botas de tacón alto y punta afilada, sus pantalones ceñidos que ponían bien en evidencia aquella parte de su cuerpo más codiciada, su cazadora de ante y su pañuelo de seda anudado al cuello. La única nota detonante era que los bajos de los pantalones estaban algo deshilachados, los tacones de los zapatos gastados por la parte de fuera y la cazadora de ante más bien raída.
De cuando en cuando, algún automóvil, ocupado por un hombre solo, disminuía la marcha, y el conductor miraba fijamente a Andrea esperando de éste alguna señal que le invitara a abordarle. Pero el muchacho, al no parecerle que ninguno de aquellos candidatos valiera realmente la pena, no se dignaba mirarlo.
Finalmente, se acercó con lentitud, casi como si caracolease, un coche de clase, un automóvil deportivo, rojo y brillante, a cuyo volante estaba un hombre de unos treinta y algo, de aspecto distinguido y próspero. Andrea, siguiendo las reglas del juego, fingió que no le había visto, aunque estaba decidido a no dejar escapar aquel tipo si se decidía a abordarle. Como quien no quiere la cosa, el muchacho se aproximó al bordillo con la aparente intención de cruzar la calzada.
El coche se detuvo un poco más adelante, junto a la acera, hizo marcha atrás y, cuando estuvo a la altura de Andrea, el conductor bajó el cristal de la ventanilla de la derecha y asomó la cabeza. Era un hombre guapo: cabello rubio, liso, corto y cuidado, facciones pequeñas, labios finos, ojos oscuros y mirada penetrante.
—¿Me daría usted fuego, por favor? —le dijo a Andrea y éste extrajo, no sin dificultad, del ceñidísimo pantalón, un mechero, lo prendió y alargó la mano para que el automovilista pudiera encender el cigarrillo que tenía ya en los labios.
El hombre del coche cogió con la suya la mano de Andrea y acercó la llama a la punta del cigarrillo: al hacerlo, se la presionó ligeramente.
—¿Usted fuma? —le dijo el del coche ofreciéndole un cigarrillo.
—Sí, gracias —repuso Andrea y encendió el pitillo que el otro le daba.
—Usted perdone si lo entretengo —prosiguió el del coche—, pero como yo no soy de aquí… ¿No conoce algún buen restaurante por estos alrededores?
Andrea le repuso, recalcando el sentido equívoco de sus palabras:
—No sabría decírselo con exactitud: depende de lo que quiera usted comer y gastar.
—Bueno, si es por el precio, no me preocupa: lo que quiero es comer bien —rebatió el otro siguiéndole el juego.
—En ese caso, no lejos de aquí, en la Vía Appia Antica, hay un buen restaurante.
—¿Tiene usted algo que hacer? —le preguntó el del coche.
—No, nada de particular —se apresuró a responder Andrea.
—Entonces, ¿podría pedirle que me acompañara? Le invito a cenar, si me lo permite. Sabe usted, estoy solo… —dijo el hombre del coche.
—Muchas gracias. Acepto —dijo Andrea que llevaba un par de días a base de bocadillos de mortadela.
El otro abrió la portezuela, y Andrea se sentó con desenvoltura a su lado, la espalda apoyada en la portezuela del coche, la cabeza reclinada contra el vidrio de la ventanilla que había vuelto a subir, y las piernas abiertas para que se viera bien el bulto de su miembro, cosa que el del automóvil pareció apreciar, pues inmediatamente después de arrancar el coche dejó caer, como quien no quiere la cosa, la mano derecha sobre la prominencia de la entrepierna de Andrea.
—No te sentirás molesto, supongo —dijo tuteándole de repente mientras con los dedos le cosquilleaba la punta del bulto vital.
Andrea sintió que aquel cosquilleó le recorría toda la columna vertebral y le llegaba a la garganta, pero, como no debía aparentar que aquello le causaba placer, fingiendo indiferencia y con la voz lo más cortante posible, dijo:
—Te advierto que yo lo hago por dinero.
—Oh, muy bien —repuso el otro—, me lo imaginaba. Nunca hubiera pensado que un chico tan guapo como tú perdiera el tiempo por esos andurriales y se fuera a la cama con otros porque sí.
—Oye —le replicó Andrea un poco picado—, que yo no me voy a la cama con otros, sin con quien me paga bien y no me da asco. Además, ciertas cosas no las hago.
—¿Y yo, te doy asco? —le preguntó con cierta sorna el del coche.
—No, tú no —repuso Andrea, quien, acto seguido añadió—: Pero depende de cuánto piensas darme y de qué quieres hacer, porque, como te digo, ciertas cosas no las hago.
—Dime tú la tarifa.
—Cincuenta mil —dijo Andrea—, pero sólo chupármela, como máximo.
—¿Y tú a mí?
—¿Yo a ti? Bueno, eso se verá después, pero desde luego chupártela, no —y añadió en seguida—: Ni tampoco darte por el culo, no me gusta.
—¡Pues sí que estás dispuesto a hacer cosas! —comentó irónicamente el otro.
—Si no estás de acuerdo…
—No, no: pienso divertirme la mar.
Habían recorrido ya la Passeggiata Archeologica y estaban a punto de embocar la Puerta de San Sebastián.
—Mira —dijo el del coche, después de un silencio—, yo me estoy muriendo de ganas: si te parece, podríamos cenar después y ahora meternos en esos campos, allí donde nadie nos pueda ver.
—Si quieres… Pero te advierto que tengo hambre.
—Yo también —rebatió el del coche, que había quitado la mano del punto más vulnerable de Andrea y ahora le acariciaba los pelos de la nuca—, pero tengo más ganas de verte desnudo que de comer, aunque fuera la langosta más grande y más fresca del mundo…
Andrea se calló. Pasaron la puerta de San Sebastián en silencio, y pasaron por la iglesia del Quo Vadis? Andrea, que había terminado de fumar su cigarrillo, preguntó al del coche:
—¿Dónde tienes el cenicero?
—Aquí —repuso el otro abriendo un cenicero que estaba junto a la palanca del cambio.
Cuando Andrea alargó la mano para aplastar la colilla, el del coche se la agarró e intentó llevársela a su entrepierna.
—¡No, no! ¡Deja! ¿Qué haces? —protestó Andrea—. Deja, deja —insistió retirando violentamente la mano.
—Como quieras —dijo el otro.
Y prosiguieron en silencio.
Ahora pasaban por delante de la basílica de San Sebastián. Había oscurecido completamente, los coches eran pocos y la iluminación pública empezaba a escasear. El del coche volvió a poner la mano sobre la polla de Andrea e insistió en su toqueteo hasta que estuvo bien dura dentro de la angosta prisión de los pantalones y del slip, breve y ceñido. Entonces, el del coche, con la mano derecha buscó la hebilla del cinturón de Andrea, el que destrabó con gran habilidad, después agarró la palanquita del cierre de cremallera de la bragueta e intentó descorrerlo, pero la cosa no era fácil porque la cremallera no corría debido a lo ajustado de los pantalones. Andrea apartó la mano de su cliente y, encogiendo cuanto pudo el estómago y el vientre, tiró hacia abajo del artificio, enarcó después los riñones para bajarse los pantalones y el slip, y se quedó con los pantalones arrugados por debajo de las rodillas, el miembro tieso, al aire, iluminado intermitentemente por las escasas luces de la Vía Appia Antica o por los faros de los automóviles que circulaban en dirección contraria.
Así prosiguieron un buen trecho. Cuando el coche pasaba por encima de los restos del antiguo empedrado romano, el miembro erecto de Andrea se meneaba como un metrónomo de carne.
Andrea tenía los ojos cerrados, los brazos abandonados a lo largo del cuerpo y la boca ligeramente entreabierta, esperando el momento en que el otro le hiciera correrse, para cobrarse la prestación y luego comer y dormir.
El del coche le acariciaba de cuando en cuando los testículos, se los oprimía, se los pellizcaba y luego pasaba levemente la palma de la mano por la punta del carajo del chico para mantenérselo tieso.
Habían superado la tumba de Cecilia Metela y se adentraban en el tramo más solitario de la Vía Appia Antica cuando, de repente, el del coche viró entre las estatuas decapitas de dos togados y detuvo el automóvil en un minúsculo prado al pie de unos cipreses. Un lejano resplandor iluminaba el interior del automóvil, ahora que el del coche había apagado los faros y la luz del salpicadero. Andrea seguía inmóvil, con los pantalones bajados, el miembro pulsante y rojo, descapullado, al aire, la vellosidad del bajo vientre rizada y suave que formaba como la punta de una flecha que indicaba el hoyuelo del ombligo, esperando las próximas y definitivas caricias de su circunstancial compañero. De cuando en cuando, se oía el canto de un ruiseñor.
El del coche se inclinó hacia adelante en dirección de Andrea. «Ahora me la chupa», pensó éste. En cambio, el otro se había inclinado para abrir la guantera que se encontraba delante del chico. Andrea, curioso, entreabrió los ojos y vio que el otro extraía de la guantera un objeto metálico oscuro cuya punta, con un gesto rapidísimo, apoyó con fuerza en su flanco izquierdo.
—Desnúdate —le dijo tajantemente.
A Andrea se le desinfló la polla fulminantemente.
—Pero ¿qué haces? —protestó—. Quítame eso de aquí: me haces daño.
—Eso, muñeco, es una pistola. ¡Mírala, mírala! —Y se la puso delante de los ojos, oscura y amenazadora—. Vamos —insistió—, obedece y desnúdate.
—Pero aquí… —alegó desesperadamente el muchacho—, aquí puede pasar la policía y vernos.
—Desnúdate y no me cabrees. Ya está bien de contemplaciones. Mira —añadió mostrándole otra vez la pistola—, está sin seguro, ¿entiendes? O haces lo que te digo, o te pego un tiro. Y vete con cuidado porque soy muy nervioso.
—¿Del todo?, —preguntó estúpidamente Andrea con el carajo que le pendía patéticamente entre las piernas—. ¿Quieres que me desnude del todo?
—Completamente.
Andrea, sin hacérselo repetir, se dispuso a obedecer a aquella voz que ahora sonaba metálica, impersonal y violenta, como de policía. Se deshizo el nudo del pañuelo de seda y con dificultad se quitó la cazadora y la camisa. Sintió un escalofrío y se le puso la piel de gallina.
—Los pantalones, vamos —dijo el otro sin dejar de apuntarle con la pistola.
Andrea se agachó para quitarse las botas, enarcó de nuevo los riñones y mal que bien logró desembarazarse de los pantalones y del slip. Se quedó sólo con los calcetines azul oscuro puestos.
—Tira todo eso ahí detrás —dijo el otro señalándole con la pistola el asiento posterior del coche, y Andrea arrojó allí el pañuelo de seda, la cazadora, la camisa, los pantalones, el slip y las botas.
—Ahora, quítate los calcetines, vamos —apremió el otro.
—¿También eso? —se atrevió a objetar Andrea.
Y el otro empezó a gritar como un endemoniado, mientras agitaba la pistola:
—¡También eso! ¡Sí! ¡También eso! Te lo he dicho, ¿no? ¡Te quiero desnudo, completamente desnudo!
Andrea, asustado, volvió a obedecer: se quitó los calcetines y puso al descubierto sus pies grandes y estrechos, surcados por delicadas venillas azuladas, el empeine alto, la piel dorada como el resto de su cuerpo, pero más pálida, y los dedos huesudos, torneados y dúctiles. Tiró también los calcetines al asiento posterior y se quedó desnudo como un gusano, medio encogido, protegiéndose con las manos el carajo y los huevos, y con los ojos ahora bien abiertos, atento a los movimientos de la mano del otro, que sostenía la pistola, confiando aún, aunque con poca convicción, en que todo terminaría con una mamada distinta de las demás.
—Ahora estírate bien y no vuelvas a encogerte —siguió ordenando el del coche—. Y pon las manos entrelazadas detrás de la nuca. Eso es. Y ábrete bien de piernas, que te quiero ver el pijo y los huevos, vamos.
Una vez Andrea estuvo en la postura indicada, el del coche, convencido de su absoluta superioridad sobre el muchacho y de que éste no se atrevería a reaccionar, dejó la pistola junto a la palanca del cambio, se desabrochó el chaleco, soltó la hebilla de los pantalones, se abrió la bragueta y se sacó completamente fuera el carajo, tieso y rutilante, y los cojones.
—Mira, mira —le dijo a Andrea mientras se acariciaba con las dos manos los huevos y la polla—, ahí tienes un par de pelotas en serio y no esos huevecitos tuyos. ¡Esto sí que es un carajo al que hay que tratar de usted! ¡Y ahora verás cómo funciona de bien! ¡Y no cierres los ojos, cagado, que si los cierras, te mato! —iba añadiendo cada vez más excitado.
Y, bajo la mirada hipnotizada de Andrea, empezó a masturbarse. Andrea no tenía ninguna intención de cerrar los ojos y no apartaba la vista de las manos del otro, en parte porque quería controlar sus movimientos no fuese a agarrar de nuevo la pistola y a descerrajarle un tiro, en parte porque le fascinaba el modo de comportarse de su casual acompañante, quien no apartaba los ojos del pijo del muchacho, que, a pesar de la reluctancia de su sedicente dueño, empezó a dar señales de vida. Cuando el otro vio que el carajo de Andrea se enderezaba, se masturbó con mayor celeridad, respiró con dificultad y se movió desacompasadamente. De repente, el del coche se incorporó con dificultad, dio la vuelta sobre sí mismo, apoyó la mano izquierda en la portezuela que estaba junto a Andrea, pasó una pierna por encima de la palanca del cambio y del freno de mano y, sin dejar de masturbarse, apoyó una rodilla entre las piernas de Andrea que sintió el roce de la tela de los pantalones del otro en sus testículos y en su polla ya completamente tiesa.
Andrea, instintivamente, alargó la mano hacia su carajo, pero el otro, al advertirlo, le gritó con voz entrecortada:
—¡No! ¡Tú no! ¡Tú te corres solo, si quieres, hijo de puta! ¡Mira, mira, mira cómo me corro yo!
Y, babeando, con los ojos fijos en el cuerpo de Andrea, se corrió encima del pecho y del vientre del muchacho, quien sintió sobre su piel los sucesivos chorros de esperma caliente.
Andrea permanecía inmóvil mientras sentía resbalar por sus flancos la leche viscosa de su acompañante, quien, con los últimos estertores, hacía caer en su barriga las últimas gotas de esperma. Finalmente dejó de masturbarse, volvió a sentarse ante el volante, sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón, se secó las manos y luego se lo pasó a Andrea.
—Toma —le dijo en tono de voz indiferente—, sécate y vístete.
Andrea, como un autómata, tomó el pañuelo y se secó lo mejor que pudo la leche que se le escurría por el cuerpo. El carajo volvía a penderle flácido entre las piernas. Después, dejó el pañuelo empapado de esperma junto a la pistola, agarró la ropa que estaba en el asiento posterior y, de mala manera se vistió en la estrechez del coche. El otro recogió la pistola, la depositó en la guantera, abrió la portezuela del automóvil para subirse los pantalones y arreglarse la ropa. Luego, entró de nuevo, encendió un cigarrillo y puso en marcha el motor.
—Vamos. Has tenido suerte; te acompaño. Te voy a dejar donde te he encontrado.
Andrea, como atontado, le preguntó:
—¿Me das un cigarrillo?
—Sí, hombre, sí —repuso el otro impaciente alargando el paquete de cigarrillos a Andrea mientras arrancaba el coche—. Quédatelos —añadió a regañadientes, como si se avergonzara de aquel acto de generosidad.
Andrea tomó un cigarrillo, lo encendió con el mechero eléctrico del coche y se guardó el paquete, que estaba entero, en el bolsillo de la cazadora. Animado por aquel gesto de condescendencia y por la desaparición de la pistola, se atrevió a preguntar:
—¿Y el dinero? ¿Me lo vas a dar?
—Pero ¿qué dinero? ¡Tendrías tú que pagarme, muñeco! ¡Menudo baño te he dado! ¡Mi leche no tiene precio, encanto! —dijo el otro sin ni siquiera mirar a Andrea mientras empezaba a rehacer a la inversa el camino de antes.
Andrea se calló, dio unas chupadas al cigarrillo para hacerse pasar los retortijones del estómago causados por el hambre y pensó que estaban yendo en dirección prohibida.
Detrás, dejaron al ruiseñor que seguía cantando.
2
El tipo que Andrea había remolcado en los alrededores del Coliseo, poco después que el de la pistola, lo hubiera dejado de nuevo allí sin siquiera decirle adiós, no tenía un coche deportivo fuera de serie ni su aspecto era excepcional, pero lo primero que había propuesto al muchacho había sido cenar, cosa que hicieron en una trattoria sin pretensiones, situada en una calleja de los alrededores de San Juan de Letrán, no lejos de la iglesia de los Quattro Coronati. Durante la cena, el accidental acompañante de Andrea se había interesado por lo que éste hacía, habiendo colegido por cuenta propia que Andrea era estudiante, por los estudios que cursaba y por sus proyectos. Y Andrea había tenido que recurrir a toda su fantasía —él que apenas si había terminado la enseñanza básica y faltaba de su casa desde hacía tres años— para dar cumplida satisfacción a la curiosidad de su huésped.
Una vez hubieron cenado, el otro había propuesto a Andrea, con mucha timidez, tratándole como si éste fuera realmente una conquista suya, y no un profesional de la chapa, ir a su casa a tomar una copa.
Ahora Andrea estaba sentado en el saloncito de la casa de Ruggero —así le había dicho el otro que se llamaba—, con un vaso de coñac en la mano y un cigarro encendido en la boca. Se encontraba tranquilo y a gusto después del susto y de la excitación de la aventura con el tipo de la pistola. La casa estaba bien caldeada, y Ruggero había puesto una agradable música de fondo que les envolvía suavemente junto con la grata luz difusa de una lámpara de pie, de madera torneada oscura, con pantalla de cretona floreada y flecos.
Una espesa alfombra de lana cubría el suelo, y de las paredes pendían algunos paisajes al óleo, colgados entre los cuerpos de una librería de nogal con puertas de vidrio. Los sillones en que estaban sentados eran de terciopelo verde algo raído, pero limpio y cuidado, con macasares color té en el respaldo y los brazos. Entre los dos sillones, había un viejo brasero de latón, grande y reluciente. Unas cortinas de raso de un verde más claro que el de los sillones cubrían el balcón que daba a la calle y, ante ellas, había una mesa larga y baja, también de nogal, con profusión de bibelots y fotografías familiares.
Aquel saloncito, el breve recibidor del piso, con su paragüero de caoba, su espejo ovalado de marco dorado, su consola y sus sillas de asiento de rejilla, las paredes empapeladas con dibujos floreados, desvaídos por el tiempo, el parquet usado, pero cuidadosamente encerado del pasillo, los techos altos y limpios, aunque de un viejo blanco ahuesado, todo indicaba la casa familiar mantenida con el puntilloso cuidado de quien desea conservar innumerables y persistentes recuerdos.
Llevaban un largo rato en silencio. Andrea, a pesar de encontrarse bien, estaba un poco inquieto porque el tipo aquél no le había hablado ni de cama ni de dinero, y se preguntaba si Ruggero no sería tan ingenuo como para haberse tragado que él era de verdad un estudiante que vivía solo en Roma, en una pensión, pero que tenía su casa y su familia ya no se acordaba si había dicho en Frosinone o en Latina. Finalmente, Ruggero, como si le costara esfuerzo hablar, le dijo:
—Mira, yo no quiero ofenderte, pero pienso que a lo mejor andas corto de dinero: sabes, en los tiempos en que vivimos…
Andrea abrió la boca para decirle que sí, que, en efecto, andaba más que corto de dinero, pero el otro se lo impidió con un gesto de la mano.
—No, no, no te ofendas ni protestes. Si no me aceptas el regalo que pienso hacerte, seré yo quien se ofenda, de verdad —le dijo y, luego, armándose de valor, añadió—: Y como lo que voy a pedirte es muy especial y quiero que lo hagas libremente, te voy a regalar ahora mismo cincuenta mil liras.
Andrea no dijo nada. La cifra le parecía más que razonable, aunque no estuviera claro lo que Ruggero pretendía. Este, interpretando diversamente su silencio, le dijo:
—Si te parecen pocas cincuenta mil, dímelo francamente, y nos pondremos de acuerdo. Aunque a mí me parece una cifra razonable.
Andrea, que había decidido mantenerse a la expectativa, sorbió un trago de coñac, dio una chupada al cigarro, y después admitió:
—No, cincuenta mil está bien, pero no tienes por qué dármelas ahora. ¿Y si me largo?
—No, no te irás. Se ve en seguida que eres un buen chico. Y, si te largas, pues peor para ti… y sobre todo para mí, claro —y se sonrió un poco.
Luego, extrajo del bolsillo posterior del pantalón la cartera, contó cinco billetes de diez mil liras y se los dio a Andrea, quien, al tomarlos, le dijo:
—Bueno, pero ¿por qué me las das?
—Hombre, así me parece que resulta más fácil hablar de ciertas cosas.
—Di claramente que quieres acostarte conmigo y nos entenderemos —dijo brutalmente Andrea.
—Hombre, claro… —balbució el otro.
—Pero mira que yo, según qué cosas, no las hago.
—Soy un poco raro, es verdad —le tranquilizó Ruggero—, pero no te preocupes que no te voy a pedir nada que te pueda molestar hacer.
Andrea metió los cinco billetes dentro del carné de identidad que llevaba en el bolsillo de la cazadora y, cuando volvió a mirar a Ruggero, vio que algo había cambiado en su aspecto: ahora tenía los ojos brillantes y vidriosos. «¿A que éste me pega o quiere que le pegue?», se dijo recordando una vez en que su casual acompañante le había pedido que le golpease y, cuando él, reluctante al principio, se había decidido a darle unos puñetazos con no demasiada fuerza, el otro había reaccionado violentamente pegándole a su vez y la cosa había terminado en una batalla campal con muebles y espejos rotos y el otro tumbado allí, encima de la cama, sangrando por la nariz y la boca, pidiéndole entre sollozos que no le dejara, mientras que Andrea escapaba a todo correr llevándose la cartera del otro, que estaba en la mesilla de noche, llena de dinero y con todos los documentos.
—Mira que yo, ciertas cosas, no las quiero hacer ni por todo el oro del mundo —insistió Andrea.
El brillo de los ojos de Ruggero se intensificó, contempló a Andrea unos instantes y luego se levantó, le tendió una mano para ayudarle a levantarse y le dijo:
—Anda, acábate el coñac y ven conmigo.
Andrea terminó el coñac de un trago, aplastó el cigarro en el cenicero y se levantó. Ruggero entonces le cogió de la mano y le condujo a un dormitorio donde había una cama alta y estrecha, de latón, con cabecera y pies historiados y un gran cubrecama blanco hecho a ganchillo. En la pared, cubierta con un papel verdoso con dibujos geométricos amarillos, y sobre la cabecera de la cama, había un crucifijo pequeño, de bronce, con una rama de olivo polvorienta. Junto a la cama, a la izquierda de la misma, había una mesita de noche de nogal y tapa de mármol negro con una lamparita de bronce de pantalla roja de seda a la que Ruggero encendió para después apagar la lámpara central, que era una medio esfera de ópalo, colgada del techo, con unas cadenetas de latón.
—Vamos, desnúdate —le dijo bruscamente.
Andrea titubeó, porque aún no tenía idea de qué tipo de prestación iba a pedirle aquel individuo, quien se había sentado al borde de la cama y se quitaba ya los zapatos. Después de un momento de vacilación, el chico buscó con la mirada algo en que apoyarse para desnudarse con comodidad y vio una silla bajera, de asiento de paja trenzada, en la que se sentó para quitarse las botas. Después, se desnudó por completo procurando no mirar al otro. Cuando lo hizo, Ruggero, desnudo también, tenía en las manos una cuerda.
—Ya te he dicho que soy un poco raro —le dijo con voz temblorosa de excitación—. Mira, lo que quiero es que me ates a la cama, que me ates los pies y las manos a los barrotes de la cama; pero átame fuerte, sin miedo a hacerme daño. Una vez me hayas atado —prosiguió acercándose a Andrea—, me pasas el dedo índice de la mano suavemente por el pecho: así —y cogió la mano de Andrea y le hizo pasar el dedo índice por encima del esternón.
—¿Eso es todo? —le preguntó Andrea estupefacto.
—Sí. Anda, muévete —le repuso Ruggero que, después de darle la cuerda, fue hacia la cama y se tendió desnudo en ella con los brazos y las piernas en aspa.
Andrea tomó aquello que le había parecido una sola cuerda y que en realidad eran cuatro pedazos de cuerda y ató con fuerza las manos y los pies de Ruggero a los barrotes de la cama, apretando bien los nudos para que Ruggero, que tenía los ojos cerrados, no pudiera moverse. Luego, tal como éste le había dicho, empezó a pasar el índice de la mano derecha por su pecho, desde la base del cuello hasta la boca del estómago.
Desaparecido el temor, Andrea sentía ahora una gran curiosidad por saber en qué consistiría la cosa y, así, viendo que Ruggero mantenía los ojos cerrados, dirigió los suyos hacia el miembro de éste, que iba hinchándose poco a poco, levantándose, primero de manera incierta, cayendo hacia un lado y hacia el otro, reptando por los pelos del pubis, incorporándose a golpes, cada vez más decididamente, hasta adquirir una erección plena.
Andrea seguía pasando el dedo por los escasos pelos del pecho de Ruggero que se erizaban como si estuvieran electrizados. Ruggero, con las mandíbulas apretadas, empezó a lamentarse entre dientes y, por la comisura de los labios, le brotó un hilillo de saliva, mientras, por el agujero del pijo, asomaba una gotita de líquido incoloro, transparente y denso, que fue agrandándose hasta desparramarse por todo el bálano, turgente y rubicundo, para después escurrirse por la piel sonrosada de la verga y acabar bañándole los cojones.
Ruggero empezó entonces a moverse convulsivamente, haciendo rechinar toda la cama con los tirones que daba a los barrotes en que estaba atado: intentaba incorporarse, levantaba la cabeza, la echaba hacia atrás, arqueaba los riñones y se dejaba caer sobre el colchón, mientras la polla daba pequeños saltitos hacia arriba, como si quisiera estirarse más allá de los límites de lo posible.
Andrea proseguía su masaje y sentía que el carajo también se le hinchaba y levantaba. De repente, de la polla de Ruggero brotó un chorro alto y blanco de esperma caliente y luego otro y otro aún, y a cada nueva pulsación de la polla brotaba otro y todos iban a caer casi junto a la cabeza de Ruggero y manchaban la almohada y el cubrecama de ganchillo. A todo eso, Ruggero se debatía más violentamente que nunca, respiraba entrecortadamente y tenía la boca entreabierta y babeante, como si aquel géiser que se había despertado en sus entresijos, en lugar de quitarle las fuerzas, se las redoblara.
Andrea siguió insistiendo con su masaje hasta que los movimientos de Ruggero fueron tan violentos y seguidos que la cama se vino abajo, descuajeringada, con un gran estrépito de metal, y Ruggero cayó al suelo, la cabecera de la cama derrumbada sobre su cabeza, los pies y las manos tumefactos; le faltaba la respiración, se atragantaba con la baba, tenía los ojos en blanco, se retorcía aún…
Andrea permaneció unos instantes de pie, quieto, con la polla en inútil erección, observando aún la de Ruggero que no cesaba de latir y de emitir líquido. Después, sintió un escalofrío y, de repente, se dio cuenta de que estaba allí, con aquel ser hipando a sus pies que parecía que iba a morirse de un momento a otro, en una incesante eyaculación, con las venas del cuello hinchadas, la cara abotargada, los dientes rechinantes y sintió miedo, un miedo irracional que le impulsó a agarrar las botas y la ropa y a salir corriendo por el pasillo hasta el recibidor, donde se vistió en un santiamén.
La puerta estaba cerrada con llave. Hasta el recibidor llegaban los estertores de Ruggero y el ruido metálico de la cabecera y los pies de la cama derrumbada arañando el suelo. Andrea vio las llaves de la casa encima de la consola, junto al reloj de oro que Ruggero, por lo visto, se había quitado al entrar. Agarró ambas cosas, abrió la puerta, salió a la escalera, cerró otra vez con llave y, corriendo, bajó unos tramos. Se detuvo en un rellano: tenía aún el carajo tieso y caliente. Se abrió la bragueta, se sacó la polla y se hizo una paja breve e inmediata. Después, más sereno, se compuso un poco, tocó con la mano los cinco billetes de diez mil y el reloj de oro que se había metido también en el bolsillo de la cazadora y, con paso seguro, salió a la calle. Estaba amaneciendo.
3
El tipo con el que se había ido aquella noche era más bien regordete y de mediana estatura, de manos carnosas y cortas, ojos vivos y simpáticos, y cabello liso y negro. Llevaba un traje de tweed amarronado, un tabardo de cuero con cuello de piel y se cubría la cabeza con una gorra. Emanaba de él un intenso perfume a espliego, cosa que, al principio, dio no poco fastidio a Andrea que asociaba el espliego a la mediocridad de los horteras.
Una vez llegados a su casa, el cliente de Andrea condujo a éste a una salita de estar-comedor, en la que había, ante un balcón cubierto con cortinas de terciopelo café con leche, un tresillo tapizado de pana marrón oscura con algunos almohadones y una mesita en el centro protegida por un cristal. Al otro extremo de la habitación, había una larga mesa de caoba, con una lámpara de comedor, de pantalla de tela roja, colgada del techo, seis sillas alrededor, de respaldo alto, tapizadas también de pana, como el tresillo, y un trinchero de caoba, como la mesa, con tapa de mármol negro, adosado a la pared en la que había colgada una marina.
Entre uno de los sillones y el sofá del tresillo, había una lámpara de pie de hierro negro y liso con pantalla de falso pergamino en que estaban dibujadas, en negro y rojo, viejas anotaciones musicales y unas palabras en latín. Encima del trinchero destacaba un grupo de porcelana blanca formado por dos ágiles y saltarines lebreles, que corrían apenas retenidos por una Diana de breve peplo, arco y carcaj con flechas de cola dorada, como dorados eran los collares de los perros y la correa con que la diosa pretendía retenerlos.
Como separando los dos ambientes, había una mesa de ruedas con un televisor y, encima del mismo, encima de un tapetito de ganchillo color té, un búcaro de porcelana blanca con un ramo de rosas de plástico desvanecidas y polvorientas.
Las paredes estaban empapeladas con un papel a franjas amarillo-oro más o menos oscuras, alternadas, y el suelo, de baldosas blancas y negras, estaba cubierto por dos alfombras: una que abarcaba toda la zona del tresillo, de rafia, y otra, que cubría la parte destinada a comedor, de lana con dibujos florales.
Adosadas a la pared, en correspondencia con las cabeceras de la mesa grande, había dos vitrinas: una, repleta de chucherías, como figuras de chantilly, abanicos de nácar, cajitas para pastillas y otras cosas así, y la otra, con botellas de diversos licores y una barroca cristalería de falso cristal tallado.
—Vamos, toma lo que quieras —invitó el dueño de la casa a Andrea— y espérame unos segundos, que voy a dar las buenas noches a mi madre.
Andrea se atiesó.
—¿Pero no vives solo? —le preguntó alarmado.
—¡Oh, no te preocupes! La pobre está ya muy vieja y es completamente sorda. Lo que pasa es que no duerme hasta saber que estoy en casa. Así que, voy, le doy un beso, la tranquilizo y vuelvo en seguida —y, señalando una cajita de plata que estaba en la mesita del tresillo, añadió—: Ahí tienes cigarrillos. Estás en tu casa.
Andrea, una vez estuvo solo, fue a la vitrina de las botellas, la abrió, escogió una de drambuie y se sirvió abundantemente en uno de aquellos historiados vasos.
El tipo había dejado encendidas la lámpara del comedor, la de pie del tresillo y otra central de lágrimas de vidrio. Andrea, a quien daba mucho fastidio la luz durante sus prestaciones, apagó esta última y dejó encendidas solamente las otras dos. Luego, se sentó en uno de los sillones del tresillo, abrió la cajita de plata, tomó un cigarrillo, lo encendió y se dispuso a esperar. Oyó que se cerraba una puerta y luego se abría otra, sin duda la de la cocina, porque en seguida percibió un tintineo de tazas, el rumor de un grifo abierto y poco después el penetrante aroma del café.
El hombre regresó con una bandeja en la que había una garrafa-termo, dos tacitas y un azucarero.
—¿Te apetece un poco de café? —preguntó a Andrea al entrar.
—Bueno —aceptó éste.
—Yo me lo tomaré después de los postres… cortado —y sirvió a Andrea una tacita de café humeante, que el muchacho bebió muy azucarado, como era su costumbre.
El hombre se había quitado el tabardo y la chaqueta y se había puesto un jersey beige de buena lana, con mangas largas. Estaba de pie, contemplando extasiado a Andrea y sin decir palabra.
—Bueno, ¿qué hacemos? —dijo el chico ásperamente.
—Perdona, la culpa es mía, ¡pero es que eres tan bonito! Vamos, desnúdate, por favor, mientras yo preparo las cosas.
—¿Y tú?
—Oh, no te preocupes —dijo el otro.
—Pero tú todavía no me has dicho…
—¿Lo que me gustaría hacer? Pues mira, completar la cena.
—¿Cómo completar la cena?
—Sí, ahora quiero tomarme un buen postre.
Andrea, no muy convencido, aunque interpretando la alusión como que el otro pretendía chupársela, fue desnudándose poco a poco mientras el hombre extendió encima de la mesa del comedor un espeso fieltro, donde dispuso unos manteles blancos y bordados que había tomado de uno de los cajones del trinchero. Después, cogió una servilleta y una cucharilla de postre y, de la parte inferior del mueble, extrajo un tarro de confitura de fresas, otro de guindas confitadas, otro de crema de chocolate, una vasija con nata y una caja de bizcochos. Colocó todo en un ángulo de la mesa y se volvió para ver si Andrea se había desnudado ya. Este, que no había dejado de observar lo que hacía el otro, estaba ya desnudo del todo, de pie, junto al tresillo con toda la piel suavemente iluminada por la luz de la lámpara.
—Magnífico —apreció el otro—. Ahora ven, acércate. Vamos, que no te voy a hacer ningún daño, aunque no se puede decir que no te vaya a comer.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Andrea rígido.
—Ven, ven. Y Andrea se aproximó. Ahora, siéntate encima de la mesa, y le hizo sentarse en el centro de la misma. Ahora, date la vuelta y tiéndete del todo.
Andrea levantó las nalgas apoyándose con las dos manos en la mesa, dio media vuelta y se tumbó cuan largo era: le pareció que estaba en un quirófano, con aquella lámpara encendida, de pantalla roja, cuya luz le iluminaba el cuerpo desde el ombligo hasta las rodillas.
—¿Estás cómodo?
—Hombre, cómodo, cómodo…
—Ahora lo arreglo yo —dijo el otro y fue al tresillo, cogió dos almohadones y puso uno debajo de la cabeza de Andrea.
—Ahora levántate un poco —dijo tocándole una cadera.
Andrea enarcó los riñones y el otro introdujo rápidamente un almohadón debajo de las nalgas del muchacho, de modo que todo su aparato genital quedó más alto que el resto del cuerpo. Luego, tomó del trinchero una especie de estola con un agujero en el centro que tendió transversalmente sobre las caderas del muchacho cuidando que el carajo y los huevos quedaran al descubierto, asomando por el agujero de la tela. Después, sacó del mismo mueble un plato de plástico agujereado también. Cogió con delicadeza la polla de Andrea y la pasó por el agujero. Los cojones costaron un poco de pasar, puesto que el agujero estaba hecho aposta más pequeño que el conjunto del escroto para que éste no se escurriera después por él. Primero pasó un huevo y, cuando estuvo seguro de que éste se mantenía dentro del plato, con una ligera presión introdujo el otro. Andrea se quejó.
—Ya está, ya está —le tranquilizó el otro.
El efecto no podía ser mejor. Bajo la luz de la lámpara del comedor, el aparato genital de Andrea parecía como servido en un plato, con los cojones turgentes y el carajo, todavía flácido, apoyado en el fondo. Entonces, el otro empezó a chupeteárselo y a tirar de él succionándolo hasta que se lo puso tieso. Una vez conseguido esto, tomó con la cucharilla la nata de la vasija y embadurnó con ella los cojones de Andrea. Después, abrió el tarro de la crema de chocolate y con la misma cucharilla se la esparció por todo el carajo, comprendido el glande. Luego cogió tres guindas, aplicó una sobre cada huevo y otra en la punta del bálano y acabó de confeccionar el pastel con la mermelada de fresas y los bizcochos, que dispuso alrededor del escroto del chico.
A cada manipulación, Andrea sentía un agradable cosquilleo que le recorría todo el cuerpo.
El chocolate y la nata, al principio más bien densos, empezaron a derretirse al contacto de la piel caliente del escroto y del carajo y relucían ahora bajo la luz de la lámpara.
—Esto hay que inmortalizarlo —dijo el otro, entusiasmado. Tomó una polaroid del trinchero, ya preparada con el flash, e hizo una fotografía instantánea de aquel dulce extraordinario. La contempló unos instantes y luego se la enseñó a Andrea.
—¡Mira, mira, si no es fantástico!
Andrea, que tenía los ojos cerrados, los abrió, tomó la fotografía y no pudo por menos que maravillarse: efectivamente, era un dulce excepcional, y en seguida se lo imaginó expuesto en el escaparate de una pastelería, aislado, ofrecido al mejor gourmet, brillante de chocolate derritiéndose, albo en la base, con dos puntos rojos que dirigían la atención hacia un tercero, móvil por los latidos de la polla, colocado en la punta del capullo.
—Ahora me tomo el postre —dijo el otro y, con la cucharilla, empezó a comerse la nata y la confitura de fresas, rozando a posta con fuerza la piel del escroto cuando rebañaba la nata, introduciendo la cucharilla entre los huevos, contorneando bien la base de la polla y los cojones para recoger la mermelada de fresas y raspando hacia arriba todo el tallo de la polla con los bizcochos hasta llegar al glande para tomar el chocolate.
Finalmente, cuando sólo quedó el glande con su cereza en la punta, se lo introdujo en la boca y empezó a chuparlo. Andrea se retorcía y se decía a sí mismo que aquello no era una mamada, sino un acto de canibalismo, pues el tipo le estaba comiendo realmente el carajo, el dulce de su carajo, un Saint-Honoré de carajo, una Sarah Bernard de polla, un Savarin de cipote y huevos, una verga de chocolate, un pijo de gitano más que un brazo. Y pensó que la leche, que ya empezaba a sentir a punto de derramarse, sería la crema que faltaba. Y ya estaba a punto de correrse cuando el otro, intuyéndolo, dejó de chuparle el pijo y dijo: «Espera, que esto es para el café». Corrió a la mesita del tresillo, se sirvió una taza de café humeante de la garrafa-termo, volvió junto a Andrea y, con mucha finura y habilidad, empezó a masturbarle, teniendo bien cerca de la punta de la polla inflamada la tacita de café, de modo que, cuando Andrea se corrió abundantemente, el otro recogió toda su leche en la tacita y la mezcló bien con el café, que luego bebió a pequeños sorbos, con los ojos casi en blanco, paladeando.
—Es el mejor cortado que me he tomado en mi vida —dijo cuando hubo terminado de beberse el café con la leche de Andrea. Inmediatamente se abalanzó sobre la polla de éste, tiesa aún, se la metió en la boca, se desabrochó los pantalones y empezó a masturbarse, chupando infatigable el glande de Andrea, hasta que se corrió con un espasmo.
4
El tipo de aquella noche, una vez llegados a su apartamento en el que, como había precisado, vivía con su mujer y sus hijos, que estaban todos en casa de los suegros, en lugar de ofrecer a Andrea el whisky habitual y de poner la acostumbrada música de fondo, le había ofrecido una cena fría con pollo y fiambres, un buen vino rosado fresco, ensalada, fruta y un espléndido café.
Andrea, después de haberse refocilado, estaba ahora solo, tendido en la cama matrimonial de su cliente, desnudo ya y fumando un cigarrillo. La cama era blanda y grande, y el tipo aquél le había hecho tumbarse directamente sobre el cubrecama de raso pajizo, después de haber quitado la gran muñeca porta-camisón apoyada en la almohada.
La cabecera de la cama era baja, de madera oscura, y se prolongaba por ambos lados para acabar formando dos mesitas de noche en las que había sendas lamparitas de metal articuladas. Sobre la cabecera, colgada de la pared, había una imagen de la Virgen, de mayólica blanca y azul y, cubriendo la pared de enfrente, un enorme armario que llegaba hasta el techo, de madera también oscura, con las puertas forradas exteriormente de tela azul. A la derecha, frente al balcón, cubierto por pesadas cortinas del mismo azul que la tela del armario, había una coqueta, con espejo ovalado, de madera pintada de verde con los cantos dorados, llena de ungüentos y cremas. En la pared a la izquierda de la cama, había dos puertas pintadas de blanco, una que daba al cuarto de baño, de azulejos negros con apliques, espejo redondo, armaritos y bañera de un blanco rabioso, y otra que daba a un breve pasillo que conducía directamente al recibidor.
Al cabo de un rato, el tipo entró excusándose por su ausencia, pues había tenido que hacer varias llamadas telefónicas, entre ellas una para saber cómo estaban la mujer y los chicos. Después fue al cuarto de baño, del que salió con un paquete de algodón hidrófilo en una mano y una bolsa de papel abultada en la otra. Llevaba una camisa blanca abierta y unos pantalones oscuros.
—¡Pero qué pollita más linda tiene mi niño! —dijo acercándose a la cama y contemplando a Andrea con ternura.
Andrea emitió un sordo mugido y apagó el cigarrillo en el cenicero de la mesilla de noche de su derecha.
—A esta pollita hay que cuidarla mucho y de eso se va a encargar su papá adoptivo, ¿verdad? —dijo hablando directamente con el miembro de Andrea que, indiferente a aquellos halagos y promesas, permanecía flácido y retraído.
Luego, el tipo dejó la bolsa encima de la cama, abrió el paquete de algodón y, con sumo cuidado, fue disponiendo pedazos de éste alrededor de los huevos y del carajo de Andrea, construyendo así como una especie de nido para la polla del muchacho. Después, agarró la bolsa de papel, fue hasta la puerta del baño, abrió la bolsa y empezó a desparramar los granos de maíz que estaban dentro, mientras decía:
—¡Pita, pita, pita!, ¿qué va a comer mi pollita? ¡Pita, pita, pita!
Andrea lo contemplaba asombrado, con las manos entrelazadas detrás de la nuca y aquel bulto blanco de algodón en la entrepierna, que ocultaba por completo sus órganos viriles a los que procuraba un suave calorcillo. «Si se piensa que así me la va a poner gorda, va dado», se dijo Andrea. Pero el otro insistía, acercándose pasito a pasito a la cama, sin dejar de desparramar granos de maíz, como quien siembra a voleo, y de decir «¡pita, pita, pita!».
El miembro de Andrea seguía indiferente.
—Pero ¿por qué no quiere asomar la cabecita mi pollita por el nidito que le ha hecho su papi, eh?, —decía pegajoso el otro.
La pollita no reaccionaba. «¡Pita, pita, pita!», insistía el otro, mientras los granos de maíz iban a parar a la alfombra verde y amarilla que cubría el suelo, rebotaban contra las paredes y las puertas del armario, caían en la cama, encima de los muslos y el vientre de Andrea.
El tipo había llegado ya hasta la cama y seguía desparramando maíz, ahora casi gritando su «¡pita, pita, pita!», con la boca llena de saliva, las mejillas coloradas y los ojos fijos en el nido de algodón del que esperaba que el polluelo, es decir, el capullo de Andrea asomara.
—¡Pita, pita, pita! ¡Pollita, pollita! —suplicaba patéticamente, mientras Andrea, que había decidido participar en el juego, se esforzaba en atiesar el carajo y enarcaba los riñones, contraía los muslos, procuraba concentrarse con los ojos cerrados: nada, su miembro, indiferente y testarudo, permanecía blando, fofo, perezoso, arropado por el calorcillo del nido de algodón.
A Andrea, entonces, por asociación de ideas, le vino a la memoria un recuerdo de hacía muchos años, de cuando era todavía un niño y estaba en casa de unos parientes, en un pueblecito del Lazio donde había un corral con opulentas y cálidas gallinas. En un mediodía de junio, después de comer, se había escondido en el corral, y allí, arropado por el sol caliente, envuelto por el intenso olor dulzón de la gallinaza y de la paja desparramada por el suelo y por el agrio y denso del frantollo, le habían entrado tales ganas de correrse que se había desabrochado los pantalones, sacado la polla y empezado a hacerse una paja. Una gallina, cloqueando, ponía un huevo. Andrea dejó de masturbarse, contempló las gallinas y se preguntó que sensación podría producirle encularse el volátil, meter el carajo tieso en aquel agujero presumiblemente tibio y hospitalario. Y, con la picha fuera, agresiva como el espolón de un barco, se dirigió hacia la gallina que había acabado de poner el huevo. El animal, sintiéndose perseguido, empezó a correr de un lado a otro, cacareando asustando y poniendo en alerta todo el gallinero que, en un momento, se convirtió en un mar de gallinas cacareantes que revoloteaban, corrían, saltaban, derramaban bebederos, levantaban polvo y briznas de paja. Andrea, al ver toda aquella confusión, se metió rápidamente el carajo dentro de los pantalones y fingió estar jugando inocentemente con los animales, con el tiempo justo de evitar males mayores, pues ya acudían sus parientes alarmados, con el temor de que algún perro o algún gato se hubiera introducido en el corral y estuviera diezmando las gallinas.
Pocas veces había vuelto a pensar en aquel frustrado intento, pero ahora, al reclamo de la cantinela del sujeto aquél, se le apareció la escena tan vivamente que sintió un cosquilleo en la base del carajo, que empezó a dar señales de vida y se enderezó justo cuando el otro se inclinaba sobre el nido susurrando tiernamente:
—¡Pollita, pollita, pollita bonita, asoma la cabecita!
El carajo de Andrea, como accionado por un resorte gracias a aquel recuerdo, asomó toda la cabeza fuera del nido y siguió creciendo como si fuera una serpiente amaestrada que obedeciera al mágico son de la flauta de su hábil encantador.
El tipo estaba extasiado. Contemplaba lo que se le antojaba un prodigio fruto de sus conjuros, con ojos satisfechos, la boca entreabierta en una sonrisa beata, las aletas de la nariz agitadas por un ligero temblor.
—¡Oh, mi pollita ha crecido gracias a los cuidados de papá! ¡En qué gallina más hermosa se ha convertido mi pollita! ¿Y cuántos huevecines ha puesto mi gallinita hoy?, —decía al tiempo que introducía los dedos en el nido y tocaba los cojones de Andrea—. ¡Oh, ha puesto dos huevecines! ¿Y para quién son esos huevecines? Son para papá, ¿verdad?, —añadió, dando un beso al glande de Andrea que había adquirido ya un color rojo subido y parecía realmente la cresta de una gallina—. ¿Y dónde va a poner su próximo huevecín mi gallinita?, —siguió diciendo, mientras masturbaba suavemente el miembro erecto de Andrea—. ¿Dónde va a ponerlo, eh?, —insistía mientras se tumbaba en la cama boca arriba con la cabeza rozando el flanco derecho del muchacho—. ¿Dónde, dónde?
Y, mientras con la mano izquierda seguía masturbándole ligeramente, con la derecha cogió el flanco opuesto del chico invitándole a girar sobre sí mismo, cosa que Andrea hizo para quedarse con el escroto y la polla pegados contra la cara del tipo, que le decía en tono apremiante:
—¡Arrodíllate, arrodíllate!
Andrea se arrodilló, a horcajadas sobre la cabeza del otro, con las rodillas rozándole los hombros el carajo enhiesto, dispuesto a embestirle la cara, los cojones colgándole encima del cuello.
El otro le acarició un poco los muslos y luego se incorporó y le lamió la entrepierna, el escroto, la ingle, el empeine, la base del carajo. De cuando en cuando, decía:
—Anda, gallinita, pon el huevo en la cara de tu papá —y, con una mano, agarraba la de Andrea y se la llevaba hacia el pijo.
Finalmente, Andrea comprendió, se agarró con fuerza el carajo y empezó a masturbarse mientras el otro seguía lamiéndole los cojones y la entrepierna y repetía entrecortadamente:
—¡Qué buena es mi gallinita, qué buena es!
Andrea sentía el contacto húmedo, tibio y excitante de la lengua del otro y se curvaba hacia atrás para ofrecer los cojones colgantes a su voracidad.
El otro, en determinado momento, le dijo en un susurro:
—Avísame, ¿eh?, cuando estés a punto. Y procura tener buena puntería —e inmediatamente volvió a sus lametones.
Andrea empezó a gemir sordamente. Sentía que estaba a punto de correrse.
—¡Ya, ya! —dijo jadeando al otro, que se abrió la bragueta y empezó a masturbarse con un pañuelo preparado en la mano para no ensuciar el cubrecama.
—¡Dios, Dios! —exclamó Andrea y, apuntando el carajo hacia la cara del otro, se la cubrió de leche espesa y blanca, chorro tras chorro, primero sobre un ojo, después en la punta de la nariz, perlándole el bigote, bañándole las mejillas azuladas por los pelos de la barba.
Entretanto, el otro se corría a su vez y, con voz entrecortada, pedía:
—El masaje, el masaje, por favor.
Andrea comprendió y, con la punta de los dedos, le esparció por toda la cara, desde la raíz de los cabellos hasta la barbilla, y de oreja a oreja, su esperma cálido y espeso.
5
Andrea, muy relajado porque su acompañante de aquella noche era una persona afable y atenta, de mediana edad, cortés y generoso, estaba sentado en uno de los sillones de cuero negro del amplio salón del ático en que vivía su cliente, en el que había, además, un piano de media cola, cerrado, con retratos enmarcados en plata encima de la tapa, estanterías repletas de libros y objetos preciosos, mesitas de ébano con ceniceros y cajitas de cristal y plata, pequeñas alfombras persas sobre una moqueta de color gris oscuro, una lámpara de cristal veneciano en el centro y varias lámparas de pie y de sobremesa, con pantallas de seda blanca fruncida que difundían un pacífico resplandor. A través de los grandes ventanales que daban a la terraza, se vislumbraban las siluetas de las tuyas que se recortaban contra el cielo estrellado.
El señor estaba preparando las bebidas. Tenía el pelo entrecano y cuidado, la tez morena de quien pasa muchas horas a la semana al aire libre, y era alto y esbelto.
Una vez las hubo preparado, se acercó al muchacho con dos vasos de whisky con hielo y soda, ofreció uno a Andrea y, con el otro en la mano, se sentó en un sillón enfrente del chico.
—¿Te gusta mi casa? —le preguntó con una sonrisa.
—Es estupenda —dijo sinceramente.
—Me gustaría que la frecuentases a menudo. ¡Salud! —dijo el señor levantando su vaso.
—¡Salud!
—¿Sabes lo que me gusta hacer? —le preguntó el señor después de haber bebido un buen trago de whisky.
—¡Si usted no me lo dice!
—Pues a mí me gusta hacer el saloncito.
—¿Y eso qué es?
—Nada grave, no te alarmes. Ahora te lo digo… Pero ¿qué haces, no bebes?
—¿No querrá usted emborracharme para después abusar de mí, verdad? Le advierto que no es cosa fácil. A mí es difícil tumbarme. —Y, para demostrar que no temía los efectos del alcohol, se echó al coleto un buen trago de whisky.
—No, no, nada de eso —dijo el señor y volvió a beber—. A lo mejor soy yo el que necesita beber para proponerte que nos tomemos el próximo whisky haciendo el saloncito. Porque —e hizo una pausa—, en el fondo, me da un poco de apuro decírtelo.
—¿Y por qué tiene que darle apuro? ¡A una persona como usted! ¡Vamos! —protestó Andrea.
—Mira, te prometo que, cuando terminemos este whisky, te lo digo.
—Pues por mí —dijo Andrea en lo que para él era el colmo de la desfachatez— ya puede usted empezar. Y bebió de un trago el contenido del vaso.
—Muy bien, como tú quieras —dijo el señor que, después de vaciar también su vaso, se levantó para volver a llenar el suyo y el del chico.
—¿Te molesta la luz? —preguntó a Andrea después de darle el vaso nuevamente lleno.
—Un poco…
—¿Quieres que apaguemos alguna lámpara?
—Prefiero, sí.
Y el señor apagó las lámparas más próximas. El salón quedó en una gratísima penumbra.
—Qué te parece, ¿nos desnudamos?
—Como usted quiera —repuso Andrea, quien se quitó las botas y empezó a desnudarse mientras el señor hacía lo mismo.
Cuando estuvieron desnudos, el señor apartó la mesilla que estaba entre los dos sillones en los que se habían sentado y los acercó más, luego fue a una estantería y de ella cogió una vela y una cuerda, de cuyas extremidades colgaban grandes pesas, que tenía un nudo abierto en el centro. Luego se acercó a Andrea y, poniéndosela en las manos, le dijo:
—Mira, sopesa: tres kilos en cada extremo. ¿Qué te parece?
—Que pesa mucho —respondió estúpidamente Andrea que no acertaba a adivinar para qué podía servir aquello.
—Seis kilos en total, si Pitágoras no era un estúpido —bromeó el señor.
Andrea hizo ademán de devolverle la cuerda con las pesas, pero el señor se lo impidió.
—No, no tenla tú, que ahora te diré lo que tienes que hacer.
Y fue a sentarse en uno de los sillones que estaban frente a frente. Se arrellanó bien, enarcó las caderas y se escurrió hacia el borde del asiento para que le quedaran los cojones y la polla lo más bajos posible, abrió las piernas y dijo a Andrea:
—Mira, ahora lo que tienes que hacer es pasar el nudo por aquí —y señaló la base del escroto—, estrecharlo con fuerza y, después, sin dejar de tirar, dejas caer las pesas por encima de los brazos del sillón.
Andrea vaciló un momento, pero luego hizo lo que el señor le decía y, ayudado por él, que había agarrado todo su aparato genital por la base y lo tiraba hacia arriba, lo pasó por el nudo y estranguló bien el escroto y, sin dejar de tirar, pasó las pesas por encima de los brazos del sillón y las dejó caer. Las pesas se quedaron a medio aire, pendulando y manteniendo la tensión de la cuerda.
—Ahora dame el vaso, por favor —le pidió el señor—. Toma tú el tuyo y siéntate en este otro sillón de enfrente —Andrea obedeció—. Acércate un poco más. Perfecto. Ahora, pon un pie aquí, en la entrepierna, y con los dedos del pie apriétame los huevos, anda.
Andrea hizo lo que el señor le decía.
—Ahora, tomemos el whisky y fumemos un cigarrillo. A eso le llamo yo hacer el saloncito.
Andrea bebió un sorbo de whisky mientras, con los dedos del pie derecho, presionaba los huevos del señor. El escroto de éste, debido a la presión del nudo, había adquirido un intenso tono rojizo, mientras la polla había ido hinchándose y atiesándose. De cuando en cuando, el señor levantaba las nalgas para que las pesas cayeran más abajo, y luego volvía a posarlas en el asiento del sillón con lo que así aumentaba la tensión de la cuerda y la presión del nudo.
—¡Qué barbaridad! —dijo el señor evidentemente satisfecho—. ¿Te imaginas una reunión elegante con todos los hombres haciendo el saloncito? —y, preguntando a Andrea—: ¿No sería formidable?
Y Andrea se imaginó un salón lleno de caballeros bien vestidos, en frac, sentados en sillones, con los pantalones bajados y el carajo y los huevos estrangulados de aquella manera. Su pijo pegó un tirón. Andrea había descubierto que, adelantando el pie y presionando un poco más los testículos, llegaba con el dedo gordo a la base de la polla del señor y que, si movía el dedo hacia arriba y hacia abajo, la piel del miembro, aunque casi fija por la presión del nudo, sufría un ligero movimiento de estiramiento y de encogimiento justo en el frenillo, mientras que, si movía el dedo de un lado a otro, la polla del señor oscilaba a su vez, de modo que se divertía haciéndolo, sobre todo cuando vio que el señor se lo agradecía.
—Así me vas a hacer correr —le dijo éste con voz entrecortada.
Andrea suspendió el juego.
—No, no, sigue —le pidió el señor—, lo que pasa es que aún no quiero correrme —y al cabo de poco rato, añadió—: Anda, ven un momento, levántate.
Andrea se levantó. El señor le tomó de la mano, le hizo ponerse al lado del sillón, de pie, vuelto hacia él, y empezó a acariciarle los testículos y el carajo hasta que éste estuvo bien tieso. Entonces, se incorporó un poco, volvió la cabeza hacia el miembro de Andrea y empezó a lamérselo. A cada dos o tres lametones, la polla de Andrea daba un saltito y cada vez que lo hacía, el señor se reía como un niño ante la mecánica reacción del juguete de muelle que le habían regalado.
Después, el señor empezó a jugar con los cojones de Andrea. Se los apretaba con una sola mano y, con la boca, sorbía literalmente tan pronto uno tan pronto otro, como si se los quisiera tragar. Después, probó a metérselos los dos a la vez en la boca y, cuando lo hubo logrado, se los lamió con la lengua mientras, con la mano, masturbaba ligeramente a Andrea, quien sentía la punta de su polla apoyada en la nariz del señor.
Al cabo de un rato, el señor apartó a Andrea y le dijo acariciándole los muslos:
—No quisiera que acabara aquí la cosa —y, dándose cuenta de que Andrea tenía los ojos cerrados, añadió—: Pero mírame, hombre, que no es nada malo.
Andrea abrió los ojos. El señor le sonreía desde abajo, con la boca medio oculta por la polla, tiesa y roja como un tulipán.
—Mira —le dijo el señor—, ahora coge aquella vela que está encima de la mesa y enciéndela. Andrea lo hizo. Ahora acércate y hazme caer la cera derretida encima del capullo.
Andrea pensó que aquello podía ser atroz, pero se sentó en un brazo del sillón, de espaldas al señor, aproximó la vela encendida al glande rojo y turgente, y empezó a dejar caer la cera fundida. A cada gota, el señor se retorcía de dolor y de placer. El bálano primero fue cubriéndose de una ligera capa de cera, casi transparente, que iba anulando con su blancura el tinte morado de la piel. Después, la cera fundida fue resbalando a lo largo del miembro, formando pequeñas estalactitas pegadas a la piel, por las cuales goteaba la cera hasta llegar a la base del carajo.
Andrea se dejó llevar por el juego. Le divertía ver aquella polla que iba convirtiéndose en vela. Cuando la capa de cera alcanzó un buen espesor, se le ocurrió la idea de hacer caer las gotas sobre los huevos de su compañero, en los pelos del pubis, en el cuenco del ombligo, después de haber trazado un reguero de gotitas blancas desde el bajo vientre, y más tarde sobre los pezones. El señor que se debatía beato y doliente al mismo tiempo, y le agarraba la polla por detrás y se la masturbaba. Andrea no dejaba de contemplar aquella historiada vela dentro de la cual estaba la polla del señor y aquellos cojones cada vez más enconados, y se preguntaba si no estallarían de un momento a otro. Se dijo que sería maravilloso que estallaran, como una de aquellas bombas de cotillón de las que salen confeti y serpentinas.
—Ahora basta, ahora basta —le suplicó el señor—. Todavía no quisiera correrme. Tengo otra idea… Siempre que tú estés de acuerdo.
—Quien hace un cesto, hace ciento —respondió con simplicidad el chico—. Y, si a usted estas cosas le gustan, ¿por qué no tendría yo que hacérselas?
—Mira —dijo el señor—, vamos a dejar que se enfríe bien esto. Luego te diré como me gustaría que me hicieras correr y, después, por supuesto, te haré correr a ti. Siempre que tengas ganas.
Andrea, que sí tenía ganas, no dijo nada, fue a sentarse en su sillón y, sin que el otro se lo pidiera, volvió a apoyar el pie derecho en los cojones del señor y a oprimírselos con los dedos. Permanecieron así en silencio un buen rato, al cabo del cual el señor le dijo:
—¿Ves? Ahora se quita la cera que ya está fría y queda como un molde perfecto de mi polla.
Así era, en efecto: la cera, coagulada, se desprendió sin ningún esfuerzo de la polla y formaba un molde casi perfecto, mientras que el miembro, liberado de su cárcel de estearina, ardiente primero, tibia después, aparecía más tieso, rojo y duro que nunca.
El señor, como había hecho al principio de la ceremonia, levantó las nalgas y después las posó otra vez casi fuera del borde del asiento para aumentar aún más la presión del nudo. Andrea se dijo que no sólo los cojones iban a estallarle, sino que el glande acabaría saltando como un tapón de champaña.
—Mira —le dijo el señor—, en el cajón de esta mesita encontrarás un cordel. Cógelo, haz un nudo corredizo y átame el capullo, pero sólo el capullo, sabes, por debajo de la rebada; pasa el cordel por un brazo de la lámpara y luego tira.
Andrea abrió el cajón, cogió el cordel y tuvo otro momento de vacilación: el cordel era bastante fino, ¿y si le cortaba el capullo?, porque él había oído decir que una hemorragia en el carajo es imparable, mortal.
—Vamos —le apremió el señor, quien, con la mano, se descapullaba hasta el límite de lo posible, poniendo en evidencia la rebaba inferior del bálano—. Se trata simplemente de ahorcarlo, por malo —bromeó.
Andrea se armó de valor, hizo un nudo corredizo en el extremo del cordel, lo pasó alrededor de la parte inferior del glande y lo cerró justo sobre el frenillo. Después, pasó el cordel por uno de los brazos de la lámpara veneciana y tiró del otro extremo. El señor se arqueó siguiendo la tensión del cordel y después se dejó caer y se quedó, como había dicho, con la polla ahorcada, que había adquirido un extraño aspecto, con la parte inferior tensa, estirada y el glande abultado, de un violeta vivísimo. A Andrea, sin saber por qué, le vino a la mente un arpa y, por propia iniciativa, ató, dejando el cordel lo más tenso que pudo, la extremidad libre de éste a una de las patas del piano y después empezó a pulsar la parte del cordel que ahorcaba el pijo del señor como quien pulsa una cuerda de un instrumento musical.
A cada pulsación, la polla del señor vibraba como si realmente fuera a empezar a sonar, y el señor se retorcía, se llevaba las manos a los ojos, después las apartaba y levantaba un poco la cabeza para contemplarse, para ver lo que le estaban haciendo a su polla. Y Andrea seguía pulsando con ritmo cada vez más veloz y con la secreta intención de ver si era posible que aquel hombre se corriera así, aunque siempre con el temor de que el glande acabara separándose de la polla y se quedara colgando de la cuerda, aislado y rojo como una guinda.
De repente, el señor profirió una especie de alarido, y del glande tumefacto se proyectó una fuente intermitente de esperma que le bañó el vientre y el pecho.
—Ven, ven —dijo entrecortadamente a Andrea—. Ven, acércate, dame la polla. Vamos.
Andrea dejó la cuerda, se acercó al sillón, puso una rodilla en cada uno de los brazos del mismo, cogió la cabeza del señor por la nuca y, en un momento de arrebato, le forzó a meterse el carajo en la boca. Una vez lo tuvo allí, empezó a empujar con los riñones hacia delante y hacia atrás, sintiendo que su polla, cada vez más dura, se adentraba en la boca hasta llegar a la base del paladar del señor, quien, se debatía, ronqueaba, se ahogaba. Finalmente, Andrea, con un nuevo y vigoroso golpe de riñones, apretó bien apretada la cabeza del señor contra su vientre, sintió que los labios de su compañero aplastaban los pelos de su pubis y tocaban la piel de su escroto, percibió que la punta de su carajo estaba introduciéndose en la garganta del otro y, jadeando, se corrió como nunca se había corrido en su vida.
Andrea tenía apenas veinte años y era alto, esbelto, con la piel dorada, los cabellos ensortijados y rubios, algo largos y alborotados, y los ojos azules, destellantes y acusadores, con algo de niño y de animal. Resaltaban su aspecto de ambiguo ángel musicante del beato Angélico, sus labios carnosos y sensuales, su nariz abultada y sus grandes manos de dedos ahusados.
Andrea sabía que era homosexual, pero procuraba por todos los medios no darlo a entender. Sabía, por experiencia ajena, que, en la actividad a que se dedicaba, no era conveniente dejar traslucir el mínimo interés por lo que se estaba haciendo, porque, de lo contrario, de ser chapero, se pasaba rápidamente a ser marica, al cual todo el mundo tiene derecho a hacer cualquier cosa, y además sin recompensa: «Ya que le gusta…». Y así, a fuerza de reprimirse, había acabado por parecer realmente muy «macho», un muchacho-objeto que se acuesta por necesidad económica, por pereza o por imposibilidad de encontrar un trabajo decente, pero que no sólo no entiende, sino que incluso desprecia a los que le buscan para hacer el amor.
Un atardecer, como tantos otros, Andrea paseaba por los alrededores del Coliseo, su terreno de caza. La primavera estaba a las puertas, y un airecillo tibio se mezclaba con el aire aún frío y húmedo del invierno que parecía haberse refugiado en los soportales del anfiteatro. Aunque llevaba dos días casi sin comer, iba aparentemente bien vestido, con sus botas de tacón alto y punta afilada, sus pantalones ceñidos que ponían bien en evidencia aquella parte de su cuerpo más codiciada, su cazadora de ante y su pañuelo de seda anudado al cuello. La única nota detonante era que los bajos de los pantalones estaban algo deshilachados, los tacones de los zapatos gastados por la parte de fuera y la cazadora de ante más bien raída.
De cuando en cuando, algún automóvil, ocupado por un hombre solo, disminuía la marcha, y el conductor miraba fijamente a Andrea esperando de éste alguna señal que le invitara a abordarle. Pero el muchacho, al no parecerle que ninguno de aquellos candidatos valiera realmente la pena, no se dignaba mirarlo.
Finalmente, se acercó con lentitud, casi como si caracolease, un coche de clase, un automóvil deportivo, rojo y brillante, a cuyo volante estaba un hombre de unos treinta y algo, de aspecto distinguido y próspero. Andrea, siguiendo las reglas del juego, fingió que no le había visto, aunque estaba decidido a no dejar escapar aquel tipo si se decidía a abordarle. Como quien no quiere la cosa, el muchacho se aproximó al bordillo con la aparente intención de cruzar la calzada.
El coche se detuvo un poco más adelante, junto a la acera, hizo marcha atrás y, cuando estuvo a la altura de Andrea, el conductor bajó el cristal de la ventanilla de la derecha y asomó la cabeza. Era un hombre guapo: cabello rubio, liso, corto y cuidado, facciones pequeñas, labios finos, ojos oscuros y mirada penetrante.
—¿Me daría usted fuego, por favor? —le dijo a Andrea y éste extrajo, no sin dificultad, del ceñidísimo pantalón, un mechero, lo prendió y alargó la mano para que el automovilista pudiera encender el cigarrillo que tenía ya en los labios.
El hombre del coche cogió con la suya la mano de Andrea y acercó la llama a la punta del cigarrillo: al hacerlo, se la presionó ligeramente.
—¿Usted fuma? —le dijo el del coche ofreciéndole un cigarrillo.
—Sí, gracias —repuso Andrea y encendió el pitillo que el otro le daba.
—Usted perdone si lo entretengo —prosiguió el del coche—, pero como yo no soy de aquí… ¿No conoce algún buen restaurante por estos alrededores?
Andrea le repuso, recalcando el sentido equívoco de sus palabras:
—No sabría decírselo con exactitud: depende de lo que quiera usted comer y gastar.
—Bueno, si es por el precio, no me preocupa: lo que quiero es comer bien —rebatió el otro siguiéndole el juego.
—En ese caso, no lejos de aquí, en la Vía Appia Antica, hay un buen restaurante.
—¿Tiene usted algo que hacer? —le preguntó el del coche.
—No, nada de particular —se apresuró a responder Andrea.
—Entonces, ¿podría pedirle que me acompañara? Le invito a cenar, si me lo permite. Sabe usted, estoy solo… —dijo el hombre del coche.
—Muchas gracias. Acepto —dijo Andrea que llevaba un par de días a base de bocadillos de mortadela.
El otro abrió la portezuela, y Andrea se sentó con desenvoltura a su lado, la espalda apoyada en la portezuela del coche, la cabeza reclinada contra el vidrio de la ventanilla que había vuelto a subir, y las piernas abiertas para que se viera bien el bulto de su miembro, cosa que el del automóvil pareció apreciar, pues inmediatamente después de arrancar el coche dejó caer, como quien no quiere la cosa, la mano derecha sobre la prominencia de la entrepierna de Andrea.
—No te sentirás molesto, supongo —dijo tuteándole de repente mientras con los dedos le cosquilleaba la punta del bulto vital.
Andrea sintió que aquel cosquilleó le recorría toda la columna vertebral y le llegaba a la garganta, pero, como no debía aparentar que aquello le causaba placer, fingiendo indiferencia y con la voz lo más cortante posible, dijo:
—Te advierto que yo lo hago por dinero.
—Oh, muy bien —repuso el otro—, me lo imaginaba. Nunca hubiera pensado que un chico tan guapo como tú perdiera el tiempo por esos andurriales y se fuera a la cama con otros porque sí.
—Oye —le replicó Andrea un poco picado—, que yo no me voy a la cama con otros, sin con quien me paga bien y no me da asco. Además, ciertas cosas no las hago.
—¿Y yo, te doy asco? —le preguntó con cierta sorna el del coche.
—No, tú no —repuso Andrea, quien, acto seguido añadió—: Pero depende de cuánto piensas darme y de qué quieres hacer, porque, como te digo, ciertas cosas no las hago.
—Dime tú la tarifa.
—Cincuenta mil —dijo Andrea—, pero sólo chupármela, como máximo.
—¿Y tú a mí?
—¿Yo a ti? Bueno, eso se verá después, pero desde luego chupártela, no —y añadió en seguida—: Ni tampoco darte por el culo, no me gusta.
—¡Pues sí que estás dispuesto a hacer cosas! —comentó irónicamente el otro.
—Si no estás de acuerdo…
—No, no: pienso divertirme la mar.
Habían recorrido ya la Passeggiata Archeologica y estaban a punto de embocar la Puerta de San Sebastián.
—Mira —dijo el del coche, después de un silencio—, yo me estoy muriendo de ganas: si te parece, podríamos cenar después y ahora meternos en esos campos, allí donde nadie nos pueda ver.
—Si quieres… Pero te advierto que tengo hambre.
—Yo también —rebatió el del coche, que había quitado la mano del punto más vulnerable de Andrea y ahora le acariciaba los pelos de la nuca—, pero tengo más ganas de verte desnudo que de comer, aunque fuera la langosta más grande y más fresca del mundo…
Andrea se calló. Pasaron la puerta de San Sebastián en silencio, y pasaron por la iglesia del Quo Vadis? Andrea, que había terminado de fumar su cigarrillo, preguntó al del coche:
—¿Dónde tienes el cenicero?
—Aquí —repuso el otro abriendo un cenicero que estaba junto a la palanca del cambio.
Cuando Andrea alargó la mano para aplastar la colilla, el del coche se la agarró e intentó llevársela a su entrepierna.
—¡No, no! ¡Deja! ¿Qué haces? —protestó Andrea—. Deja, deja —insistió retirando violentamente la mano.
—Como quieras —dijo el otro.
Y prosiguieron en silencio.
Ahora pasaban por delante de la basílica de San Sebastián. Había oscurecido completamente, los coches eran pocos y la iluminación pública empezaba a escasear. El del coche volvió a poner la mano sobre la polla de Andrea e insistió en su toqueteo hasta que estuvo bien dura dentro de la angosta prisión de los pantalones y del slip, breve y ceñido. Entonces, el del coche, con la mano derecha buscó la hebilla del cinturón de Andrea, el que destrabó con gran habilidad, después agarró la palanquita del cierre de cremallera de la bragueta e intentó descorrerlo, pero la cosa no era fácil porque la cremallera no corría debido a lo ajustado de los pantalones. Andrea apartó la mano de su cliente y, encogiendo cuanto pudo el estómago y el vientre, tiró hacia abajo del artificio, enarcó después los riñones para bajarse los pantalones y el slip, y se quedó con los pantalones arrugados por debajo de las rodillas, el miembro tieso, al aire, iluminado intermitentemente por las escasas luces de la Vía Appia Antica o por los faros de los automóviles que circulaban en dirección contraria.
Así prosiguieron un buen trecho. Cuando el coche pasaba por encima de los restos del antiguo empedrado romano, el miembro erecto de Andrea se meneaba como un metrónomo de carne.
Andrea tenía los ojos cerrados, los brazos abandonados a lo largo del cuerpo y la boca ligeramente entreabierta, esperando el momento en que el otro le hiciera correrse, para cobrarse la prestación y luego comer y dormir.
El del coche le acariciaba de cuando en cuando los testículos, se los oprimía, se los pellizcaba y luego pasaba levemente la palma de la mano por la punta del carajo del chico para mantenérselo tieso.
Habían superado la tumba de Cecilia Metela y se adentraban en el tramo más solitario de la Vía Appia Antica cuando, de repente, el del coche viró entre las estatuas decapitas de dos togados y detuvo el automóvil en un minúsculo prado al pie de unos cipreses. Un lejano resplandor iluminaba el interior del automóvil, ahora que el del coche había apagado los faros y la luz del salpicadero. Andrea seguía inmóvil, con los pantalones bajados, el miembro pulsante y rojo, descapullado, al aire, la vellosidad del bajo vientre rizada y suave que formaba como la punta de una flecha que indicaba el hoyuelo del ombligo, esperando las próximas y definitivas caricias de su circunstancial compañero. De cuando en cuando, se oía el canto de un ruiseñor.
El del coche se inclinó hacia adelante en dirección de Andrea. «Ahora me la chupa», pensó éste. En cambio, el otro se había inclinado para abrir la guantera que se encontraba delante del chico. Andrea, curioso, entreabrió los ojos y vio que el otro extraía de la guantera un objeto metálico oscuro cuya punta, con un gesto rapidísimo, apoyó con fuerza en su flanco izquierdo.
—Desnúdate —le dijo tajantemente.
A Andrea se le desinfló la polla fulminantemente.
—Pero ¿qué haces? —protestó—. Quítame eso de aquí: me haces daño.
—Eso, muñeco, es una pistola. ¡Mírala, mírala! —Y se la puso delante de los ojos, oscura y amenazadora—. Vamos —insistió—, obedece y desnúdate.
—Pero aquí… —alegó desesperadamente el muchacho—, aquí puede pasar la policía y vernos.
—Desnúdate y no me cabrees. Ya está bien de contemplaciones. Mira —añadió mostrándole otra vez la pistola—, está sin seguro, ¿entiendes? O haces lo que te digo, o te pego un tiro. Y vete con cuidado porque soy muy nervioso.
—¿Del todo?, —preguntó estúpidamente Andrea con el carajo que le pendía patéticamente entre las piernas—. ¿Quieres que me desnude del todo?
—Completamente.
Andrea, sin hacérselo repetir, se dispuso a obedecer a aquella voz que ahora sonaba metálica, impersonal y violenta, como de policía. Se deshizo el nudo del pañuelo de seda y con dificultad se quitó la cazadora y la camisa. Sintió un escalofrío y se le puso la piel de gallina.
—Los pantalones, vamos —dijo el otro sin dejar de apuntarle con la pistola.
Andrea se agachó para quitarse las botas, enarcó de nuevo los riñones y mal que bien logró desembarazarse de los pantalones y del slip. Se quedó sólo con los calcetines azul oscuro puestos.
—Tira todo eso ahí detrás —dijo el otro señalándole con la pistola el asiento posterior del coche, y Andrea arrojó allí el pañuelo de seda, la cazadora, la camisa, los pantalones, el slip y las botas.
—Ahora, quítate los calcetines, vamos —apremió el otro.
—¿También eso? —se atrevió a objetar Andrea.
Y el otro empezó a gritar como un endemoniado, mientras agitaba la pistola:
—¡También eso! ¡Sí! ¡También eso! Te lo he dicho, ¿no? ¡Te quiero desnudo, completamente desnudo!
Andrea, asustado, volvió a obedecer: se quitó los calcetines y puso al descubierto sus pies grandes y estrechos, surcados por delicadas venillas azuladas, el empeine alto, la piel dorada como el resto de su cuerpo, pero más pálida, y los dedos huesudos, torneados y dúctiles. Tiró también los calcetines al asiento posterior y se quedó desnudo como un gusano, medio encogido, protegiéndose con las manos el carajo y los huevos, y con los ojos ahora bien abiertos, atento a los movimientos de la mano del otro, que sostenía la pistola, confiando aún, aunque con poca convicción, en que todo terminaría con una mamada distinta de las demás.
—Ahora estírate bien y no vuelvas a encogerte —siguió ordenando el del coche—. Y pon las manos entrelazadas detrás de la nuca. Eso es. Y ábrete bien de piernas, que te quiero ver el pijo y los huevos, vamos.
Una vez Andrea estuvo en la postura indicada, el del coche, convencido de su absoluta superioridad sobre el muchacho y de que éste no se atrevería a reaccionar, dejó la pistola junto a la palanca del cambio, se desabrochó el chaleco, soltó la hebilla de los pantalones, se abrió la bragueta y se sacó completamente fuera el carajo, tieso y rutilante, y los cojones.
—Mira, mira —le dijo a Andrea mientras se acariciaba con las dos manos los huevos y la polla—, ahí tienes un par de pelotas en serio y no esos huevecitos tuyos. ¡Esto sí que es un carajo al que hay que tratar de usted! ¡Y ahora verás cómo funciona de bien! ¡Y no cierres los ojos, cagado, que si los cierras, te mato! —iba añadiendo cada vez más excitado.
Y, bajo la mirada hipnotizada de Andrea, empezó a masturbarse. Andrea no tenía ninguna intención de cerrar los ojos y no apartaba la vista de las manos del otro, en parte porque quería controlar sus movimientos no fuese a agarrar de nuevo la pistola y a descerrajarle un tiro, en parte porque le fascinaba el modo de comportarse de su casual acompañante, quien no apartaba los ojos del pijo del muchacho, que, a pesar de la reluctancia de su sedicente dueño, empezó a dar señales de vida. Cuando el otro vio que el carajo de Andrea se enderezaba, se masturbó con mayor celeridad, respiró con dificultad y se movió desacompasadamente. De repente, el del coche se incorporó con dificultad, dio la vuelta sobre sí mismo, apoyó la mano izquierda en la portezuela que estaba junto a Andrea, pasó una pierna por encima de la palanca del cambio y del freno de mano y, sin dejar de masturbarse, apoyó una rodilla entre las piernas de Andrea que sintió el roce de la tela de los pantalones del otro en sus testículos y en su polla ya completamente tiesa.
Andrea, instintivamente, alargó la mano hacia su carajo, pero el otro, al advertirlo, le gritó con voz entrecortada:
—¡No! ¡Tú no! ¡Tú te corres solo, si quieres, hijo de puta! ¡Mira, mira, mira cómo me corro yo!
Y, babeando, con los ojos fijos en el cuerpo de Andrea, se corrió encima del pecho y del vientre del muchacho, quien sintió sobre su piel los sucesivos chorros de esperma caliente.
Andrea permanecía inmóvil mientras sentía resbalar por sus flancos la leche viscosa de su acompañante, quien, con los últimos estertores, hacía caer en su barriga las últimas gotas de esperma. Finalmente dejó de masturbarse, volvió a sentarse ante el volante, sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón, se secó las manos y luego se lo pasó a Andrea.
—Toma —le dijo en tono de voz indiferente—, sécate y vístete.
Andrea, como un autómata, tomó el pañuelo y se secó lo mejor que pudo la leche que se le escurría por el cuerpo. El carajo volvía a penderle flácido entre las piernas. Después, dejó el pañuelo empapado de esperma junto a la pistola, agarró la ropa que estaba en el asiento posterior y, de mala manera se vistió en la estrechez del coche. El otro recogió la pistola, la depositó en la guantera, abrió la portezuela del automóvil para subirse los pantalones y arreglarse la ropa. Luego, entró de nuevo, encendió un cigarrillo y puso en marcha el motor.
—Vamos. Has tenido suerte; te acompaño. Te voy a dejar donde te he encontrado.
Andrea, como atontado, le preguntó:
—¿Me das un cigarrillo?
—Sí, hombre, sí —repuso el otro impaciente alargando el paquete de cigarrillos a Andrea mientras arrancaba el coche—. Quédatelos —añadió a regañadientes, como si se avergonzara de aquel acto de generosidad.
Andrea tomó un cigarrillo, lo encendió con el mechero eléctrico del coche y se guardó el paquete, que estaba entero, en el bolsillo de la cazadora. Animado por aquel gesto de condescendencia y por la desaparición de la pistola, se atrevió a preguntar:
—¿Y el dinero? ¿Me lo vas a dar?
—Pero ¿qué dinero? ¡Tendrías tú que pagarme, muñeco! ¡Menudo baño te he dado! ¡Mi leche no tiene precio, encanto! —dijo el otro sin ni siquiera mirar a Andrea mientras empezaba a rehacer a la inversa el camino de antes.
Andrea se calló, dio unas chupadas al cigarrillo para hacerse pasar los retortijones del estómago causados por el hambre y pensó que estaban yendo en dirección prohibida.
Detrás, dejaron al ruiseñor que seguía cantando.
2
El tipo que Andrea había remolcado en los alrededores del Coliseo, poco después que el de la pistola, lo hubiera dejado de nuevo allí sin siquiera decirle adiós, no tenía un coche deportivo fuera de serie ni su aspecto era excepcional, pero lo primero que había propuesto al muchacho había sido cenar, cosa que hicieron en una trattoria sin pretensiones, situada en una calleja de los alrededores de San Juan de Letrán, no lejos de la iglesia de los Quattro Coronati. Durante la cena, el accidental acompañante de Andrea se había interesado por lo que éste hacía, habiendo colegido por cuenta propia que Andrea era estudiante, por los estudios que cursaba y por sus proyectos. Y Andrea había tenido que recurrir a toda su fantasía —él que apenas si había terminado la enseñanza básica y faltaba de su casa desde hacía tres años— para dar cumplida satisfacción a la curiosidad de su huésped.
Una vez hubieron cenado, el otro había propuesto a Andrea, con mucha timidez, tratándole como si éste fuera realmente una conquista suya, y no un profesional de la chapa, ir a su casa a tomar una copa.
Ahora Andrea estaba sentado en el saloncito de la casa de Ruggero —así le había dicho el otro que se llamaba—, con un vaso de coñac en la mano y un cigarro encendido en la boca. Se encontraba tranquilo y a gusto después del susto y de la excitación de la aventura con el tipo de la pistola. La casa estaba bien caldeada, y Ruggero había puesto una agradable música de fondo que les envolvía suavemente junto con la grata luz difusa de una lámpara de pie, de madera torneada oscura, con pantalla de cretona floreada y flecos.
Una espesa alfombra de lana cubría el suelo, y de las paredes pendían algunos paisajes al óleo, colgados entre los cuerpos de una librería de nogal con puertas de vidrio. Los sillones en que estaban sentados eran de terciopelo verde algo raído, pero limpio y cuidado, con macasares color té en el respaldo y los brazos. Entre los dos sillones, había un viejo brasero de latón, grande y reluciente. Unas cortinas de raso de un verde más claro que el de los sillones cubrían el balcón que daba a la calle y, ante ellas, había una mesa larga y baja, también de nogal, con profusión de bibelots y fotografías familiares.
Aquel saloncito, el breve recibidor del piso, con su paragüero de caoba, su espejo ovalado de marco dorado, su consola y sus sillas de asiento de rejilla, las paredes empapeladas con dibujos floreados, desvaídos por el tiempo, el parquet usado, pero cuidadosamente encerado del pasillo, los techos altos y limpios, aunque de un viejo blanco ahuesado, todo indicaba la casa familiar mantenida con el puntilloso cuidado de quien desea conservar innumerables y persistentes recuerdos.
Llevaban un largo rato en silencio. Andrea, a pesar de encontrarse bien, estaba un poco inquieto porque el tipo aquél no le había hablado ni de cama ni de dinero, y se preguntaba si Ruggero no sería tan ingenuo como para haberse tragado que él era de verdad un estudiante que vivía solo en Roma, en una pensión, pero que tenía su casa y su familia ya no se acordaba si había dicho en Frosinone o en Latina. Finalmente, Ruggero, como si le costara esfuerzo hablar, le dijo:
—Mira, yo no quiero ofenderte, pero pienso que a lo mejor andas corto de dinero: sabes, en los tiempos en que vivimos…
Andrea abrió la boca para decirle que sí, que, en efecto, andaba más que corto de dinero, pero el otro se lo impidió con un gesto de la mano.
—No, no, no te ofendas ni protestes. Si no me aceptas el regalo que pienso hacerte, seré yo quien se ofenda, de verdad —le dijo y, luego, armándose de valor, añadió—: Y como lo que voy a pedirte es muy especial y quiero que lo hagas libremente, te voy a regalar ahora mismo cincuenta mil liras.
Andrea no dijo nada. La cifra le parecía más que razonable, aunque no estuviera claro lo que Ruggero pretendía. Este, interpretando diversamente su silencio, le dijo:
—Si te parecen pocas cincuenta mil, dímelo francamente, y nos pondremos de acuerdo. Aunque a mí me parece una cifra razonable.
Andrea, que había decidido mantenerse a la expectativa, sorbió un trago de coñac, dio una chupada al cigarro, y después admitió:
—No, cincuenta mil está bien, pero no tienes por qué dármelas ahora. ¿Y si me largo?
—No, no te irás. Se ve en seguida que eres un buen chico. Y, si te largas, pues peor para ti… y sobre todo para mí, claro —y se sonrió un poco.
Luego, extrajo del bolsillo posterior del pantalón la cartera, contó cinco billetes de diez mil liras y se los dio a Andrea, quien, al tomarlos, le dijo:
—Bueno, pero ¿por qué me las das?
—Hombre, así me parece que resulta más fácil hablar de ciertas cosas.
—Di claramente que quieres acostarte conmigo y nos entenderemos —dijo brutalmente Andrea.
—Hombre, claro… —balbució el otro.
—Pero mira que yo, según qué cosas, no las hago.
—Soy un poco raro, es verdad —le tranquilizó Ruggero—, pero no te preocupes que no te voy a pedir nada que te pueda molestar hacer.
Andrea metió los cinco billetes dentro del carné de identidad que llevaba en el bolsillo de la cazadora y, cuando volvió a mirar a Ruggero, vio que algo había cambiado en su aspecto: ahora tenía los ojos brillantes y vidriosos. «¿A que éste me pega o quiere que le pegue?», se dijo recordando una vez en que su casual acompañante le había pedido que le golpease y, cuando él, reluctante al principio, se había decidido a darle unos puñetazos con no demasiada fuerza, el otro había reaccionado violentamente pegándole a su vez y la cosa había terminado en una batalla campal con muebles y espejos rotos y el otro tumbado allí, encima de la cama, sangrando por la nariz y la boca, pidiéndole entre sollozos que no le dejara, mientras que Andrea escapaba a todo correr llevándose la cartera del otro, que estaba en la mesilla de noche, llena de dinero y con todos los documentos.
—Mira que yo, ciertas cosas, no las quiero hacer ni por todo el oro del mundo —insistió Andrea.
El brillo de los ojos de Ruggero se intensificó, contempló a Andrea unos instantes y luego se levantó, le tendió una mano para ayudarle a levantarse y le dijo:
—Anda, acábate el coñac y ven conmigo.
Andrea terminó el coñac de un trago, aplastó el cigarro en el cenicero y se levantó. Ruggero entonces le cogió de la mano y le condujo a un dormitorio donde había una cama alta y estrecha, de latón, con cabecera y pies historiados y un gran cubrecama blanco hecho a ganchillo. En la pared, cubierta con un papel verdoso con dibujos geométricos amarillos, y sobre la cabecera de la cama, había un crucifijo pequeño, de bronce, con una rama de olivo polvorienta. Junto a la cama, a la izquierda de la misma, había una mesita de noche de nogal y tapa de mármol negro con una lamparita de bronce de pantalla roja de seda a la que Ruggero encendió para después apagar la lámpara central, que era una medio esfera de ópalo, colgada del techo, con unas cadenetas de latón.
—Vamos, desnúdate —le dijo bruscamente.
Andrea titubeó, porque aún no tenía idea de qué tipo de prestación iba a pedirle aquel individuo, quien se había sentado al borde de la cama y se quitaba ya los zapatos. Después de un momento de vacilación, el chico buscó con la mirada algo en que apoyarse para desnudarse con comodidad y vio una silla bajera, de asiento de paja trenzada, en la que se sentó para quitarse las botas. Después, se desnudó por completo procurando no mirar al otro. Cuando lo hizo, Ruggero, desnudo también, tenía en las manos una cuerda.
—Ya te he dicho que soy un poco raro —le dijo con voz temblorosa de excitación—. Mira, lo que quiero es que me ates a la cama, que me ates los pies y las manos a los barrotes de la cama; pero átame fuerte, sin miedo a hacerme daño. Una vez me hayas atado —prosiguió acercándose a Andrea—, me pasas el dedo índice de la mano suavemente por el pecho: así —y cogió la mano de Andrea y le hizo pasar el dedo índice por encima del esternón.
—¿Eso es todo? —le preguntó Andrea estupefacto.
—Sí. Anda, muévete —le repuso Ruggero que, después de darle la cuerda, fue hacia la cama y se tendió desnudo en ella con los brazos y las piernas en aspa.
Andrea tomó aquello que le había parecido una sola cuerda y que en realidad eran cuatro pedazos de cuerda y ató con fuerza las manos y los pies de Ruggero a los barrotes de la cama, apretando bien los nudos para que Ruggero, que tenía los ojos cerrados, no pudiera moverse. Luego, tal como éste le había dicho, empezó a pasar el índice de la mano derecha por su pecho, desde la base del cuello hasta la boca del estómago.
Desaparecido el temor, Andrea sentía ahora una gran curiosidad por saber en qué consistiría la cosa y, así, viendo que Ruggero mantenía los ojos cerrados, dirigió los suyos hacia el miembro de éste, que iba hinchándose poco a poco, levantándose, primero de manera incierta, cayendo hacia un lado y hacia el otro, reptando por los pelos del pubis, incorporándose a golpes, cada vez más decididamente, hasta adquirir una erección plena.
Andrea seguía pasando el dedo por los escasos pelos del pecho de Ruggero que se erizaban como si estuvieran electrizados. Ruggero, con las mandíbulas apretadas, empezó a lamentarse entre dientes y, por la comisura de los labios, le brotó un hilillo de saliva, mientras, por el agujero del pijo, asomaba una gotita de líquido incoloro, transparente y denso, que fue agrandándose hasta desparramarse por todo el bálano, turgente y rubicundo, para después escurrirse por la piel sonrosada de la verga y acabar bañándole los cojones.
Ruggero empezó entonces a moverse convulsivamente, haciendo rechinar toda la cama con los tirones que daba a los barrotes en que estaba atado: intentaba incorporarse, levantaba la cabeza, la echaba hacia atrás, arqueaba los riñones y se dejaba caer sobre el colchón, mientras la polla daba pequeños saltitos hacia arriba, como si quisiera estirarse más allá de los límites de lo posible.
Andrea proseguía su masaje y sentía que el carajo también se le hinchaba y levantaba. De repente, de la polla de Ruggero brotó un chorro alto y blanco de esperma caliente y luego otro y otro aún, y a cada nueva pulsación de la polla brotaba otro y todos iban a caer casi junto a la cabeza de Ruggero y manchaban la almohada y el cubrecama de ganchillo. A todo eso, Ruggero se debatía más violentamente que nunca, respiraba entrecortadamente y tenía la boca entreabierta y babeante, como si aquel géiser que se había despertado en sus entresijos, en lugar de quitarle las fuerzas, se las redoblara.
Andrea siguió insistiendo con su masaje hasta que los movimientos de Ruggero fueron tan violentos y seguidos que la cama se vino abajo, descuajeringada, con un gran estrépito de metal, y Ruggero cayó al suelo, la cabecera de la cama derrumbada sobre su cabeza, los pies y las manos tumefactos; le faltaba la respiración, se atragantaba con la baba, tenía los ojos en blanco, se retorcía aún…
Andrea permaneció unos instantes de pie, quieto, con la polla en inútil erección, observando aún la de Ruggero que no cesaba de latir y de emitir líquido. Después, sintió un escalofrío y, de repente, se dio cuenta de que estaba allí, con aquel ser hipando a sus pies que parecía que iba a morirse de un momento a otro, en una incesante eyaculación, con las venas del cuello hinchadas, la cara abotargada, los dientes rechinantes y sintió miedo, un miedo irracional que le impulsó a agarrar las botas y la ropa y a salir corriendo por el pasillo hasta el recibidor, donde se vistió en un santiamén.
La puerta estaba cerrada con llave. Hasta el recibidor llegaban los estertores de Ruggero y el ruido metálico de la cabecera y los pies de la cama derrumbada arañando el suelo. Andrea vio las llaves de la casa encima de la consola, junto al reloj de oro que Ruggero, por lo visto, se había quitado al entrar. Agarró ambas cosas, abrió la puerta, salió a la escalera, cerró otra vez con llave y, corriendo, bajó unos tramos. Se detuvo en un rellano: tenía aún el carajo tieso y caliente. Se abrió la bragueta, se sacó la polla y se hizo una paja breve e inmediata. Después, más sereno, se compuso un poco, tocó con la mano los cinco billetes de diez mil y el reloj de oro que se había metido también en el bolsillo de la cazadora y, con paso seguro, salió a la calle. Estaba amaneciendo.
3
El tipo con el que se había ido aquella noche era más bien regordete y de mediana estatura, de manos carnosas y cortas, ojos vivos y simpáticos, y cabello liso y negro. Llevaba un traje de tweed amarronado, un tabardo de cuero con cuello de piel y se cubría la cabeza con una gorra. Emanaba de él un intenso perfume a espliego, cosa que, al principio, dio no poco fastidio a Andrea que asociaba el espliego a la mediocridad de los horteras.
Una vez llegados a su casa, el cliente de Andrea condujo a éste a una salita de estar-comedor, en la que había, ante un balcón cubierto con cortinas de terciopelo café con leche, un tresillo tapizado de pana marrón oscura con algunos almohadones y una mesita en el centro protegida por un cristal. Al otro extremo de la habitación, había una larga mesa de caoba, con una lámpara de comedor, de pantalla de tela roja, colgada del techo, seis sillas alrededor, de respaldo alto, tapizadas también de pana, como el tresillo, y un trinchero de caoba, como la mesa, con tapa de mármol negro, adosado a la pared en la que había colgada una marina.
Entre uno de los sillones y el sofá del tresillo, había una lámpara de pie de hierro negro y liso con pantalla de falso pergamino en que estaban dibujadas, en negro y rojo, viejas anotaciones musicales y unas palabras en latín. Encima del trinchero destacaba un grupo de porcelana blanca formado por dos ágiles y saltarines lebreles, que corrían apenas retenidos por una Diana de breve peplo, arco y carcaj con flechas de cola dorada, como dorados eran los collares de los perros y la correa con que la diosa pretendía retenerlos.
Como separando los dos ambientes, había una mesa de ruedas con un televisor y, encima del mismo, encima de un tapetito de ganchillo color té, un búcaro de porcelana blanca con un ramo de rosas de plástico desvanecidas y polvorientas.
Las paredes estaban empapeladas con un papel a franjas amarillo-oro más o menos oscuras, alternadas, y el suelo, de baldosas blancas y negras, estaba cubierto por dos alfombras: una que abarcaba toda la zona del tresillo, de rafia, y otra, que cubría la parte destinada a comedor, de lana con dibujos florales.
Adosadas a la pared, en correspondencia con las cabeceras de la mesa grande, había dos vitrinas: una, repleta de chucherías, como figuras de chantilly, abanicos de nácar, cajitas para pastillas y otras cosas así, y la otra, con botellas de diversos licores y una barroca cristalería de falso cristal tallado.
—Vamos, toma lo que quieras —invitó el dueño de la casa a Andrea— y espérame unos segundos, que voy a dar las buenas noches a mi madre.
Andrea se atiesó.
—¿Pero no vives solo? —le preguntó alarmado.
—¡Oh, no te preocupes! La pobre está ya muy vieja y es completamente sorda. Lo que pasa es que no duerme hasta saber que estoy en casa. Así que, voy, le doy un beso, la tranquilizo y vuelvo en seguida —y, señalando una cajita de plata que estaba en la mesita del tresillo, añadió—: Ahí tienes cigarrillos. Estás en tu casa.
Andrea, una vez estuvo solo, fue a la vitrina de las botellas, la abrió, escogió una de drambuie y se sirvió abundantemente en uno de aquellos historiados vasos.
El tipo había dejado encendidas la lámpara del comedor, la de pie del tresillo y otra central de lágrimas de vidrio. Andrea, a quien daba mucho fastidio la luz durante sus prestaciones, apagó esta última y dejó encendidas solamente las otras dos. Luego, se sentó en uno de los sillones del tresillo, abrió la cajita de plata, tomó un cigarrillo, lo encendió y se dispuso a esperar. Oyó que se cerraba una puerta y luego se abría otra, sin duda la de la cocina, porque en seguida percibió un tintineo de tazas, el rumor de un grifo abierto y poco después el penetrante aroma del café.
El hombre regresó con una bandeja en la que había una garrafa-termo, dos tacitas y un azucarero.
—¿Te apetece un poco de café? —preguntó a Andrea al entrar.
—Bueno —aceptó éste.
—Yo me lo tomaré después de los postres… cortado —y sirvió a Andrea una tacita de café humeante, que el muchacho bebió muy azucarado, como era su costumbre.
El hombre se había quitado el tabardo y la chaqueta y se había puesto un jersey beige de buena lana, con mangas largas. Estaba de pie, contemplando extasiado a Andrea y sin decir palabra.
—Bueno, ¿qué hacemos? —dijo el chico ásperamente.
—Perdona, la culpa es mía, ¡pero es que eres tan bonito! Vamos, desnúdate, por favor, mientras yo preparo las cosas.
—¿Y tú?
—Oh, no te preocupes —dijo el otro.
—Pero tú todavía no me has dicho…
—¿Lo que me gustaría hacer? Pues mira, completar la cena.
—¿Cómo completar la cena?
—Sí, ahora quiero tomarme un buen postre.
Andrea, no muy convencido, aunque interpretando la alusión como que el otro pretendía chupársela, fue desnudándose poco a poco mientras el hombre extendió encima de la mesa del comedor un espeso fieltro, donde dispuso unos manteles blancos y bordados que había tomado de uno de los cajones del trinchero. Después, cogió una servilleta y una cucharilla de postre y, de la parte inferior del mueble, extrajo un tarro de confitura de fresas, otro de guindas confitadas, otro de crema de chocolate, una vasija con nata y una caja de bizcochos. Colocó todo en un ángulo de la mesa y se volvió para ver si Andrea se había desnudado ya. Este, que no había dejado de observar lo que hacía el otro, estaba ya desnudo del todo, de pie, junto al tresillo con toda la piel suavemente iluminada por la luz de la lámpara.
—Magnífico —apreció el otro—. Ahora ven, acércate. Vamos, que no te voy a hacer ningún daño, aunque no se puede decir que no te vaya a comer.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Andrea rígido.
—Ven, ven. Y Andrea se aproximó. Ahora, siéntate encima de la mesa, y le hizo sentarse en el centro de la misma. Ahora, date la vuelta y tiéndete del todo.
Andrea levantó las nalgas apoyándose con las dos manos en la mesa, dio media vuelta y se tumbó cuan largo era: le pareció que estaba en un quirófano, con aquella lámpara encendida, de pantalla roja, cuya luz le iluminaba el cuerpo desde el ombligo hasta las rodillas.
—¿Estás cómodo?
—Hombre, cómodo, cómodo…
—Ahora lo arreglo yo —dijo el otro y fue al tresillo, cogió dos almohadones y puso uno debajo de la cabeza de Andrea.
—Ahora levántate un poco —dijo tocándole una cadera.
Andrea enarcó los riñones y el otro introdujo rápidamente un almohadón debajo de las nalgas del muchacho, de modo que todo su aparato genital quedó más alto que el resto del cuerpo. Luego, tomó del trinchero una especie de estola con un agujero en el centro que tendió transversalmente sobre las caderas del muchacho cuidando que el carajo y los huevos quedaran al descubierto, asomando por el agujero de la tela. Después, sacó del mismo mueble un plato de plástico agujereado también. Cogió con delicadeza la polla de Andrea y la pasó por el agujero. Los cojones costaron un poco de pasar, puesto que el agujero estaba hecho aposta más pequeño que el conjunto del escroto para que éste no se escurriera después por él. Primero pasó un huevo y, cuando estuvo seguro de que éste se mantenía dentro del plato, con una ligera presión introdujo el otro. Andrea se quejó.
—Ya está, ya está —le tranquilizó el otro.
El efecto no podía ser mejor. Bajo la luz de la lámpara del comedor, el aparato genital de Andrea parecía como servido en un plato, con los cojones turgentes y el carajo, todavía flácido, apoyado en el fondo. Entonces, el otro empezó a chupeteárselo y a tirar de él succionándolo hasta que se lo puso tieso. Una vez conseguido esto, tomó con la cucharilla la nata de la vasija y embadurnó con ella los cojones de Andrea. Después, abrió el tarro de la crema de chocolate y con la misma cucharilla se la esparció por todo el carajo, comprendido el glande. Luego cogió tres guindas, aplicó una sobre cada huevo y otra en la punta del bálano y acabó de confeccionar el pastel con la mermelada de fresas y los bizcochos, que dispuso alrededor del escroto del chico.
A cada manipulación, Andrea sentía un agradable cosquilleo que le recorría todo el cuerpo.
El chocolate y la nata, al principio más bien densos, empezaron a derretirse al contacto de la piel caliente del escroto y del carajo y relucían ahora bajo la luz de la lámpara.
—Esto hay que inmortalizarlo —dijo el otro, entusiasmado. Tomó una polaroid del trinchero, ya preparada con el flash, e hizo una fotografía instantánea de aquel dulce extraordinario. La contempló unos instantes y luego se la enseñó a Andrea.
—¡Mira, mira, si no es fantástico!
Andrea, que tenía los ojos cerrados, los abrió, tomó la fotografía y no pudo por menos que maravillarse: efectivamente, era un dulce excepcional, y en seguida se lo imaginó expuesto en el escaparate de una pastelería, aislado, ofrecido al mejor gourmet, brillante de chocolate derritiéndose, albo en la base, con dos puntos rojos que dirigían la atención hacia un tercero, móvil por los latidos de la polla, colocado en la punta del capullo.
—Ahora me tomo el postre —dijo el otro y, con la cucharilla, empezó a comerse la nata y la confitura de fresas, rozando a posta con fuerza la piel del escroto cuando rebañaba la nata, introduciendo la cucharilla entre los huevos, contorneando bien la base de la polla y los cojones para recoger la mermelada de fresas y raspando hacia arriba todo el tallo de la polla con los bizcochos hasta llegar al glande para tomar el chocolate.
Finalmente, cuando sólo quedó el glande con su cereza en la punta, se lo introdujo en la boca y empezó a chuparlo. Andrea se retorcía y se decía a sí mismo que aquello no era una mamada, sino un acto de canibalismo, pues el tipo le estaba comiendo realmente el carajo, el dulce de su carajo, un Saint-Honoré de carajo, una Sarah Bernard de polla, un Savarin de cipote y huevos, una verga de chocolate, un pijo de gitano más que un brazo. Y pensó que la leche, que ya empezaba a sentir a punto de derramarse, sería la crema que faltaba. Y ya estaba a punto de correrse cuando el otro, intuyéndolo, dejó de chuparle el pijo y dijo: «Espera, que esto es para el café». Corrió a la mesita del tresillo, se sirvió una taza de café humeante de la garrafa-termo, volvió junto a Andrea y, con mucha finura y habilidad, empezó a masturbarle, teniendo bien cerca de la punta de la polla inflamada la tacita de café, de modo que, cuando Andrea se corrió abundantemente, el otro recogió toda su leche en la tacita y la mezcló bien con el café, que luego bebió a pequeños sorbos, con los ojos casi en blanco, paladeando.
—Es el mejor cortado que me he tomado en mi vida —dijo cuando hubo terminado de beberse el café con la leche de Andrea. Inmediatamente se abalanzó sobre la polla de éste, tiesa aún, se la metió en la boca, se desabrochó los pantalones y empezó a masturbarse, chupando infatigable el glande de Andrea, hasta que se corrió con un espasmo.
4
El tipo de aquella noche, una vez llegados a su apartamento en el que, como había precisado, vivía con su mujer y sus hijos, que estaban todos en casa de los suegros, en lugar de ofrecer a Andrea el whisky habitual y de poner la acostumbrada música de fondo, le había ofrecido una cena fría con pollo y fiambres, un buen vino rosado fresco, ensalada, fruta y un espléndido café.
Andrea, después de haberse refocilado, estaba ahora solo, tendido en la cama matrimonial de su cliente, desnudo ya y fumando un cigarrillo. La cama era blanda y grande, y el tipo aquél le había hecho tumbarse directamente sobre el cubrecama de raso pajizo, después de haber quitado la gran muñeca porta-camisón apoyada en la almohada.
La cabecera de la cama era baja, de madera oscura, y se prolongaba por ambos lados para acabar formando dos mesitas de noche en las que había sendas lamparitas de metal articuladas. Sobre la cabecera, colgada de la pared, había una imagen de la Virgen, de mayólica blanca y azul y, cubriendo la pared de enfrente, un enorme armario que llegaba hasta el techo, de madera también oscura, con las puertas forradas exteriormente de tela azul. A la derecha, frente al balcón, cubierto por pesadas cortinas del mismo azul que la tela del armario, había una coqueta, con espejo ovalado, de madera pintada de verde con los cantos dorados, llena de ungüentos y cremas. En la pared a la izquierda de la cama, había dos puertas pintadas de blanco, una que daba al cuarto de baño, de azulejos negros con apliques, espejo redondo, armaritos y bañera de un blanco rabioso, y otra que daba a un breve pasillo que conducía directamente al recibidor.
Al cabo de un rato, el tipo entró excusándose por su ausencia, pues había tenido que hacer varias llamadas telefónicas, entre ellas una para saber cómo estaban la mujer y los chicos. Después fue al cuarto de baño, del que salió con un paquete de algodón hidrófilo en una mano y una bolsa de papel abultada en la otra. Llevaba una camisa blanca abierta y unos pantalones oscuros.
—¡Pero qué pollita más linda tiene mi niño! —dijo acercándose a la cama y contemplando a Andrea con ternura.
Andrea emitió un sordo mugido y apagó el cigarrillo en el cenicero de la mesilla de noche de su derecha.
—A esta pollita hay que cuidarla mucho y de eso se va a encargar su papá adoptivo, ¿verdad? —dijo hablando directamente con el miembro de Andrea que, indiferente a aquellos halagos y promesas, permanecía flácido y retraído.
Luego, el tipo dejó la bolsa encima de la cama, abrió el paquete de algodón y, con sumo cuidado, fue disponiendo pedazos de éste alrededor de los huevos y del carajo de Andrea, construyendo así como una especie de nido para la polla del muchacho. Después, agarró la bolsa de papel, fue hasta la puerta del baño, abrió la bolsa y empezó a desparramar los granos de maíz que estaban dentro, mientras decía:
—¡Pita, pita, pita!, ¿qué va a comer mi pollita? ¡Pita, pita, pita!
Andrea lo contemplaba asombrado, con las manos entrelazadas detrás de la nuca y aquel bulto blanco de algodón en la entrepierna, que ocultaba por completo sus órganos viriles a los que procuraba un suave calorcillo. «Si se piensa que así me la va a poner gorda, va dado», se dijo Andrea. Pero el otro insistía, acercándose pasito a pasito a la cama, sin dejar de desparramar granos de maíz, como quien siembra a voleo, y de decir «¡pita, pita, pita!».
El miembro de Andrea seguía indiferente.
—Pero ¿por qué no quiere asomar la cabecita mi pollita por el nidito que le ha hecho su papi, eh?, —decía pegajoso el otro.
La pollita no reaccionaba. «¡Pita, pita, pita!», insistía el otro, mientras los granos de maíz iban a parar a la alfombra verde y amarilla que cubría el suelo, rebotaban contra las paredes y las puertas del armario, caían en la cama, encima de los muslos y el vientre de Andrea.
El tipo había llegado ya hasta la cama y seguía desparramando maíz, ahora casi gritando su «¡pita, pita, pita!», con la boca llena de saliva, las mejillas coloradas y los ojos fijos en el nido de algodón del que esperaba que el polluelo, es decir, el capullo de Andrea asomara.
—¡Pita, pita, pita! ¡Pollita, pollita! —suplicaba patéticamente, mientras Andrea, que había decidido participar en el juego, se esforzaba en atiesar el carajo y enarcaba los riñones, contraía los muslos, procuraba concentrarse con los ojos cerrados: nada, su miembro, indiferente y testarudo, permanecía blando, fofo, perezoso, arropado por el calorcillo del nido de algodón.
A Andrea, entonces, por asociación de ideas, le vino a la memoria un recuerdo de hacía muchos años, de cuando era todavía un niño y estaba en casa de unos parientes, en un pueblecito del Lazio donde había un corral con opulentas y cálidas gallinas. En un mediodía de junio, después de comer, se había escondido en el corral, y allí, arropado por el sol caliente, envuelto por el intenso olor dulzón de la gallinaza y de la paja desparramada por el suelo y por el agrio y denso del frantollo, le habían entrado tales ganas de correrse que se había desabrochado los pantalones, sacado la polla y empezado a hacerse una paja. Una gallina, cloqueando, ponía un huevo. Andrea dejó de masturbarse, contempló las gallinas y se preguntó que sensación podría producirle encularse el volátil, meter el carajo tieso en aquel agujero presumiblemente tibio y hospitalario. Y, con la picha fuera, agresiva como el espolón de un barco, se dirigió hacia la gallina que había acabado de poner el huevo. El animal, sintiéndose perseguido, empezó a correr de un lado a otro, cacareando asustando y poniendo en alerta todo el gallinero que, en un momento, se convirtió en un mar de gallinas cacareantes que revoloteaban, corrían, saltaban, derramaban bebederos, levantaban polvo y briznas de paja. Andrea, al ver toda aquella confusión, se metió rápidamente el carajo dentro de los pantalones y fingió estar jugando inocentemente con los animales, con el tiempo justo de evitar males mayores, pues ya acudían sus parientes alarmados, con el temor de que algún perro o algún gato se hubiera introducido en el corral y estuviera diezmando las gallinas.
Pocas veces había vuelto a pensar en aquel frustrado intento, pero ahora, al reclamo de la cantinela del sujeto aquél, se le apareció la escena tan vivamente que sintió un cosquilleo en la base del carajo, que empezó a dar señales de vida y se enderezó justo cuando el otro se inclinaba sobre el nido susurrando tiernamente:
—¡Pollita, pollita, pollita bonita, asoma la cabecita!
El carajo de Andrea, como accionado por un resorte gracias a aquel recuerdo, asomó toda la cabeza fuera del nido y siguió creciendo como si fuera una serpiente amaestrada que obedeciera al mágico son de la flauta de su hábil encantador.
El tipo estaba extasiado. Contemplaba lo que se le antojaba un prodigio fruto de sus conjuros, con ojos satisfechos, la boca entreabierta en una sonrisa beata, las aletas de la nariz agitadas por un ligero temblor.
—¡Oh, mi pollita ha crecido gracias a los cuidados de papá! ¡En qué gallina más hermosa se ha convertido mi pollita! ¿Y cuántos huevecines ha puesto mi gallinita hoy?, —decía al tiempo que introducía los dedos en el nido y tocaba los cojones de Andrea—. ¡Oh, ha puesto dos huevecines! ¿Y para quién son esos huevecines? Son para papá, ¿verdad?, —añadió, dando un beso al glande de Andrea que había adquirido ya un color rojo subido y parecía realmente la cresta de una gallina—. ¿Y dónde va a poner su próximo huevecín mi gallinita?, —siguió diciendo, mientras masturbaba suavemente el miembro erecto de Andrea—. ¿Dónde va a ponerlo, eh?, —insistía mientras se tumbaba en la cama boca arriba con la cabeza rozando el flanco derecho del muchacho—. ¿Dónde, dónde?
Y, mientras con la mano izquierda seguía masturbándole ligeramente, con la derecha cogió el flanco opuesto del chico invitándole a girar sobre sí mismo, cosa que Andrea hizo para quedarse con el escroto y la polla pegados contra la cara del tipo, que le decía en tono apremiante:
—¡Arrodíllate, arrodíllate!
Andrea se arrodilló, a horcajadas sobre la cabeza del otro, con las rodillas rozándole los hombros el carajo enhiesto, dispuesto a embestirle la cara, los cojones colgándole encima del cuello.
El otro le acarició un poco los muslos y luego se incorporó y le lamió la entrepierna, el escroto, la ingle, el empeine, la base del carajo. De cuando en cuando, decía:
—Anda, gallinita, pon el huevo en la cara de tu papá —y, con una mano, agarraba la de Andrea y se la llevaba hacia el pijo.
Finalmente, Andrea comprendió, se agarró con fuerza el carajo y empezó a masturbarse mientras el otro seguía lamiéndole los cojones y la entrepierna y repetía entrecortadamente:
—¡Qué buena es mi gallinita, qué buena es!
Andrea sentía el contacto húmedo, tibio y excitante de la lengua del otro y se curvaba hacia atrás para ofrecer los cojones colgantes a su voracidad.
El otro, en determinado momento, le dijo en un susurro:
—Avísame, ¿eh?, cuando estés a punto. Y procura tener buena puntería —e inmediatamente volvió a sus lametones.
Andrea empezó a gemir sordamente. Sentía que estaba a punto de correrse.
—¡Ya, ya! —dijo jadeando al otro, que se abrió la bragueta y empezó a masturbarse con un pañuelo preparado en la mano para no ensuciar el cubrecama.
—¡Dios, Dios! —exclamó Andrea y, apuntando el carajo hacia la cara del otro, se la cubrió de leche espesa y blanca, chorro tras chorro, primero sobre un ojo, después en la punta de la nariz, perlándole el bigote, bañándole las mejillas azuladas por los pelos de la barba.
Entretanto, el otro se corría a su vez y, con voz entrecortada, pedía:
—El masaje, el masaje, por favor.
Andrea comprendió y, con la punta de los dedos, le esparció por toda la cara, desde la raíz de los cabellos hasta la barbilla, y de oreja a oreja, su esperma cálido y espeso.
5
Andrea, muy relajado porque su acompañante de aquella noche era una persona afable y atenta, de mediana edad, cortés y generoso, estaba sentado en uno de los sillones de cuero negro del amplio salón del ático en que vivía su cliente, en el que había, además, un piano de media cola, cerrado, con retratos enmarcados en plata encima de la tapa, estanterías repletas de libros y objetos preciosos, mesitas de ébano con ceniceros y cajitas de cristal y plata, pequeñas alfombras persas sobre una moqueta de color gris oscuro, una lámpara de cristal veneciano en el centro y varias lámparas de pie y de sobremesa, con pantallas de seda blanca fruncida que difundían un pacífico resplandor. A través de los grandes ventanales que daban a la terraza, se vislumbraban las siluetas de las tuyas que se recortaban contra el cielo estrellado.
El señor estaba preparando las bebidas. Tenía el pelo entrecano y cuidado, la tez morena de quien pasa muchas horas a la semana al aire libre, y era alto y esbelto.
Una vez las hubo preparado, se acercó al muchacho con dos vasos de whisky con hielo y soda, ofreció uno a Andrea y, con el otro en la mano, se sentó en un sillón enfrente del chico.
—¿Te gusta mi casa? —le preguntó con una sonrisa.
—Es estupenda —dijo sinceramente.
—Me gustaría que la frecuentases a menudo. ¡Salud! —dijo el señor levantando su vaso.
—¡Salud!
—¿Sabes lo que me gusta hacer? —le preguntó el señor después de haber bebido un buen trago de whisky.
—¡Si usted no me lo dice!
—Pues a mí me gusta hacer el saloncito.
—¿Y eso qué es?
—Nada grave, no te alarmes. Ahora te lo digo… Pero ¿qué haces, no bebes?
—¿No querrá usted emborracharme para después abusar de mí, verdad? Le advierto que no es cosa fácil. A mí es difícil tumbarme. —Y, para demostrar que no temía los efectos del alcohol, se echó al coleto un buen trago de whisky.
—No, no, nada de eso —dijo el señor y volvió a beber—. A lo mejor soy yo el que necesita beber para proponerte que nos tomemos el próximo whisky haciendo el saloncito. Porque —e hizo una pausa—, en el fondo, me da un poco de apuro decírtelo.
—¿Y por qué tiene que darle apuro? ¡A una persona como usted! ¡Vamos! —protestó Andrea.
—Mira, te prometo que, cuando terminemos este whisky, te lo digo.
—Pues por mí —dijo Andrea en lo que para él era el colmo de la desfachatez— ya puede usted empezar. Y bebió de un trago el contenido del vaso.
—Muy bien, como tú quieras —dijo el señor que, después de vaciar también su vaso, se levantó para volver a llenar el suyo y el del chico.
—¿Te molesta la luz? —preguntó a Andrea después de darle el vaso nuevamente lleno.
—Un poco…
—¿Quieres que apaguemos alguna lámpara?
—Prefiero, sí.
Y el señor apagó las lámparas más próximas. El salón quedó en una gratísima penumbra.
—Qué te parece, ¿nos desnudamos?
—Como usted quiera —repuso Andrea, quien se quitó las botas y empezó a desnudarse mientras el señor hacía lo mismo.
Cuando estuvieron desnudos, el señor apartó la mesilla que estaba entre los dos sillones en los que se habían sentado y los acercó más, luego fue a una estantería y de ella cogió una vela y una cuerda, de cuyas extremidades colgaban grandes pesas, que tenía un nudo abierto en el centro. Luego se acercó a Andrea y, poniéndosela en las manos, le dijo:
—Mira, sopesa: tres kilos en cada extremo. ¿Qué te parece?
—Que pesa mucho —respondió estúpidamente Andrea que no acertaba a adivinar para qué podía servir aquello.
—Seis kilos en total, si Pitágoras no era un estúpido —bromeó el señor.
Andrea hizo ademán de devolverle la cuerda con las pesas, pero el señor se lo impidió.
—No, no tenla tú, que ahora te diré lo que tienes que hacer.
Y fue a sentarse en uno de los sillones que estaban frente a frente. Se arrellanó bien, enarcó las caderas y se escurrió hacia el borde del asiento para que le quedaran los cojones y la polla lo más bajos posible, abrió las piernas y dijo a Andrea:
—Mira, ahora lo que tienes que hacer es pasar el nudo por aquí —y señaló la base del escroto—, estrecharlo con fuerza y, después, sin dejar de tirar, dejas caer las pesas por encima de los brazos del sillón.
Andrea vaciló un momento, pero luego hizo lo que el señor le decía y, ayudado por él, que había agarrado todo su aparato genital por la base y lo tiraba hacia arriba, lo pasó por el nudo y estranguló bien el escroto y, sin dejar de tirar, pasó las pesas por encima de los brazos del sillón y las dejó caer. Las pesas se quedaron a medio aire, pendulando y manteniendo la tensión de la cuerda.
—Ahora dame el vaso, por favor —le pidió el señor—. Toma tú el tuyo y siéntate en este otro sillón de enfrente —Andrea obedeció—. Acércate un poco más. Perfecto. Ahora, pon un pie aquí, en la entrepierna, y con los dedos del pie apriétame los huevos, anda.
Andrea hizo lo que el señor le decía.
—Ahora, tomemos el whisky y fumemos un cigarrillo. A eso le llamo yo hacer el saloncito.
Andrea bebió un sorbo de whisky mientras, con los dedos del pie derecho, presionaba los huevos del señor. El escroto de éste, debido a la presión del nudo, había adquirido un intenso tono rojizo, mientras la polla había ido hinchándose y atiesándose. De cuando en cuando, el señor levantaba las nalgas para que las pesas cayeran más abajo, y luego volvía a posarlas en el asiento del sillón con lo que así aumentaba la tensión de la cuerda y la presión del nudo.
—¡Qué barbaridad! —dijo el señor evidentemente satisfecho—. ¿Te imaginas una reunión elegante con todos los hombres haciendo el saloncito? —y, preguntando a Andrea—: ¿No sería formidable?
Y Andrea se imaginó un salón lleno de caballeros bien vestidos, en frac, sentados en sillones, con los pantalones bajados y el carajo y los huevos estrangulados de aquella manera. Su pijo pegó un tirón. Andrea había descubierto que, adelantando el pie y presionando un poco más los testículos, llegaba con el dedo gordo a la base de la polla del señor y que, si movía el dedo hacia arriba y hacia abajo, la piel del miembro, aunque casi fija por la presión del nudo, sufría un ligero movimiento de estiramiento y de encogimiento justo en el frenillo, mientras que, si movía el dedo de un lado a otro, la polla del señor oscilaba a su vez, de modo que se divertía haciéndolo, sobre todo cuando vio que el señor se lo agradecía.
—Así me vas a hacer correr —le dijo éste con voz entrecortada.
Andrea suspendió el juego.
—No, no, sigue —le pidió el señor—, lo que pasa es que aún no quiero correrme —y al cabo de poco rato, añadió—: Anda, ven un momento, levántate.
Andrea se levantó. El señor le tomó de la mano, le hizo ponerse al lado del sillón, de pie, vuelto hacia él, y empezó a acariciarle los testículos y el carajo hasta que éste estuvo bien tieso. Entonces, se incorporó un poco, volvió la cabeza hacia el miembro de Andrea y empezó a lamérselo. A cada dos o tres lametones, la polla de Andrea daba un saltito y cada vez que lo hacía, el señor se reía como un niño ante la mecánica reacción del juguete de muelle que le habían regalado.
Después, el señor empezó a jugar con los cojones de Andrea. Se los apretaba con una sola mano y, con la boca, sorbía literalmente tan pronto uno tan pronto otro, como si se los quisiera tragar. Después, probó a metérselos los dos a la vez en la boca y, cuando lo hubo logrado, se los lamió con la lengua mientras, con la mano, masturbaba ligeramente a Andrea, quien sentía la punta de su polla apoyada en la nariz del señor.
Al cabo de un rato, el señor apartó a Andrea y le dijo acariciándole los muslos:
—No quisiera que acabara aquí la cosa —y, dándose cuenta de que Andrea tenía los ojos cerrados, añadió—: Pero mírame, hombre, que no es nada malo.
Andrea abrió los ojos. El señor le sonreía desde abajo, con la boca medio oculta por la polla, tiesa y roja como un tulipán.
—Mira —le dijo el señor—, ahora coge aquella vela que está encima de la mesa y enciéndela. Andrea lo hizo. Ahora acércate y hazme caer la cera derretida encima del capullo.
Andrea pensó que aquello podía ser atroz, pero se sentó en un brazo del sillón, de espaldas al señor, aproximó la vela encendida al glande rojo y turgente, y empezó a dejar caer la cera fundida. A cada gota, el señor se retorcía de dolor y de placer. El bálano primero fue cubriéndose de una ligera capa de cera, casi transparente, que iba anulando con su blancura el tinte morado de la piel. Después, la cera fundida fue resbalando a lo largo del miembro, formando pequeñas estalactitas pegadas a la piel, por las cuales goteaba la cera hasta llegar a la base del carajo.
Andrea se dejó llevar por el juego. Le divertía ver aquella polla que iba convirtiéndose en vela. Cuando la capa de cera alcanzó un buen espesor, se le ocurrió la idea de hacer caer las gotas sobre los huevos de su compañero, en los pelos del pubis, en el cuenco del ombligo, después de haber trazado un reguero de gotitas blancas desde el bajo vientre, y más tarde sobre los pezones. El señor que se debatía beato y doliente al mismo tiempo, y le agarraba la polla por detrás y se la masturbaba. Andrea no dejaba de contemplar aquella historiada vela dentro de la cual estaba la polla del señor y aquellos cojones cada vez más enconados, y se preguntaba si no estallarían de un momento a otro. Se dijo que sería maravilloso que estallaran, como una de aquellas bombas de cotillón de las que salen confeti y serpentinas.
—Ahora basta, ahora basta —le suplicó el señor—. Todavía no quisiera correrme. Tengo otra idea… Siempre que tú estés de acuerdo.
—Quien hace un cesto, hace ciento —respondió con simplicidad el chico—. Y, si a usted estas cosas le gustan, ¿por qué no tendría yo que hacérselas?
—Mira —dijo el señor—, vamos a dejar que se enfríe bien esto. Luego te diré como me gustaría que me hicieras correr y, después, por supuesto, te haré correr a ti. Siempre que tengas ganas.
Andrea, que sí tenía ganas, no dijo nada, fue a sentarse en su sillón y, sin que el otro se lo pidiera, volvió a apoyar el pie derecho en los cojones del señor y a oprimírselos con los dedos. Permanecieron así en silencio un buen rato, al cabo del cual el señor le dijo:
—¿Ves? Ahora se quita la cera que ya está fría y queda como un molde perfecto de mi polla.
Así era, en efecto: la cera, coagulada, se desprendió sin ningún esfuerzo de la polla y formaba un molde casi perfecto, mientras que el miembro, liberado de su cárcel de estearina, ardiente primero, tibia después, aparecía más tieso, rojo y duro que nunca.
El señor, como había hecho al principio de la ceremonia, levantó las nalgas y después las posó otra vez casi fuera del borde del asiento para aumentar aún más la presión del nudo. Andrea se dijo que no sólo los cojones iban a estallarle, sino que el glande acabaría saltando como un tapón de champaña.
—Mira —le dijo el señor—, en el cajón de esta mesita encontrarás un cordel. Cógelo, haz un nudo corredizo y átame el capullo, pero sólo el capullo, sabes, por debajo de la rebada; pasa el cordel por un brazo de la lámpara y luego tira.
Andrea abrió el cajón, cogió el cordel y tuvo otro momento de vacilación: el cordel era bastante fino, ¿y si le cortaba el capullo?, porque él había oído decir que una hemorragia en el carajo es imparable, mortal.
—Vamos —le apremió el señor, quien, con la mano, se descapullaba hasta el límite de lo posible, poniendo en evidencia la rebaba inferior del bálano—. Se trata simplemente de ahorcarlo, por malo —bromeó.
Andrea se armó de valor, hizo un nudo corredizo en el extremo del cordel, lo pasó alrededor de la parte inferior del glande y lo cerró justo sobre el frenillo. Después, pasó el cordel por uno de los brazos de la lámpara veneciana y tiró del otro extremo. El señor se arqueó siguiendo la tensión del cordel y después se dejó caer y se quedó, como había dicho, con la polla ahorcada, que había adquirido un extraño aspecto, con la parte inferior tensa, estirada y el glande abultado, de un violeta vivísimo. A Andrea, sin saber por qué, le vino a la mente un arpa y, por propia iniciativa, ató, dejando el cordel lo más tenso que pudo, la extremidad libre de éste a una de las patas del piano y después empezó a pulsar la parte del cordel que ahorcaba el pijo del señor como quien pulsa una cuerda de un instrumento musical.
A cada pulsación, la polla del señor vibraba como si realmente fuera a empezar a sonar, y el señor se retorcía, se llevaba las manos a los ojos, después las apartaba y levantaba un poco la cabeza para contemplarse, para ver lo que le estaban haciendo a su polla. Y Andrea seguía pulsando con ritmo cada vez más veloz y con la secreta intención de ver si era posible que aquel hombre se corriera así, aunque siempre con el temor de que el glande acabara separándose de la polla y se quedara colgando de la cuerda, aislado y rojo como una guinda.
De repente, el señor profirió una especie de alarido, y del glande tumefacto se proyectó una fuente intermitente de esperma que le bañó el vientre y el pecho.
—Ven, ven —dijo entrecortadamente a Andrea—. Ven, acércate, dame la polla. Vamos.
Andrea dejó la cuerda, se acercó al sillón, puso una rodilla en cada uno de los brazos del mismo, cogió la cabeza del señor por la nuca y, en un momento de arrebato, le forzó a meterse el carajo en la boca. Una vez lo tuvo allí, empezó a empujar con los riñones hacia delante y hacia atrás, sintiendo que su polla, cada vez más dura, se adentraba en la boca hasta llegar a la base del paladar del señor, quien, se debatía, ronqueaba, se ahogaba. Finalmente, Andrea, con un nuevo y vigoroso golpe de riñones, apretó bien apretada la cabeza del señor contra su vientre, sintió que los labios de su compañero aplastaban los pelos de su pubis y tocaban la piel de su escroto, percibió que la punta de su carajo estaba introduciéndose en la garganta del otro y, jadeando, se corrió como nunca se había corrido en su vida.
circunstanciada relación de los usos y costumbres de la tribu de los jiquíes que el revdo. padre juan de villanueva y esteruelas escribe al reverendísimo padre ignacio de ibarrondo y etchegaray, superior de los misioneros oblatos de la provincia del paraguay (mss. 827-ef de la biblioteca del convento de santo domingo chipanuí) (relato)
No por mi libérrima voluntad, Reverendísimo Padre, sino por vuestra insistencia en conocer las curiosas costumbres de la tribu de los jiquíes, hoy misteriosamente desaparecida, escribo esta relación, fruto, en parte, de mi conocimiento directo de tal tribu, en parte, del que, en mi larga vida de misionero en estos reinos, me han trasmitido otros celosos hermanos en la fe que a aquellos salvajes se acercaron con el loable propósito de desvelarles los secretos de nuestra auténtica religión. Y hago constar que no es por mi libérrima voluntad porque las costumbres y sucesos que me dispongo a narrar son como para repugnar, no ya a cualquier virtuosa conciencia, sino al más encallecido pecador. Intentaré, pues, Reverendísimo Padre, utilizar un lenguaje lo más discreto posible al narrar las prácticas y usanzas de la dicha tribu para no herir en demasía vuestros castos sentimientos, procurando no obstante, ser claro en la descripción de las costumbres y creencias de esas desgraciadas criaturas en las que se diría que la lujuria se ha enraizado con tal fuerza que toda su vida se halla dedicada a la satisfacción de la misma en sus aspectos más infames, sin que su práctica les deje espacio para la de otros vicios, por lo que, si bien lujuriosos, son todos ellos de una increíble mansedumbre, de un total pacifismo, de una honradez ilimitada y de una compasión que, si no fuera impiedad decirlo, me atrevería a calificar de evangélica.
Debe saber, pues, Vuestra Reverencia que la tal tribu hallábase asentada en las proximidades del río Ypané, en un lugar conocido como Jiqui Jacaní o Santuario de la Sangre, nombre inexacto en castellano, ya que es traducción aproximada de la palabra jiqui, la cual, como explicaré más adelante, no quiere decir exactamente sangre, sino «líquido», o «humor vital»; error de traducción éste causa de no pocos sinsabores para muchos misioneros.
En dicho lugar vivían, pues, los jiquíes, pueblo, como decía antes, pacífico, que se dedica principalmente a la recolección de los frutos de la tierra, practica una elemental agricultura, cría animales domésticos y conoce la fundición de los metales y la fermentación de los líquidos, sin que la guerra o la rapacidad sean actividades propias de sus costumbres, por lo que suelen estar en paz con las tribus vecinas, a excepción de cuando realizan incursiones en los territorios de las mismas sólo en busca, empero, de algunos de sus hombres más apuestos y aguerridos para hacerlos prisioneros y luego utilizarlos para lo que más adelante diré.
En apariencia son los jiquíes gente honesta y casta, ya que en su aldea se observa rigurosamente la separación de los sexos, y así las mujeres viven segregadas desde que nacen en un lugar separado y no conocen varón sino durante la ceremonia llamada Upanatachaí en que son colectivamente fecundadas, como Vuestra Reverencia, si tiene la paciencia de leerme, conocerá más adelante. Apariencia, por otra parte, falaz ya que los jiquíes varones andan desnudos sin recato alguno, mejor dicho, su desnudez es aún más vistosa por cuanto suelen llevar cubiertos solamente el pecho, los hombros y la espalda con una especie de jubón sin mangas que les llega hasta la cintura y deja al aire sus partes pudendas y las piernas. Adornarse la cabeza con plumas y, colgados del vello del pubis, llevan collares hechos con cuentas de piedra, de vidrio o de barro. Y ello porque consideran esa parte del cuerpo, que dejan al desnudo y ornan, encarnación de la divinidad, fuente de la vida y de todas las bondades.
Con ello, no vaya a pensar Vuestra Reverencia que adornan a ningún dios Príapo; es al propio príapo individual al que adoran y al que consideran, dada su capacidad autónoma de movimiento y de acción, dios verdadero, uno y múltiple. Cada pene es, pues, para ellos si no imagen del Gran Pene, y en sí mismo Gran Pene, por un misterio parecido —y que Dios y Vuestra Reverencia me perdonen la impiedad— al de nuestro Dios, Uno y Trino.
Tal es su veneración por esa parte del cuerpo, a la que ellos toman por dios, que los más jóvenes se la besan, lamen y succionan a los más ancianos en señal de saludo y reverencia. Y así, de la mañana a la noche, cuando un jiquí se cruza con otro jiquí más anciano que él, se arrodilla, toma el pene del más anciano en la boca y, después de besado, se lo succiona tres veces, al tiempo que el anciano murmura: «Jiqui, jiqui, jiqui», palabra sagrada y augural que, como decía antes, ha sido malamente traducida por «sangre» y que, en jiquiní, quiere decir, como he hecho notar anteriormente, licor o humor vital, que, para ellos, no es, como para nosotros, la sangre propiamente dicha, sino el semen o el esperma, ya que, según dicen los jiquíes, la sangre no sirve para fecundar, pues derramada en la vulva de la mujer, no la hace concebir hijos, mientras que el semen sí. Por lo tanto, es el semen o el esperma el auténtico licor vital, el humor engendrador de vida, vida misma. Y así, todos los varones de la tribu, a poco de levantarse el Sol, andan ya con el miembro erecto a causa de los homenajes que unos a otros se hacen. Cuando de él mana el semen, éste va a caer o bien dentro de la boca de un circunstancial adorador, o bien en su cara o cualquier otra parte de su cuerpo, cosa que es considerada como augurio de buena fortuna para el resto del día, ya que, según ellos, el dios ha elegido a aquel determinado individuo para recibir sobre sí el líquido fecundante.
Por cierto, ese error de traducción de la palabra jiqui pudo haber tenido fatales consecuencias para un nuestro hermano, cuyo nombre no digo porque aún vive y sin duda se avergonzaría de que su triste aventura llegara a conocimiento de Vuestra Reverencia.
Había llegado, pues, el tal hermano a la tribu de los jiquíes con el santo propósito de convertirlos a nuestra verdadera religión y, dando prueba de un tesón y un valor excepcionales, llevaba ya varias semanas conviviendo con ellos y fingiendo ignorar sus nefandas costumbres, pues encaminaba toda su voluntad a la redención de aquellos salvajes. Los reunía todas las tardes en la playa de la aldea para explicarles el catecismo, valiéndose, para incitarles a acudir a sus clases, de regalos que consistían en espejuelos y abalorios que los salvajes mucho agradecían y con los que se adornaban aún más las partes. Tras varias semanas, como decía, de permanencia entre ellos y tras explicarles las verdades de nuestra auténtica fe, los mandamientos de la Ley de Dios y de Nuestra Santa Madre Iglesia, nuestro hermano consideró que había llegado el momento de bautizarlos y de administrarles la Sagrada Comunión y, así, después de haberles explicado el misterio de la transubstanciación del pan y del vino en la carne y la sangre de Nuestro Señor, les preguntó si estaban dispuestos a dejarse bautizar, a comulgar bajo las especies divinas y a abrazar nuestra fe, a lo que, todos a una, dijeron que estaban dispuestos a ello y a participar en el ágape del Santo Sacrificio de la Misa que, según les había explicado nuestro hermano, reproduce el Sacrificio del Calvario.
Llegada la mañana del día elegido para tan fausto acontecimiento nuestro hermano, revestido con los paramentos del caso, se disponía con gran fervor a salir de su choza para administrar el bautismo y celebrar la Santa Misa durante la cual daría la Comunión a los jiquíes, cuando asomó por la puerta de su cabaña el jefe de la tribu, vestido en pompa magna, aunque mejor diría desnudo, pues su traje para las grandes ocasiones consistía en un juboncillo más corto aún que el diario que apenas le llegaba al ombligo. Llevaba la ingle y los muslos pintarrajeados de colores, la bolsa de los testículos forrada de oro y el miembro enfundado en un tubo de plata que dejaba al descubierto el glande. Tenía ensortijado el vello del pubis, profusamente cubierto de lazos multicolores de los cuales pendían multitud de collares, abalorios y espejuelos, y, llevaba, en una mano el bastón insignia de su elevado rango, rematado por un falo de oro macizo y en la otra una lanza corta. Alegrose en el fondo nuestro hermano de ver al jefe de la tribu tan ataviado de aquella guisa, ya que ello indicaba la importancia que atribuía al rito en el que iba a participar, aunque, naturalmente, hubiera preferido cubrirle para aquella ocasión las desnudeces, pero se decía que, así como Adán y Eva habíanse dado cuenta de su propia desnudez después de haber gustado la fruta del Árbol del Bien y del Mal; aquellos salvajes se avergonzarían de la suya después de ingerir las Divinas Especies.
El jefe de la tribu detúvose apenas traspasada la puerta de la choza y, dirigiéndose a nuestro hermano, le dijo:
—¡Oh hermano nuestro, que vienes de lejos para hacernos partícipes de la verdadera sangre (y dijo jiqui) y de la verdadera carne del Señor!, heme aquí con mi pueblo dispuesto a recibir de ti el manjar de la vida misma, después de que hayas pronunciado las divinas palabras que en tal los convertirá. Todo está dispuesto para efectuar el sacrosanto rito, y hemos preparado cuanto nos ha parecido necesario para que reproduzcas el santo sacrificio de cuyos frutos seremos partícipes en el Templo de los Dioses Ancianos, adonde te invitamos a ir con todos los hombres de nuestra tribu.
Alegrose de nuevo nuestro hermano al oír estas palabras que demostraban que tanto el jefe de los jiquíes como éstos mismos habían comprendido el alcance de la ceremonia a la que iban a participar, pero turbose al mismo tiempo, pues no era precisamente en aquel templo en el que él había pensado celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Porque ha de saber Vuestra Reverencia que, así como los indios jívaros del Amazonas han descubierto la manera de disminuir el tamaño de las cabezas de los cadáveres de sus enemigos, sin que pierdan sus facciones, para conservarlas intactas y reducidas como trofeos en sus chozas, los jiquíes han encontrado el modo de mantener el falo erecto después de la muerte de la persona, de modo que, cuando uno de sus jefes muere, proceden a cortarle sus partes pudendas, a las que luego someten a un tratamiento secreto gracias al cual se conservan sonrosadas como si estuvieran vivas, con el pene erecto. Las colocan en peanas de madera preciosa, que luego disponen en hemiciclo precisamente en el mencionado Templo, donde tienen desde siempre todos los príapos de todos los jefes de la tribu fallecidos. Permítame Vuestra Reverencia decir que el espectáculo que este Templo ofrece llena de vergüenza y de horror. Decenas de falos relucientes, rosados y erectos, se alinean en él, encima de la doble rotundidad de los escrotos turgentes, bajo hornacinas de piedra labrada con esmero; delante de cada falo, luce día y noche, una lamparilla votiva de aceite, cuya llama, al oscilar, contribuye a dar la impresión de que los príapos aún están vivos y latientes. En este templo, guardan, además el Gran Licor Vital de cuya obtención hablaré a Vuestra Reverencia más adelante.
Alegrose y turbose a un tiempo nuestro hermano al oír las palabras del jefe de la tribu pero nada objetó pensando que mejor era celebrar el Sacrificio en aquel templo que no celebrarlo en ninguna parte, convencido como estaba, tal era su encomiable fe, de que no sólo los salvajes se sentirían desnudos después del Santo Sacrificio, sino que aquellos falos enhiestos e insultantes se deshincharían como por ensalmo, rendidos ante la presencia del Dios verdadero.
—Bien dispuesto estoy a haceros partícipes del gran misterio de la Redención por la sangre (y dijo jiqui) del Cristo —repuso el misionero—. Vayamos, pues, al río donde os bautizaré a todos, y marchemos después todos juntos a vuestro templo para que así pueda entrar en él el verdadero Dios, dispensador de todos los bienes y bondades.
Salieron entonces de la choza el jefe y nuestro hermano, y encontraron a todos los varones de la tribu con sus mejores galas, es decir, con las partes pudendas adornadas, pintarrajeadas, doradas, plateadas y pulidas. En procesión, se encaminaron hacia el río donde nuestro hermano procedió a bautizarles colectivamente por aspersión.
Más tarde, con el jefe de la tribu y nuestro hermano en cabeza, se encaminaron hacia el Templo de los Dioses Ancianos que se yergue en un pequeño altozano no muy distante de la aldea.
Subía nuestro hermano cantando piadosos himnos por la empinada vereda que a él conduce, cuando, al llegar a la explanada que se abre ante su puerta, callose de golpe, pues vio, en el centro de aquélla y apoyada en el suelo, una cruz de madera de gran tamaño. Confortándose con la duda de que aquellos salvajes habían construido la cruz para, a su amparo, celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, nuestro hermano, con la garganta seca, preguntó al jefe de la tribu:
—¿Por qué, oh venerable jefe, habéis construido esa enorme cruz?
Y el jefe le repuso con otra pregunta:
—¿No nos has dicho, hermano que vienes de lejos, que ibas a reproducir el sacrificio del Señor?
—Ciertamente —repuso nuestro hermano muy nervioso y asustado.
—¿Y acaso no nos has enseñado tú mismo que ese sacrificio tuvo lugar en una cruz?
—Sí, es cierto.
—Entonces, reprodúcelo tal como nos has prometido —dijo el jefe de la tribu sencillamente.
Y todos los jiquíes gritaron a la vez: «¡Reprodúcelo, reprodúcelo!».
Hallábase nuestro hermano muy dudoso sobre lo que pretendían de él y mucho temía que aquellos salvajes quisieran que voluntariamente se prestara a ser crucificado para así reproducir realmente el sacrificio del Calvario. Y se preparaba, valeroso soldado de la fe, para pedir, como San Pedro, que por lo menos clavaran la cruz boca abajo porque él no era digno de sufrir un martirio similar al de Nuestro Señor, cuando dos salvajes se acercaron a él y, con pocas ceremonias, le despojaron de los paramentos y vestidos que llevaba dejándolo completamente desnudo. Llevose nuestro hermano, todo colorado de vergüenza, las manos a sus partes pudendas, para cubrírselas, pero ya otros salvajes se acercaban con sogas y, sin siquiera darle tiempo a debatirse o protestar, le tumbaron sobre la cruz, le ataron las muñecas y los sobacos a los brazos de la misma, clavaron en el madero central una especie de escabel para que pudiera reposar los pies y le ataron al palo principal de la cruz las piernas por los tobillos y las rodillas. Luego la izaron y la hincaron en un hoyo que ya habían excavado y que rellenaron con tierra y guijarros para que la cruz no se viniera abajo.
El resto de los hombres, que no participaba en la incruenta crucifixión, contemplaba la escena en silencio. Sólo cuando la cruz fue izada con nuestro hermano desnudo atado a ella, comenzaron a gritar:
—¡Sangre, sangre! (es decir: jiqui, jiqui) ¡Danos la verdadera sangre!
Nuestro hermano, aturdido por el miedo y el susto, acertaba solamente a dar gracias a Dios por no haber dicho a aquellos bárbaros que Nuestro Señor había sido clavado en la cruz, y ello porque no sabía cómo se decía clavar en jiquiní. Aunque no acertaba a adivinar cuáles eran las intenciones de aquella horda de salvajes, empezó a encomendar su alma al Creador, considerando que lo más probable era que le traspasaran el cuerpo con sus lanzas para después recoger su sangre. El jefe de la tribu levantó un brazo e impuso el silencio.
—Ahora, nuestro hermano que viene de lejos pronunciara las divinas palabras para que su sangre (y dijo jiqui) se convierta en la verdadera sangre de su Dios verdadero —dijo el jefe—. Adoremos, pues, a su dios para que, benigno, derrame, como él mismo nos ha dicho, su bondad sobre todos nosotros. Y, así diciendo, dirigiose a la cruz, que había sido hincada de modo que los pies de nuestro hermano quedaban a muy poca altura del suelo.
Se inclinó sobre el miembro de nuestro hermano, lo besó y, tras metérselo en la boca, lo succionó tres veces mientras todo el pueblo gritaba: «¡Jiqui, jiqui, jiqui!». A continuación, y por riguroso orden de dignidad y edad, fueron acercándose uno a uno todos los componentes de la tribu, que hicieron lo mismo.
Nuestro hermano, atónito ante lo que estaba sucediendo y sin comprender lo que de él pretendían los salvajes, viendo que por el momento su vida no corría peligro, dejó de encomendar su alma y empezó a recitar mentalmente jaculatorias y oraciones por distraerse de las voluptuosas sensaciones que aquellos repetidos chupeteos de su príapo le producían, el cual, a pesar de toda la buena voluntad del misionero, tras quince o veinte succiones, empezó a enderezarse hasta ponerse completamente enhiesto. Al ver que el, según ellos, dios de nuestro hermano daba muestras de vida, los salvajes se pusieron a gritar: «¡Di las divinas palabras, di las divinas palabras, para que tu sangre (jiqui) se convierta en la verdadera sangre».
Nuestro hermano lograba a duras penas permanecer inmóvil ante las asiduas solicitudes a las que sometían su príapo y, aunque su vergüenza fuera grande y su temor a pecar aún mayor, no podía evitar que su príapo, succionado por tres veces por cada salvaje, fuera en aumento, mientras él sentía toda su espina dorsal recorrida por un estremecimiento, heraldo de una ingnominiosa eyaculación.
Viendo que no hablaba, el jefe de la tribu plantose ante nuestro hermano blandiendo la lanza y le conminó con los ojos brillantes de cólera:
—Di las divinas palabras para que tu sangre (jiqui) se convierta en la verdadera sangre, tal como nos has prometido.
Nuestro hermano, entonces, para no añadir la impiedad al pecado que involuntariamente estaba por cometer pronunciando la sagrada fórmula de la consagración, se puso a decir frases en latín para que aquellos salvajes creyeran que estaba pronunciando de verdad lo que ellos llamaban divinas palabras.
—Galia est divisa in partes tres —decía nuestro hermano—. Delenda est Cartago. Tu quoque filii mei. Vanitas vanitatum et omnia vanitas. Sic transit gloria mundi —murmuraba entrecortadamente, mientras los salvajes seguían succionándole uno a uno el miembro, satisfechos porque pensaban que, con aquellas palabras, el jiqui que manaría de él sería más divino que el de los demás jiquíes—. Errare humanum est. Homus homini vulpis —hipaba casi nuestro hermano, sin poder ya evitar retorcerse en la cruz—. Quosque tandem Catilina abuteris patientia nostrae? —farfullaba el misionero, hasta que, con un gran clamor gritó—: Alea jacta est! —y soltó todo el jiqui retenido en sus entrañas por largos años de abstinencia y mortificaciones.
Cuando los salvajes vieron aquellos abundantísimos chorros de blanco jiqui brotar del príapo de nuestro hermano, se arremolinaron confusamente a sus pies para que cayera sobre sus cabezas, sus manos, sus espaldas, sus pechos, mientras nuestro hermano, gemía, ronqueaba, babeaba, incapaz de contener aquella bendición que sorprendía a los propios salvajes, quienes se convencieron aún más de que de un dios superior el suyo se trataba, pues nunca habían visto manar tanto jiqui de un solo pene y a chorros tan violentos.
Cuando la larga eyaculación de nuestro hermano hubo terminado y éste, agotado, reclinó la cabeza sobre su hombro derecho, el jefe de la tribu se adelantó y dijo a sus hombres:
—Ahora dejad que nuestro hermano que viene de lejos se reponga. Agradezcámosle todos por su portentosa intervención gracias a la cual su dios ha derrumbado el sagrado jiqui (sangre) sobre nosotros. Que aquellos que hayan sido ya tocados por ese maravilloso y sagrado humor se mantengan apartados en el momento del próximo suministro, para que así todos podamos gozar de los beneficiosos efectos de tan maravilloso licor.
Estremeciose nuestro hermano al oír esas palabras y, desde lo alto de la cruz, se atrevió a protestar:
—No, no —suplicó con voz entrecortada—, ahora basta, basta, quitadme la vida, pero basta.
—Lo que nos has prometido no nos lo puedes negar —alegó el jefe de la tribu, que dirigiéndose a los hombres de la tribu añadió con una firmeza que atemorizó a nuestro hermano—: Recomenzad la adoración.
Y de nuevo, uno a uno, todos lo jiquíes besaron y succionaron por tres veces el ya martirizado príapo que, al cabo de cierto número de succiones, tornó a endurecerse, a atiesarse y a empinarse, mientras nuestro hermano elevaba los ojos al cielo pidiendo a un tiempo clemencia a los salvajes y perdón a Dios.
—¡Di las divinas palabras, di las divinas palabras! —vociferaba de nuevo la tribu.
Y otra vez nuestro hermano pronunció frases inconexas en latín para hacer creer a aquellos torpes salvajes que estaba recitando la consagración.
—Ab urbe condita. Amicus Planto, sed magis amica veritas. Donec eris felix multos numerabis amicos —decía nuestro hermano poniendo los ojos en blanco—. Quod erat demostrandum, quod erat demostrandum! —se engallaba retorciéndose— Tolle lege, tolle lege! —advertía inútilmente—. Audaces fortuna juvat. Per aspera ad astra. Verba volant, scripta manent. Vulneram omnes, ultima necat. —Y, con un postrer estremecimiento, farfullando, hipando—: Claudite jam rivos, pueri: sat prata biberunt.
Y, otra vez, a chorros menos potentes que los anteriores, pero aún vigorosos como correspondía a su joven edad y a la larga continencia soportada, brotó el semen de sus entrañas y de nuevo aquellos infernales salvajes se bañaron en él y se lo restregaron por todo el cuerpo, en la creencia de que así adquirían mayor sabiduría y más vigor.
Dejaron descansar otro poco al misionero pero, luego, a una señal del jefe, reanudaron la adoración todos los hombres de la tribu, incluidos aquéllos que habían sido ya bañados por el, para ellos, maravilloso humor. Una y otra vez se repitió el ritual, según la misma ceremonia.
Pero no quiero cansar a Vuestra Reverencia con la repetida descripción del infame martirio a que fue sometido nuestro hermano en aquel aciago día. Sepa solamente Vuestra Reverencia que sólo las sombras de la noche le salvaron de un seguro y triste fin, ya que, cuando los jiquíes cesaron en su pertinaz adoración, le faltaban las fuerzas y toda su reserva de jiqui se había agotado. Porque ha de saber Vuestra Reverencia que, durante la noche, los jiquíes cesan sus homenajes mutuos y sus prácticas lujuriosas, ya que dicen que también el dios debe descansar. Amainaron, pues, la cruz, desataron a nuestro hermano que no se tenía en pie y lo llevaron en volandas a su choza, donde le reanimaron con manjares y bebidas y le dejaron para que durmiera y se recobrara. Antes de salir de la choza, empero, el jefe de la tribu, dirigiéndose al misionero, le dijo:
—¡Oh, hermano que vienes de lejos! Te damos gracias por la abundancia de tus dones y por habernos concedido el privilegio de poder ser regados por el sagrado líquido de tu dios, consagrado por las divinas palabras que has pronunciado. Mañana, al alba, cuando hayas reposado, volveremos a buscarte para que, propicio, permitas que tu dios derrame sus bondades sobre aquellos hombres de nuestra tribu que aún no han disfrutado del beneficio de su aspersión. Estamos persuadidos que así satisfacemos tus deseos y ten por seguro que nosotros sabremos recompensar como merece tu noble gesto. Descansa ahora.
Echose a temblar nuestro hermano al oír esas palabras y, al no verse dispuesto a servir nuevamente de manantial de gracias para aquellos salvajes ni a ver insultada otra vez su pudicia y su castidad, empezó a planear en aquel mismo instante su fuga, la cual llevo a cabo entrada la noche y sin demasiadas dificultades, ya que los jiquíes le tenían por amigo y no se habían preocupado de ponerle guardas ni de cargarle con cadenas.
Vea Vuestra Reverencia los males que puede acarrear el imperfecto conocimiento de la lengua de las poblaciones que deben ser evangelizadas. La lengua es no sólo la herramienta más eficaz para la fundación y el sostén de un Imperio, sino también para la difusión y el reconocimiento de la verdadera fe. Por eso, en lugar de aprender los misioneros las confusas e imperfectas lenguas de los paganos, sería recomendable que, antes de enseñarles el catecismo, se les enseñara a hablar en cristiano, con el fin de que no se produjeran equívocos como éste, que por poco no cuesta la vida de un válido difusor de la verdadera fe. No obstante, su experiencia le costó, es cierto, una durísima penitencia, que le fue impuesta por su Padre Superior, quien en justicia, sentenció que, si bien nuestro hermano había pecado obligado, no por ello el pecado había sido menor, ya que, antes de ofrecer a los salvajes su carne y su jiqui, hubiera tenido que afrontar decididamente la muerte negándose a sus pretensiones, a pesar de que, como aseguraba el buen misionero, hubiera ofrecido constantemente a Dios su sacrificio para la salvación de su propia alma y del alma de aquellos desgraciados, que realmente no sabían lo que se hacían.
Prosiguiendo la descripción de las usanzas de los jiquíes, que Vuestra Reverencia me ha encomendado y, puesto que, al hablar del Templo de los Dioses Ancianos, he mencionado el Gran Licor Vital que en él conservan, quiero ahora decir a Vuestra Reverencia cómo se lo procuran.
Como ya he mencionado antes, son los jiquíes gente pacífica que no ataca a las tribus vecinas, salvo las incursiones que efectúan en los territorios de aquéllas con la única finalidad de procurarse prisioneros, los cuales escogen siempre entre los más jóvenes, valientes y apuestos guerreros.
Suelen realizar dichas incursiones al atardecer, cuando los hombres de las tribus de los alrededores regresan a sus hogares para disfrutar de un merecido reposo después de una jornada dedicada en general a la caza. La incursión propiamente dicha va precedida por una serie de acechos y rastreos que tienen por objeto seleccionar a las víctimas y conocer sus costumbres para poder asaltarlas con seguridad y con las máximas garantías de que no va a producirse derramamiento de sangre. Realizan los jiquíes dichas incursiones sólo cuando se encuentran escasos de prisioneros, bien por fallecimiento, bien por agotamiento de algunos de los mismos, lo cual raramente sucede por fuga de algunas de sus piezas.
La víctima, una vez capturada, es llevada con gran solemnidad a la aldea jiqui, donde proceden a lavarla y perfumarla para después conducirla a los Establos Sagrados. Llámanse así unas espaciosas y cómodas chozas, fuertemente guardadas por altas empalizadas, erizadas de púas, donde los prisioneros, desnudos, lavados, perfumados, alimentados y ordeñados todos los días son encerrados de por vida, como si fueran preciosos animales domésticos de los que extraen dos veces al día el líquido vital.
Una vez el prisionero ingresa en el establo, el jefe de la tribu, a pesar de que la infeliz víctima conoce ya su destino, le hace saber que nada debe temer por lo que respecta a su vida y que ha sido elegido por sus virtudes y su vigor para ser sostén y medicina del pueblo jiqui, el cual se compromete desde aquel momento a mantenerle, cuidarle y defenderle. Le advierte de que, en el caso de que se rebele o de que impida la obtención de su jiqui mediante reiteradas prácticas onanistas, será puesto en libertad, pero no sin antes haber sido emasculado. Acto seguido, el jefe de la tribu le impone un collar, que el prisionero tiene la obligación de llevar siempre colgado y en el que está grabado un signo para reconocerlo, y le besa el príapo en señal de paz.
Cada varón de la tribu tiene asignado un número de prisioneros. Todos los varones jiquíes, desde la adolescencia y por un sistema rigurosamente rotatorio, acuden todos los días a los Establos Sagrados, toman los prisioneros que les corresponden y los llevan uno a uno a una dependencia de los Establos. Allí hay un curioso aparato que consiste en dos robustos palos hincados en el suelo, como a dos varas el uno del otro y rematados por una horquilla de metal, donde encaja otro palo en posición horizontal, en el que se ata con sogas, boca abajo al prisionero, de modo que sus genitales pendan naturalmente encima de un gran embudo de oro macizo. La parte más estrecha hállase encajada en un recipiente de plata de una cabida aproximada de un cuartillo, mientras que la más ancha abarca con su circunferencia la ingle y los muslos del prisionero, quedando sus bordes a una distancia como de una cuarta de ellos.
Tras colocar al prisionero en esta especie de asador, toma el jiqui de turno un banquillo y, una vez sentado a un costado del aparato, agarra el pene del infeliz con los dedos y, como si fuera el pezón de una vaca, procede a ordeñarlo con sumo cuidado. Cuando el pene ha entrado en erección y los gemidos y los estremecimientos del prisionero dejan presumir que la eyaculación está próxima, dirige la extremidad del mismo hacia el centro del embudo. Una vez el prisionero ha eyaculado y el jiquí ha hecho caer con gran habilidad la última gota de semen en el embudo, se desata a la víctima y se la conduce de nuevo a la choza principal, donde el jiquí de turno toma a otro prisionero con el que repetirá la operación. Lo mismo hacen otros jiquíes en otros compartimentos preparados de igual modo. Todos los días ordeñan dos veces a todos los prisioneros, llenan con su esperma algunos cuartillos que son llevados con gran recogimiento a otra dependencia de los Establos Sagrados donde el brujo de la tribu procede a verter su contenido en un recipiente mayor, también de plata.
Cada luna nueva, el brujo de la tribu prepara con el líquido recogido el Gran Licor Vital, que se obtiene por fermentación, durante toda la duración de la luna, de algunos hongos y plantas aromáticas en el semen de los prisioneros. Enriquecen después el líquido con un alcohol que obtienen de unas bayas coloradas que llaman siguatequíes, que crecen en profusión cerca del río. Prosiguen luego la maceración de todo el mejunje por tres lunas consecutivas y, a la cuarta, lo filtran, lo mantienen al sereno durante una luna más, le añaden nuevamente alcohol y, finalmente, lo conservan en unos cántaros de barro muy adornados.
Beben los jiquíes este licor en todas las solemnidades y festejos, así como cuando se producen pestilencias y mortandades o cuando presuponen que deben defenderse de algún peligro, porque creen los jiquíes que, gracias al semen de los prisioneros, siempre cuidadosamente escogidos entre los hombres más apuestos, vigorosos y valientes de las tribus vecinas, adquieren sus virtudes e incrementan así su propia prestancia, su propio valor y su propio vigor.
Como también he dicho antes, esos desgraciados son mantenidos en cautividad de por vida, aunque la calificación de desgraciados no diría que corresponda a la realidad de su condición, pues a mí, que los he visto, no me han parecido que echasen en absoluto de menos su perdida libertad, pues todos están rollizos, sanos y alegres. La mayoría se dedica incluso a diversos juegos de destreza y habilidad para mantenerse en forma y comen con apetito y complacencia los copiosos y reconstituyentes manjares que los jiquíes les sirven varias veces al día.
Cuando uno de los prisioneros, por su avanzada edad o por causas naturales, no es capaz de procurar a la comunidad jiquí lo que de él se espera, no es suprimido ni castigado, sino que se le destina al servicio del brujo que manda en los Establos Sagrados.
Cuando un prisionero se muere, generalmente de vejez, los jiquíes le dedican un gran funeral y luego queman su cuerpo, como es su impía costumbre hacer con todos los cadáveres. Peor, cuando el prisionero se niega a colaborar, por ejemplo masturbándose, para privar a los jiquíes de su licor vital, éstos son implacables y, como he dicho anteriormente, emasculan al desgraciado, aunque, luego, compasivos, le dejan en libertad para que regrese a su tribu o se vaya adonde guste.
Por cierto, en el arte de emascular son los jiquíes insuperables. A pesar de que sólo lo practican en casos extremos para castigar ciertos delitos, como el de los prisioneros recalcitrantes, al que consideran un sacrilegio, pues con su resistencia y rebeldía perjudican a la comunidad, son, como digo, maestros en el arte de la castración. Como los turcos, su método consiste en extirpar, no sólo los testículos, sino todo el aparato sexual. Puedo asegurarlo por lo que ahora contaré y que le sucedió a otro hermano nuestro en la fe y en la misión, quien, aunque lleno de virtudes espirituales y a pesar de someterse a constantes abstinencias y ayunos, era más bien entrado en carnes. Este hermano, cuyo nombre tampoco revelaré a Vuestra Reverencia porque aún vive y no quisiera añadir a su desgracia la pena de la vergüenza, engordaba aunque comiera poco y, a pesar de ser de elevada estatura semejaba más un barril o una bota de vino que una persona.
Debe ahora saber Vuestra Reverencia que los jiquíes, cuando llega el momento en que los niños de la tribu pasan a ser varones, celebran un rito de iniciación; que, dadas sus obscenas costumbres, no podía sino estar relacionado con aquella parte del cuerpo humano a la que dedican su repelente culto. Otras tribus, como Vuestra Reverencia no ignora, inician a sus púberos, o a los que desean formar parte de ellas, con ceremonias más o menos cruentas y atroces: las hay en el norte de las Américas, en las que el iniciando debe someterse a la prueba de ser suspendido mediante garfios que le hincan en la espalda; también en el Virreinato del Perú los iniciados se dejan caer desde lo alto de elevados mástiles con los pies atados con sogas, fijadas en la extremidad de los mismos; en otras tribus aún el adolescente debe caminar descalzo encima de brasas ardientes y, en otras, ha de permanecer solo en la selva durante varios días con sus noches, viviendo de lo que acierta a cazar con sus propios y escasos medios. Entre los jiquíes, el rito de ingreso a la tribu se celebra una vez al año, en el mes de diciembre, que es cuando en esas tierras empieza el verano. Eligen para ello la noche del solsticio, que para nosotros es de invierno, durante la cual toda la tribu, salvo las mujeres, quienes, como ya he dicho, viven segregadas, se reúne en la explanada del Templo de los Dioses Ancianos.
Los niños que van a ser iniciados y que tienen unos doce años de edad, época en la que el jiquí suele entrar en la pubertad, han vivido hasta entonces durante el día entre los hombres, aprendiendo a cazar, a fundir metales y a labrarlos y ayudando en general a todos los menesteres varoniles de la tribu, mientras que, por la noche, duermen con las mujeres, quienes cuidan de ellos con premura y solicitud exquisitas. Están exentos de cualquier acto de reverencia y, como los judíos y los mahometanos, a los que tienen el prepucio cerrado se les practica la circuncisión, del siguiente modo: cuando el niño tiene unos cuatro años, es presentado al brujo de la tribu por uno de los hombres, que hace las veces de padrino, en el curso de una ceremonia que ellos llaman el Primer Despertar del Dios; reúnense durante esta ceremonia todos los hombres en el interior del Templo de los Dioses Ancianos, ante los príapos enhiestos y embalsamados de todos los jefes de la tribu fallecidos; los adultos colócanse en el centro y los niños a un lado, mientras que el brujo se sienta en medio del hemiciclo formado por los falos, subido a un estrado; toma en brazos cada varón de la tribu a un niño y lo presenta desnudo al brujo, quien, tras libar el Gran Licor Vital en compañía del jefe de la tribu y de los demás dignatarios, coge con los dedos índice y pulgar de la mano derecha la piel del inocente pene de la criatura y tira de ella hacia abajo; si la piel cede y deja al descubierto el glande del infante, el brujo aplaude y todos los hombres de la tribu hacen lo mismo; si, por el contrario, la piel no cede, el brujo hace un gesto de rechazo con las manos y los hombres dicen con la boca semicerrada: «Uh, uh», como queriendo significar asco y repulsión.
Los niños rechazados van al lado izquierdo del templo, mientras que los aplaudidos van al derecho. Una vez terminada la selección, salen todos del templo y se encaminan hacia un barranco no muy distante, en el cual el brujo despeña a los niños rechazados. Este barranco es llamado por los jiquíes la Fosa donde el Dios Despierta. Para quien ignora lo que de verdad va ocurrir es algo espantoso ver cómo el brujo empuja sin compasión alguna a los niños que lloran y se resisten hasta el borde del barranco. El barranco, que es muy empinado, tiene en su fondo puntiagudas rocas donde, al parecer, el niño debería romperse los huesos y morir. Pero, apostados, en el fondo están otros jiquíes con redes tendidas en las que recogen a las aterrorizadas criaturas, a las que conducen inmediatamente a un dignatario, llamado Despertador del Dios, quien, con un cuchillo afiladísimo, procede a circuncidarlos allí mismo. Por cierto que los prepucios cortados constituyen un exquisito bocado para los jiquíes, quienes los guisan de distintas maneras. Sólo pueden comerlos el jefe de la tribu, el brujo y los más elevados dignatarios, y son llamados «anillitos de Dios».
Decía, pues, que la noche del solsticio de invierno, para ellos de verano, celebra el pueblo jiquí el rito de la iniciación de los hasta entonces impúberes y también de cuantos varones pertenecientes a otros tribus deseen entrar a formar parte de la tribu jiquí. Y así, cuando cae la noche, congrégase toda la tribu en la explanada, en la que se ha excavado en la tierra un foso de unas tres varas de ancho por cinco de largo y otras dos de hondo, en el que los jiquíes han acumulado previamente gran cantidad de leña. Le prenden fuego de modo que las llamas asomen por la abertura de la zanja.
Llegan los púberos en fila procedentes del poblado y son acogidos con regocijo por los hombres de la tribu, obscenamente adornados con sus mejores galas, quienes entonan cánticos alusivos a la ceremonia que va a tener lugar y que comienza con un acto de reverencia, el primero que los muchachos realizan, hacia el jefe de la tribu, el brujo y los demás dignatarios. Desfilan uno a uno los muchachos, rindiendo homenaje a los que para ellos son los dioses vivos, besándoles y succionándoles los penes por tres veces, mientras el resto de la tribu aúlla: «Jiqui, jiqui, jiqui» a cada succión. En general, no son muchos los púberes que participan todos los años en la ceremonia, siendo como es la tribu poco numerosa, ni tampoco demasiados los forasteros que desean ser iniciados. Como de lo que se trata es de que los múltiples dioses se manifiesten y derramen su jiqui sobre los iniciados, éstos tienen que rendir homenaje varias veces hasta que los respectivos dioses de los dignatarios se dignen verter su licor, con lo cual termina la primera parte de la ceremonia. Es, por cierto, costumbre entre los hombres de la tribu apostar entre sí sobre cuál será el primer dios que se dignará derramar sus mercedes, por lo que la ceremonia adquiere un carácter agonístico, con gritos de incitación por parte de los que han apostado a favor de uno u otro de los dioses.
Terminada esta parte de la ceremonia, el brujo procede a adornar los pubis de los iniciandos, y lo hace con tres collares que les prende del vello: uno de cuentas de vidrio, otro de cuentas de piedra y otro de cuentas de barro. Al hacerlo, pronuncia las siguientes palabras, dirigidas al pene del iniciando:
—Que seas terso como el vidrio, que seas duro como la piedra, que seas fecundo como la tierra.
Luego, besa el pene del muchacho y entrega éste al llamado Debelador de los Demonios.
Alzan los jiquíes a ambos lados del foso o zanjas, de la que antes he hablado, dos robustos mástiles hincados sólidamente en el suelo y unidos por sus extremos mediante un grueso cable, en cuyo centro hállase fijado el extremo de una soga todo lo larga que sea necesario para que su extremo libre penda a unas dos cuartas de las llamas que asoman del interior de la zanja. De este extremo cuelgan otras cuerdas más finas, que atan de la siguiente manera al cuerpo del iniciando: una, que tiene en su extremo un nudo corredizo, a la base del escroto del postulante, hecho lo cual estrechan el nudo como si quisieran estrangular con ello al dios personal del iniciando, aunque la intención no sea ésta como más adelante verá Vuestra Reverencia; pasan otras dos cuerdas por debajo de la cintura y de la parte posterior de las rodillas del nuevo adepto, al que tienden entonces boca arriba en brazos de dos asistentes del Debelador de Demonios, quienes le dan un empellón para que, suspendido del cable de la manera que he dicho, sobrepase las llamas y llegue al otro lado de la zanja donde le esperan otros dos ayudantes que lo recogen y le dan de nuevo otro empellón hacia la otra parte. Suspendido así de sus genitales, pero también por debajo de las rodillas y de la cintura, pasa el iniciando por cuatro veces por encima del fuego, mientras a cada pase grita el Debelador de los Demonios: «¡Uitria buniquí!», que significa «¡Fuera demonios!», a lo que el pueblo responde: «¡Uitria!» («¡Fuera!»). Ciñen el nudo corredizo en la base del escroto, no para significar esta vez que ahorcan al dios, sino para preservar el pene y los testículos del iniciando cuyo conjunto queda, una vez atado éste, mucho más elevado que el resto del cuerpo de las llamas, y también como un símbolo de su sagrada erección.
Una vez el novicio ha cumplido estos cuatro vuelos pendulares sobre el fuego, es liberado de las ataduras y va a situarse en un estrado colocado al borde de la zanja, donde espera a que el resto de los iniciandos hayan superado por cuatro veces las llamas purificadoras. Una vez reunidos todos los novicios en el estrado, suben al mismo los jiquíes iniciados el año anterior, quienes, situados detrás de los iniciados proceden a masturbarse con la mano a la vista de toda la tribu, con el objeto de que eyaculen oficialmente por primera vez en la vida y lo hagan precisamente sobre las llamas purificadoras, entendiendo así los jiquíes purificar el semen de cada iniciando que, a partir de esa eyaculación, pasa a ser miembro de la tribu con todos los derechos y deberes.
Ofrecen después a cada nuevo jiquí una copa de precioso metal que contiene el Gran Licor Vital para que aquél libe en honor del dios Príapo y adquiera prestancia, valor y sabiduría. Luego, celebran todos juntos una gran comilona para acabar la ceremonia orinando toda la tribu sobre el fuego con el fin de apagarlo.
Debe saber, pues, Vuestra Reverencia que el hermano, del que antes le he hablado y que llegó a la tribu de los jiquíes para evangelizarlos, pensó que la mejor manera de conseguirlo era la de entrar a formar parte de la tribu. Así, poco antes del solsticio de diciembre presentose al jefe para decirle que él quería hacerse jiquí según el ritual de iniciación, pero que, a cambio, le pedía que él mismo y su tribu abrazaran su religión que, añadió, era la verdadera y aseguraba a todos los que seguían sus preceptos la vida y la salvación eternas. No tuvo inconveniente en ello el jefe jiquí, de modo que lo dispusieron todo para que nuestro hermano fuera iniciado mediante la ceremonia que he descrito y entrara a formar parte de la tribu.
Todo marchó a la perfección hasta que llegó el momento de la purificación sobre las llamas.
Cuando el buen misionero sobrevoló las llamas, las cuerdas pendientes de la soga que colgaba del centro del cable, no soportaron su enorme peso y se rompieron, pero con tan mala fortuna que sólo la cuerda con en su extremo el nudo corredizo que estrangulaba el escroto del misionero, resistió, y nuestro hermano permaneció suspendido tan sólo de los testículos encima de las llamas el tiempo suficiente como para que el peso de su cuerpo estrechara de tal modo el nudo corredizo que la cuerda, haciendo las veces de una afilada cuchilla, le cercenó de cuajo los genitales, que quedaron colgando del nudo. Nuestro hermano, con un alarido de dolor, cayó en las llamas, con la fortuna, en medio de tanta desgracia, de que, dada su notable estatura, quedó trabado por los pies y la nuca en los bordes de la zanja, de modo que no llegó a quemarse, quizá tan sólo a chamuscarse el trasero.
Acudieron premurosos los jiquíes a rescatarlo y vieron que sus quemaduras no eran como para causar preocupación. En cambio, la herida abierta allí donde nuestro hermano había tenido los genitales, que aún pendían sanguinolentos, sí era horrenda. Afortunadamente para nuestro hermano, los jiquíes, por lo que he dicho antes acerca de la práctica de la emasculación conocían a la perfección el modo de tratar esas heridas con una especie de alquitrán que inmediatamente cortó la hemorragia. Si bien es verdad que, siendo sacerdote, poca falta le hacían, el verse privado de sus atributos viriles alteró su aspecto que de gordo pasó a ser fofo, de rubicundo, a ser amarillento, de barbudo, a ser lampiño, de barítono a ser soprano, por lo que tuvo que refugiarse en un yermo donde todavía hoy lleva vida retirada y santa, y donde he podido hablar con él y he tenido la oportunidad de ver la espantosa cicatriz que tiene entre las piernas y que más bien le hace parecer mujer.
Voy a decir ahora a Vuestra Reverencia cómo hacen los jiquíes para perpetuar la especie, ésta es una de las usanzas más particulares de este pueblo. Como Vuestra Reverencia recordará, viven las mujeres jiquíes confinadas en un lugar apartado de la aldea. Ellas son, en cierto modo, como las vestales de la antigua Roma, ya que, además de no conservar fuego sagrado alguno, tampoco pueden tener contacto carnal con hombre, so pena de total extrañamiento de la tribu. No obstante, no por ello se les impone la conservación de su virginidad, la cual pierden no bien son púberes durante la ceremonia del Upanatachaí o Fecundación Colectiva, que tiene lugar la noche del equinoccio de primavera, que en aquellos parajes cae en 21 de septiembre.
A propósito de esta relativa castidad impuesta a las mujeres, ha de saber Vuestra Reverencia que el varón jiquí que consuma acto carnal con una mujer de la tribu fuera de aquella festividad es condenado, si la deja encinta, a la emasculación, y a la vergüenza pública si sólo la ha conocido, pero no la ha preñado.
Así como en el caso de la emasculación por delitos de sangre —escasos entre los jiquíes, pues no conocen la propiedad privada—, la castración es atroz y dura varios días con todas sus noches, ya que el infeliz, que debe ser castrado por ser reo convicto de homicidio, es atado a un poste en medio de la plaza de la aldea. Le estriñen los genitales con una cuerda muy fina, cuyos extremos atan a dos postes y a la que van mojando a intervalos regulares para que, al encogerse, vaya segando despacio las partes del condenado hasta separarlas, gangrenadas y pestilentes, del cuerpo. La castración, en cambio, efectuada al varón jiquí que ha conocido y preñado a una mujer de la tribu es poco cruenta y rápida. Una vez el reo es declarado culpable por un tribunal, formado por el jefe, los diez componentes más ancianos y el brujo de la tribu, es atado a un altar de piedra, donde se le masturba por última vez en presencia de toda la tribu, para que así le quede grabado en la memoria el placer que ya nunca jamás volverá a experimentar. Tras hacer caer su semen al suelo, porque consideran los jiquíes que, con aquella posesión ilícita de la mujer, el reo ha mancillado a su dios y su jiqui, el brujo le agarra con la mano izquierda los testículos y el príapo, tira de todo ello con fuerza, hacia arriba y, con un afiladísimo cuchillo que empuña con la derecha, le separa del cuerpo todo el aparato genital, cosa que procura hacer de un solo tajo. Cuando lo consigue, la tribu aplaude complacida. Inmediatamente, y para cortar la abundante hemorragia, aplícanle en la herida el mismo alquitrán de que he hablado antes, que tiene además virtudes cauterizantes e impide la infestación de la herida.
Una vez emasculado el reo, puede optar libremente entre abandonar la tribu o permanecer en ella como xicaí o «cosa», que esto quiere decir la palabra, con lo que queda obligado por ley a llevar a cabo las misiones más denigrantes y fatigosas, tales como ir a buscar agua y leña, encender y mantener el fuego, moler los cereales, etc., y también a dejarse poseer contra natura por cualquier jiquí que desee hacerlo, ya que sólo con estos desgraciados pueden los jiquíes practicar el nefando pecado de la sodomía. Curiosamente, la mayoría de los culpables que han sufrido esta horrenda pena prefieren permanecer en la tribu donde, al cabo de un tiempo suelen, pasar a ocupar posiciones influyentes gracias a la concesión condicionada de sus favores, aunque estén obligados a concederlos en cualesquiera ocasión y lugar, los cuales otorgan a quien mejor les parece y bajo determinadas condiciones materiales.
A los que no han dejado embarazada a la mujer, en cambio, se les condena, como he dicho, a la vergüenza pública, sobre todo al escarnio de los chiquillos, que les arrojan a la cara frutas, huevos podridos y toda clase de inmundicias.
Y, entonces, ellos sujetan el príapo del culpable con una argolla, fija con cadenas a un poste. El reo debe permanecer arrodillado, con las manos atadas a la espalda, y el cuello a los pies para que se mantenga curvado hacia atrás y sólo sus atributos queden bien visibles. Y es cosa espantosa ver las atrocidades que se les ocurren a los chiquillos, e incluso a los adultos de la tribu. Por ejemplo, le untan las partes con miel para que acudan las enormes y voraces moscas que tanto abundan en el país, o les pintan en el escroto vistosos tatuajes que luego les quedan de por vida como testimonio de la vergüenza padecida. Este castigo suele durar tres días.
Si Vuestra Reverencia ha tenido la paciencia de seguirme hasta este punto de mi relato, creo que su curiosidad por conocer las nefandas costumbres de esos desgraciados habrá quedado colmada. En todo caso, muy poco más podría yo añadir. Además, la vida de los jiquíes no se diferencia mucho de la vida de las demás tribus que pueblan aquella parte del Nuevo Continente.
Debo tan sólo comunicarle la desaparición de la tribu de los jiquíes, que, como por ensalmo, abandonó el lugar en que vivía para refugiarse, según parece, en el interior de la selva, en un paraje que aún no ha podido ser hallado. Este hecho se debe, al parecer, a que alcanzó las misiones del Paraguay la noticia de los sucesos que acabo de relatar. Esto avivó el celo evangelizador de los misioneros, quienes empezaron a acudir, numerosísimos a la tribu de los jiquíes, dispuestos, con evangélico ardor a sufrir cualquier suplicio con tal de convertir a esos salvajes a la verdadera fe. Y fue tan grande el número de hermanos que acudió a evangelizarlos y que, para lograr su confianza, adoptó por un tiempo sus costumbres, que el Ilustrísimo Señor Obispo de la diócesis tuvo que prohibir la conversión de los jiquíes a todos aquellos misioneros que no obtuvieran una venia especial de su puño y letra.
A pesar de ello, y seguramente aconsejados por Satanás en persona, que ante la constancia y abnegación de los misioneros debió temer que se le escaparan de sus garras todas aquellas almas, los jiquíes decidieron desaparecer de la noche a la mañana, como si se los hubiera tragado la tierra.
No me resta más, Reverendísimo Señor, que implorar humildemente vuestro perdón por las abominaciones que he debido narrar y solicitar de Vuestra Reverencia la absolución de los pecados que haya podido cometer al escribir este relato verídico de las impías y nefandas costumbres de los jiquíes, a lo que me ha movido, por una parte, vuestra paternal insistencia en que lo hiciera y, por otra, el dejar constancia, para advertencia de las futuras generaciones, de los abismos de abyección a los que puede llegar el hombre cuando abandona el justo sendero que el Señor le ha trazado o cuando, mísero, lo desconoce porque se niega con contumacia a descubrirlo ayudado por quienes se lo proponen.
Dios guarde a Vuestra Reverencia muchos años.
Fechado en La Asunción, a los 15 días del mes de agosto, Festividad de la Asunción a los Cielos de Nuestra Señora la Virgen María, del año de gracia de 1742.
Firmado y rubricado: Juan de Villanueva y Esteruelas.
NB: El fascículo aparece con evidentes señales de haber sido cuidadosamente lacrado y sellado y lleva una advertencia, escrita en grandes caracteres, que dice: Muy peligroso incluso para personas muy formadas. Archívese como curiosidad histórica. Se ignora si quien escribió dicha advertencia fue el propio Padre Ignacio de Ibarrondo y Etchegaray, a quien está dirigida la relación, u otra persona.
Debe saber, pues, Vuestra Reverencia que la tal tribu hallábase asentada en las proximidades del río Ypané, en un lugar conocido como Jiqui Jacaní o Santuario de la Sangre, nombre inexacto en castellano, ya que es traducción aproximada de la palabra jiqui, la cual, como explicaré más adelante, no quiere decir exactamente sangre, sino «líquido», o «humor vital»; error de traducción éste causa de no pocos sinsabores para muchos misioneros.
En dicho lugar vivían, pues, los jiquíes, pueblo, como decía antes, pacífico, que se dedica principalmente a la recolección de los frutos de la tierra, practica una elemental agricultura, cría animales domésticos y conoce la fundición de los metales y la fermentación de los líquidos, sin que la guerra o la rapacidad sean actividades propias de sus costumbres, por lo que suelen estar en paz con las tribus vecinas, a excepción de cuando realizan incursiones en los territorios de las mismas sólo en busca, empero, de algunos de sus hombres más apuestos y aguerridos para hacerlos prisioneros y luego utilizarlos para lo que más adelante diré.
En apariencia son los jiquíes gente honesta y casta, ya que en su aldea se observa rigurosamente la separación de los sexos, y así las mujeres viven segregadas desde que nacen en un lugar separado y no conocen varón sino durante la ceremonia llamada Upanatachaí en que son colectivamente fecundadas, como Vuestra Reverencia, si tiene la paciencia de leerme, conocerá más adelante. Apariencia, por otra parte, falaz ya que los jiquíes varones andan desnudos sin recato alguno, mejor dicho, su desnudez es aún más vistosa por cuanto suelen llevar cubiertos solamente el pecho, los hombros y la espalda con una especie de jubón sin mangas que les llega hasta la cintura y deja al aire sus partes pudendas y las piernas. Adornarse la cabeza con plumas y, colgados del vello del pubis, llevan collares hechos con cuentas de piedra, de vidrio o de barro. Y ello porque consideran esa parte del cuerpo, que dejan al desnudo y ornan, encarnación de la divinidad, fuente de la vida y de todas las bondades.
Con ello, no vaya a pensar Vuestra Reverencia que adornan a ningún dios Príapo; es al propio príapo individual al que adoran y al que consideran, dada su capacidad autónoma de movimiento y de acción, dios verdadero, uno y múltiple. Cada pene es, pues, para ellos si no imagen del Gran Pene, y en sí mismo Gran Pene, por un misterio parecido —y que Dios y Vuestra Reverencia me perdonen la impiedad— al de nuestro Dios, Uno y Trino.
Tal es su veneración por esa parte del cuerpo, a la que ellos toman por dios, que los más jóvenes se la besan, lamen y succionan a los más ancianos en señal de saludo y reverencia. Y así, de la mañana a la noche, cuando un jiquí se cruza con otro jiquí más anciano que él, se arrodilla, toma el pene del más anciano en la boca y, después de besado, se lo succiona tres veces, al tiempo que el anciano murmura: «Jiqui, jiqui, jiqui», palabra sagrada y augural que, como decía antes, ha sido malamente traducida por «sangre» y que, en jiquiní, quiere decir, como he hecho notar anteriormente, licor o humor vital, que, para ellos, no es, como para nosotros, la sangre propiamente dicha, sino el semen o el esperma, ya que, según dicen los jiquíes, la sangre no sirve para fecundar, pues derramada en la vulva de la mujer, no la hace concebir hijos, mientras que el semen sí. Por lo tanto, es el semen o el esperma el auténtico licor vital, el humor engendrador de vida, vida misma. Y así, todos los varones de la tribu, a poco de levantarse el Sol, andan ya con el miembro erecto a causa de los homenajes que unos a otros se hacen. Cuando de él mana el semen, éste va a caer o bien dentro de la boca de un circunstancial adorador, o bien en su cara o cualquier otra parte de su cuerpo, cosa que es considerada como augurio de buena fortuna para el resto del día, ya que, según ellos, el dios ha elegido a aquel determinado individuo para recibir sobre sí el líquido fecundante.
Por cierto, ese error de traducción de la palabra jiqui pudo haber tenido fatales consecuencias para un nuestro hermano, cuyo nombre no digo porque aún vive y sin duda se avergonzaría de que su triste aventura llegara a conocimiento de Vuestra Reverencia.
Había llegado, pues, el tal hermano a la tribu de los jiquíes con el santo propósito de convertirlos a nuestra verdadera religión y, dando prueba de un tesón y un valor excepcionales, llevaba ya varias semanas conviviendo con ellos y fingiendo ignorar sus nefandas costumbres, pues encaminaba toda su voluntad a la redención de aquellos salvajes. Los reunía todas las tardes en la playa de la aldea para explicarles el catecismo, valiéndose, para incitarles a acudir a sus clases, de regalos que consistían en espejuelos y abalorios que los salvajes mucho agradecían y con los que se adornaban aún más las partes. Tras varias semanas, como decía, de permanencia entre ellos y tras explicarles las verdades de nuestra auténtica fe, los mandamientos de la Ley de Dios y de Nuestra Santa Madre Iglesia, nuestro hermano consideró que había llegado el momento de bautizarlos y de administrarles la Sagrada Comunión y, así, después de haberles explicado el misterio de la transubstanciación del pan y del vino en la carne y la sangre de Nuestro Señor, les preguntó si estaban dispuestos a dejarse bautizar, a comulgar bajo las especies divinas y a abrazar nuestra fe, a lo que, todos a una, dijeron que estaban dispuestos a ello y a participar en el ágape del Santo Sacrificio de la Misa que, según les había explicado nuestro hermano, reproduce el Sacrificio del Calvario.
Llegada la mañana del día elegido para tan fausto acontecimiento nuestro hermano, revestido con los paramentos del caso, se disponía con gran fervor a salir de su choza para administrar el bautismo y celebrar la Santa Misa durante la cual daría la Comunión a los jiquíes, cuando asomó por la puerta de su cabaña el jefe de la tribu, vestido en pompa magna, aunque mejor diría desnudo, pues su traje para las grandes ocasiones consistía en un juboncillo más corto aún que el diario que apenas le llegaba al ombligo. Llevaba la ingle y los muslos pintarrajeados de colores, la bolsa de los testículos forrada de oro y el miembro enfundado en un tubo de plata que dejaba al descubierto el glande. Tenía ensortijado el vello del pubis, profusamente cubierto de lazos multicolores de los cuales pendían multitud de collares, abalorios y espejuelos, y, llevaba, en una mano el bastón insignia de su elevado rango, rematado por un falo de oro macizo y en la otra una lanza corta. Alegrose en el fondo nuestro hermano de ver al jefe de la tribu tan ataviado de aquella guisa, ya que ello indicaba la importancia que atribuía al rito en el que iba a participar, aunque, naturalmente, hubiera preferido cubrirle para aquella ocasión las desnudeces, pero se decía que, así como Adán y Eva habíanse dado cuenta de su propia desnudez después de haber gustado la fruta del Árbol del Bien y del Mal; aquellos salvajes se avergonzarían de la suya después de ingerir las Divinas Especies.
El jefe de la tribu detúvose apenas traspasada la puerta de la choza y, dirigiéndose a nuestro hermano, le dijo:
—¡Oh hermano nuestro, que vienes de lejos para hacernos partícipes de la verdadera sangre (y dijo jiqui) y de la verdadera carne del Señor!, heme aquí con mi pueblo dispuesto a recibir de ti el manjar de la vida misma, después de que hayas pronunciado las divinas palabras que en tal los convertirá. Todo está dispuesto para efectuar el sacrosanto rito, y hemos preparado cuanto nos ha parecido necesario para que reproduzcas el santo sacrificio de cuyos frutos seremos partícipes en el Templo de los Dioses Ancianos, adonde te invitamos a ir con todos los hombres de nuestra tribu.
Alegrose de nuevo nuestro hermano al oír estas palabras que demostraban que tanto el jefe de los jiquíes como éstos mismos habían comprendido el alcance de la ceremonia a la que iban a participar, pero turbose al mismo tiempo, pues no era precisamente en aquel templo en el que él había pensado celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Porque ha de saber Vuestra Reverencia que, así como los indios jívaros del Amazonas han descubierto la manera de disminuir el tamaño de las cabezas de los cadáveres de sus enemigos, sin que pierdan sus facciones, para conservarlas intactas y reducidas como trofeos en sus chozas, los jiquíes han encontrado el modo de mantener el falo erecto después de la muerte de la persona, de modo que, cuando uno de sus jefes muere, proceden a cortarle sus partes pudendas, a las que luego someten a un tratamiento secreto gracias al cual se conservan sonrosadas como si estuvieran vivas, con el pene erecto. Las colocan en peanas de madera preciosa, que luego disponen en hemiciclo precisamente en el mencionado Templo, donde tienen desde siempre todos los príapos de todos los jefes de la tribu fallecidos. Permítame Vuestra Reverencia decir que el espectáculo que este Templo ofrece llena de vergüenza y de horror. Decenas de falos relucientes, rosados y erectos, se alinean en él, encima de la doble rotundidad de los escrotos turgentes, bajo hornacinas de piedra labrada con esmero; delante de cada falo, luce día y noche, una lamparilla votiva de aceite, cuya llama, al oscilar, contribuye a dar la impresión de que los príapos aún están vivos y latientes. En este templo, guardan, además el Gran Licor Vital de cuya obtención hablaré a Vuestra Reverencia más adelante.
Alegrose y turbose a un tiempo nuestro hermano al oír las palabras del jefe de la tribu pero nada objetó pensando que mejor era celebrar el Sacrificio en aquel templo que no celebrarlo en ninguna parte, convencido como estaba, tal era su encomiable fe, de que no sólo los salvajes se sentirían desnudos después del Santo Sacrificio, sino que aquellos falos enhiestos e insultantes se deshincharían como por ensalmo, rendidos ante la presencia del Dios verdadero.
—Bien dispuesto estoy a haceros partícipes del gran misterio de la Redención por la sangre (y dijo jiqui) del Cristo —repuso el misionero—. Vayamos, pues, al río donde os bautizaré a todos, y marchemos después todos juntos a vuestro templo para que así pueda entrar en él el verdadero Dios, dispensador de todos los bienes y bondades.
Salieron entonces de la choza el jefe y nuestro hermano, y encontraron a todos los varones de la tribu con sus mejores galas, es decir, con las partes pudendas adornadas, pintarrajeadas, doradas, plateadas y pulidas. En procesión, se encaminaron hacia el río donde nuestro hermano procedió a bautizarles colectivamente por aspersión.
Más tarde, con el jefe de la tribu y nuestro hermano en cabeza, se encaminaron hacia el Templo de los Dioses Ancianos que se yergue en un pequeño altozano no muy distante de la aldea.
Subía nuestro hermano cantando piadosos himnos por la empinada vereda que a él conduce, cuando, al llegar a la explanada que se abre ante su puerta, callose de golpe, pues vio, en el centro de aquélla y apoyada en el suelo, una cruz de madera de gran tamaño. Confortándose con la duda de que aquellos salvajes habían construido la cruz para, a su amparo, celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, nuestro hermano, con la garganta seca, preguntó al jefe de la tribu:
—¿Por qué, oh venerable jefe, habéis construido esa enorme cruz?
Y el jefe le repuso con otra pregunta:
—¿No nos has dicho, hermano que vienes de lejos, que ibas a reproducir el sacrificio del Señor?
—Ciertamente —repuso nuestro hermano muy nervioso y asustado.
—¿Y acaso no nos has enseñado tú mismo que ese sacrificio tuvo lugar en una cruz?
—Sí, es cierto.
—Entonces, reprodúcelo tal como nos has prometido —dijo el jefe de la tribu sencillamente.
Y todos los jiquíes gritaron a la vez: «¡Reprodúcelo, reprodúcelo!».
Hallábase nuestro hermano muy dudoso sobre lo que pretendían de él y mucho temía que aquellos salvajes quisieran que voluntariamente se prestara a ser crucificado para así reproducir realmente el sacrificio del Calvario. Y se preparaba, valeroso soldado de la fe, para pedir, como San Pedro, que por lo menos clavaran la cruz boca abajo porque él no era digno de sufrir un martirio similar al de Nuestro Señor, cuando dos salvajes se acercaron a él y, con pocas ceremonias, le despojaron de los paramentos y vestidos que llevaba dejándolo completamente desnudo. Llevose nuestro hermano, todo colorado de vergüenza, las manos a sus partes pudendas, para cubrírselas, pero ya otros salvajes se acercaban con sogas y, sin siquiera darle tiempo a debatirse o protestar, le tumbaron sobre la cruz, le ataron las muñecas y los sobacos a los brazos de la misma, clavaron en el madero central una especie de escabel para que pudiera reposar los pies y le ataron al palo principal de la cruz las piernas por los tobillos y las rodillas. Luego la izaron y la hincaron en un hoyo que ya habían excavado y que rellenaron con tierra y guijarros para que la cruz no se viniera abajo.
El resto de los hombres, que no participaba en la incruenta crucifixión, contemplaba la escena en silencio. Sólo cuando la cruz fue izada con nuestro hermano desnudo atado a ella, comenzaron a gritar:
—¡Sangre, sangre! (es decir: jiqui, jiqui) ¡Danos la verdadera sangre!
Nuestro hermano, aturdido por el miedo y el susto, acertaba solamente a dar gracias a Dios por no haber dicho a aquellos bárbaros que Nuestro Señor había sido clavado en la cruz, y ello porque no sabía cómo se decía clavar en jiquiní. Aunque no acertaba a adivinar cuáles eran las intenciones de aquella horda de salvajes, empezó a encomendar su alma al Creador, considerando que lo más probable era que le traspasaran el cuerpo con sus lanzas para después recoger su sangre. El jefe de la tribu levantó un brazo e impuso el silencio.
—Ahora, nuestro hermano que viene de lejos pronunciara las divinas palabras para que su sangre (y dijo jiqui) se convierta en la verdadera sangre de su Dios verdadero —dijo el jefe—. Adoremos, pues, a su dios para que, benigno, derrame, como él mismo nos ha dicho, su bondad sobre todos nosotros. Y, así diciendo, dirigiose a la cruz, que había sido hincada de modo que los pies de nuestro hermano quedaban a muy poca altura del suelo.
Se inclinó sobre el miembro de nuestro hermano, lo besó y, tras metérselo en la boca, lo succionó tres veces mientras todo el pueblo gritaba: «¡Jiqui, jiqui, jiqui!». A continuación, y por riguroso orden de dignidad y edad, fueron acercándose uno a uno todos los componentes de la tribu, que hicieron lo mismo.
Nuestro hermano, atónito ante lo que estaba sucediendo y sin comprender lo que de él pretendían los salvajes, viendo que por el momento su vida no corría peligro, dejó de encomendar su alma y empezó a recitar mentalmente jaculatorias y oraciones por distraerse de las voluptuosas sensaciones que aquellos repetidos chupeteos de su príapo le producían, el cual, a pesar de toda la buena voluntad del misionero, tras quince o veinte succiones, empezó a enderezarse hasta ponerse completamente enhiesto. Al ver que el, según ellos, dios de nuestro hermano daba muestras de vida, los salvajes se pusieron a gritar: «¡Di las divinas palabras, di las divinas palabras, para que tu sangre (jiqui) se convierta en la verdadera sangre».
Nuestro hermano lograba a duras penas permanecer inmóvil ante las asiduas solicitudes a las que sometían su príapo y, aunque su vergüenza fuera grande y su temor a pecar aún mayor, no podía evitar que su príapo, succionado por tres veces por cada salvaje, fuera en aumento, mientras él sentía toda su espina dorsal recorrida por un estremecimiento, heraldo de una ingnominiosa eyaculación.
Viendo que no hablaba, el jefe de la tribu plantose ante nuestro hermano blandiendo la lanza y le conminó con los ojos brillantes de cólera:
—Di las divinas palabras para que tu sangre (jiqui) se convierta en la verdadera sangre, tal como nos has prometido.
Nuestro hermano, entonces, para no añadir la impiedad al pecado que involuntariamente estaba por cometer pronunciando la sagrada fórmula de la consagración, se puso a decir frases en latín para que aquellos salvajes creyeran que estaba pronunciando de verdad lo que ellos llamaban divinas palabras.
—Galia est divisa in partes tres —decía nuestro hermano—. Delenda est Cartago. Tu quoque filii mei. Vanitas vanitatum et omnia vanitas. Sic transit gloria mundi —murmuraba entrecortadamente, mientras los salvajes seguían succionándole uno a uno el miembro, satisfechos porque pensaban que, con aquellas palabras, el jiqui que manaría de él sería más divino que el de los demás jiquíes—. Errare humanum est. Homus homini vulpis —hipaba casi nuestro hermano, sin poder ya evitar retorcerse en la cruz—. Quosque tandem Catilina abuteris patientia nostrae? —farfullaba el misionero, hasta que, con un gran clamor gritó—: Alea jacta est! —y soltó todo el jiqui retenido en sus entrañas por largos años de abstinencia y mortificaciones.
Cuando los salvajes vieron aquellos abundantísimos chorros de blanco jiqui brotar del príapo de nuestro hermano, se arremolinaron confusamente a sus pies para que cayera sobre sus cabezas, sus manos, sus espaldas, sus pechos, mientras nuestro hermano, gemía, ronqueaba, babeaba, incapaz de contener aquella bendición que sorprendía a los propios salvajes, quienes se convencieron aún más de que de un dios superior el suyo se trataba, pues nunca habían visto manar tanto jiqui de un solo pene y a chorros tan violentos.
Cuando la larga eyaculación de nuestro hermano hubo terminado y éste, agotado, reclinó la cabeza sobre su hombro derecho, el jefe de la tribu se adelantó y dijo a sus hombres:
—Ahora dejad que nuestro hermano que viene de lejos se reponga. Agradezcámosle todos por su portentosa intervención gracias a la cual su dios ha derrumbado el sagrado jiqui (sangre) sobre nosotros. Que aquellos que hayan sido ya tocados por ese maravilloso y sagrado humor se mantengan apartados en el momento del próximo suministro, para que así todos podamos gozar de los beneficiosos efectos de tan maravilloso licor.
Estremeciose nuestro hermano al oír esas palabras y, desde lo alto de la cruz, se atrevió a protestar:
—No, no —suplicó con voz entrecortada—, ahora basta, basta, quitadme la vida, pero basta.
—Lo que nos has prometido no nos lo puedes negar —alegó el jefe de la tribu, que dirigiéndose a los hombres de la tribu añadió con una firmeza que atemorizó a nuestro hermano—: Recomenzad la adoración.
Y de nuevo, uno a uno, todos lo jiquíes besaron y succionaron por tres veces el ya martirizado príapo que, al cabo de cierto número de succiones, tornó a endurecerse, a atiesarse y a empinarse, mientras nuestro hermano elevaba los ojos al cielo pidiendo a un tiempo clemencia a los salvajes y perdón a Dios.
—¡Di las divinas palabras, di las divinas palabras! —vociferaba de nuevo la tribu.
Y otra vez nuestro hermano pronunció frases inconexas en latín para hacer creer a aquellos torpes salvajes que estaba recitando la consagración.
—Ab urbe condita. Amicus Planto, sed magis amica veritas. Donec eris felix multos numerabis amicos —decía nuestro hermano poniendo los ojos en blanco—. Quod erat demostrandum, quod erat demostrandum! —se engallaba retorciéndose— Tolle lege, tolle lege! —advertía inútilmente—. Audaces fortuna juvat. Per aspera ad astra. Verba volant, scripta manent. Vulneram omnes, ultima necat. —Y, con un postrer estremecimiento, farfullando, hipando—: Claudite jam rivos, pueri: sat prata biberunt.
Y, otra vez, a chorros menos potentes que los anteriores, pero aún vigorosos como correspondía a su joven edad y a la larga continencia soportada, brotó el semen de sus entrañas y de nuevo aquellos infernales salvajes se bañaron en él y se lo restregaron por todo el cuerpo, en la creencia de que así adquirían mayor sabiduría y más vigor.
Dejaron descansar otro poco al misionero pero, luego, a una señal del jefe, reanudaron la adoración todos los hombres de la tribu, incluidos aquéllos que habían sido ya bañados por el, para ellos, maravilloso humor. Una y otra vez se repitió el ritual, según la misma ceremonia.
Pero no quiero cansar a Vuestra Reverencia con la repetida descripción del infame martirio a que fue sometido nuestro hermano en aquel aciago día. Sepa solamente Vuestra Reverencia que sólo las sombras de la noche le salvaron de un seguro y triste fin, ya que, cuando los jiquíes cesaron en su pertinaz adoración, le faltaban las fuerzas y toda su reserva de jiqui se había agotado. Porque ha de saber Vuestra Reverencia que, durante la noche, los jiquíes cesan sus homenajes mutuos y sus prácticas lujuriosas, ya que dicen que también el dios debe descansar. Amainaron, pues, la cruz, desataron a nuestro hermano que no se tenía en pie y lo llevaron en volandas a su choza, donde le reanimaron con manjares y bebidas y le dejaron para que durmiera y se recobrara. Antes de salir de la choza, empero, el jefe de la tribu, dirigiéndose al misionero, le dijo:
—¡Oh, hermano que vienes de lejos! Te damos gracias por la abundancia de tus dones y por habernos concedido el privilegio de poder ser regados por el sagrado líquido de tu dios, consagrado por las divinas palabras que has pronunciado. Mañana, al alba, cuando hayas reposado, volveremos a buscarte para que, propicio, permitas que tu dios derrame sus bondades sobre aquellos hombres de nuestra tribu que aún no han disfrutado del beneficio de su aspersión. Estamos persuadidos que así satisfacemos tus deseos y ten por seguro que nosotros sabremos recompensar como merece tu noble gesto. Descansa ahora.
Echose a temblar nuestro hermano al oír esas palabras y, al no verse dispuesto a servir nuevamente de manantial de gracias para aquellos salvajes ni a ver insultada otra vez su pudicia y su castidad, empezó a planear en aquel mismo instante su fuga, la cual llevo a cabo entrada la noche y sin demasiadas dificultades, ya que los jiquíes le tenían por amigo y no se habían preocupado de ponerle guardas ni de cargarle con cadenas.
Vea Vuestra Reverencia los males que puede acarrear el imperfecto conocimiento de la lengua de las poblaciones que deben ser evangelizadas. La lengua es no sólo la herramienta más eficaz para la fundación y el sostén de un Imperio, sino también para la difusión y el reconocimiento de la verdadera fe. Por eso, en lugar de aprender los misioneros las confusas e imperfectas lenguas de los paganos, sería recomendable que, antes de enseñarles el catecismo, se les enseñara a hablar en cristiano, con el fin de que no se produjeran equívocos como éste, que por poco no cuesta la vida de un válido difusor de la verdadera fe. No obstante, su experiencia le costó, es cierto, una durísima penitencia, que le fue impuesta por su Padre Superior, quien en justicia, sentenció que, si bien nuestro hermano había pecado obligado, no por ello el pecado había sido menor, ya que, antes de ofrecer a los salvajes su carne y su jiqui, hubiera tenido que afrontar decididamente la muerte negándose a sus pretensiones, a pesar de que, como aseguraba el buen misionero, hubiera ofrecido constantemente a Dios su sacrificio para la salvación de su propia alma y del alma de aquellos desgraciados, que realmente no sabían lo que se hacían.
Prosiguiendo la descripción de las usanzas de los jiquíes, que Vuestra Reverencia me ha encomendado y, puesto que, al hablar del Templo de los Dioses Ancianos, he mencionado el Gran Licor Vital que en él conservan, quiero ahora decir a Vuestra Reverencia cómo se lo procuran.
Como ya he mencionado antes, son los jiquíes gente pacífica que no ataca a las tribus vecinas, salvo las incursiones que efectúan en los territorios de aquéllas con la única finalidad de procurarse prisioneros, los cuales escogen siempre entre los más jóvenes, valientes y apuestos guerreros.
Suelen realizar dichas incursiones al atardecer, cuando los hombres de las tribus de los alrededores regresan a sus hogares para disfrutar de un merecido reposo después de una jornada dedicada en general a la caza. La incursión propiamente dicha va precedida por una serie de acechos y rastreos que tienen por objeto seleccionar a las víctimas y conocer sus costumbres para poder asaltarlas con seguridad y con las máximas garantías de que no va a producirse derramamiento de sangre. Realizan los jiquíes dichas incursiones sólo cuando se encuentran escasos de prisioneros, bien por fallecimiento, bien por agotamiento de algunos de los mismos, lo cual raramente sucede por fuga de algunas de sus piezas.
La víctima, una vez capturada, es llevada con gran solemnidad a la aldea jiqui, donde proceden a lavarla y perfumarla para después conducirla a los Establos Sagrados. Llámanse así unas espaciosas y cómodas chozas, fuertemente guardadas por altas empalizadas, erizadas de púas, donde los prisioneros, desnudos, lavados, perfumados, alimentados y ordeñados todos los días son encerrados de por vida, como si fueran preciosos animales domésticos de los que extraen dos veces al día el líquido vital.
Una vez el prisionero ingresa en el establo, el jefe de la tribu, a pesar de que la infeliz víctima conoce ya su destino, le hace saber que nada debe temer por lo que respecta a su vida y que ha sido elegido por sus virtudes y su vigor para ser sostén y medicina del pueblo jiqui, el cual se compromete desde aquel momento a mantenerle, cuidarle y defenderle. Le advierte de que, en el caso de que se rebele o de que impida la obtención de su jiqui mediante reiteradas prácticas onanistas, será puesto en libertad, pero no sin antes haber sido emasculado. Acto seguido, el jefe de la tribu le impone un collar, que el prisionero tiene la obligación de llevar siempre colgado y en el que está grabado un signo para reconocerlo, y le besa el príapo en señal de paz.
Cada varón de la tribu tiene asignado un número de prisioneros. Todos los varones jiquíes, desde la adolescencia y por un sistema rigurosamente rotatorio, acuden todos los días a los Establos Sagrados, toman los prisioneros que les corresponden y los llevan uno a uno a una dependencia de los Establos. Allí hay un curioso aparato que consiste en dos robustos palos hincados en el suelo, como a dos varas el uno del otro y rematados por una horquilla de metal, donde encaja otro palo en posición horizontal, en el que se ata con sogas, boca abajo al prisionero, de modo que sus genitales pendan naturalmente encima de un gran embudo de oro macizo. La parte más estrecha hállase encajada en un recipiente de plata de una cabida aproximada de un cuartillo, mientras que la más ancha abarca con su circunferencia la ingle y los muslos del prisionero, quedando sus bordes a una distancia como de una cuarta de ellos.
Tras colocar al prisionero en esta especie de asador, toma el jiqui de turno un banquillo y, una vez sentado a un costado del aparato, agarra el pene del infeliz con los dedos y, como si fuera el pezón de una vaca, procede a ordeñarlo con sumo cuidado. Cuando el pene ha entrado en erección y los gemidos y los estremecimientos del prisionero dejan presumir que la eyaculación está próxima, dirige la extremidad del mismo hacia el centro del embudo. Una vez el prisionero ha eyaculado y el jiquí ha hecho caer con gran habilidad la última gota de semen en el embudo, se desata a la víctima y se la conduce de nuevo a la choza principal, donde el jiquí de turno toma a otro prisionero con el que repetirá la operación. Lo mismo hacen otros jiquíes en otros compartimentos preparados de igual modo. Todos los días ordeñan dos veces a todos los prisioneros, llenan con su esperma algunos cuartillos que son llevados con gran recogimiento a otra dependencia de los Establos Sagrados donde el brujo de la tribu procede a verter su contenido en un recipiente mayor, también de plata.
Cada luna nueva, el brujo de la tribu prepara con el líquido recogido el Gran Licor Vital, que se obtiene por fermentación, durante toda la duración de la luna, de algunos hongos y plantas aromáticas en el semen de los prisioneros. Enriquecen después el líquido con un alcohol que obtienen de unas bayas coloradas que llaman siguatequíes, que crecen en profusión cerca del río. Prosiguen luego la maceración de todo el mejunje por tres lunas consecutivas y, a la cuarta, lo filtran, lo mantienen al sereno durante una luna más, le añaden nuevamente alcohol y, finalmente, lo conservan en unos cántaros de barro muy adornados.
Beben los jiquíes este licor en todas las solemnidades y festejos, así como cuando se producen pestilencias y mortandades o cuando presuponen que deben defenderse de algún peligro, porque creen los jiquíes que, gracias al semen de los prisioneros, siempre cuidadosamente escogidos entre los hombres más apuestos, vigorosos y valientes de las tribus vecinas, adquieren sus virtudes e incrementan así su propia prestancia, su propio valor y su propio vigor.
Como también he dicho antes, esos desgraciados son mantenidos en cautividad de por vida, aunque la calificación de desgraciados no diría que corresponda a la realidad de su condición, pues a mí, que los he visto, no me han parecido que echasen en absoluto de menos su perdida libertad, pues todos están rollizos, sanos y alegres. La mayoría se dedica incluso a diversos juegos de destreza y habilidad para mantenerse en forma y comen con apetito y complacencia los copiosos y reconstituyentes manjares que los jiquíes les sirven varias veces al día.
Cuando uno de los prisioneros, por su avanzada edad o por causas naturales, no es capaz de procurar a la comunidad jiquí lo que de él se espera, no es suprimido ni castigado, sino que se le destina al servicio del brujo que manda en los Establos Sagrados.
Cuando un prisionero se muere, generalmente de vejez, los jiquíes le dedican un gran funeral y luego queman su cuerpo, como es su impía costumbre hacer con todos los cadáveres. Peor, cuando el prisionero se niega a colaborar, por ejemplo masturbándose, para privar a los jiquíes de su licor vital, éstos son implacables y, como he dicho anteriormente, emasculan al desgraciado, aunque, luego, compasivos, le dejan en libertad para que regrese a su tribu o se vaya adonde guste.
Por cierto, en el arte de emascular son los jiquíes insuperables. A pesar de que sólo lo practican en casos extremos para castigar ciertos delitos, como el de los prisioneros recalcitrantes, al que consideran un sacrilegio, pues con su resistencia y rebeldía perjudican a la comunidad, son, como digo, maestros en el arte de la castración. Como los turcos, su método consiste en extirpar, no sólo los testículos, sino todo el aparato sexual. Puedo asegurarlo por lo que ahora contaré y que le sucedió a otro hermano nuestro en la fe y en la misión, quien, aunque lleno de virtudes espirituales y a pesar de someterse a constantes abstinencias y ayunos, era más bien entrado en carnes. Este hermano, cuyo nombre tampoco revelaré a Vuestra Reverencia porque aún vive y no quisiera añadir a su desgracia la pena de la vergüenza, engordaba aunque comiera poco y, a pesar de ser de elevada estatura semejaba más un barril o una bota de vino que una persona.
Debe ahora saber Vuestra Reverencia que los jiquíes, cuando llega el momento en que los niños de la tribu pasan a ser varones, celebran un rito de iniciación; que, dadas sus obscenas costumbres, no podía sino estar relacionado con aquella parte del cuerpo humano a la que dedican su repelente culto. Otras tribus, como Vuestra Reverencia no ignora, inician a sus púberos, o a los que desean formar parte de ellas, con ceremonias más o menos cruentas y atroces: las hay en el norte de las Américas, en las que el iniciando debe someterse a la prueba de ser suspendido mediante garfios que le hincan en la espalda; también en el Virreinato del Perú los iniciados se dejan caer desde lo alto de elevados mástiles con los pies atados con sogas, fijadas en la extremidad de los mismos; en otras tribus aún el adolescente debe caminar descalzo encima de brasas ardientes y, en otras, ha de permanecer solo en la selva durante varios días con sus noches, viviendo de lo que acierta a cazar con sus propios y escasos medios. Entre los jiquíes, el rito de ingreso a la tribu se celebra una vez al año, en el mes de diciembre, que es cuando en esas tierras empieza el verano. Eligen para ello la noche del solsticio, que para nosotros es de invierno, durante la cual toda la tribu, salvo las mujeres, quienes, como ya he dicho, viven segregadas, se reúne en la explanada del Templo de los Dioses Ancianos.
Los niños que van a ser iniciados y que tienen unos doce años de edad, época en la que el jiquí suele entrar en la pubertad, han vivido hasta entonces durante el día entre los hombres, aprendiendo a cazar, a fundir metales y a labrarlos y ayudando en general a todos los menesteres varoniles de la tribu, mientras que, por la noche, duermen con las mujeres, quienes cuidan de ellos con premura y solicitud exquisitas. Están exentos de cualquier acto de reverencia y, como los judíos y los mahometanos, a los que tienen el prepucio cerrado se les practica la circuncisión, del siguiente modo: cuando el niño tiene unos cuatro años, es presentado al brujo de la tribu por uno de los hombres, que hace las veces de padrino, en el curso de una ceremonia que ellos llaman el Primer Despertar del Dios; reúnense durante esta ceremonia todos los hombres en el interior del Templo de los Dioses Ancianos, ante los príapos enhiestos y embalsamados de todos los jefes de la tribu fallecidos; los adultos colócanse en el centro y los niños a un lado, mientras que el brujo se sienta en medio del hemiciclo formado por los falos, subido a un estrado; toma en brazos cada varón de la tribu a un niño y lo presenta desnudo al brujo, quien, tras libar el Gran Licor Vital en compañía del jefe de la tribu y de los demás dignatarios, coge con los dedos índice y pulgar de la mano derecha la piel del inocente pene de la criatura y tira de ella hacia abajo; si la piel cede y deja al descubierto el glande del infante, el brujo aplaude y todos los hombres de la tribu hacen lo mismo; si, por el contrario, la piel no cede, el brujo hace un gesto de rechazo con las manos y los hombres dicen con la boca semicerrada: «Uh, uh», como queriendo significar asco y repulsión.
Los niños rechazados van al lado izquierdo del templo, mientras que los aplaudidos van al derecho. Una vez terminada la selección, salen todos del templo y se encaminan hacia un barranco no muy distante, en el cual el brujo despeña a los niños rechazados. Este barranco es llamado por los jiquíes la Fosa donde el Dios Despierta. Para quien ignora lo que de verdad va ocurrir es algo espantoso ver cómo el brujo empuja sin compasión alguna a los niños que lloran y se resisten hasta el borde del barranco. El barranco, que es muy empinado, tiene en su fondo puntiagudas rocas donde, al parecer, el niño debería romperse los huesos y morir. Pero, apostados, en el fondo están otros jiquíes con redes tendidas en las que recogen a las aterrorizadas criaturas, a las que conducen inmediatamente a un dignatario, llamado Despertador del Dios, quien, con un cuchillo afiladísimo, procede a circuncidarlos allí mismo. Por cierto que los prepucios cortados constituyen un exquisito bocado para los jiquíes, quienes los guisan de distintas maneras. Sólo pueden comerlos el jefe de la tribu, el brujo y los más elevados dignatarios, y son llamados «anillitos de Dios».
Decía, pues, que la noche del solsticio de invierno, para ellos de verano, celebra el pueblo jiquí el rito de la iniciación de los hasta entonces impúberes y también de cuantos varones pertenecientes a otros tribus deseen entrar a formar parte de la tribu jiquí. Y así, cuando cae la noche, congrégase toda la tribu en la explanada, en la que se ha excavado en la tierra un foso de unas tres varas de ancho por cinco de largo y otras dos de hondo, en el que los jiquíes han acumulado previamente gran cantidad de leña. Le prenden fuego de modo que las llamas asomen por la abertura de la zanja.
Llegan los púberos en fila procedentes del poblado y son acogidos con regocijo por los hombres de la tribu, obscenamente adornados con sus mejores galas, quienes entonan cánticos alusivos a la ceremonia que va a tener lugar y que comienza con un acto de reverencia, el primero que los muchachos realizan, hacia el jefe de la tribu, el brujo y los demás dignatarios. Desfilan uno a uno los muchachos, rindiendo homenaje a los que para ellos son los dioses vivos, besándoles y succionándoles los penes por tres veces, mientras el resto de la tribu aúlla: «Jiqui, jiqui, jiqui» a cada succión. En general, no son muchos los púberes que participan todos los años en la ceremonia, siendo como es la tribu poco numerosa, ni tampoco demasiados los forasteros que desean ser iniciados. Como de lo que se trata es de que los múltiples dioses se manifiesten y derramen su jiqui sobre los iniciados, éstos tienen que rendir homenaje varias veces hasta que los respectivos dioses de los dignatarios se dignen verter su licor, con lo cual termina la primera parte de la ceremonia. Es, por cierto, costumbre entre los hombres de la tribu apostar entre sí sobre cuál será el primer dios que se dignará derramar sus mercedes, por lo que la ceremonia adquiere un carácter agonístico, con gritos de incitación por parte de los que han apostado a favor de uno u otro de los dioses.
Terminada esta parte de la ceremonia, el brujo procede a adornar los pubis de los iniciandos, y lo hace con tres collares que les prende del vello: uno de cuentas de vidrio, otro de cuentas de piedra y otro de cuentas de barro. Al hacerlo, pronuncia las siguientes palabras, dirigidas al pene del iniciando:
—Que seas terso como el vidrio, que seas duro como la piedra, que seas fecundo como la tierra.
Luego, besa el pene del muchacho y entrega éste al llamado Debelador de los Demonios.
Alzan los jiquíes a ambos lados del foso o zanjas, de la que antes he hablado, dos robustos mástiles hincados sólidamente en el suelo y unidos por sus extremos mediante un grueso cable, en cuyo centro hállase fijado el extremo de una soga todo lo larga que sea necesario para que su extremo libre penda a unas dos cuartas de las llamas que asoman del interior de la zanja. De este extremo cuelgan otras cuerdas más finas, que atan de la siguiente manera al cuerpo del iniciando: una, que tiene en su extremo un nudo corredizo, a la base del escroto del postulante, hecho lo cual estrechan el nudo como si quisieran estrangular con ello al dios personal del iniciando, aunque la intención no sea ésta como más adelante verá Vuestra Reverencia; pasan otras dos cuerdas por debajo de la cintura y de la parte posterior de las rodillas del nuevo adepto, al que tienden entonces boca arriba en brazos de dos asistentes del Debelador de Demonios, quienes le dan un empellón para que, suspendido del cable de la manera que he dicho, sobrepase las llamas y llegue al otro lado de la zanja donde le esperan otros dos ayudantes que lo recogen y le dan de nuevo otro empellón hacia la otra parte. Suspendido así de sus genitales, pero también por debajo de las rodillas y de la cintura, pasa el iniciando por cuatro veces por encima del fuego, mientras a cada pase grita el Debelador de los Demonios: «¡Uitria buniquí!», que significa «¡Fuera demonios!», a lo que el pueblo responde: «¡Uitria!» («¡Fuera!»). Ciñen el nudo corredizo en la base del escroto, no para significar esta vez que ahorcan al dios, sino para preservar el pene y los testículos del iniciando cuyo conjunto queda, una vez atado éste, mucho más elevado que el resto del cuerpo de las llamas, y también como un símbolo de su sagrada erección.
Una vez el novicio ha cumplido estos cuatro vuelos pendulares sobre el fuego, es liberado de las ataduras y va a situarse en un estrado colocado al borde de la zanja, donde espera a que el resto de los iniciandos hayan superado por cuatro veces las llamas purificadoras. Una vez reunidos todos los novicios en el estrado, suben al mismo los jiquíes iniciados el año anterior, quienes, situados detrás de los iniciados proceden a masturbarse con la mano a la vista de toda la tribu, con el objeto de que eyaculen oficialmente por primera vez en la vida y lo hagan precisamente sobre las llamas purificadoras, entendiendo así los jiquíes purificar el semen de cada iniciando que, a partir de esa eyaculación, pasa a ser miembro de la tribu con todos los derechos y deberes.
Ofrecen después a cada nuevo jiquí una copa de precioso metal que contiene el Gran Licor Vital para que aquél libe en honor del dios Príapo y adquiera prestancia, valor y sabiduría. Luego, celebran todos juntos una gran comilona para acabar la ceremonia orinando toda la tribu sobre el fuego con el fin de apagarlo.
Debe saber, pues, Vuestra Reverencia que el hermano, del que antes le he hablado y que llegó a la tribu de los jiquíes para evangelizarlos, pensó que la mejor manera de conseguirlo era la de entrar a formar parte de la tribu. Así, poco antes del solsticio de diciembre presentose al jefe para decirle que él quería hacerse jiquí según el ritual de iniciación, pero que, a cambio, le pedía que él mismo y su tribu abrazaran su religión que, añadió, era la verdadera y aseguraba a todos los que seguían sus preceptos la vida y la salvación eternas. No tuvo inconveniente en ello el jefe jiquí, de modo que lo dispusieron todo para que nuestro hermano fuera iniciado mediante la ceremonia que he descrito y entrara a formar parte de la tribu.
Todo marchó a la perfección hasta que llegó el momento de la purificación sobre las llamas.
Cuando el buen misionero sobrevoló las llamas, las cuerdas pendientes de la soga que colgaba del centro del cable, no soportaron su enorme peso y se rompieron, pero con tan mala fortuna que sólo la cuerda con en su extremo el nudo corredizo que estrangulaba el escroto del misionero, resistió, y nuestro hermano permaneció suspendido tan sólo de los testículos encima de las llamas el tiempo suficiente como para que el peso de su cuerpo estrechara de tal modo el nudo corredizo que la cuerda, haciendo las veces de una afilada cuchilla, le cercenó de cuajo los genitales, que quedaron colgando del nudo. Nuestro hermano, con un alarido de dolor, cayó en las llamas, con la fortuna, en medio de tanta desgracia, de que, dada su notable estatura, quedó trabado por los pies y la nuca en los bordes de la zanja, de modo que no llegó a quemarse, quizá tan sólo a chamuscarse el trasero.
Acudieron premurosos los jiquíes a rescatarlo y vieron que sus quemaduras no eran como para causar preocupación. En cambio, la herida abierta allí donde nuestro hermano había tenido los genitales, que aún pendían sanguinolentos, sí era horrenda. Afortunadamente para nuestro hermano, los jiquíes, por lo que he dicho antes acerca de la práctica de la emasculación conocían a la perfección el modo de tratar esas heridas con una especie de alquitrán que inmediatamente cortó la hemorragia. Si bien es verdad que, siendo sacerdote, poca falta le hacían, el verse privado de sus atributos viriles alteró su aspecto que de gordo pasó a ser fofo, de rubicundo, a ser amarillento, de barbudo, a ser lampiño, de barítono a ser soprano, por lo que tuvo que refugiarse en un yermo donde todavía hoy lleva vida retirada y santa, y donde he podido hablar con él y he tenido la oportunidad de ver la espantosa cicatriz que tiene entre las piernas y que más bien le hace parecer mujer.
Voy a decir ahora a Vuestra Reverencia cómo hacen los jiquíes para perpetuar la especie, ésta es una de las usanzas más particulares de este pueblo. Como Vuestra Reverencia recordará, viven las mujeres jiquíes confinadas en un lugar apartado de la aldea. Ellas son, en cierto modo, como las vestales de la antigua Roma, ya que, además de no conservar fuego sagrado alguno, tampoco pueden tener contacto carnal con hombre, so pena de total extrañamiento de la tribu. No obstante, no por ello se les impone la conservación de su virginidad, la cual pierden no bien son púberes durante la ceremonia del Upanatachaí o Fecundación Colectiva, que tiene lugar la noche del equinoccio de primavera, que en aquellos parajes cae en 21 de septiembre.
A propósito de esta relativa castidad impuesta a las mujeres, ha de saber Vuestra Reverencia que el varón jiquí que consuma acto carnal con una mujer de la tribu fuera de aquella festividad es condenado, si la deja encinta, a la emasculación, y a la vergüenza pública si sólo la ha conocido, pero no la ha preñado.
Así como en el caso de la emasculación por delitos de sangre —escasos entre los jiquíes, pues no conocen la propiedad privada—, la castración es atroz y dura varios días con todas sus noches, ya que el infeliz, que debe ser castrado por ser reo convicto de homicidio, es atado a un poste en medio de la plaza de la aldea. Le estriñen los genitales con una cuerda muy fina, cuyos extremos atan a dos postes y a la que van mojando a intervalos regulares para que, al encogerse, vaya segando despacio las partes del condenado hasta separarlas, gangrenadas y pestilentes, del cuerpo. La castración, en cambio, efectuada al varón jiquí que ha conocido y preñado a una mujer de la tribu es poco cruenta y rápida. Una vez el reo es declarado culpable por un tribunal, formado por el jefe, los diez componentes más ancianos y el brujo de la tribu, es atado a un altar de piedra, donde se le masturba por última vez en presencia de toda la tribu, para que así le quede grabado en la memoria el placer que ya nunca jamás volverá a experimentar. Tras hacer caer su semen al suelo, porque consideran los jiquíes que, con aquella posesión ilícita de la mujer, el reo ha mancillado a su dios y su jiqui, el brujo le agarra con la mano izquierda los testículos y el príapo, tira de todo ello con fuerza, hacia arriba y, con un afiladísimo cuchillo que empuña con la derecha, le separa del cuerpo todo el aparato genital, cosa que procura hacer de un solo tajo. Cuando lo consigue, la tribu aplaude complacida. Inmediatamente, y para cortar la abundante hemorragia, aplícanle en la herida el mismo alquitrán de que he hablado antes, que tiene además virtudes cauterizantes e impide la infestación de la herida.
Una vez emasculado el reo, puede optar libremente entre abandonar la tribu o permanecer en ella como xicaí o «cosa», que esto quiere decir la palabra, con lo que queda obligado por ley a llevar a cabo las misiones más denigrantes y fatigosas, tales como ir a buscar agua y leña, encender y mantener el fuego, moler los cereales, etc., y también a dejarse poseer contra natura por cualquier jiquí que desee hacerlo, ya que sólo con estos desgraciados pueden los jiquíes practicar el nefando pecado de la sodomía. Curiosamente, la mayoría de los culpables que han sufrido esta horrenda pena prefieren permanecer en la tribu donde, al cabo de un tiempo suelen, pasar a ocupar posiciones influyentes gracias a la concesión condicionada de sus favores, aunque estén obligados a concederlos en cualesquiera ocasión y lugar, los cuales otorgan a quien mejor les parece y bajo determinadas condiciones materiales.
A los que no han dejado embarazada a la mujer, en cambio, se les condena, como he dicho, a la vergüenza pública, sobre todo al escarnio de los chiquillos, que les arrojan a la cara frutas, huevos podridos y toda clase de inmundicias.
Y, entonces, ellos sujetan el príapo del culpable con una argolla, fija con cadenas a un poste. El reo debe permanecer arrodillado, con las manos atadas a la espalda, y el cuello a los pies para que se mantenga curvado hacia atrás y sólo sus atributos queden bien visibles. Y es cosa espantosa ver las atrocidades que se les ocurren a los chiquillos, e incluso a los adultos de la tribu. Por ejemplo, le untan las partes con miel para que acudan las enormes y voraces moscas que tanto abundan en el país, o les pintan en el escroto vistosos tatuajes que luego les quedan de por vida como testimonio de la vergüenza padecida. Este castigo suele durar tres días.
Si Vuestra Reverencia ha tenido la paciencia de seguirme hasta este punto de mi relato, creo que su curiosidad por conocer las nefandas costumbres de esos desgraciados habrá quedado colmada. En todo caso, muy poco más podría yo añadir. Además, la vida de los jiquíes no se diferencia mucho de la vida de las demás tribus que pueblan aquella parte del Nuevo Continente.
Debo tan sólo comunicarle la desaparición de la tribu de los jiquíes, que, como por ensalmo, abandonó el lugar en que vivía para refugiarse, según parece, en el interior de la selva, en un paraje que aún no ha podido ser hallado. Este hecho se debe, al parecer, a que alcanzó las misiones del Paraguay la noticia de los sucesos que acabo de relatar. Esto avivó el celo evangelizador de los misioneros, quienes empezaron a acudir, numerosísimos a la tribu de los jiquíes, dispuestos, con evangélico ardor a sufrir cualquier suplicio con tal de convertir a esos salvajes a la verdadera fe. Y fue tan grande el número de hermanos que acudió a evangelizarlos y que, para lograr su confianza, adoptó por un tiempo sus costumbres, que el Ilustrísimo Señor Obispo de la diócesis tuvo que prohibir la conversión de los jiquíes a todos aquellos misioneros que no obtuvieran una venia especial de su puño y letra.
A pesar de ello, y seguramente aconsejados por Satanás en persona, que ante la constancia y abnegación de los misioneros debió temer que se le escaparan de sus garras todas aquellas almas, los jiquíes decidieron desaparecer de la noche a la mañana, como si se los hubiera tragado la tierra.
No me resta más, Reverendísimo Señor, que implorar humildemente vuestro perdón por las abominaciones que he debido narrar y solicitar de Vuestra Reverencia la absolución de los pecados que haya podido cometer al escribir este relato verídico de las impías y nefandas costumbres de los jiquíes, a lo que me ha movido, por una parte, vuestra paternal insistencia en que lo hiciera y, por otra, el dejar constancia, para advertencia de las futuras generaciones, de los abismos de abyección a los que puede llegar el hombre cuando abandona el justo sendero que el Señor le ha trazado o cuando, mísero, lo desconoce porque se niega con contumacia a descubrirlo ayudado por quienes se lo proponen.
Dios guarde a Vuestra Reverencia muchos años.
Fechado en La Asunción, a los 15 días del mes de agosto, Festividad de la Asunción a los Cielos de Nuestra Señora la Virgen María, del año de gracia de 1742.
Firmado y rubricado: Juan de Villanueva y Esteruelas.
NB: El fascículo aparece con evidentes señales de haber sido cuidadosamente lacrado y sellado y lleva una advertencia, escrita en grandes caracteres, que dice: Muy peligroso incluso para personas muy formadas. Archívese como curiosidad histórica. Se ignora si quien escribió dicha advertencia fue el propio Padre Ignacio de Ibarrondo y Etchegaray, a quien está dirigida la relación, u otra persona.
cuentos inenarrables (libro)
«Todo el mundo sabe que la realidad supera muchas veces la ficción. Un porcentaje muy elevado de cuanto se narra en este libro corresponde a la realidad. Me inclino a pensar que este hecho añadirá más bien interés a estos Cuentos inenarrables», nos escribió en su momento su autor, Aldo Coca, pintor y poeta italiano, hijo adoptivo del escritor y poeta español José Miguel Velloso. Creímos conveniente comunicarlo igualmente a sus futuros lectores, no tanto con el ánimo de ponerles en guardia, sino sobre todo para que, en cada momento, puedan ir compartiendo con mayor fruición las situaciones que, de una forma u otra, el propio autor habrá vivido o que, de una forma u otra, otros le habrán sugerido. Así irán también adentrándose con creciente desinhibición y, por lo tanto, con mayor placer, en el universo sensual y erótico de los hombres homo o bisexuales en una gran ciudad, como es el caso de las Aventuras de Andrea —el joven y bello puto que «trabaja» la zona del Coliseo en Roma—, o en el campo, como ilustra la escalofriante historia de El pastorcillo.
el castigo (relato)
Se llamaba Ernesto. Era católico, apostólico católico y romano, pero ni feo ni sentimental, sino bastante agraciado y, naturalmente, delator. Era acérrimo defensor de la moral, exclusivamente referida al sexo, y de las buenas costumbres; no fumaba ni bebía y, a pesar de tener ya veintiocho años sonados, no se había hecho una paja en la vida, ni naturalmente había tenido relación carnal con ningún ser vivo o cosa inanimada. Había nacido a mediados de los años cincuenta, precursores de los años llamados del boom, de un honrado trabajador metalúrgico y de una no menos honrada mujer dedicada a sus labores, quienes consecuentes con las reglas de la movilidad social, lo habían enviado a estudiar, con gran esfuerzo económico para su desgracia (de todos: la de los padres y la de él mismo), a un colegio de religiosos, donde el muchacho se había empapado de dogmas y pecados, de miedos e inhibiciones, de prejuicios y constricciones. Con gran disgusto de su padre, que era más bien izquierdoso y liberal, se había convertido ya de pequeño en un meón de agua bendita, en un Savonarola escolar, en un Torquemada de barrio que, si hubiese podido, habría mandado a la hoguera a todos los que se besaban, masturbaban, jodían y, sobre todo, a los que practicaban nefandos vicios tales como hacerse pajas mutuas, cometer el horrible crimen de la fellatio o el no menos horrendo y nauseabundo de la sodomía.
Cuando se le despertaron las apetencias sexuales, se convirtió en el terror de los propios curas, quienes, acostumbrados a las consabidas confesiones de autotoqueteo, precedidas de la rutinaria pregunta «¿Cuántas veces, hijo mío?», tenían que soportar minuciosas descripciones de sueños idiotas acompañados de nocturnas poluciones, que aquel nuevo Luis Gonzaga consideraba como propios y tremendos pecados que, sin la confesión le conducirían de cabeza al infierno y probablemente, según temía a la muerte por consunción.
Sus denuncias escolares habían procurado no pocas reprimendas privadas e incluso una expulsión: la de un muchacho de doce años que se hacía masturbar regularmente por un amiguete suyo de diez en el retrete del colegio y al que Ernesto, con católica tenacidad, había perseguido hasta encontrar un día con las manos en la masa, es decir, con la polla en las manos del juvenil masturbante, quien se libró de la expulsión gracias precisamente a no haber alcanzado aún la pubertad. Lo que no sabían ni el delator ni los inquisidores era que había sido el más joven el que indujo al mayorcito a dejarse masturbar, pues era aquél muy avispado y curioso y, en los apretujones de los autobuses y del metro, su diversión mayor consistía en tocarles la polla a los hombres que estaban junto a él, hasta ponérselas tiesas, así, como quien no quiere la cosa. Como los hombres no podían imaginar que un niño de aquella edad, inocente por definición y ley, hiciese aquello con malicia, en general se avergonzaban de la erección y se apeaban del autobús o del metro en la primera parada, sin esperar llegar a su destino.
Ya adulto, cuando salió del colegio y entró en una Escuela Técnica, el campo de sus investigaciones y delaciones se alargó y Ernesto llegó incluso a presentar auténticas denuncias a la policía por ultraje a la moral por parte de algunas mujeres del barrio que se dedicaban caseramente a la prostitución, pero sobre todo de maricones o supuestamente tales quienes, según Ernesto, se reunían en tal bar o en tal casa particular para celebrar sus imaginadas nefastas orgías.
Su ideal hubiese sido llegar a ser María Goretti. De pequeño, había visto el filme, y la impresión que le causó fue de aquéllas que no se borran fácilmente. Llevaba siempre encima una estampita de la Santa y a ella dedicaba novenas y jaculatorias para que le ayudara a perseverar en su obra purificadora y a mantenerse casto hasta el final de sus días.
A veces, cuando en la cama y sin motivo aparente, el carajo se le ponía tieso, para distraerse, imaginaba la escena: un mediodía caluroso en una casa de campo, con el chirriar intenso de las cigarras y el sol abrasando los rastrojos y, en el interior, el frescor producido por las gruesas paredes, las contraventanas entornadas, una suave penumbra, y él allí, leyendo; de repente, aparecía el bruto, el violador, quien intentaba desflorar su virginidad; él se resistía, pero la bestia, que era el diablo en persona, cogía el gran cuchillo de cocina que estaba encima de la mesa y se lo clavaba en el corazón, babeando, maloliente, congestionado; él decía solamente ¡Jesús!, y se iba derecho al cielo… El caso es que la historia no funcionaba del todo bien, porque él no era una mujer ni tenía virginidad que defender, de modo que el diablo, que en todo tiene que meter su zarpa, le sugería que se trataba de metérsela por el culo. Entonces, volvía atrás en la recreación del martirio e imaginaba las manos del bruto que le agarraban los pantalones para bajárselos, veía como él se debatía mientras el otro desgarraba la tela, dejándole desnudo de cintura para abajo, y le obligaba a volverse de espaldas. Él no tenía más remedio que obedecer, porque no era María Goretti y porque el bruto no le respetaba a él como, en el fondo, había respetado a la aspirante a santa, sino que, con dos manotazos, le inmovilizaba y obligaba con el cuchillo enorme y brillante a inclinarse y a apoyar el pecho y la barriga en la mesa de la cocina, para dejarle el culo bien al aire… En este punto Ernesto interrumpía la escena, con el carajo aún más duro que antes, vergonzosamente congestionado, y se levantaba tembloroso y sudando para abrir la ventana y refrescarse, mientras rezaba jaculatorias y se encomendaba con fervor a la Santa para que le protegiera también de aquellas imágenes perturbadoras que, en su ardor, había urdido sólo para reconstruir el sublime sacrificio de la niña, virgen ya para siempre, y no para pensar en aquella cosa roja y tiesa que tenía entre las piernas y le abultaba el pantalón del pijama.
Mientras persistió la dictadura, Ernesto se sintió arropado y muchas veces secundado por sacerdotes y agentes de la Autoridad, pero, con la muerte de Franco, empezó un calvario para él. Aquellos a los que había delatado o importunado empezaron a vengarse de forma incruenta enviándole todo tipo de publicaciones pornográficas, pero sobre todo gay en las que aparecen sedicentes apuestos machos con el pijo tieso y al aire. Ernesto se vengaba a su vez, con mucha peor intención, escribiendo cartas, anónimas claro está, a los padres, a las esposas o a otros familiares de aquellos que él suponía maricas, en las que denunciaba sus nefandas actividades, lo cual había acabado por provocar no pocos escándalos y humillaciones. A la Comisaría ya no iba porque el nuevo comisario le había dado a entender bien a las claras que, privadamente, cualquiera era libre de hacer lo que quisiera con su culo o con su carajo con tal de que no diera escándalo público o que no corrompiera a ningún menor. Como la mayoría de edad ya había sido fijada a los dieciocho años y él no tenía la facultad del Diablo cojuelo para levantar los tejados de las casas, ver lo que pasaba en su interior y armar la de San Quintín, no le quedaba otra salida que la de la denuncia anónima.
En la fábrica donde trabajaba como técnico le tomaban el pelo. «¿No vienes a echar un polvo?», le decían en broma sus compañeros a la salida para verle sonrojarse. «Mira, mira a Mariano: está bueno, ¿verdad? ¿No sabes que es marica? Mira que ése un día te da por culo, ya verás», y el mencionado Mariano le lanzaba besitos y pasaba delante de él contorneándose mientras con una mano hacía ademán de querer agarrarle el pijo. Ernesto, más colorado que un pimiento, no era capaz ni siquiera de sonreír y, en silencio, ofrecía a Dios todas aquellas humillaciones y befas para la salvación de su alma.
En el barrio, naturalmente, no podía tragarle casi nadie. Todos conocían su devoción por la Santa italiana y le llamaban «el goreto». Hasta el párroco, cura progresista, de ésos que entienden por progreso ir vestidos de paisano, contar chistes verdes y decir palabrotas, procuraba quitárselo de encima, porque su continuada presencia en el Círculo parroquial mermaba el número de sus parroquianos, chicos y chicas, que se reunían allí para jugar al ping-pong o a las cartas, pero que, cuando veían venir al «goreto» ni se acercaban, pues no querían ser espiados, criticados, censurados y, según lo que hicieran o se les antojara decir, ser delatados por uno de sus fatídicos anónimos, que, de hecho habían dejado de serlo porque todo el mundo sabía ya de dónde procedían, pero no habían perdido efectividad dada la cerrilidad de muchas de las personas a los que iban dirigidos.
Ernesto, a pesar de todo, seguía en su ardua labor moralizadora y esperaba con fruición el momento en que pillaría in fraganti a alguno de aquellos pervertidos-invertidos en algún lugar público, en compañía de un menor, para poder presentar denuncia formal a la policía. Por eso estaba alerta y sobre todo observaba los movimientos sospechosos de los chavales del barrio que aún no habían llegado a la mayoría de edad. ¡Ah si los pillaba! ¡Ah si hubiera podido pillar a alguno de aquellos maricones con un menor de edad, aunque sólo lo fuera por un día! ¡Ya verían cómo iba a tratarles! ¡Seis años de cárcel no se los quitaba nadie! Y el menor, aunque lo fuera sólo por un día, ¡al correccional, a que aprendiera a ser casto, como lo seguía siendo él, para mayor gloria de Dios!
Por eso, un día le dio un vuelco el corazón al ver que uno de los maricones al que él conocía bien estaba tomando unas copas en un bar del barrio acompañado de un menor, un muchacho de unos diecisiete años, del barrio también, con el que sostenía una animada y cordial conversación. Contrariamente a lo que solía ocurrir cuando entraba Ernesto en algún local público los dos hicieron la vista gorda y siguieron conversando como si tal cosa. Ernesto, con paso lento, se acercó a la barra, pidió una coca-cola y fingió leer el periódico mientras, disimuladamente, procuraba acercárseles para ver si podía oír lo que decían. Los dos no se recataban de nada, es más, por un momento Ernesto se dijo que estaban hablando incluso demasiado alto. «Mejor así», pensó procurando aguzar el oído.
Le llegaban retazos de la conversación: «Así, vienes…», «… claro, me muero de ganas», «… no hables tan alto que hay moros en la costa…», «… ese delator, que le den…», «… ¿vamos?…». Y los dos se dispusieron a pagar. A Ernesto le latía el corazón con fuerza: estaba seguro de que había llegado el gran momento. Un poco de audacia, otro poco de valor, la ayuda de Santa María Goretti, y el juego estaba hecho. Pidió también la cuenta, pagó, esperó a que los dos pervertidos salieran y salió a su vez a la calle con la intención de seguirles. Les localizó en seguida: se habían detenido ante el escaparate de una zapatería. A Ernesto, se le ocurrió de repente que era ya tarde y que en su casa le estarían esperando para cenar. Volvió sobre sus pasos, introdujo unas monedas en el teléfono público del bar y telefoneó a su casa:
—Mamá —dijo a su madre que respondió al teléfono—, no iré a cenar, y a lo mejor vuelvo tarde. Muy tarde —añadió Ernesto.
—¿Cómo es eso? —se extrañó la madre alarmada y curiosa, pues era la primera vez que recibía una llamada así de su hijo.
—No puedo explicártelo, no tengo tiempo. Pero no te preocupes, que no es nada grave. Adiós —y colgó.
La madre fue corriendo hacia el saloncito donde el padre estaba viendo la televisión:
—¡Paco, Paco! —le dijo muy excitada—. ¡El niño no viene a cenar! ¡Y dice que vendrá muy tarde!
—Caramba —dijo el padre sonriendo—, ¡por fin! ¡A ver si cambia de una vez!
Entre tanto, Ernesto salía apresuradamente otra vez del bar con el temor de haber perdido el rastro de sus presas; pero no, éstas estaban todavía allí, ante el escaparate, «Como si me esperaran, los muy idiotas», pensó Ernesto mientras fingía indiferencia. Los otros dos empezaron a caminar despacio: el mayor tenía un brazo pasado por encima de los hombros del menor y seguían hablando confidencialmente, dándose empujones, riéndose. Y Ernesto detrás, indiferente, siguiendo sus pasos, como si de su Ángel de la Guarda se tratara, aunque un ángel algo especial pues, en lugar de intentar evitar el probable pecado nefando que allí se gestaba, se alegraba de que lo cometieran para luego desenvainar él su espada de fuego y castigarles por su infamia. Así prosiguieron un buen rato, cazados y cazador, hasta que finalmente aquéllos se detuvieron ante el portal de una casa destartalada, de dos pisos, donde Ernesto sabía que tenía el estudio un pintor bastante conocido y de muy mala fama: a Ernesto le constaba que era maricón, aunque no tenía prueba alguna de ello.
Los dos empujaron la puerta que no estaba cerrada, entraron, y la dejaron entornada. Ernesto tenía la boca seca, las manos sudadas, y le latían las sienes. Decidió esperar unos minutos para luego irrumpir en la casa y pillarlos in fraganti, porque, si entraba inmediatamente, podía encontrarlos aún vestidos, fumando y charlando. Se iluminó el gran ventanal del piso superior, velado por unos visillos; alguien se acercó a éstos y corrió una espesa cortina. Ernesto consultó su reloj, aguardó otros cinco minutos y, después, con decisión, encomendándose a su Santa, empujó la puerta, penetró en el oscuro zaguán y volvió a cerrarla. No bien hubo dado dos pasos a tientas en busca del arranque de la escalera, cuando alguien le enfundó un saco por la cabeza, le agarró las manos, se las ató a la espalda, lo cogió por las axilas y, ayudado sin duda por un cómplice, lo levantó y lo llevó en volandas escaleras arriba hacia la puerta del piso superior. Ernesto se debatía, gritaba, pero el saco amortiguaba sus gritos; daba patadas, se encogía se estiraba: no había nada que hacer, había caído en una trampa y de nuevo la imagen del martirio acudió a su mente. ¿Qué le iban a hacer? Cualquier cosa que intentaran contra él, iban a arrepentirse. Estaba dispuesto a defenderse hasta el límite. Y de nuevo se le presentaba la escena del martirio gorettiano, debidamente corregida de acuerdo con su sexo. Pues bien, si por defender su culo tenía que morir, moriría. Habría un nuevo san Ernesto en los cielos, San Ernesto López.
Comprendió que le habían llevado al estudio del pintor porque oyó la voz de uno de los que él había considerado su presa cuando, en realidad, habían hecho de reclamo para su captura:
—Buen trabajo. Todo ha ido como habíamos previsto. Ahora vamos a desnudarlo. Anda.
Y lo que a Ernesto le parecieron diez mil manos empezaron a quitarle los zapatos, los calcetines, los pantalones, los calzoncillos…
—¡Pero si tiene polla! —decía una voz.
—¡Y hasta sus cojoncitos y todo! —le hacía coro otra.
—¡Pero que sucio está, Dios mío! —comentaba una tercera—. ¡Y huele a demonios! ¿Es qué no te lavas nunca, Goreto?
—¡Ante todo vamos a darle un baño! —sugirió alguien.
—¡Sí, sí, un buen baño! ¡Qué alguien prepare la bañera!
—¡Voy! —dijo otro.
Le desataron un momento las manos para quitarle la chaqueta, la corbata, el chaleco, la camisa y la camiseta. Ernesto, que ya casi no se debatía, se sentía desnudo, con las manos otra vez atadas a la espalda, el saco en la cabeza, asateado por las miradas impúdicas de aquella gente, como un nuevo San Sebastián dispuesto a sufrir el martirio.
Entonces, alguien le agarró la polla y, tirando de ella, le obligó a caminar. Anduvo un trecho y notó en las palmas de los pies la frialdad de las baldosas del cuarto de baño, cuya bañera se llenaba de agua caliente.
—¡Vamos —dijo alguien—, adentro!
Y sintió que lo levantaban en vilo y que lo metían en el agua. Luego empezaron a lavarlo, quien una pierna, quien la otra, quien el bajo vientre, el miembro y los testículos, quien las axilas y los brazos, quien el pecho o la espalda.
—¡Pero si hasta descapulla! —dijo uno.
—Límpiale bien el culo, que éste no se ha lavado desde que vino al mundo —ordenó otro.
Y alguien le levantó las piernas como se hace con los niños pequeños y le lavó con jabón y estropajo las nalgas y el ano.
Ernesto sudaba, tenía todos los poros abiertos por el calor del agua y sentía por primera vez que la sangre le circulaba activa y libre, que le cosquilleaba la piel, que, en una palabra, su cuerpo respiraba por fin liberado de aquella costra de mugre que se había acumulado después de su último baño, Dios sabe cuándo.
Le sacaron de la bañera, le secaron, le friccionaron con agua de colonia y luego, de nuevo en volandas, lo llevaron al estudio y le sentaron en una silla. Ernesto, no obstante la placentera sensación que muy a pesar suyo le había proporcionado el baño, estaba rígido, sentado con las rodillas apretadas para ocultar de la mejor manera posible sus vergüenzas, la cabeza ensacada, echada hacia atrás, los dientes prietos, imaginando terribles venganzas por distraer la inminencia del martirio.
—¡Ah no, muñeco, así no! —dijo una voz.
Y sintió que le agarraban las rodillas y le abrían las piernas, lo espatarraban a pesar de su resistencia y le ataban los pies y rodillas a las patas de la silla para que no pudiera volver a cerrar las piernas.
—Ahora, escucha bien, Goreto —dijo la voz del muchacho mayor que había servido de reclamo para su captura—, si te portas como un ser civilizado, no te ocurrirá nada malo: palabra, aunque yo sé que tú piensas que los homosexuales…, —y la palabra le sonó como un tiro a Ernesto, quien gritó con la voz amortiguada por el saco: «Maricones, maricones…». Como quieras, Goreto, que los maricones no tenemos palabra ni derecho a la existencia. Ya sé que para ti comportarte como un ser civilizado es una empresa muy difícil: inténtalo. Será mejor para todos. Por ejemplo, si te quitamos el saco de la cabeza, ¿prometes no gritar ni pedir socorro?
Ernesto hizo rápidamente sus cálculos: que le quitaran el saco y verían el chillido que iba a pegar, se oiría hasta en la Comisaría, palabra. Así que movió la cabeza afirmativamente al tiempo que llenaba los pulmones para proferir el alarido liberador. Pero, cuando le quitaron el saco, perdió la respiración y se quedó con todo el aire dentro del pecho. El espectáculo no era de los que aconsejan transgredir lo prometido: en círculo ante él, y completamente desnudos, había diez tipos, unos musculosos, otros menos, pero todos con cara de pocos amigos y dispuestos a saltar sobre él. Por si fuera poco, el que le había hablado llevaba en las manos una mordaza ya preparada por si se le antojaba ponerse a gritar. Ernesto, expiró el aire acumulado, procuró recobrar la respiración y cerró los ojos para no ver tantos cuerpos desnudos, que herían en lo más profundo su delicada pudibundez.
—Así está bien —dijo el que tenía la mordaza en las manos—, pero es mejor que abras los dientes —añadió adelantándose con la mano en alto.
Ernesto, apartó la cara esperando la bofetada, pero abrió los ojos. «Así que finalmente lo he conseguido: ¡ahora sé dónde se reúnen estos cerdos! Ya veréis, ya veréis: ríe bien quien ríe el último», pensaba Ernesto olvidándose momentáneamente del martirio, de la tortura, de la muerte quizá que le esperaba.
—Mira, Goreto, tengamos la fiesta en paz. Tú nos has roto el alma con tus denuncias y tu persecución. Hay que acabar con esto. Si haces lo que te ordenemos no te ocurrirá nada malo. Si no, no te garantizo lo que pueda pasarte. Ahora, abre la boca.
Ernesto apretó cuanto pudo las mandíbulas e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Goreto, no te hagas el tonto —dijo pacientemente el de la mordaza, que era un tipo más bien robusto, con el pecho cubierto de vello y unas manazas grandes y duras como las de una pala de frontón—. Goreto, no me hagas perder la paciencia. Abre la boca, o te la abro yo —y le oprimió con una mano como si fuera una tenaza ambas mandíbulas, al igual que a los perros cuando hay que darles una medicina.
Ernesto sintió un dolor insoportable en las encías y en las quijadas que, al ceder a la presión de la mano, tendían a abrirse por sí solas. Finalmente, cedió y abrió la boca.
—¿Preparados? Pues, ¡adelante! —dijo el de la mordaza.
Y en un santiamén Ernesto se encontró con la polla tiesa del menor metida en la boca al mismo tiempo que un rayo caía a sus pies. «Gracias, María», pensó por un instante Ernesto, con aquella cosa caliente y dura que casi no le dejaba respirar dentro de la boca. Pero se equivocaba: no se trataba de un rayo caído del cielo para salvarle, sino del flash de una polaroid con el que uno de aquellos depravados inmortalizaba la escena. El muchacho que tenía la polla metida en la boca de Ernesto se mantenía quieto, pero Ernesto, al intentar tragar el exceso de baba que le inundaba la boca, no podía por menos que chupar el carajo del chico:
—Eh, no, Goreto, esto no vale: chupármela no, no está previsto —y todos se rieron mientras el pobre Ernesto se sonrojaba.
El de la polaroid hizo otras dos fotografías desde distintos ángulos y, cuando hubo terminado, el muchacho sacó la polla de la boca de Ernesto, se sentó en una de sus rodillas y acercó su rostro al suyo:
—¿Así está bien? —preguntó.
—Perfecto —dijo el de la polaroid mientras tomaba otra foto.
—¿A ver cómo he salido? —dijo levantándose con la polla tiesa.
Todos se arremolinaron en torno al de la máquina fotográfica para ver las fotografías recién hechas. Ernesto, que seguía tragando saliva con una desagradable sensación de frío en la boca, se preguntaba para qué querrían aquellas fotos. Pronto se lo ilustró el de la mordaza que parecía ser quien manejaba el cotarro.
—Mira —le dijo enseñándole una a una las fotografías—. Míralas bien, Goreto —y Ernesto, con reluctancia, fue mirando aquellos cartoncitos donde, en color, vio su cara con los ojos entornados y las aletas de la nariz abiertas, la base de la polla que desaparecía por completo en su boca tomada de un lado, de otro y desde abajo, con los cojones del chico en primer plano, y finalmente su cabeza y la del menor dulcemente reclinadas una contra otra. Era como si hubiera estado gozando, los labios rojos y entumecidos, de los encendidos besos de aquel chico, rubio y guapo, quien, sonriente, parecía pasarlo la mar de bien en su compañía.
—¿Has visto? Bueno, pues ahora guardaremos esto en una caja fuerte y, a la próxima cerdada que nos hagas, a la próxima carta anónima que escribas, a la próxima denuncia que se te ocurra hacer, verá todo el barrio estas fotos, desde tus padres hasta tus porteros, desde el párroco hasta el comisario… todo el mundo sabrá que, además de un meapilas, eres un hipócrita, un perverso que nos persigue sólo para ocultar sus propias tendencias, su afición, fíjate bien, los menores.
La cólera se desvaneció en Ernesto como por encanto.
—No seréis capaces de hacerme esto.
—¿Cómo no? Y espérate, que no ha terminado aquí la cosa. Vamos, metedle el anillo.
Pasada la ira ante la imagen de sí mismo, en su imaginación ya no quedaba espacio más que para el martirio. Y se estremecía de terror al pensar qué podían hacerle aún aquellos miserables. ¿Y si la secuencia modificada del asesinato de María Goretti se convirtiera en realidad? Miró los pijos de los tipos que formaban círculo a su alrededor y pensó con aprensión en lo que podría sentir si uno de ellos, erecto, se introducía en su culo. Los contempló más atentamente y se dijo que no eran tan grandes como había imaginado en sus fantasías místicas, que todos eran poco más o menos como el suyo propio.
El menor, al percatarse de que Ernesto le miraba la polla, la cogió en una mano como ofreciéndosela al tiempo que le sonreía y le guiñaba un ojo. Ernesto apartó inmediatamente la vista de aquel gesto turbador, automáticamente recordó el calorcillo de aquel carajo en su boca y, en virtud de un reflejo condicionado, empezó a salivar de nuevo automáticamente.
Mientras tanto, uno de los tipos se había acercado a Ernesto con un anillo de caucho en la mano.
—He aquí —dijo como un charlatán de feria—, el verdadero anillo indio del placer. Para mozos y adultos.
Luego se arrodilló, agarró los cojones y el pijo de Ernesto y, con mucha habilidad, se lo pasó todo por el anillo elástico que así oprimía el conjunto en la base del escroto. La sangre empezó a fluir en las venas del carajo que iba adquiriendo un violento tono rojo, mientras el que le había introducido el anillo, se lo acariciaba sabiamente. Ernesto se debatía inútilmente sintiendo que, muy a pesar suyo, el carajo se le estaba poniendo tieso. Todos parecían divertirse ante el espectáculo, y la polla se les fue poniendo más o menos tiesa. La de Ernesto, congestionada por la presión del aro, había adquirido un aspecto inaudito: hinchada y escarlata, con los cojones como un tomate maduro y grande, el glande completamente al aire, iba llenándose siempre de más sangre que le hacía latir desvergonzadamente.
—Vamos, muchachos, ¡la fotografía de familia! —dijo el de la mordaza.
Y todos, tocándose la picha para tenerla bien tiesa, se dispusieron en corro alrededor de Ernesto, procurando con los brazos, las piernas, los cuerpos, disimular que Goreto estaba atado a la silla. El de la Polaroid inmortalizó la escena. Después, y como si todo estuviese planeado, el menor se sentó a los pies de Ernesto, de frente a la cámara, y le tomó con la mano la polla febril y dura como si le hiciera una paja mientras que con la otra se meneaba la suya. El de la polaroid disparó de nuevo.
—Basta ya —dijo. Esperó un tiempo y después contempló las dos fotografías tomadas—. Perfecto —exclamó—. Aquí tienes —dijo exhibiéndolas ante Ernesto que se vio allí, en aquel bosque de pollas, de brazos y de piernas, aparentemente participando en un acto de exhibicionismo, con la polla casi violeta, gorda y tiesa. En el mismo escenario vio el menor que se la meneaba con su mano larga y elegante, mientras se hacía él una paja. Todos los presentes se sentaron en el suelo, en semicírculo alrededor de Ernesto, más muerto que vivo, quien había perdido toda capacidad de reacción. Todos ellos se mostraban evidentemente excitados y empezaron a abrazarse y a besarse en los pezones, en el cuello, en la boca. El de la mordaza le dijo a Goreto:
—Mira, mira, Goreto: tú nunca has hecho el amor, ni has visto hacerlo. Ahora tendrás la ocasión. Y gratis —y le dio al rubio menor un beso largo y húmedo en la boca.
Ernesto con un hilo de voz, le preguntó:
—¿Así que no vais a martirizarme?
El de la mordaza dejó de besar al otro y, con expresión de asombro, le dijo:
—¿Martirizarte? ¿Pero quién ha hablado de martirizarte?
—¿Y no me vais a dar por el culo? —insistió Ernesto casi con un balido.
—¿A darte por el culo? ¿Y por qué? A menos que no quieras tú, claro —Ernesto negó con la cabeza—. No, hermano, no: el martirio bastante te lo procuras tu mismo con tu manera de ser. Lo que vamos a hacer es ofrecerte un espectáculo que muchos quisieran presenciar, aunque no lo admitan. Los psiquiatras llaman a eso terapéutica de choque. Esperemos que te sirva.
Como si esperaran aquellas palabras, los otros siete empezaron a chuparse mutuamente las pollas, cuatro de ellos tendidos en el suelo, boca arriba; de los cuatro, tres formando un sesenta y nueve con su vecino; el cuarto, en cambio, en la misma dirección que los pies del tercero; y, encima de ellos, apoyándose con manos y pies en el suelo, los tres restantes de modo que cada uno tuviera en la boca el carajo de otro. Ernesto, más tranquilizado ante la idea de que no iba a ser martirizado, ni enculado, ni asesinado, contemplaba la escena al principio con tanto asco que hasta le dio una arcada, aunque siguiera con la polla hinchada, carmesí y pulsante, apretada por el anillo de caucho. Era realmente alucinante ver aquellos cuerpos tendidos sobre la moqueta gris, moviéndose como animales enfurecidos, calientes y húmedos, buscándose las pollas, babeando, sudando, jadeando.
De pronto, uno de ellos se incorporó, otro hizo lo propio y le metió la polla en el culo, éste a su vez fue enculado por el siguiente hasta que los siete formaron un solo bloque, todos con los carajos dentro del culo de su compañero, formando una fila india que se movía como un ciempiés. Sólo el primero de la fila llevaba el carajo, tieso, rojo, magnífico, al aire. Volvieron a oírse jadeos. Luego, como si obedeciesen a una señal, dieron todos media vuelta, y el último pasó a ser el primero quedando ahora él con la polla al aire, como un asta clavada entre las piernas.
Deshicieron también esa figura y, mientras uno se ponía a gatas y le chupaba el carajo a otro que seguía de pie, recibía en su culo el carajo de un tercero, quien, a su vez, chupaba el pijo de un cuarto que había pasado las dos piernas a horcajadas por encima de los riñones del que estaba arrodillado. El quinto enculaba al que le mamaba al arrodillado y los otros dos eran masturbados por el que estaba a horcajadas de este último. Volvieron a componer esta figura varias veces, alternándose todos ellos en las diferentes posiciones. A cada cambio, se les veía más excitados: resollaban, sudaban, los ojos entornados, las bocas entreabiertas y llenas de saliva. Los glandes se volvían cada vez más rojos, cada vez más húmedos, cada vez más turgentes, y sus cojones se hinchaban más y más a medida que se desarrollaba el rito. Finalmente, uno tras otro, o a veces al mismo tiempo, se corrieron todos con hipidos, estertores, besos, abrazos, según la postura en que se hallaran en el momento de soltar el prepotente chorro de esperma que, o bien iba a parar a la garganta de unos, o bien en los entresijos de otros, o bien, míseramente encima de la moqueta.
De la mente de Ernesto había desaparecido la atroz secuencia del martirio de María Goretti: no le quedaba espacio para imaginar nada, lo que estaba presenciando superaba cualquiera de las cosas que él hubiera podido suponer que podían hacerse con el cuerpo y el carajo. De su polla tumefacta empezó a brotar un líquido incoloro y pegajoso que caía al suelo formando un hilillo tenue, como un hilo de telaraña.
Los siete se quedaron unos momentos tumbados en el suelo, jadeando, con los ojos cerrados, abrazados unos con otros, acariciándose los flancos, la espalda, los cojones, el cuello… Finalmente, el de la mordaza se incorporó un poco y dijo a Ernesto:
—¿Has visto, Goreto? Así es como se hace el amor —y, dándose cuenta del hilillo que pendía de la punta de la polla de éste, exclamó—: ¡Ah, pero si estás cachondo! Porque a esto se le llama estar cachondo, ¿sabes?, —todos se incorporaron para contemplar el fenómeno—. Y eso quiere decir que te gustaría correrte…
—No, no —protestó débilmente Ernesto al límite de sus fuerzas, completamente traumatizado por el espectáculo que acababa de presenciar—. Yo no quiero nada. Quiero sólo que me soltéis.
—Claro que te soltaremos. Pero no nosotros si no el propietario de este estudio al que te dejamos como regalo —y otra vez Ernesto se estremeció pensando que tal vez le habían engañado y que quien iba a propinarle la puntilla (la puntilla en el culo, le puntualizó el diablo siempre al acecho) iba a ser el famoso pintor—. El de la mordaza pareció adivinarle el pensamiento y le dijo: —No, no, no creas que éste va a hacerte nada. No. Queremos sólo gastarle una broma… con tu permiso, claro, porque él no sabe nada de eso, no sabe que te hemos traído aquí: él, para tu información, me deja simplemente las llaves del estudio para venir aquí y hacer lo que quiera. Porque has de saber que soy su amigo, su amante si lo prefieres.
Los demás habían ido levantándose y empezaban a vestirse, cosa que también hizo el de la mordaza. Ernesto les contemplaba como en sueños: así que no eran tan malos como había pensado, ni tan perversos como había creído, porque no habían intentado violarle, habían querido… (y le costaba admitirlo) habían querido darle una lección. Cerró los ojos y sintió que una lágrima furtiva se le escapaba de entre los párpados.
—Goreto —le dijo el rubio menor acercándosele en tono amistoso—, no llores, Goreto.
Ernesto abrió los ojos y contempló la cara del muchacho con los ojos inundados de lágrimas.
—No, no lloro. Y, si llorase, no sería por lo que tú crees. Ni yo sé muy bien por qué sería —dijo con un nuevo tono de voz que le sorprendió a él mismo.
—Mira, Goreto, perdóname por lo de la polla —prosiguió el muchacho rubio—, sorprendido a su vez por cómo se expresaba Ernesto, pero no ha habido más remedio que darte esta lección; así estamos ahora a salvo de tus maldades. Porque tú eres malo, Goreto.
—No, no, no lo soy, no lo soy. Os juro que no lo haré nunca más. No, no, no lo haré —decía patéticamente Ernesto, atado a la silla, espatarrado, con el pijo morado como la túnica de San José.
—Bueno, ahora tenemos que marcharnos —le dijo el de la mordaza—. No te olvides que tenemos las pruebas de tus tendencias.
—No, no. No me dejéis. Seré bueno, seré bueno, os lo prometo —repetía Ernesto mientras los otros empezaban a marcharse—. ¡Oye, oye!, —gritó Ernesto al de la mordaza que se disponía a marcharse también—, ¿y esto quien me lo quita? —dijo refiriéndose al anillo de caucho que le estrangulaba los genitales.
—Ah, de eso se ocupará Alejandro, el pintor: no te preocupes que estará aquí dentro de poco —y, mientras cerraba la puerta tras de sí después de apagar la luz, añadió—: Adiós, Goreto. Hasta la vista.
Ernesto se quedó allí, en la oscuridad, con la cabeza confusa aún y el carajo hinchado, desnudo y atado a la silla, notando por primera vez que le dolían las rodillas, los tobillos y las muñecas a causa de las ataduras, y que los pies y las manos empezaban a ponérsele fríos. De repente, se encontraba con todo su mundo patas arribas. Se le aparecía de nuevo en la imaginación la fotografía con la polla de aquel chico en su boca, terrible prueba en contra de su castidad y de su pureza, que le impediría volver a ser lo que había sido hasta aquella fatídica noche: el azote de Dios para los maricones. Al mismo tiempo, sentía de nuevo el calorcillo de aquel miembro tenso contra su paladar, su lengua, sus encías. Revivía aquellos momentos en que aquellos hombres habían hecho el amor ante él e, involuntariamente, su miembro había sido presa de pequeños sobresaltos, oprimido como estaba en su pequeña cárcel de caucho. Y se decía que todo aquello tenía que darle asco, aunque había perdido ya todo poder de convicción.
Sentía frío. Por un momento pensó de nuevo en gritar, pero ¿qué hubiera pasado si lo encontraban de aquel modo en aquel estudio de notoria fama? Además, ¿no estaban en poder aquellos tipos de las pruebas de su infamia? Deseaba fervientemente, y al mismo tiempo temía, que llegara Alejandro, el pintor. ¿Qué le haría? ¿Qué le diría? ¿Tendría que soportar otros sermones? ¿Dónde habían ido a parar sus deseos de martirio, su firmeza para afrontar la prueba extrema? ¿Dónde estaba la Goretti? Se dio cuenta de que, en el fondo, poco le importaba ya la Goretti, ni el martirio, ni el suplicio, ni la santidad obtenida mediante el crimen y la condenación. Sólo le importaba que llegara Alejandro. Él sabría cómo hablarle para que se compadeciese, le desatara y le dejara marcharse a su casa a meditar, a digerir todo cuanto había presenciado, a recapacitar, a ponerse en paz consigo mismo.
Finalmente, oyó que la puerta del estudio se abría. A poco se encendió la luz y apareció Alejandro, quien, al ver a Ernesto en aquel estado, dio un respingo, reculó y luego, inmóvil, apoyado en la pared, se quedó unos instantes contemplando al muchacho. Este era realmente muy guapo y así, atado, vencido, entregado, con la piel olivácea y tensa, el cuello largo y esbelto, los cabellos negros y ondulados, los labios rojos, y el pijo escarlata e hinchado formando con los cojones como un exótico bulbo de quién sabe qué extraña planta oriental, resultaba más que apetecible. Finalmente, repuesto de su estupor, dijo:
—Pero Goreto, ¿qué haces tú aquí? ¿Y quién te ha puesto en ese estado? ¡Pero, hombre de Dios!, ¿quién ha sido? ¿Cuéntame, anda, dime?
Ernesto, tranquilizado por el tono de Alejandro, que tenía un aire bondadoso y protector, con la figura desaliñada, los ojos azules y las manos largas que, al moverse, parecían alas de pájaro, le repuso con voz ronca:
—Ha sido tu amigo con otros varios. Han querido darme una lección. Y yo la acepto, no te preocupes —y añadió con una débil sonrisa y por primera vez en su vida, con ironía—. Además, es que no tengo otro remedio.
Alejandro que se había quitado la chaqueta y estaba en mangas de camisa, se acercó a él y le dijo:
—Bueno, luego me lo cuentas, si te parece. Ahora, voy a desatarte.
—¿De verdad? —dijo Ernesto sin dar crédito a lo que oía.
—Pues claro —dijo el otro empezando a desatarle los pies—. ¡Madre de Dios, cómo tienes los tobillos, y las rodillas! ¡Pobrecillo mío! —dijo con ternura, pues el chico le estaba gustando de veras—. Ahora, las manos, anda.
Una vez desatado, Ernesto dio un suspiro y se quedó sentado en la silla contemplándose el pijo.
—¿Y eso? ¿Cómo se quita? —dijo poniéndose colorado.
—Eso va a ser más difícil —le repuso Alejandro—. Ahora ven, ven y descansa un poco.
Y le ayudó a levantarse. Pasándose un brazo de Ernesto por los hombros le condujo despacio hasta una cama turca, llena de almohadones, adosada a un ángulo de la pared. Le obligó a tumbarse y arregló los almohadones debajo de la cabeza para que estuviera cómodo. Luego, sentándose a su lado, empezó a frotarle los tobillos y las rodillas.
—¿Qué te han hecho, Goreto, qué te han hecho? —repetía—. Anda, cuéntamelo.
Y Ernesto se lo fue contando, entrecortadamente, empleando circunloquios y perífrasis, porque no daba con las palabras que describen las partes pudendas del hombre y los actos que se pueden realizar con ellas: parecía el Diccionario de la Real Academia Española.
—¡Qué barbaridad! —comentaba de cuando en cuando Alejandro que empezaba a divertirse y a calentarse—. ¿Y tú? ¿Y tú? —le preguntaba de cuando en cuando.
—¿Y yo? Pues yo, nada.
—¿Cómo nada?
—Nada, que ya no sé qué pensar, ni qué hacer… —y añadió preocupado—. Pero, oye, ¿y esto, como se quita?
Alejandro contempló el pijo turgente de Ernesto que, después del masaje que había recibido y gracias a la posición del cuerpo y a su recobrada tranquilidad, había vuelto a pulsar y a babear ligeramente.
—¡Qué barbaridad! —comentó en voz baja y luego añadió—. Mira, Goreto, aquí sólo hay un remedio: que se deshinche. Pero, para deshincharse, tienes que correrte. No hay otra solución. Después, será fácil quitártelo, pero ahora, tú mismo puedes verlo.
—¡Correrme! ¡Pero si yo nunca me he corrido! —dijo Ernesto asustado, en un rebrotar de sus pasados temores, aunque con una leve excitación en la voz.
—Si no, tendrás que ir al hospital a que te corten el anillo ése… o te castren —dijo Alejandro ya francamente divertido.
—No, no ¿cómo voy a ir al hospital así? ¿No lo comprendes?
—¿Entonces?… —preguntó Alejandro insinuando la mano en los muslos de Ernesto.
Este se relajó, reclinó la cabeza en los almohadones, estiró los brazos a lo largo del cuerpo y se abandonó completamente. Alejandro tomó con dos dedos el miembro tumefacto y empezó a masturbarlo delicada, suavemente, como para indicar a Ernesto que lo desvirgaría sin violencia y para que no sufriera ningún trauma en aquella primera eyaculación. Ernesto permanecía inmóvil, con la boca totalmente entregada y una sonrisa de beatitud en los labios. No pensaba en nada, tenía la mente en blanco, sin imágenes, sin ideas, sin pensamientos. Reaccionaba automáticamente a aquel constante ir y venir de la piel de su miembro por el glande: enarcaba los riñones, abría las piernas, contraía las manos y cerraba los puños. Finalmente, con un suspiro entrecortado, se corrió gloriosamente, soltando a chorros años de deseo reprimido, de lecha agriada por el odio, el retraimiento, los prejuicios y la bajeza. De pronto, se dio cuenta, como una liberación, de que había perdido su virginidad, que ya no era casto ni puro, que ya nunca más podría llegar a ser el María Goretti de los santos, y se le vino a la imaginación la casona aquélla del martirio, con el sol afuera y el frescor en la penumbra… y él que se corría y se corría, contemplando el cuchillo que sólo serviría ya en lo sucesivo para cortar el pan… Sintió que Alejandro, suavemente, le liberaba del anillo los cojones y la polla por la que, ahora, fláccida, se deslizaba con facilidad. Le acarició el escroto y le secó el pecho y el vientre, y Ernesto experimentó un gran sentimiento de gratitud por aquel hombre. Alzando los brazos, le atrajo hacia sí y le abrazó. Le dio un beso en el cuello mientras mantenía su rostro pegado al suyo.
Cuando se le despertaron las apetencias sexuales, se convirtió en el terror de los propios curas, quienes, acostumbrados a las consabidas confesiones de autotoqueteo, precedidas de la rutinaria pregunta «¿Cuántas veces, hijo mío?», tenían que soportar minuciosas descripciones de sueños idiotas acompañados de nocturnas poluciones, que aquel nuevo Luis Gonzaga consideraba como propios y tremendos pecados que, sin la confesión le conducirían de cabeza al infierno y probablemente, según temía a la muerte por consunción.
Sus denuncias escolares habían procurado no pocas reprimendas privadas e incluso una expulsión: la de un muchacho de doce años que se hacía masturbar regularmente por un amiguete suyo de diez en el retrete del colegio y al que Ernesto, con católica tenacidad, había perseguido hasta encontrar un día con las manos en la masa, es decir, con la polla en las manos del juvenil masturbante, quien se libró de la expulsión gracias precisamente a no haber alcanzado aún la pubertad. Lo que no sabían ni el delator ni los inquisidores era que había sido el más joven el que indujo al mayorcito a dejarse masturbar, pues era aquél muy avispado y curioso y, en los apretujones de los autobuses y del metro, su diversión mayor consistía en tocarles la polla a los hombres que estaban junto a él, hasta ponérselas tiesas, así, como quien no quiere la cosa. Como los hombres no podían imaginar que un niño de aquella edad, inocente por definición y ley, hiciese aquello con malicia, en general se avergonzaban de la erección y se apeaban del autobús o del metro en la primera parada, sin esperar llegar a su destino.
Ya adulto, cuando salió del colegio y entró en una Escuela Técnica, el campo de sus investigaciones y delaciones se alargó y Ernesto llegó incluso a presentar auténticas denuncias a la policía por ultraje a la moral por parte de algunas mujeres del barrio que se dedicaban caseramente a la prostitución, pero sobre todo de maricones o supuestamente tales quienes, según Ernesto, se reunían en tal bar o en tal casa particular para celebrar sus imaginadas nefastas orgías.
Su ideal hubiese sido llegar a ser María Goretti. De pequeño, había visto el filme, y la impresión que le causó fue de aquéllas que no se borran fácilmente. Llevaba siempre encima una estampita de la Santa y a ella dedicaba novenas y jaculatorias para que le ayudara a perseverar en su obra purificadora y a mantenerse casto hasta el final de sus días.
A veces, cuando en la cama y sin motivo aparente, el carajo se le ponía tieso, para distraerse, imaginaba la escena: un mediodía caluroso en una casa de campo, con el chirriar intenso de las cigarras y el sol abrasando los rastrojos y, en el interior, el frescor producido por las gruesas paredes, las contraventanas entornadas, una suave penumbra, y él allí, leyendo; de repente, aparecía el bruto, el violador, quien intentaba desflorar su virginidad; él se resistía, pero la bestia, que era el diablo en persona, cogía el gran cuchillo de cocina que estaba encima de la mesa y se lo clavaba en el corazón, babeando, maloliente, congestionado; él decía solamente ¡Jesús!, y se iba derecho al cielo… El caso es que la historia no funcionaba del todo bien, porque él no era una mujer ni tenía virginidad que defender, de modo que el diablo, que en todo tiene que meter su zarpa, le sugería que se trataba de metérsela por el culo. Entonces, volvía atrás en la recreación del martirio e imaginaba las manos del bruto que le agarraban los pantalones para bajárselos, veía como él se debatía mientras el otro desgarraba la tela, dejándole desnudo de cintura para abajo, y le obligaba a volverse de espaldas. Él no tenía más remedio que obedecer, porque no era María Goretti y porque el bruto no le respetaba a él como, en el fondo, había respetado a la aspirante a santa, sino que, con dos manotazos, le inmovilizaba y obligaba con el cuchillo enorme y brillante a inclinarse y a apoyar el pecho y la barriga en la mesa de la cocina, para dejarle el culo bien al aire… En este punto Ernesto interrumpía la escena, con el carajo aún más duro que antes, vergonzosamente congestionado, y se levantaba tembloroso y sudando para abrir la ventana y refrescarse, mientras rezaba jaculatorias y se encomendaba con fervor a la Santa para que le protegiera también de aquellas imágenes perturbadoras que, en su ardor, había urdido sólo para reconstruir el sublime sacrificio de la niña, virgen ya para siempre, y no para pensar en aquella cosa roja y tiesa que tenía entre las piernas y le abultaba el pantalón del pijama.
Mientras persistió la dictadura, Ernesto se sintió arropado y muchas veces secundado por sacerdotes y agentes de la Autoridad, pero, con la muerte de Franco, empezó un calvario para él. Aquellos a los que había delatado o importunado empezaron a vengarse de forma incruenta enviándole todo tipo de publicaciones pornográficas, pero sobre todo gay en las que aparecen sedicentes apuestos machos con el pijo tieso y al aire. Ernesto se vengaba a su vez, con mucha peor intención, escribiendo cartas, anónimas claro está, a los padres, a las esposas o a otros familiares de aquellos que él suponía maricas, en las que denunciaba sus nefandas actividades, lo cual había acabado por provocar no pocos escándalos y humillaciones. A la Comisaría ya no iba porque el nuevo comisario le había dado a entender bien a las claras que, privadamente, cualquiera era libre de hacer lo que quisiera con su culo o con su carajo con tal de que no diera escándalo público o que no corrompiera a ningún menor. Como la mayoría de edad ya había sido fijada a los dieciocho años y él no tenía la facultad del Diablo cojuelo para levantar los tejados de las casas, ver lo que pasaba en su interior y armar la de San Quintín, no le quedaba otra salida que la de la denuncia anónima.
En la fábrica donde trabajaba como técnico le tomaban el pelo. «¿No vienes a echar un polvo?», le decían en broma sus compañeros a la salida para verle sonrojarse. «Mira, mira a Mariano: está bueno, ¿verdad? ¿No sabes que es marica? Mira que ése un día te da por culo, ya verás», y el mencionado Mariano le lanzaba besitos y pasaba delante de él contorneándose mientras con una mano hacía ademán de querer agarrarle el pijo. Ernesto, más colorado que un pimiento, no era capaz ni siquiera de sonreír y, en silencio, ofrecía a Dios todas aquellas humillaciones y befas para la salvación de su alma.
En el barrio, naturalmente, no podía tragarle casi nadie. Todos conocían su devoción por la Santa italiana y le llamaban «el goreto». Hasta el párroco, cura progresista, de ésos que entienden por progreso ir vestidos de paisano, contar chistes verdes y decir palabrotas, procuraba quitárselo de encima, porque su continuada presencia en el Círculo parroquial mermaba el número de sus parroquianos, chicos y chicas, que se reunían allí para jugar al ping-pong o a las cartas, pero que, cuando veían venir al «goreto» ni se acercaban, pues no querían ser espiados, criticados, censurados y, según lo que hicieran o se les antojara decir, ser delatados por uno de sus fatídicos anónimos, que, de hecho habían dejado de serlo porque todo el mundo sabía ya de dónde procedían, pero no habían perdido efectividad dada la cerrilidad de muchas de las personas a los que iban dirigidos.
Ernesto, a pesar de todo, seguía en su ardua labor moralizadora y esperaba con fruición el momento en que pillaría in fraganti a alguno de aquellos pervertidos-invertidos en algún lugar público, en compañía de un menor, para poder presentar denuncia formal a la policía. Por eso estaba alerta y sobre todo observaba los movimientos sospechosos de los chavales del barrio que aún no habían llegado a la mayoría de edad. ¡Ah si los pillaba! ¡Ah si hubiera podido pillar a alguno de aquellos maricones con un menor de edad, aunque sólo lo fuera por un día! ¡Ya verían cómo iba a tratarles! ¡Seis años de cárcel no se los quitaba nadie! Y el menor, aunque lo fuera sólo por un día, ¡al correccional, a que aprendiera a ser casto, como lo seguía siendo él, para mayor gloria de Dios!
Por eso, un día le dio un vuelco el corazón al ver que uno de los maricones al que él conocía bien estaba tomando unas copas en un bar del barrio acompañado de un menor, un muchacho de unos diecisiete años, del barrio también, con el que sostenía una animada y cordial conversación. Contrariamente a lo que solía ocurrir cuando entraba Ernesto en algún local público los dos hicieron la vista gorda y siguieron conversando como si tal cosa. Ernesto, con paso lento, se acercó a la barra, pidió una coca-cola y fingió leer el periódico mientras, disimuladamente, procuraba acercárseles para ver si podía oír lo que decían. Los dos no se recataban de nada, es más, por un momento Ernesto se dijo que estaban hablando incluso demasiado alto. «Mejor así», pensó procurando aguzar el oído.
Le llegaban retazos de la conversación: «Así, vienes…», «… claro, me muero de ganas», «… no hables tan alto que hay moros en la costa…», «… ese delator, que le den…», «… ¿vamos?…». Y los dos se dispusieron a pagar. A Ernesto le latía el corazón con fuerza: estaba seguro de que había llegado el gran momento. Un poco de audacia, otro poco de valor, la ayuda de Santa María Goretti, y el juego estaba hecho. Pidió también la cuenta, pagó, esperó a que los dos pervertidos salieran y salió a su vez a la calle con la intención de seguirles. Les localizó en seguida: se habían detenido ante el escaparate de una zapatería. A Ernesto, se le ocurrió de repente que era ya tarde y que en su casa le estarían esperando para cenar. Volvió sobre sus pasos, introdujo unas monedas en el teléfono público del bar y telefoneó a su casa:
—Mamá —dijo a su madre que respondió al teléfono—, no iré a cenar, y a lo mejor vuelvo tarde. Muy tarde —añadió Ernesto.
—¿Cómo es eso? —se extrañó la madre alarmada y curiosa, pues era la primera vez que recibía una llamada así de su hijo.
—No puedo explicártelo, no tengo tiempo. Pero no te preocupes, que no es nada grave. Adiós —y colgó.
La madre fue corriendo hacia el saloncito donde el padre estaba viendo la televisión:
—¡Paco, Paco! —le dijo muy excitada—. ¡El niño no viene a cenar! ¡Y dice que vendrá muy tarde!
—Caramba —dijo el padre sonriendo—, ¡por fin! ¡A ver si cambia de una vez!
Entre tanto, Ernesto salía apresuradamente otra vez del bar con el temor de haber perdido el rastro de sus presas; pero no, éstas estaban todavía allí, ante el escaparate, «Como si me esperaran, los muy idiotas», pensó Ernesto mientras fingía indiferencia. Los otros dos empezaron a caminar despacio: el mayor tenía un brazo pasado por encima de los hombros del menor y seguían hablando confidencialmente, dándose empujones, riéndose. Y Ernesto detrás, indiferente, siguiendo sus pasos, como si de su Ángel de la Guarda se tratara, aunque un ángel algo especial pues, en lugar de intentar evitar el probable pecado nefando que allí se gestaba, se alegraba de que lo cometieran para luego desenvainar él su espada de fuego y castigarles por su infamia. Así prosiguieron un buen rato, cazados y cazador, hasta que finalmente aquéllos se detuvieron ante el portal de una casa destartalada, de dos pisos, donde Ernesto sabía que tenía el estudio un pintor bastante conocido y de muy mala fama: a Ernesto le constaba que era maricón, aunque no tenía prueba alguna de ello.
Los dos empujaron la puerta que no estaba cerrada, entraron, y la dejaron entornada. Ernesto tenía la boca seca, las manos sudadas, y le latían las sienes. Decidió esperar unos minutos para luego irrumpir en la casa y pillarlos in fraganti, porque, si entraba inmediatamente, podía encontrarlos aún vestidos, fumando y charlando. Se iluminó el gran ventanal del piso superior, velado por unos visillos; alguien se acercó a éstos y corrió una espesa cortina. Ernesto consultó su reloj, aguardó otros cinco minutos y, después, con decisión, encomendándose a su Santa, empujó la puerta, penetró en el oscuro zaguán y volvió a cerrarla. No bien hubo dado dos pasos a tientas en busca del arranque de la escalera, cuando alguien le enfundó un saco por la cabeza, le agarró las manos, se las ató a la espalda, lo cogió por las axilas y, ayudado sin duda por un cómplice, lo levantó y lo llevó en volandas escaleras arriba hacia la puerta del piso superior. Ernesto se debatía, gritaba, pero el saco amortiguaba sus gritos; daba patadas, se encogía se estiraba: no había nada que hacer, había caído en una trampa y de nuevo la imagen del martirio acudió a su mente. ¿Qué le iban a hacer? Cualquier cosa que intentaran contra él, iban a arrepentirse. Estaba dispuesto a defenderse hasta el límite. Y de nuevo se le presentaba la escena del martirio gorettiano, debidamente corregida de acuerdo con su sexo. Pues bien, si por defender su culo tenía que morir, moriría. Habría un nuevo san Ernesto en los cielos, San Ernesto López.
Comprendió que le habían llevado al estudio del pintor porque oyó la voz de uno de los que él había considerado su presa cuando, en realidad, habían hecho de reclamo para su captura:
—Buen trabajo. Todo ha ido como habíamos previsto. Ahora vamos a desnudarlo. Anda.
Y lo que a Ernesto le parecieron diez mil manos empezaron a quitarle los zapatos, los calcetines, los pantalones, los calzoncillos…
—¡Pero si tiene polla! —decía una voz.
—¡Y hasta sus cojoncitos y todo! —le hacía coro otra.
—¡Pero que sucio está, Dios mío! —comentaba una tercera—. ¡Y huele a demonios! ¿Es qué no te lavas nunca, Goreto?
—¡Ante todo vamos a darle un baño! —sugirió alguien.
—¡Sí, sí, un buen baño! ¡Qué alguien prepare la bañera!
—¡Voy! —dijo otro.
Le desataron un momento las manos para quitarle la chaqueta, la corbata, el chaleco, la camisa y la camiseta. Ernesto, que ya casi no se debatía, se sentía desnudo, con las manos otra vez atadas a la espalda, el saco en la cabeza, asateado por las miradas impúdicas de aquella gente, como un nuevo San Sebastián dispuesto a sufrir el martirio.
Entonces, alguien le agarró la polla y, tirando de ella, le obligó a caminar. Anduvo un trecho y notó en las palmas de los pies la frialdad de las baldosas del cuarto de baño, cuya bañera se llenaba de agua caliente.
—¡Vamos —dijo alguien—, adentro!
Y sintió que lo levantaban en vilo y que lo metían en el agua. Luego empezaron a lavarlo, quien una pierna, quien la otra, quien el bajo vientre, el miembro y los testículos, quien las axilas y los brazos, quien el pecho o la espalda.
—¡Pero si hasta descapulla! —dijo uno.
—Límpiale bien el culo, que éste no se ha lavado desde que vino al mundo —ordenó otro.
Y alguien le levantó las piernas como se hace con los niños pequeños y le lavó con jabón y estropajo las nalgas y el ano.
Ernesto sudaba, tenía todos los poros abiertos por el calor del agua y sentía por primera vez que la sangre le circulaba activa y libre, que le cosquilleaba la piel, que, en una palabra, su cuerpo respiraba por fin liberado de aquella costra de mugre que se había acumulado después de su último baño, Dios sabe cuándo.
Le sacaron de la bañera, le secaron, le friccionaron con agua de colonia y luego, de nuevo en volandas, lo llevaron al estudio y le sentaron en una silla. Ernesto, no obstante la placentera sensación que muy a pesar suyo le había proporcionado el baño, estaba rígido, sentado con las rodillas apretadas para ocultar de la mejor manera posible sus vergüenzas, la cabeza ensacada, echada hacia atrás, los dientes prietos, imaginando terribles venganzas por distraer la inminencia del martirio.
—¡Ah no, muñeco, así no! —dijo una voz.
Y sintió que le agarraban las rodillas y le abrían las piernas, lo espatarraban a pesar de su resistencia y le ataban los pies y rodillas a las patas de la silla para que no pudiera volver a cerrar las piernas.
—Ahora, escucha bien, Goreto —dijo la voz del muchacho mayor que había servido de reclamo para su captura—, si te portas como un ser civilizado, no te ocurrirá nada malo: palabra, aunque yo sé que tú piensas que los homosexuales…, —y la palabra le sonó como un tiro a Ernesto, quien gritó con la voz amortiguada por el saco: «Maricones, maricones…». Como quieras, Goreto, que los maricones no tenemos palabra ni derecho a la existencia. Ya sé que para ti comportarte como un ser civilizado es una empresa muy difícil: inténtalo. Será mejor para todos. Por ejemplo, si te quitamos el saco de la cabeza, ¿prometes no gritar ni pedir socorro?
Ernesto hizo rápidamente sus cálculos: que le quitaran el saco y verían el chillido que iba a pegar, se oiría hasta en la Comisaría, palabra. Así que movió la cabeza afirmativamente al tiempo que llenaba los pulmones para proferir el alarido liberador. Pero, cuando le quitaron el saco, perdió la respiración y se quedó con todo el aire dentro del pecho. El espectáculo no era de los que aconsejan transgredir lo prometido: en círculo ante él, y completamente desnudos, había diez tipos, unos musculosos, otros menos, pero todos con cara de pocos amigos y dispuestos a saltar sobre él. Por si fuera poco, el que le había hablado llevaba en las manos una mordaza ya preparada por si se le antojaba ponerse a gritar. Ernesto, expiró el aire acumulado, procuró recobrar la respiración y cerró los ojos para no ver tantos cuerpos desnudos, que herían en lo más profundo su delicada pudibundez.
—Así está bien —dijo el que tenía la mordaza en las manos—, pero es mejor que abras los dientes —añadió adelantándose con la mano en alto.
Ernesto, apartó la cara esperando la bofetada, pero abrió los ojos. «Así que finalmente lo he conseguido: ¡ahora sé dónde se reúnen estos cerdos! Ya veréis, ya veréis: ríe bien quien ríe el último», pensaba Ernesto olvidándose momentáneamente del martirio, de la tortura, de la muerte quizá que le esperaba.
—Mira, Goreto, tengamos la fiesta en paz. Tú nos has roto el alma con tus denuncias y tu persecución. Hay que acabar con esto. Si haces lo que te ordenemos no te ocurrirá nada malo. Si no, no te garantizo lo que pueda pasarte. Ahora, abre la boca.
Ernesto apretó cuanto pudo las mandíbulas e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Goreto, no te hagas el tonto —dijo pacientemente el de la mordaza, que era un tipo más bien robusto, con el pecho cubierto de vello y unas manazas grandes y duras como las de una pala de frontón—. Goreto, no me hagas perder la paciencia. Abre la boca, o te la abro yo —y le oprimió con una mano como si fuera una tenaza ambas mandíbulas, al igual que a los perros cuando hay que darles una medicina.
Ernesto sintió un dolor insoportable en las encías y en las quijadas que, al ceder a la presión de la mano, tendían a abrirse por sí solas. Finalmente, cedió y abrió la boca.
—¿Preparados? Pues, ¡adelante! —dijo el de la mordaza.
Y en un santiamén Ernesto se encontró con la polla tiesa del menor metida en la boca al mismo tiempo que un rayo caía a sus pies. «Gracias, María», pensó por un instante Ernesto, con aquella cosa caliente y dura que casi no le dejaba respirar dentro de la boca. Pero se equivocaba: no se trataba de un rayo caído del cielo para salvarle, sino del flash de una polaroid con el que uno de aquellos depravados inmortalizaba la escena. El muchacho que tenía la polla metida en la boca de Ernesto se mantenía quieto, pero Ernesto, al intentar tragar el exceso de baba que le inundaba la boca, no podía por menos que chupar el carajo del chico:
—Eh, no, Goreto, esto no vale: chupármela no, no está previsto —y todos se rieron mientras el pobre Ernesto se sonrojaba.
El de la polaroid hizo otras dos fotografías desde distintos ángulos y, cuando hubo terminado, el muchacho sacó la polla de la boca de Ernesto, se sentó en una de sus rodillas y acercó su rostro al suyo:
—¿Así está bien? —preguntó.
—Perfecto —dijo el de la polaroid mientras tomaba otra foto.
—¿A ver cómo he salido? —dijo levantándose con la polla tiesa.
Todos se arremolinaron en torno al de la máquina fotográfica para ver las fotografías recién hechas. Ernesto, que seguía tragando saliva con una desagradable sensación de frío en la boca, se preguntaba para qué querrían aquellas fotos. Pronto se lo ilustró el de la mordaza que parecía ser quien manejaba el cotarro.
—Mira —le dijo enseñándole una a una las fotografías—. Míralas bien, Goreto —y Ernesto, con reluctancia, fue mirando aquellos cartoncitos donde, en color, vio su cara con los ojos entornados y las aletas de la nariz abiertas, la base de la polla que desaparecía por completo en su boca tomada de un lado, de otro y desde abajo, con los cojones del chico en primer plano, y finalmente su cabeza y la del menor dulcemente reclinadas una contra otra. Era como si hubiera estado gozando, los labios rojos y entumecidos, de los encendidos besos de aquel chico, rubio y guapo, quien, sonriente, parecía pasarlo la mar de bien en su compañía.
—¿Has visto? Bueno, pues ahora guardaremos esto en una caja fuerte y, a la próxima cerdada que nos hagas, a la próxima carta anónima que escribas, a la próxima denuncia que se te ocurra hacer, verá todo el barrio estas fotos, desde tus padres hasta tus porteros, desde el párroco hasta el comisario… todo el mundo sabrá que, además de un meapilas, eres un hipócrita, un perverso que nos persigue sólo para ocultar sus propias tendencias, su afición, fíjate bien, los menores.
La cólera se desvaneció en Ernesto como por encanto.
—No seréis capaces de hacerme esto.
—¿Cómo no? Y espérate, que no ha terminado aquí la cosa. Vamos, metedle el anillo.
Pasada la ira ante la imagen de sí mismo, en su imaginación ya no quedaba espacio más que para el martirio. Y se estremecía de terror al pensar qué podían hacerle aún aquellos miserables. ¿Y si la secuencia modificada del asesinato de María Goretti se convirtiera en realidad? Miró los pijos de los tipos que formaban círculo a su alrededor y pensó con aprensión en lo que podría sentir si uno de ellos, erecto, se introducía en su culo. Los contempló más atentamente y se dijo que no eran tan grandes como había imaginado en sus fantasías místicas, que todos eran poco más o menos como el suyo propio.
El menor, al percatarse de que Ernesto le miraba la polla, la cogió en una mano como ofreciéndosela al tiempo que le sonreía y le guiñaba un ojo. Ernesto apartó inmediatamente la vista de aquel gesto turbador, automáticamente recordó el calorcillo de aquel carajo en su boca y, en virtud de un reflejo condicionado, empezó a salivar de nuevo automáticamente.
Mientras tanto, uno de los tipos se había acercado a Ernesto con un anillo de caucho en la mano.
—He aquí —dijo como un charlatán de feria—, el verdadero anillo indio del placer. Para mozos y adultos.
Luego se arrodilló, agarró los cojones y el pijo de Ernesto y, con mucha habilidad, se lo pasó todo por el anillo elástico que así oprimía el conjunto en la base del escroto. La sangre empezó a fluir en las venas del carajo que iba adquiriendo un violento tono rojo, mientras el que le había introducido el anillo, se lo acariciaba sabiamente. Ernesto se debatía inútilmente sintiendo que, muy a pesar suyo, el carajo se le estaba poniendo tieso. Todos parecían divertirse ante el espectáculo, y la polla se les fue poniendo más o menos tiesa. La de Ernesto, congestionada por la presión del aro, había adquirido un aspecto inaudito: hinchada y escarlata, con los cojones como un tomate maduro y grande, el glande completamente al aire, iba llenándose siempre de más sangre que le hacía latir desvergonzadamente.
—Vamos, muchachos, ¡la fotografía de familia! —dijo el de la mordaza.
Y todos, tocándose la picha para tenerla bien tiesa, se dispusieron en corro alrededor de Ernesto, procurando con los brazos, las piernas, los cuerpos, disimular que Goreto estaba atado a la silla. El de la Polaroid inmortalizó la escena. Después, y como si todo estuviese planeado, el menor se sentó a los pies de Ernesto, de frente a la cámara, y le tomó con la mano la polla febril y dura como si le hiciera una paja mientras que con la otra se meneaba la suya. El de la polaroid disparó de nuevo.
—Basta ya —dijo. Esperó un tiempo y después contempló las dos fotografías tomadas—. Perfecto —exclamó—. Aquí tienes —dijo exhibiéndolas ante Ernesto que se vio allí, en aquel bosque de pollas, de brazos y de piernas, aparentemente participando en un acto de exhibicionismo, con la polla casi violeta, gorda y tiesa. En el mismo escenario vio el menor que se la meneaba con su mano larga y elegante, mientras se hacía él una paja. Todos los presentes se sentaron en el suelo, en semicírculo alrededor de Ernesto, más muerto que vivo, quien había perdido toda capacidad de reacción. Todos ellos se mostraban evidentemente excitados y empezaron a abrazarse y a besarse en los pezones, en el cuello, en la boca. El de la mordaza le dijo a Goreto:
—Mira, mira, Goreto: tú nunca has hecho el amor, ni has visto hacerlo. Ahora tendrás la ocasión. Y gratis —y le dio al rubio menor un beso largo y húmedo en la boca.
Ernesto con un hilo de voz, le preguntó:
—¿Así que no vais a martirizarme?
El de la mordaza dejó de besar al otro y, con expresión de asombro, le dijo:
—¿Martirizarte? ¿Pero quién ha hablado de martirizarte?
—¿Y no me vais a dar por el culo? —insistió Ernesto casi con un balido.
—¿A darte por el culo? ¿Y por qué? A menos que no quieras tú, claro —Ernesto negó con la cabeza—. No, hermano, no: el martirio bastante te lo procuras tu mismo con tu manera de ser. Lo que vamos a hacer es ofrecerte un espectáculo que muchos quisieran presenciar, aunque no lo admitan. Los psiquiatras llaman a eso terapéutica de choque. Esperemos que te sirva.
Como si esperaran aquellas palabras, los otros siete empezaron a chuparse mutuamente las pollas, cuatro de ellos tendidos en el suelo, boca arriba; de los cuatro, tres formando un sesenta y nueve con su vecino; el cuarto, en cambio, en la misma dirección que los pies del tercero; y, encima de ellos, apoyándose con manos y pies en el suelo, los tres restantes de modo que cada uno tuviera en la boca el carajo de otro. Ernesto, más tranquilizado ante la idea de que no iba a ser martirizado, ni enculado, ni asesinado, contemplaba la escena al principio con tanto asco que hasta le dio una arcada, aunque siguiera con la polla hinchada, carmesí y pulsante, apretada por el anillo de caucho. Era realmente alucinante ver aquellos cuerpos tendidos sobre la moqueta gris, moviéndose como animales enfurecidos, calientes y húmedos, buscándose las pollas, babeando, sudando, jadeando.
De pronto, uno de ellos se incorporó, otro hizo lo propio y le metió la polla en el culo, éste a su vez fue enculado por el siguiente hasta que los siete formaron un solo bloque, todos con los carajos dentro del culo de su compañero, formando una fila india que se movía como un ciempiés. Sólo el primero de la fila llevaba el carajo, tieso, rojo, magnífico, al aire. Volvieron a oírse jadeos. Luego, como si obedeciesen a una señal, dieron todos media vuelta, y el último pasó a ser el primero quedando ahora él con la polla al aire, como un asta clavada entre las piernas.
Deshicieron también esa figura y, mientras uno se ponía a gatas y le chupaba el carajo a otro que seguía de pie, recibía en su culo el carajo de un tercero, quien, a su vez, chupaba el pijo de un cuarto que había pasado las dos piernas a horcajadas por encima de los riñones del que estaba arrodillado. El quinto enculaba al que le mamaba al arrodillado y los otros dos eran masturbados por el que estaba a horcajadas de este último. Volvieron a componer esta figura varias veces, alternándose todos ellos en las diferentes posiciones. A cada cambio, se les veía más excitados: resollaban, sudaban, los ojos entornados, las bocas entreabiertas y llenas de saliva. Los glandes se volvían cada vez más rojos, cada vez más húmedos, cada vez más turgentes, y sus cojones se hinchaban más y más a medida que se desarrollaba el rito. Finalmente, uno tras otro, o a veces al mismo tiempo, se corrieron todos con hipidos, estertores, besos, abrazos, según la postura en que se hallaran en el momento de soltar el prepotente chorro de esperma que, o bien iba a parar a la garganta de unos, o bien en los entresijos de otros, o bien, míseramente encima de la moqueta.
De la mente de Ernesto había desaparecido la atroz secuencia del martirio de María Goretti: no le quedaba espacio para imaginar nada, lo que estaba presenciando superaba cualquiera de las cosas que él hubiera podido suponer que podían hacerse con el cuerpo y el carajo. De su polla tumefacta empezó a brotar un líquido incoloro y pegajoso que caía al suelo formando un hilillo tenue, como un hilo de telaraña.
Los siete se quedaron unos momentos tumbados en el suelo, jadeando, con los ojos cerrados, abrazados unos con otros, acariciándose los flancos, la espalda, los cojones, el cuello… Finalmente, el de la mordaza se incorporó un poco y dijo a Ernesto:
—¿Has visto, Goreto? Así es como se hace el amor —y, dándose cuenta del hilillo que pendía de la punta de la polla de éste, exclamó—: ¡Ah, pero si estás cachondo! Porque a esto se le llama estar cachondo, ¿sabes?, —todos se incorporaron para contemplar el fenómeno—. Y eso quiere decir que te gustaría correrte…
—No, no —protestó débilmente Ernesto al límite de sus fuerzas, completamente traumatizado por el espectáculo que acababa de presenciar—. Yo no quiero nada. Quiero sólo que me soltéis.
—Claro que te soltaremos. Pero no nosotros si no el propietario de este estudio al que te dejamos como regalo —y otra vez Ernesto se estremeció pensando que tal vez le habían engañado y que quien iba a propinarle la puntilla (la puntilla en el culo, le puntualizó el diablo siempre al acecho) iba a ser el famoso pintor—. El de la mordaza pareció adivinarle el pensamiento y le dijo: —No, no, no creas que éste va a hacerte nada. No. Queremos sólo gastarle una broma… con tu permiso, claro, porque él no sabe nada de eso, no sabe que te hemos traído aquí: él, para tu información, me deja simplemente las llaves del estudio para venir aquí y hacer lo que quiera. Porque has de saber que soy su amigo, su amante si lo prefieres.
Los demás habían ido levantándose y empezaban a vestirse, cosa que también hizo el de la mordaza. Ernesto les contemplaba como en sueños: así que no eran tan malos como había pensado, ni tan perversos como había creído, porque no habían intentado violarle, habían querido… (y le costaba admitirlo) habían querido darle una lección. Cerró los ojos y sintió que una lágrima furtiva se le escapaba de entre los párpados.
—Goreto —le dijo el rubio menor acercándosele en tono amistoso—, no llores, Goreto.
Ernesto abrió los ojos y contempló la cara del muchacho con los ojos inundados de lágrimas.
—No, no lloro. Y, si llorase, no sería por lo que tú crees. Ni yo sé muy bien por qué sería —dijo con un nuevo tono de voz que le sorprendió a él mismo.
—Mira, Goreto, perdóname por lo de la polla —prosiguió el muchacho rubio—, sorprendido a su vez por cómo se expresaba Ernesto, pero no ha habido más remedio que darte esta lección; así estamos ahora a salvo de tus maldades. Porque tú eres malo, Goreto.
—No, no, no lo soy, no lo soy. Os juro que no lo haré nunca más. No, no, no lo haré —decía patéticamente Ernesto, atado a la silla, espatarrado, con el pijo morado como la túnica de San José.
—Bueno, ahora tenemos que marcharnos —le dijo el de la mordaza—. No te olvides que tenemos las pruebas de tus tendencias.
—No, no. No me dejéis. Seré bueno, seré bueno, os lo prometo —repetía Ernesto mientras los otros empezaban a marcharse—. ¡Oye, oye!, —gritó Ernesto al de la mordaza que se disponía a marcharse también—, ¿y esto quien me lo quita? —dijo refiriéndose al anillo de caucho que le estrangulaba los genitales.
—Ah, de eso se ocupará Alejandro, el pintor: no te preocupes que estará aquí dentro de poco —y, mientras cerraba la puerta tras de sí después de apagar la luz, añadió—: Adiós, Goreto. Hasta la vista.
Ernesto se quedó allí, en la oscuridad, con la cabeza confusa aún y el carajo hinchado, desnudo y atado a la silla, notando por primera vez que le dolían las rodillas, los tobillos y las muñecas a causa de las ataduras, y que los pies y las manos empezaban a ponérsele fríos. De repente, se encontraba con todo su mundo patas arribas. Se le aparecía de nuevo en la imaginación la fotografía con la polla de aquel chico en su boca, terrible prueba en contra de su castidad y de su pureza, que le impediría volver a ser lo que había sido hasta aquella fatídica noche: el azote de Dios para los maricones. Al mismo tiempo, sentía de nuevo el calorcillo de aquel miembro tenso contra su paladar, su lengua, sus encías. Revivía aquellos momentos en que aquellos hombres habían hecho el amor ante él e, involuntariamente, su miembro había sido presa de pequeños sobresaltos, oprimido como estaba en su pequeña cárcel de caucho. Y se decía que todo aquello tenía que darle asco, aunque había perdido ya todo poder de convicción.
Sentía frío. Por un momento pensó de nuevo en gritar, pero ¿qué hubiera pasado si lo encontraban de aquel modo en aquel estudio de notoria fama? Además, ¿no estaban en poder aquellos tipos de las pruebas de su infamia? Deseaba fervientemente, y al mismo tiempo temía, que llegara Alejandro, el pintor. ¿Qué le haría? ¿Qué le diría? ¿Tendría que soportar otros sermones? ¿Dónde habían ido a parar sus deseos de martirio, su firmeza para afrontar la prueba extrema? ¿Dónde estaba la Goretti? Se dio cuenta de que, en el fondo, poco le importaba ya la Goretti, ni el martirio, ni el suplicio, ni la santidad obtenida mediante el crimen y la condenación. Sólo le importaba que llegara Alejandro. Él sabría cómo hablarle para que se compadeciese, le desatara y le dejara marcharse a su casa a meditar, a digerir todo cuanto había presenciado, a recapacitar, a ponerse en paz consigo mismo.
Finalmente, oyó que la puerta del estudio se abría. A poco se encendió la luz y apareció Alejandro, quien, al ver a Ernesto en aquel estado, dio un respingo, reculó y luego, inmóvil, apoyado en la pared, se quedó unos instantes contemplando al muchacho. Este era realmente muy guapo y así, atado, vencido, entregado, con la piel olivácea y tensa, el cuello largo y esbelto, los cabellos negros y ondulados, los labios rojos, y el pijo escarlata e hinchado formando con los cojones como un exótico bulbo de quién sabe qué extraña planta oriental, resultaba más que apetecible. Finalmente, repuesto de su estupor, dijo:
—Pero Goreto, ¿qué haces tú aquí? ¿Y quién te ha puesto en ese estado? ¡Pero, hombre de Dios!, ¿quién ha sido? ¿Cuéntame, anda, dime?
Ernesto, tranquilizado por el tono de Alejandro, que tenía un aire bondadoso y protector, con la figura desaliñada, los ojos azules y las manos largas que, al moverse, parecían alas de pájaro, le repuso con voz ronca:
—Ha sido tu amigo con otros varios. Han querido darme una lección. Y yo la acepto, no te preocupes —y añadió con una débil sonrisa y por primera vez en su vida, con ironía—. Además, es que no tengo otro remedio.
Alejandro que se había quitado la chaqueta y estaba en mangas de camisa, se acercó a él y le dijo:
—Bueno, luego me lo cuentas, si te parece. Ahora, voy a desatarte.
—¿De verdad? —dijo Ernesto sin dar crédito a lo que oía.
—Pues claro —dijo el otro empezando a desatarle los pies—. ¡Madre de Dios, cómo tienes los tobillos, y las rodillas! ¡Pobrecillo mío! —dijo con ternura, pues el chico le estaba gustando de veras—. Ahora, las manos, anda.
Una vez desatado, Ernesto dio un suspiro y se quedó sentado en la silla contemplándose el pijo.
—¿Y eso? ¿Cómo se quita? —dijo poniéndose colorado.
—Eso va a ser más difícil —le repuso Alejandro—. Ahora ven, ven y descansa un poco.
Y le ayudó a levantarse. Pasándose un brazo de Ernesto por los hombros le condujo despacio hasta una cama turca, llena de almohadones, adosada a un ángulo de la pared. Le obligó a tumbarse y arregló los almohadones debajo de la cabeza para que estuviera cómodo. Luego, sentándose a su lado, empezó a frotarle los tobillos y las rodillas.
—¿Qué te han hecho, Goreto, qué te han hecho? —repetía—. Anda, cuéntamelo.
Y Ernesto se lo fue contando, entrecortadamente, empleando circunloquios y perífrasis, porque no daba con las palabras que describen las partes pudendas del hombre y los actos que se pueden realizar con ellas: parecía el Diccionario de la Real Academia Española.
—¡Qué barbaridad! —comentaba de cuando en cuando Alejandro que empezaba a divertirse y a calentarse—. ¿Y tú? ¿Y tú? —le preguntaba de cuando en cuando.
—¿Y yo? Pues yo, nada.
—¿Cómo nada?
—Nada, que ya no sé qué pensar, ni qué hacer… —y añadió preocupado—. Pero, oye, ¿y esto, como se quita?
Alejandro contempló el pijo turgente de Ernesto que, después del masaje que había recibido y gracias a la posición del cuerpo y a su recobrada tranquilidad, había vuelto a pulsar y a babear ligeramente.
—¡Qué barbaridad! —comentó en voz baja y luego añadió—. Mira, Goreto, aquí sólo hay un remedio: que se deshinche. Pero, para deshincharse, tienes que correrte. No hay otra solución. Después, será fácil quitártelo, pero ahora, tú mismo puedes verlo.
—¡Correrme! ¡Pero si yo nunca me he corrido! —dijo Ernesto asustado, en un rebrotar de sus pasados temores, aunque con una leve excitación en la voz.
—Si no, tendrás que ir al hospital a que te corten el anillo ése… o te castren —dijo Alejandro ya francamente divertido.
—No, no ¿cómo voy a ir al hospital así? ¿No lo comprendes?
—¿Entonces?… —preguntó Alejandro insinuando la mano en los muslos de Ernesto.
Este se relajó, reclinó la cabeza en los almohadones, estiró los brazos a lo largo del cuerpo y se abandonó completamente. Alejandro tomó con dos dedos el miembro tumefacto y empezó a masturbarlo delicada, suavemente, como para indicar a Ernesto que lo desvirgaría sin violencia y para que no sufriera ningún trauma en aquella primera eyaculación. Ernesto permanecía inmóvil, con la boca totalmente entregada y una sonrisa de beatitud en los labios. No pensaba en nada, tenía la mente en blanco, sin imágenes, sin ideas, sin pensamientos. Reaccionaba automáticamente a aquel constante ir y venir de la piel de su miembro por el glande: enarcaba los riñones, abría las piernas, contraía las manos y cerraba los puños. Finalmente, con un suspiro entrecortado, se corrió gloriosamente, soltando a chorros años de deseo reprimido, de lecha agriada por el odio, el retraimiento, los prejuicios y la bajeza. De pronto, se dio cuenta, como una liberación, de que había perdido su virginidad, que ya no era casto ni puro, que ya nunca más podría llegar a ser el María Goretti de los santos, y se le vino a la imaginación la casona aquélla del martirio, con el sol afuera y el frescor en la penumbra… y él que se corría y se corría, contemplando el cuchillo que sólo serviría ya en lo sucesivo para cortar el pan… Sintió que Alejandro, suavemente, le liberaba del anillo los cojones y la polla por la que, ahora, fláccida, se deslizaba con facilidad. Le acarició el escroto y le secó el pecho y el vientre, y Ernesto experimentó un gran sentimiento de gratitud por aquel hombre. Alzando los brazos, le atrajo hacia sí y le abrazó. Le dio un beso en el cuello mientras mantenía su rostro pegado al suyo.
el hotelito (relato)
Era un hotelito que parecía olvidado, allí, en medio de lo que antes había sido un barrio habitado por pequeños burgueses y que lo era ahora por vestigios de una clase media gremial, de proletarios venidos a más, pero que preferían seguir viviendo en aquellos pisitos decentes y baratos, aunque faltos de luz y sin ascensor, y por algún inmigrante afortunado que había encontrado vivienda de alquiler no lejos del puerto.
Delante, tenía una cancela de hierro de un color gris indefinido y un jardín esmirriado, limitado por un muro alto, revocado de cemento, con una hilera de pinchos herrumbrosos encima que lo separaba de la calle, estrecha y húmeda. Pasada la cancela, había un corto sendero de grava blanquecina, que llevaba a una escalera de cuatro peldaños, que desembocaban en un rellano con baranda y macetas de plantas verde oscuro, con hojas enormes, propias para vivir en la penumbra. Al rellano se abría la puerta que conducía al interior y, junto a la puerta, había un círculo de latón con el pulsante del timbre y, más arriba y hacia la derecha, una imagen de la Virgen en mayólica, de colores desvaídos, con, encima, una lamparilla de hierro negro historiado. En el jardín, limitado a ambos lados por las paredes ciegas de las casas altas adyacentes, restos de rosales macilentos y una palmera, altísima, que se encaramaba en busca de sol. Detrás del hotelito, un estrecho espacio destinado a lavadero y alienación Dios sabrá de qué, e inmediatamente otro muro alto, también revocado de cemento y con púas herrumbrosas, línea divisoria de otro espectral hotelito con un no menos esmirriado jardín.
El hotelito tenía dos plantas y un sótano, y era estrecho y cuadrado con paredes de estuco rojo descolorido y grandes desconchones. Encima de la puerta, había un balcón, con baranda de hierro negro y macetas de geranios rojos, blancos y lila. La puerta era de madera pintada de marrón, y las ventanas, estrechas y altas, estaban protegidas, por fuera, por persianas de madera de un verde pasado y, por dentro, por visillos grisáceos.
Nadie sabía a ciencia cierta quién vivía allí. O nadie quería saberlo. Lo cierto es que el o los habitantes del hotelito no se dejaban ver. Sí a veces se veía entrar y salir gente pero siempre a horas muy tempranas o muy tardías. Para que no los reconocieran, inventaban todos los trucos posibles para pasar inadvertidos, siendo el más frecuente el disfraz.
Era, pues, lo que podría llamarse un hotelito misterioso que ya no llamaba la atención de nadie, acostumbrado como estaba todo el mundo a verlo así, siempre silencioso, aparentemente deshabitado, aislado y gris. Tampoco causaba ya escándalo alguno, si es que lo había causado alguna vez, aunque suscitara algún susurro. Pero no, ya ni se susurraba siquiera. Los mayores lo sabían, pero no hablaban de ello. Y los muchachos iban deduciéndolo poco a poco hasta que, casi todos, llegaban por su cuenta al descubrimiento final.
Manolo había ido enterándose poco a poco del secreto de aquella casa. Había ido coligiéndolo de medias frases pronunciadas entre risitas de suficiencia y miradas de entendimiento de sus compañeros de clase, o deduciéndolo de reiteradas alusiones veladas hechas en casa por sus padres o por los vecinos, así como de ciertas insinuaciones de su amigo más íntimo, aquél con el que iba a tocarse al retrete del colegio. Y, en cuanto sospechó de lo que pasaba allí dentro, no hizo otra cosa que pensar en el modo de comprobar la verdad.
Todos los días, al ir y venir del colegio, daba un rodeo para pasar por delante del hotelito, bien pegado al muro revocado de cemento gris, por si oía alguna voz, algún suspiro. Al llegar delante de la cancela, que solía estar entreabierta, lanzaba una mirada furtiva hacia el jardín, hacia la puerta de madera pintada de marrón oscuro, hacia la ventana, velada por un visillo, que había junto a la puerta: nada, no veía nada. En pleno invierno, cuando anochece tan temprano, veía tan solo el resplandor de una luz encendida en la planta baja que se filtraba por las persianas cerradas y también, cuando estaba encendida, la luz de la lámpara colgada ante la imagen de la Virgen, allí, junto a la puerta. Pero nada más. Después, cuando los días se alargaban, ni siquiera eso: sólo la lámpara de la Virgen que, a veces, incluso de día, permanecía encendida.
Hasta que, una tarde, su madre, que estaba en la cocina preparando la cena, le llamó y le dijo:
—Manolito, tendrías que ir un momento a la panadería a por pan —y le dio el dinero para que lo comprara.
Manolo se puso el abrigo, se caló la gorra y salió corriendo escaleras abajo hacia la panadería. Pensaba: «Esta es una hora nueva, nunca he pasado por delante del hotelito tan tarde y tan oscuro» y, dando el consabido rodeo, se precipitó hacia la calle del hotelito. Una vez allí, menguó el paso y, como de costumbre, se arrimó lo más posible al muro que protegía el jardín, como si arrimándose a él pudiera captar la verdad entera del secreto.
La calle estaba casi desierta, porque había humedad y hacía frío. De los balcones y ventanas iluminados de las casas del vecindario provenía el rumor de las radios encendidas. Justo cuando Manolo pasaba delante de la cancela, ésta se abrió chirriando y del jardín saltó a la calle una sombra, un muchacho alto como él, que, en cuanto puso los pies en la acera, echó a correr con todas sus fuerzas. Manolo no pudo esquivarlo, la sombra dio de bruces con él y los dos se cayeron al suelo.
—Pero ¿qué haces, pedazo de idiota?, —gritó Manolo, y luego, al ver la cara del que había chocado con él medio iluminada por la luz de un farol, añadió sorprendido—: ¡Pero si eres Pepe!
Pepe le dijo entre dientes: «Cállate imbécil» y se puso de pie todo aturullado.
—Yo me callo —dijo Manolo levantándose también y comprendiendo que tenía la situación en el puño—, pero tú tienes que decirme si es verdad lo que dicen.
Pepe bajó los ojos, enrojeció un poco, y repuso:
—Sí, es verdad.
Hubo un silencio. Manolo tenía la boca seca.
—Dime, ¿se pasa bien? —preguntó con un hilo de voz.
Más tranquilizado, Pese repuso:
—Se pasa bomba.
Otro silencio embarazoso. Finalmente, Manolo se decidió:
—Dime, ¿cómo hay que hacer?
—Nada, tú entras en el jardín. Si la lamparilla de la Virgen está apagada, quiere decir que no es el momento oportuno, si la lamparilla está encendida, sigues adelante, subes las escaleras y tocas el timbre. Lo demás…, lo demás no te lo cuento porque tengo prisa. Mis padres…
—Sí, también yo tengo prisa —y ya se disponía a salir arreando, cuando Pepe le cogió por el brazo.
—Oye —le dijo, mientras le sonreía—, ni una palabra a nadie, ¿eh?
—De acuerdo —dijo Manolo y salió de estampida a comprar el pan.
Cuando volvió a pasar delante del hotelito camino de su casa, vio que la lamparilla de la Virgen estaba apagada.
—Vaya, se ve que tienen mucho que hacer esta noche —dijo para sí sonriendo y echó a correr hacia su casa.
Ahora que sabía que era verdad lo que había llegado a deducir y que conocía el sistema para entrar en el hotelito, Manolo se decía que tenía que probarlo, que tenía que decidirse. Por las noches, le costaba mucho trabajo dormirse y no hacía más que tocarse sin llegar a nada concreto, porque no sabía muy bien cómo se hacía para relajar la tensión, y, por las mañanas, amanecía todo mojado y muy nervioso. La decisión la había tomado, pero tenía que esperar el momento favorable para llevarla a cabo, es decir, debía esperar a tener unas horas libres, fuera del control de su familia. Mientras tanto, todos los días, aunque sabía que no podía seguir adelante, porque en casa le estaban esperando, pasaba por delante del hotelito, dando el consabido rodeo, pero ahora con la curiosidad de saber si la lamparilla de la Virgen estaría encendida o apagada y fantaseando sobre el día en que coincidirían las dos condiciones necesarias para cumplir su deseo: que la lamparilla estuviera encendida y que él pudiera llegar a su casa más tarde que de costumbre. Cuando encontraba la lamparilla apagada, Manolo se desesperaba y se decía: «Verás que el día en que tengas tiempo, zas, la lamparilla estará apagada y no podrás entrar».
Finalmente, un día se presentó la ocasión propicia. Su madre, cuando Manolo salía de casa, le dijo:
—Ah, Manolín, se me olvidaba decirte que, cuando vuelvas, no nos encontrarás. Tenemos que ir a visitar a la tía Emilia que no está muy bien y como vive tan lejos… Pero no te preocupes, para la hora de la cena estaremos de vuelta.
—Oquei —dijo Manolo y salió de estampida escaleras abajo con el corazón que casi se le salía por la boca.
Pasó toda la tarde pensando en la salida. En clase, buscaba la mirada de Pepe para hacerle cómplice de su aventura, pero, desde el día del topetazo, Pepe más bien le esquivaba, de modo que Manolo tuvo que vivir aquellas horas preliminares al gran descubrimiento completamente solo, como les suele ocurrir a los héroes.
Llegó por fin la hora de salir, y Manolo se sorprendió a sí mismo bajando las escaleras, atravesando el vestíbulo y saliendo a la calle despacio, como si nunca hubiera tenido prisa, como si no hubiera estado nervioso toda la tarde a la espera de aquel momento. Una vez en la calle, se detuvo ante todas las tiendas, contempló los escaparates de las mercerías, de las tiendas de ultramarinos, de las tahonas, leyó los menús de los restaurantes, examinó con interés las frutas y las verduras de las verdulerías, se extasió ante las medicinas expuestas en las farmacias, estúpidamente, con la voluntad inconsciente de retrasar aquel gran momento, tal vez con miedo de dar aquel paso. Finalmente, y a pesar de su remoloneo, llegó ante la verja del jardín. Anochecía, y los faroles de la calle aún no se habían encendido. Todo estaba inmerso en una especie de baño azul. Levantó los ojos y miró hacia el interior del jardín; el corazón le dio un vuelco, la lamparilla estaba encendida. Titubeó aún unos instantes, miró a ambos lados de la calle, le pareció que estaba desierta, luego, de pronto, como si huyera del exterior, entró corriendo en el jardincillo, cruzó con dos o tres zancadas el sendero, de un salto subió los escalones y, al llegar ante la puerta, pulsó el timbre. Por un instante no ocurrió nada; luego, al cabo de lo que a Manolo le pareció una eternidad, se apagó a la vez la lamparilla de la Virgen y se abrió la cerradura, accionada eléctricamente desde dentro. Manolo empujó la puerta de madera marrón oscuro y penetró en el recibidor del hotelito. La puerta se cerró automáticamente a sus espaldas.
El recibidor era casi cuadrado y tenía el suelo de parqué deslucido. Las paredes eran de un blanco amarillento y, en ellas, colgados, había grandes grabados sobre temas mitológicos con marcos dorados. Adosado a la pared de la izquierda, había un arcón Renacimiento con un jarro de latón opaco encima, que contenía varias plantas de ésas que parecen plumas, todas blancas y ligeramente polvorientas. A la derecha, dos silloncitos de badana y, entre ellos, una mesita moruna con un juego de cenicero y de cerillas también de latón. Del centro del techo colgaba una lámpara de brazo con seis tulipas de vidrio opaco de las que en sólo tres lucían sendas bombillas que iluminaban la estancia. Al fondo, se veía el arranque de una escalera a cuyos lados había dos puertas de madera pintada de marrón oscuro.
Manolo estaba allí, perplejo, quieto, a un paso de la puerta, cuando de improviso el corazón le dio un vuelco: de una de las puertas junto a la escalera, apareció una figura encapuchada y vestida con un sayo marrón. Por un momento Manolo, asustado, pensó que lo mejor era escapar corriendo y dejarse de aventuras, pero, después, al ver que la figura le saludaba ceremoniosamente, inclinándose, al tiempo que con una mano le hacía señas de que se aproximara, fue acercándose lentamente a ella, como fascinado. Manolo se acercaba paso a paso al encapuchado, quien le mostraba ahora la puerta por la que había salido invitándole a pasar. Finalmente, Manolo llegó ante ella, entró y se encontró en una habitación de paredes de un verde desvaído, con dos ventanas, una al jardín y otra al breve pasillo que había entre éste y la pared sin aberturas del edificio adyacente. En la pared de la derecha, había un gran armario oscuro de dos cuerpos; junto a él, otra puerta de madera, también oscura, y, encima de ella, enmarcada en un cuadro dorado, una gran estampa a colores del Sagrado Corazón de Jesús. La habitación estaba suavemente iluminada por unos apliques de dos brazos, de latón, que tenían pequeñas pantallas de falso pergamino, y, en el centro, había una cama estrecha con sólo la sábana inferior, blanquísima y una almohada de funda, inmaculada también. A los pies de la cama y adosado al muro, junto a la ventana que daba al jardín, había un espejo de cuerpo entero.
Manolo, despacito, llegó hasta la cama y se detuvo. En aquel momento, el encapuchado, que le había seguido después de cerrar la puerta, le cogió el abrigo por el cuello invitándole a quitárselo. Cuando Manolo se quedó sin abrigo y sin chaqueta, el encapuchado pasó al otro lado de la cama y con un gesto indicó a Manolo que se quitara los zapatos. Manolo se sentó en el borde de la cama, se quitó los mocasines y se quedó quieto, con los pies enfundados en los calcetines, apoyados en una alfombrita de pelo de oveja. Entonces, el encapuchado, muy suavemente, le tomó por los hombros, le hizo girar ligeramente, le pasó un brazo por debajo de las rodillas y le tendió boca arriba en la cama, con la cabeza apoyada en la almohada. Manolo permaneció así, tenso como un cuchillo, con los ojos abiertos, mirando al techo, las piernas apretadas una contra otra, los puños cerrados junto a los muslos, la punta de los pies hacia arriba.
El encapuchado, que emanaba un vago perfume a espliego, levantó un brazo, estiró la mano bien abierta encima de los ojos de Manolo y empezó a moverla circularmente, muy despacio, para hacérselos cerrar. Luego, una vez que Manolo los hubo cerrado, se puso a acariciarle levemente, casi sin tocarlo, primero el cuello y los hombros, luego el pecho, después el vientre y más tarde los muslos y las piernas. Poco a poco, la tensión de Manolo fue desapareciendo; abrió los puños, relajó las piernas, inclinó los pies a izquierda y derecha, emitió un suspiro y reclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Es la primera vez que vienes, verdad? —dijo en un susurro el encapuchado, sin dejar de acariciarle.
Manolo asintió con la cabeza, sin abrir los ojos.
—Relájate, no tengas miedo, y, si no quieres que sigamos, eres libre de marcharte.
Manolo no dijo nada.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó en un murmullo.
—Quince —repuso Manolo.
Manolo se había relajado del todo. Ahora sentía más fuerte la presión de la mano sobre su cuerpo a través de la camisa, de la tela áspera de los pantalones, de los calcetines. Manolo sintió que el encapuchado le estaba desatando la correa, que le desabotonaba la pretina, que le descorría la cremallera de la bragueta y que separaba bien separadas las dos partes de la misma. Después, sintió su mano que le acariciaba el miembro a través de los calzoncillos y que, con los dedos, le presionaba levemente los testículos. Se sintió enrojecer. Una especie de llamarada ascendía por su cuerpo desde el bajo vientre hasta la raíz de los cabellos. Tenía los ojos entornados y los labios, encarnadísimos, entreabiertos en una sonrisa involuntaria.
Ahora Manolo sentía que una de las manos del encapuchado buscaba, a través de la camisa, uno de sus pezones y que, al encontrarlo, se lo acariciaba y se lo pellizcaba, mientras, con la otra mano, seguía sobándole el miembro, los testículos, la entrepierna. Luego, dejó de acariciarle, y Manolo sintió que le estaba desabrochando la camisa, que se la abría completamente y que seguía pellizcándole los pezones hasta que se los puso tan turgentes que casi le hacían daño.
Manolo sentía su miembro erecto, a punto de reventar dentro del slip ajustadísimo. Se retorcía involuntariamente, Hubiera querido quitarse del todo los pantalones, el slip y los calcetines: quedarse desnudo del todo. Pero no se movió, prefería dejarse hacer, sufrir aquella especie de violencia relativa, porque era querida, pero que, a pesar de todo, le hacía convertirse en víctima, víctima de un rito en el que el dios y el sacrificado eran al mismo tiempo su cuerpo, pero sobre todo su miembro; porque no cabía duda de que, para el encapuchado, su cuerpo, su miembro, eran ocasión de placer, el placer de la curiosidad nunca satisfecha de la piel del otro, de los órganos del otro, el placer pura y simplemente de dar placer, y por eso Manolo, en sus manos, se sentía como una cosa, aunque sintiera también al encapuchado como una cosa para él; una cosa cuya misión era dar placer, dándoselo a él.
El encapuchado dejó de acariciarle por un momento. Manolo sintió sus dos manos pasar por debajo de su cintura, tirar de su cuerpo hacia arriba hasta arqueárselo ligeramente, agarrarle la pretela de los pantalones y del slip y tirar a la vez hacia abajo para descubrirle las piernas hasta debajo de las rodillas. Manolo volvió a recostarse en la cama y separó lo más que pudo las piernas. Ahora sentía que el encapuchado le cogía el miembro con dos dedos y que empezaba a mover la piel del mismo, lentamente, hacia arriba y hacia abajo, mientras con la otra seguía acariciándole el cuello, las axilas, el pecho, el ombligo, la entrepierna, los muslos y los pies a través de los calcetines. Manolo se encontró, sin querer, empujando las ancas hacia arriba y hacia abajo. Entonces, el encapuchado le cogió el miembro con toda la mano y aumentó el ritmo del movimiento hacia arriba y hacia abajo.
Manolo se sentía gemir quedamente y empezó a agitar la cabeza de un lado para otro en el almohadón y se decía que aquello era insoportable, que no lo resistiría, pero resistía porque, cuanto más se movía, más sentía dentro del miembro algo que pugnaba por abrirse paso. Entonces, el encapuchado detenía por un momento el ritmo de la mano, o lo disminuía. Finalmente, Manolo dijo con voz ronca y casi hipando:
—Dale, dale, por favor.
El encapuchado detuvo una vez más el movimiento de la mano, acarició muy lentamente el cuerpo de Manolo, como si se despidiera de él, y súbitamente reanudó otra vez con velocidad creciente el movimiento de la mano, aunque ahora casi sin apretarle el miembro.
Manolo agarraba la sábana con las manos y sentía que aquella cosa que pugnaba por salir dentro de su miembro, se abría paso, pulsionaba las paredes del músculo endurecido y finalmente salía al exterior en uno, dos, tres, innumerables chorros de líquido caliente que fueron a caer sobre su pecho y sobre su vientre. La mano del encapuchado siguió moviéndose un poco todavía, como si quisiera exprimirle bien. Luego, Manolo sintió que le secaba el cuerpo con una toalla de hilo suave que después dejó sobre sus muslos, extendida. Entonces, Manolo oyó su voz, como siempre, en un susurro, que le preguntaba:
—¿Fumas?
Manolo asintió con la cabeza y el encapuchado le puso entre los labios un cigarrillo ya encendido.
Manolo seguía sin abrir los ojos. Cogió el cigarrillo con la mano, dio una chupada y expelió el humo. Así permaneció unos instantes. Se preguntaba qué tenía que hacer, cómo debía comportarse, y sentía cierta vergüenza de saberse desnudo y observado por otro que, después del orgasmo, había pasado a ser una persona ajena, desconocida, tal vez incluso fastidiosa, cuando no amenazadora. Finalmente, cuando se decidió a abrir los ojos, vio que estaba solo en la habitación. Por un momento, temió que el encapuchado volviera a entrar, que quisiera hablar con él, que le atosigara a preguntas. Pero pasó el tiempo y el encapuchado no aparecía. Entonces, se vio a sí mismo en el espejo adosado al muro, a los pies de la cama; se vio la planta de los pies con los calcetines azules, los pantalones arrugados por debajo de las rodillas, que impedían que los muslos se reflejaran en el espejo, la mancha blanca de la toalla sobre el bajo vientre; más al fondo, la mancha rosada del pecho con los dos pezones todavía duros y, allá, más lejos, su cabeza reclinada en la almohada y su mano que sostenía el cigarrillo a la altura de los labios. Permaneció así todavía un buen rato, tranquilizado por la soledad, hasta que empezó a sentir un poco de frío en los pies y en el pecho desnudo. Entonces, se levantó, se vistió nuevamente, se puso la chaqueta y el abrigo y salió al recibidor, con el temor de encontrarse allí al encapuchado, esperándole para hablar y conocerse mejor. Pero no, no había nadie. Atravesó el recibidor en absoluto silencio y llegó junto a la puerta, al lado de cuyo marco estaba el pulsante para abrir automáticamente la cerradura. Lo pulsó, la cerradura saltó con un crujido seco, y Manolo abrió la puerta y salió al rellano. La lamparilla de la Virgen se encendió cuando la puerta se cerró a espaldas de Manolo, quien saltó los cuatro escalones y, al igual que su amigo Pepe el día del topetazo, salió corriendo furtivamente a la calle.
Muchas más veces volvió Manolo al hotelito. Incluso cuando, mejorada su situación económica, la familia decidió comprar un pisito en la parte alta de la ciudad y regalarle incluso un scooter. Manolo, que ya frecuentaba una Escuela Técnica, tenía ahora mucha más libertad de movimiento y solía visitar el hotelito por lo menos dos veces por semana. Muchas veces, es cierto, habrá vuelto Manolo al hotelito, pero nunca cruzó con el encapuchado más allá de un par de frases y siempre relacionadas con el rito, siempre igual, aunque jamás repetido. La escena era siempre la misma: la lamparilla ante la Virgen, encendida; la llamada al timbre, el salto automático de la cerradura; el recibidor con sillones de badana; la figura del encapuchado, discreta y cortés, con un aire algo burlón, junto a la puerta de la habitación en que estaba la cama; la estampa del Sagrado Corazón de Jesús… Y Manolo, siempre con aquel sentimiento de miedo y fascinación, siempre, incluso pasados los años, ya próximo al servicio militar, con la misma agitación que el primer día; y, cuando llegaba junto a la cama, se hacía quitar el abrigo o la chaqueta, dejaba que el encapuchado le tumbara en la cama, le desabotonara la camisa y los pantalones y le bajara la cremallera, sólo que ahora se dejaba desnudar del todo. Lo que mayor sensación le causaba era que el encapuchado le quitaba los calcetines y quedada descalzo. Se decía que un hombre sólo está realmente desnudo cuando va descalzo. El encapuchado le acariciaba los pies descalzos e introducía los dedos de la mano entre los dedos de los pies de Manolo y se los abría. Entonces, al final, una vez cumplido el rito y después de que el encapuchado le hubiera secado como de costumbre con una toalla de hilo y cubierto los muslos con la misma, Manolo fumaba el consabido cigarrillo y, al cabo de un buen rato, abría los ojos y se veía en el espejo de en frente, de escorzo y desnudo, sólo con aquella púdica toalla blanca sobre el vientre, que muchas veces parecía un ropaje renacentista de quién sabe qué Deposición. Y Manolo permanecía así, fumando, hasta que, como la primera vez, sentía un escalofrío en el cuerpo desnudo, se vestía y salía. Nunca había nadie; hacía saltar la cerradura automática y, luego, de una zancada, bajaba los escalones y salía al jardín, ahora ya sin correr, porque ya era mayor. Iba hacia la cancela, miraba a ambos lados de la calle y, con aire desenvuelto, echaba a andar hacia el scooter. La calle seguía siendo húmeda y estrecha, pero ya habían derribado el otro hotelito y se decía que poco faltaba para que derrumbaran aquél, porque el Ayuntamiento se lo había quedado o, ¿quién sabe?, una gran Inmobiliaria para construir en el solar Dios sabe qué horror.
Un día, Manolo tuvo que ir a hacer el servicio militar lejos de su ciudad natal y, cuando volvió, se encontró con el hotelito aún en pie, pero sin nadie dentro; la verja de hierro, por primera vez, completamente cerrada y la lamparilla de la Virgen apagada; las persianas, cerradas; los geranios, mustios; los rosales más macilentos que nunca. Y Manolo sintió una gran tristeza.
Delante, tenía una cancela de hierro de un color gris indefinido y un jardín esmirriado, limitado por un muro alto, revocado de cemento, con una hilera de pinchos herrumbrosos encima que lo separaba de la calle, estrecha y húmeda. Pasada la cancela, había un corto sendero de grava blanquecina, que llevaba a una escalera de cuatro peldaños, que desembocaban en un rellano con baranda y macetas de plantas verde oscuro, con hojas enormes, propias para vivir en la penumbra. Al rellano se abría la puerta que conducía al interior y, junto a la puerta, había un círculo de latón con el pulsante del timbre y, más arriba y hacia la derecha, una imagen de la Virgen en mayólica, de colores desvaídos, con, encima, una lamparilla de hierro negro historiado. En el jardín, limitado a ambos lados por las paredes ciegas de las casas altas adyacentes, restos de rosales macilentos y una palmera, altísima, que se encaramaba en busca de sol. Detrás del hotelito, un estrecho espacio destinado a lavadero y alienación Dios sabrá de qué, e inmediatamente otro muro alto, también revocado de cemento y con púas herrumbrosas, línea divisoria de otro espectral hotelito con un no menos esmirriado jardín.
El hotelito tenía dos plantas y un sótano, y era estrecho y cuadrado con paredes de estuco rojo descolorido y grandes desconchones. Encima de la puerta, había un balcón, con baranda de hierro negro y macetas de geranios rojos, blancos y lila. La puerta era de madera pintada de marrón, y las ventanas, estrechas y altas, estaban protegidas, por fuera, por persianas de madera de un verde pasado y, por dentro, por visillos grisáceos.
Nadie sabía a ciencia cierta quién vivía allí. O nadie quería saberlo. Lo cierto es que el o los habitantes del hotelito no se dejaban ver. Sí a veces se veía entrar y salir gente pero siempre a horas muy tempranas o muy tardías. Para que no los reconocieran, inventaban todos los trucos posibles para pasar inadvertidos, siendo el más frecuente el disfraz.
Era, pues, lo que podría llamarse un hotelito misterioso que ya no llamaba la atención de nadie, acostumbrado como estaba todo el mundo a verlo así, siempre silencioso, aparentemente deshabitado, aislado y gris. Tampoco causaba ya escándalo alguno, si es que lo había causado alguna vez, aunque suscitara algún susurro. Pero no, ya ni se susurraba siquiera. Los mayores lo sabían, pero no hablaban de ello. Y los muchachos iban deduciéndolo poco a poco hasta que, casi todos, llegaban por su cuenta al descubrimiento final.
Manolo había ido enterándose poco a poco del secreto de aquella casa. Había ido coligiéndolo de medias frases pronunciadas entre risitas de suficiencia y miradas de entendimiento de sus compañeros de clase, o deduciéndolo de reiteradas alusiones veladas hechas en casa por sus padres o por los vecinos, así como de ciertas insinuaciones de su amigo más íntimo, aquél con el que iba a tocarse al retrete del colegio. Y, en cuanto sospechó de lo que pasaba allí dentro, no hizo otra cosa que pensar en el modo de comprobar la verdad.
Todos los días, al ir y venir del colegio, daba un rodeo para pasar por delante del hotelito, bien pegado al muro revocado de cemento gris, por si oía alguna voz, algún suspiro. Al llegar delante de la cancela, que solía estar entreabierta, lanzaba una mirada furtiva hacia el jardín, hacia la puerta de madera pintada de marrón oscuro, hacia la ventana, velada por un visillo, que había junto a la puerta: nada, no veía nada. En pleno invierno, cuando anochece tan temprano, veía tan solo el resplandor de una luz encendida en la planta baja que se filtraba por las persianas cerradas y también, cuando estaba encendida, la luz de la lámpara colgada ante la imagen de la Virgen, allí, junto a la puerta. Pero nada más. Después, cuando los días se alargaban, ni siquiera eso: sólo la lámpara de la Virgen que, a veces, incluso de día, permanecía encendida.
Hasta que, una tarde, su madre, que estaba en la cocina preparando la cena, le llamó y le dijo:
—Manolito, tendrías que ir un momento a la panadería a por pan —y le dio el dinero para que lo comprara.
Manolo se puso el abrigo, se caló la gorra y salió corriendo escaleras abajo hacia la panadería. Pensaba: «Esta es una hora nueva, nunca he pasado por delante del hotelito tan tarde y tan oscuro» y, dando el consabido rodeo, se precipitó hacia la calle del hotelito. Una vez allí, menguó el paso y, como de costumbre, se arrimó lo más posible al muro que protegía el jardín, como si arrimándose a él pudiera captar la verdad entera del secreto.
La calle estaba casi desierta, porque había humedad y hacía frío. De los balcones y ventanas iluminados de las casas del vecindario provenía el rumor de las radios encendidas. Justo cuando Manolo pasaba delante de la cancela, ésta se abrió chirriando y del jardín saltó a la calle una sombra, un muchacho alto como él, que, en cuanto puso los pies en la acera, echó a correr con todas sus fuerzas. Manolo no pudo esquivarlo, la sombra dio de bruces con él y los dos se cayeron al suelo.
—Pero ¿qué haces, pedazo de idiota?, —gritó Manolo, y luego, al ver la cara del que había chocado con él medio iluminada por la luz de un farol, añadió sorprendido—: ¡Pero si eres Pepe!
Pepe le dijo entre dientes: «Cállate imbécil» y se puso de pie todo aturullado.
—Yo me callo —dijo Manolo levantándose también y comprendiendo que tenía la situación en el puño—, pero tú tienes que decirme si es verdad lo que dicen.
Pepe bajó los ojos, enrojeció un poco, y repuso:
—Sí, es verdad.
Hubo un silencio. Manolo tenía la boca seca.
—Dime, ¿se pasa bien? —preguntó con un hilo de voz.
Más tranquilizado, Pese repuso:
—Se pasa bomba.
Otro silencio embarazoso. Finalmente, Manolo se decidió:
—Dime, ¿cómo hay que hacer?
—Nada, tú entras en el jardín. Si la lamparilla de la Virgen está apagada, quiere decir que no es el momento oportuno, si la lamparilla está encendida, sigues adelante, subes las escaleras y tocas el timbre. Lo demás…, lo demás no te lo cuento porque tengo prisa. Mis padres…
—Sí, también yo tengo prisa —y ya se disponía a salir arreando, cuando Pepe le cogió por el brazo.
—Oye —le dijo, mientras le sonreía—, ni una palabra a nadie, ¿eh?
—De acuerdo —dijo Manolo y salió de estampida a comprar el pan.
Cuando volvió a pasar delante del hotelito camino de su casa, vio que la lamparilla de la Virgen estaba apagada.
—Vaya, se ve que tienen mucho que hacer esta noche —dijo para sí sonriendo y echó a correr hacia su casa.
Ahora que sabía que era verdad lo que había llegado a deducir y que conocía el sistema para entrar en el hotelito, Manolo se decía que tenía que probarlo, que tenía que decidirse. Por las noches, le costaba mucho trabajo dormirse y no hacía más que tocarse sin llegar a nada concreto, porque no sabía muy bien cómo se hacía para relajar la tensión, y, por las mañanas, amanecía todo mojado y muy nervioso. La decisión la había tomado, pero tenía que esperar el momento favorable para llevarla a cabo, es decir, debía esperar a tener unas horas libres, fuera del control de su familia. Mientras tanto, todos los días, aunque sabía que no podía seguir adelante, porque en casa le estaban esperando, pasaba por delante del hotelito, dando el consabido rodeo, pero ahora con la curiosidad de saber si la lamparilla de la Virgen estaría encendida o apagada y fantaseando sobre el día en que coincidirían las dos condiciones necesarias para cumplir su deseo: que la lamparilla estuviera encendida y que él pudiera llegar a su casa más tarde que de costumbre. Cuando encontraba la lamparilla apagada, Manolo se desesperaba y se decía: «Verás que el día en que tengas tiempo, zas, la lamparilla estará apagada y no podrás entrar».
Finalmente, un día se presentó la ocasión propicia. Su madre, cuando Manolo salía de casa, le dijo:
—Ah, Manolín, se me olvidaba decirte que, cuando vuelvas, no nos encontrarás. Tenemos que ir a visitar a la tía Emilia que no está muy bien y como vive tan lejos… Pero no te preocupes, para la hora de la cena estaremos de vuelta.
—Oquei —dijo Manolo y salió de estampida escaleras abajo con el corazón que casi se le salía por la boca.
Pasó toda la tarde pensando en la salida. En clase, buscaba la mirada de Pepe para hacerle cómplice de su aventura, pero, desde el día del topetazo, Pepe más bien le esquivaba, de modo que Manolo tuvo que vivir aquellas horas preliminares al gran descubrimiento completamente solo, como les suele ocurrir a los héroes.
Llegó por fin la hora de salir, y Manolo se sorprendió a sí mismo bajando las escaleras, atravesando el vestíbulo y saliendo a la calle despacio, como si nunca hubiera tenido prisa, como si no hubiera estado nervioso toda la tarde a la espera de aquel momento. Una vez en la calle, se detuvo ante todas las tiendas, contempló los escaparates de las mercerías, de las tiendas de ultramarinos, de las tahonas, leyó los menús de los restaurantes, examinó con interés las frutas y las verduras de las verdulerías, se extasió ante las medicinas expuestas en las farmacias, estúpidamente, con la voluntad inconsciente de retrasar aquel gran momento, tal vez con miedo de dar aquel paso. Finalmente, y a pesar de su remoloneo, llegó ante la verja del jardín. Anochecía, y los faroles de la calle aún no se habían encendido. Todo estaba inmerso en una especie de baño azul. Levantó los ojos y miró hacia el interior del jardín; el corazón le dio un vuelco, la lamparilla estaba encendida. Titubeó aún unos instantes, miró a ambos lados de la calle, le pareció que estaba desierta, luego, de pronto, como si huyera del exterior, entró corriendo en el jardincillo, cruzó con dos o tres zancadas el sendero, de un salto subió los escalones y, al llegar ante la puerta, pulsó el timbre. Por un instante no ocurrió nada; luego, al cabo de lo que a Manolo le pareció una eternidad, se apagó a la vez la lamparilla de la Virgen y se abrió la cerradura, accionada eléctricamente desde dentro. Manolo empujó la puerta de madera marrón oscuro y penetró en el recibidor del hotelito. La puerta se cerró automáticamente a sus espaldas.
El recibidor era casi cuadrado y tenía el suelo de parqué deslucido. Las paredes eran de un blanco amarillento y, en ellas, colgados, había grandes grabados sobre temas mitológicos con marcos dorados. Adosado a la pared de la izquierda, había un arcón Renacimiento con un jarro de latón opaco encima, que contenía varias plantas de ésas que parecen plumas, todas blancas y ligeramente polvorientas. A la derecha, dos silloncitos de badana y, entre ellos, una mesita moruna con un juego de cenicero y de cerillas también de latón. Del centro del techo colgaba una lámpara de brazo con seis tulipas de vidrio opaco de las que en sólo tres lucían sendas bombillas que iluminaban la estancia. Al fondo, se veía el arranque de una escalera a cuyos lados había dos puertas de madera pintada de marrón oscuro.
Manolo estaba allí, perplejo, quieto, a un paso de la puerta, cuando de improviso el corazón le dio un vuelco: de una de las puertas junto a la escalera, apareció una figura encapuchada y vestida con un sayo marrón. Por un momento Manolo, asustado, pensó que lo mejor era escapar corriendo y dejarse de aventuras, pero, después, al ver que la figura le saludaba ceremoniosamente, inclinándose, al tiempo que con una mano le hacía señas de que se aproximara, fue acercándose lentamente a ella, como fascinado. Manolo se acercaba paso a paso al encapuchado, quien le mostraba ahora la puerta por la que había salido invitándole a pasar. Finalmente, Manolo llegó ante ella, entró y se encontró en una habitación de paredes de un verde desvaído, con dos ventanas, una al jardín y otra al breve pasillo que había entre éste y la pared sin aberturas del edificio adyacente. En la pared de la derecha, había un gran armario oscuro de dos cuerpos; junto a él, otra puerta de madera, también oscura, y, encima de ella, enmarcada en un cuadro dorado, una gran estampa a colores del Sagrado Corazón de Jesús. La habitación estaba suavemente iluminada por unos apliques de dos brazos, de latón, que tenían pequeñas pantallas de falso pergamino, y, en el centro, había una cama estrecha con sólo la sábana inferior, blanquísima y una almohada de funda, inmaculada también. A los pies de la cama y adosado al muro, junto a la ventana que daba al jardín, había un espejo de cuerpo entero.
Manolo, despacito, llegó hasta la cama y se detuvo. En aquel momento, el encapuchado, que le había seguido después de cerrar la puerta, le cogió el abrigo por el cuello invitándole a quitárselo. Cuando Manolo se quedó sin abrigo y sin chaqueta, el encapuchado pasó al otro lado de la cama y con un gesto indicó a Manolo que se quitara los zapatos. Manolo se sentó en el borde de la cama, se quitó los mocasines y se quedó quieto, con los pies enfundados en los calcetines, apoyados en una alfombrita de pelo de oveja. Entonces, el encapuchado, muy suavemente, le tomó por los hombros, le hizo girar ligeramente, le pasó un brazo por debajo de las rodillas y le tendió boca arriba en la cama, con la cabeza apoyada en la almohada. Manolo permaneció así, tenso como un cuchillo, con los ojos abiertos, mirando al techo, las piernas apretadas una contra otra, los puños cerrados junto a los muslos, la punta de los pies hacia arriba.
El encapuchado, que emanaba un vago perfume a espliego, levantó un brazo, estiró la mano bien abierta encima de los ojos de Manolo y empezó a moverla circularmente, muy despacio, para hacérselos cerrar. Luego, una vez que Manolo los hubo cerrado, se puso a acariciarle levemente, casi sin tocarlo, primero el cuello y los hombros, luego el pecho, después el vientre y más tarde los muslos y las piernas. Poco a poco, la tensión de Manolo fue desapareciendo; abrió los puños, relajó las piernas, inclinó los pies a izquierda y derecha, emitió un suspiro y reclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Es la primera vez que vienes, verdad? —dijo en un susurro el encapuchado, sin dejar de acariciarle.
Manolo asintió con la cabeza, sin abrir los ojos.
—Relájate, no tengas miedo, y, si no quieres que sigamos, eres libre de marcharte.
Manolo no dijo nada.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó en un murmullo.
—Quince —repuso Manolo.
Manolo se había relajado del todo. Ahora sentía más fuerte la presión de la mano sobre su cuerpo a través de la camisa, de la tela áspera de los pantalones, de los calcetines. Manolo sintió que el encapuchado le estaba desatando la correa, que le desabotonaba la pretina, que le descorría la cremallera de la bragueta y que separaba bien separadas las dos partes de la misma. Después, sintió su mano que le acariciaba el miembro a través de los calzoncillos y que, con los dedos, le presionaba levemente los testículos. Se sintió enrojecer. Una especie de llamarada ascendía por su cuerpo desde el bajo vientre hasta la raíz de los cabellos. Tenía los ojos entornados y los labios, encarnadísimos, entreabiertos en una sonrisa involuntaria.
Ahora Manolo sentía que una de las manos del encapuchado buscaba, a través de la camisa, uno de sus pezones y que, al encontrarlo, se lo acariciaba y se lo pellizcaba, mientras, con la otra mano, seguía sobándole el miembro, los testículos, la entrepierna. Luego, dejó de acariciarle, y Manolo sintió que le estaba desabrochando la camisa, que se la abría completamente y que seguía pellizcándole los pezones hasta que se los puso tan turgentes que casi le hacían daño.
Manolo sentía su miembro erecto, a punto de reventar dentro del slip ajustadísimo. Se retorcía involuntariamente, Hubiera querido quitarse del todo los pantalones, el slip y los calcetines: quedarse desnudo del todo. Pero no se movió, prefería dejarse hacer, sufrir aquella especie de violencia relativa, porque era querida, pero que, a pesar de todo, le hacía convertirse en víctima, víctima de un rito en el que el dios y el sacrificado eran al mismo tiempo su cuerpo, pero sobre todo su miembro; porque no cabía duda de que, para el encapuchado, su cuerpo, su miembro, eran ocasión de placer, el placer de la curiosidad nunca satisfecha de la piel del otro, de los órganos del otro, el placer pura y simplemente de dar placer, y por eso Manolo, en sus manos, se sentía como una cosa, aunque sintiera también al encapuchado como una cosa para él; una cosa cuya misión era dar placer, dándoselo a él.
El encapuchado dejó de acariciarle por un momento. Manolo sintió sus dos manos pasar por debajo de su cintura, tirar de su cuerpo hacia arriba hasta arqueárselo ligeramente, agarrarle la pretela de los pantalones y del slip y tirar a la vez hacia abajo para descubrirle las piernas hasta debajo de las rodillas. Manolo volvió a recostarse en la cama y separó lo más que pudo las piernas. Ahora sentía que el encapuchado le cogía el miembro con dos dedos y que empezaba a mover la piel del mismo, lentamente, hacia arriba y hacia abajo, mientras con la otra seguía acariciándole el cuello, las axilas, el pecho, el ombligo, la entrepierna, los muslos y los pies a través de los calcetines. Manolo se encontró, sin querer, empujando las ancas hacia arriba y hacia abajo. Entonces, el encapuchado le cogió el miembro con toda la mano y aumentó el ritmo del movimiento hacia arriba y hacia abajo.
Manolo se sentía gemir quedamente y empezó a agitar la cabeza de un lado para otro en el almohadón y se decía que aquello era insoportable, que no lo resistiría, pero resistía porque, cuanto más se movía, más sentía dentro del miembro algo que pugnaba por abrirse paso. Entonces, el encapuchado detenía por un momento el ritmo de la mano, o lo disminuía. Finalmente, Manolo dijo con voz ronca y casi hipando:
—Dale, dale, por favor.
El encapuchado detuvo una vez más el movimiento de la mano, acarició muy lentamente el cuerpo de Manolo, como si se despidiera de él, y súbitamente reanudó otra vez con velocidad creciente el movimiento de la mano, aunque ahora casi sin apretarle el miembro.
Manolo agarraba la sábana con las manos y sentía que aquella cosa que pugnaba por salir dentro de su miembro, se abría paso, pulsionaba las paredes del músculo endurecido y finalmente salía al exterior en uno, dos, tres, innumerables chorros de líquido caliente que fueron a caer sobre su pecho y sobre su vientre. La mano del encapuchado siguió moviéndose un poco todavía, como si quisiera exprimirle bien. Luego, Manolo sintió que le secaba el cuerpo con una toalla de hilo suave que después dejó sobre sus muslos, extendida. Entonces, Manolo oyó su voz, como siempre, en un susurro, que le preguntaba:
—¿Fumas?
Manolo asintió con la cabeza y el encapuchado le puso entre los labios un cigarrillo ya encendido.
Manolo seguía sin abrir los ojos. Cogió el cigarrillo con la mano, dio una chupada y expelió el humo. Así permaneció unos instantes. Se preguntaba qué tenía que hacer, cómo debía comportarse, y sentía cierta vergüenza de saberse desnudo y observado por otro que, después del orgasmo, había pasado a ser una persona ajena, desconocida, tal vez incluso fastidiosa, cuando no amenazadora. Finalmente, cuando se decidió a abrir los ojos, vio que estaba solo en la habitación. Por un momento, temió que el encapuchado volviera a entrar, que quisiera hablar con él, que le atosigara a preguntas. Pero pasó el tiempo y el encapuchado no aparecía. Entonces, se vio a sí mismo en el espejo adosado al muro, a los pies de la cama; se vio la planta de los pies con los calcetines azules, los pantalones arrugados por debajo de las rodillas, que impedían que los muslos se reflejaran en el espejo, la mancha blanca de la toalla sobre el bajo vientre; más al fondo, la mancha rosada del pecho con los dos pezones todavía duros y, allá, más lejos, su cabeza reclinada en la almohada y su mano que sostenía el cigarrillo a la altura de los labios. Permaneció así todavía un buen rato, tranquilizado por la soledad, hasta que empezó a sentir un poco de frío en los pies y en el pecho desnudo. Entonces, se levantó, se vistió nuevamente, se puso la chaqueta y el abrigo y salió al recibidor, con el temor de encontrarse allí al encapuchado, esperándole para hablar y conocerse mejor. Pero no, no había nadie. Atravesó el recibidor en absoluto silencio y llegó junto a la puerta, al lado de cuyo marco estaba el pulsante para abrir automáticamente la cerradura. Lo pulsó, la cerradura saltó con un crujido seco, y Manolo abrió la puerta y salió al rellano. La lamparilla de la Virgen se encendió cuando la puerta se cerró a espaldas de Manolo, quien saltó los cuatro escalones y, al igual que su amigo Pepe el día del topetazo, salió corriendo furtivamente a la calle.
Muchas más veces volvió Manolo al hotelito. Incluso cuando, mejorada su situación económica, la familia decidió comprar un pisito en la parte alta de la ciudad y regalarle incluso un scooter. Manolo, que ya frecuentaba una Escuela Técnica, tenía ahora mucha más libertad de movimiento y solía visitar el hotelito por lo menos dos veces por semana. Muchas veces, es cierto, habrá vuelto Manolo al hotelito, pero nunca cruzó con el encapuchado más allá de un par de frases y siempre relacionadas con el rito, siempre igual, aunque jamás repetido. La escena era siempre la misma: la lamparilla ante la Virgen, encendida; la llamada al timbre, el salto automático de la cerradura; el recibidor con sillones de badana; la figura del encapuchado, discreta y cortés, con un aire algo burlón, junto a la puerta de la habitación en que estaba la cama; la estampa del Sagrado Corazón de Jesús… Y Manolo, siempre con aquel sentimiento de miedo y fascinación, siempre, incluso pasados los años, ya próximo al servicio militar, con la misma agitación que el primer día; y, cuando llegaba junto a la cama, se hacía quitar el abrigo o la chaqueta, dejaba que el encapuchado le tumbara en la cama, le desabotonara la camisa y los pantalones y le bajara la cremallera, sólo que ahora se dejaba desnudar del todo. Lo que mayor sensación le causaba era que el encapuchado le quitaba los calcetines y quedada descalzo. Se decía que un hombre sólo está realmente desnudo cuando va descalzo. El encapuchado le acariciaba los pies descalzos e introducía los dedos de la mano entre los dedos de los pies de Manolo y se los abría. Entonces, al final, una vez cumplido el rito y después de que el encapuchado le hubiera secado como de costumbre con una toalla de hilo y cubierto los muslos con la misma, Manolo fumaba el consabido cigarrillo y, al cabo de un buen rato, abría los ojos y se veía en el espejo de en frente, de escorzo y desnudo, sólo con aquella púdica toalla blanca sobre el vientre, que muchas veces parecía un ropaje renacentista de quién sabe qué Deposición. Y Manolo permanecía así, fumando, hasta que, como la primera vez, sentía un escalofrío en el cuerpo desnudo, se vestía y salía. Nunca había nadie; hacía saltar la cerradura automática y, luego, de una zancada, bajaba los escalones y salía al jardín, ahora ya sin correr, porque ya era mayor. Iba hacia la cancela, miraba a ambos lados de la calle y, con aire desenvuelto, echaba a andar hacia el scooter. La calle seguía siendo húmeda y estrecha, pero ya habían derribado el otro hotelito y se decía que poco faltaba para que derrumbaran aquél, porque el Ayuntamiento se lo había quedado o, ¿quién sabe?, una gran Inmobiliaria para construir en el solar Dios sabe qué horror.
Un día, Manolo tuvo que ir a hacer el servicio militar lejos de su ciudad natal y, cuando volvió, se encontró con el hotelito aún en pie, pero sin nadie dentro; la verja de hierro, por primera vez, completamente cerrada y la lamparilla de la Virgen apagada; las persianas, cerradas; los geranios, mustios; los rosales más macilentos que nunca. Y Manolo sintió una gran tristeza.
el pastorcillo (relato)
La idea se le ocurrió de repente un mediodía de junio. Tenía poco más de dieciséis años y era de tez morena, delgado, no muy alto, con el pelo negrísimo y revuelto, y unos ojos enormes, oscuros como el carbón, llenos de malicia y de inteligencia. Uno de los pocos placeres, por no decir el único, de su solitaria vida de prematuro rabadán era masturbarse y se había masturbado de todas las maneras posibles, en todas las posturas imaginables, buscando las ayudas más extravagantes. Había intentado meter la polla en las grietas de los troncos de los árboles, en el coño de las ovejas y de las cabras, había querido darle por el culo al perro que le acompañaba y que le ayudaba a custodiar el rebaño, incluso había intentado, sin lograrlo a pesar de su delgadez y flexibilidad, doblarse sobre sí mismo, una vez desnudo y tendido en el suelo, para meterse la polla en la boca y chupársela; pero las grietas de los troncos de los árboles eran secas y astillosas y le herían, el coño de las ovejas de las cabras demasiado grande y blando, y, por lo que respecta al perro, se le había revuelto, rugiendo amenazador, al primer conato, así que sólo le quedaban las manos, que utilizaba con gran sabiduría y asiduidad, mientras seguía buscando la manera de aumentar su solitario placer. Hasta que, aquel mediodía, le vino como un relámpago la gran idea, una idea que pronto se convirtió en una obsesión más que excitante por lo que tenía de arriesgada y de pavorosa: conseguir que una serpiente le mamara, una de aquellas bichas largas y negras, que veía reptar ondulantes por el verde de los pastos. Una de ellas parecía tener su cubil al pie de una de las paredes de la choza que le servía a él de cobijo durante la buena estación, cuando pasaba semanas enteras completamente solo, comiendo pan duro, queso y cebollas y bebiendo la leche de los animales que él mismo ordeñaba, entre una visita y otra que le hacía el capataz para llevarle provisiones frescas y ver cómo andaba el rebaño.
Muchas veces había oído contar que a las serpientes les gusta la leche de mujer y que, cuando una mujer que amamanta a su hijo se duerme, corre el riesgo de despertarse con una serpiente con la boca pegada a uno de los pezones mamando la leche mientras, astutamente, tiene la cola introducida en la boca del niño para que éste, engañado, la tome por el pecho de su madre y no llore. Y se decía que, si las serpientes se pegan a los pezones de las mujeres para mamarlos, ¿por qué no podían mamarle el capullo en busca de su leche?
Nunca había tocado una serpiente viva, pero sabía que eran frías y escurridizas, y la idea de que alguna pudiera meterse su polla en la boca le producía repeluznos, pero al mismo tiempo le excitaba hasta tal punto que, cuando lo pensaba, el carajo se le enderezaba inmediatamente sin que tuviera que estimularlo.
Decidió llevar a cabo su idea aquel mismo mediodía, y, al igual que un buen estratega estudia todas las eventualidades y prevé todas las dificultades que puedan oponerse a la operación militar que ha decidido emprender, empezó a considerar las que podían trabar la realización de su proyecto para tratar de superarlas una a una.
Contaba con un único factor favorable y positivo: sabía que una serpiente se cobijaba allí en la choza. Aquel animal sería, pues, el sujeto de su experimento, y se dijo que lo primero que tenía que hacer era conquistar su confianza, darle a entender que no pretendía causarle daño alguno, lograr que no se asustase al verle y que se le acercase sin temor alguno. Para crear este clima de confianza decidió, muy justamente, que el medio más idóneo era procurar comida a la bicha. Para ello cazó moscas y otros insectos que, debidamente mutilados de alas o patas para que no pudieran escapar, empezó a depositar todos los días en el mismo lugar en el interior de la choza.
Pasaron varios días sin que la serpiente abocase. Los insectos permanecían en el suelo, moribundos, y él los cambiaba por otros frescos. Finalmente, un día, cuando fue a cambiar los insectos viejos, no los encontró. Supuso que la serpiente había aceptado la comida que le ofrecía. Así, durante más de una semana, siguió cazando insectos y poniéndolos siempre en el mismo sitio: puntualmente desaparecían. Entonces, depositó los insectos a una hora determinada y, si la bicha no acudía a comérselos pasado cierto tiempo, los quitaba y no los reponía hasta el día siguiente a la misma hora. De este modo, intentaba hacer comprender al reptil cuándo debía ir a buscar la comida: después de mediodía y no más tarde de las dos.
Una vez conseguido esto, se dijo que tenía que saber si a la bicha le gustaba su leche. Sabía, por haberlo oído decir, que la leche de mujer es dulzona, mientras que, por experiencia, ya que por curiosidad la había probado más de una vez, sabía que la suya era más bien ácida. Era, pues, posible que a la serpiente no le gustase y, para resolver esta incógnita, una vez depositados los insectos en el lugar y hora habituales, se corrió encima de ellos. A la serpiente no pareció desagradarle el aditamento porque, a pesar del mismo, comió los insectos. Durante varios días repitió la operación y se corrió encima de los animalitos: la bicha siguió comiéndolos. Pero él quería estar seguro de que al reptil le gustaba su leche por sí misma y un día no se hizo la paja encima de los insectos: éstos, secos, se quedaron en el suelo, intactos; el reptil no se los había comido. Al día siguiente volvió a bañarlos con su leche y la bicha se los comió de nuevo. Esto le animó muchísimo y le excitó sobre manera: a la serpiente le gustaba tanto su leche que rechazaba la comida cuando no la condimentaba con ella. Decidió que había llegado el momento de entrar en escena.
Al día siguiente, se desnudó, se hizo la consabida paja encima de los insectos y se sentó en una desvencijada silla cerca de ellos, con la polla tiesa aún. Pasó más de una hora excitadísimo esperando, pero, aunque sentía moverse al reptil entre los sacos y los aperos amontonados junto a la pared, la bicha no compareció. Entonces, él retiró los insectos y, al día siguiente, repitió la maniobra: puso los insectos en el suelo, los empapó con su leche y se sentó, desnudo e inmóvil, a esperar. Al cuarto o quinto día, la bicha pareció haber comprendido que nada tenía que temer del muchacho porque se atrevió a salir de su escondrijo, se acercó cautelosamente a los insectos, contempló fijamente con sus ojillos, que parecían dos cabezas de alfiler, al pastorcillo y, de repente, se abalanzó sobre los insectos y se los tragó. Luego desapareció raudamente. Al cabo de unos días, el reptil se había acostumbrado de tal modo a la presencia del muchacho que, poco después de sentarse él en la silla, desnudo y con la polla tiesa, porque, a pesar de haberse hecho la paja, seguía muy excitado, aparecía reptando y se comía los insectos sin prisa y sin temor.
Entonces, el chico pensó que había llegado la hora de dar un nuevo e importante paso: no se hizo la paja encima de los insectos, pero se sentó igualmente en la silla, desnudo y con el carajo tieso. Cuando llegó la culebra reptando y encontró los insectos sin el condimento al que se había habituado, permaneció perpleja ante ellos sin comérselos. Entonces, el muchacho se levantó despacito de la silla mientras se masturbaba rápidamente. La bicha, asustada, escapó como un rayo. El pastorcillo se acercó a los insectos y se corrió encima de ellos. Luego volvió a sentarse en la silla y se quedó quieto. Al cabo de un rato, la bicha apareció de nuevo, se acercó con cautela a los insectos y los devoró. Después, se alejó rápidamente.
El muchacho repitió la escena varios días hasta que consiguió que la bicha permaneciera inmóvil, no lejos de los insectos, esperando que él se corriera encima de los mismos. Después, él se sentaba en la silla, el reptil devoraba la comida y se iba.
Prosiguieron así durante días. Ahora la bicha le esperaba como un perro: contemplaba inmóvil al muchacho desnudo que ponía los insectos en el suelo, se hacía la paja, se corría encima de ellos y se iba a sentar en la silla. La serpiente entonces se acercaba, comía los insectos y se marchaba.
Temblando de excitación y al mismo tiempo de miedo, el muchacho decidió dar el paso último y definitivo. Entró en la choza desnudo y con la polla tiesa, como siempre: la serpiente le esperaba. Puso los insectos en el suelo, pero no se hizo la paja, sino que, con el carajo rojo y pulsante, fue a sentarse en la silla. La bicha se acercó a la comida, pero no la cató. Esperó un poco y, viendo que el pastorcillo no se levantaba para verter su leche sobre los insectos, se fue sin tocarlos.
Al día siguiente, el muchacho hizo lo mismo, pero, cuando el reptil estaba a punto de marcharse, se levantó y empezó a masturbarse encima de los insectos. La serpiente se quedó quieta, como ahora tenía ya por costumbre, esperando la caída del condimento sin el cual no tocaba la comida, pero de pronto el muchacho dejó de masturbarse y se quedó inmóvil, plantado, con la polla descapullada, hinchada, roja, latiente. La serpiente le contemplaba con la cabeza ligeramente levantada del suelo. De repente, la culebra se empinó, se fue enderezando poco a poco sobre la cola mientras oscilaba el cuerpo de un lado a otro amenazadoramente. El pastorcillo temblaba: las cosas estaban yendo como él había previsto y deseaba, pero ahora que tenía a la bicha, negra y reluciente, erguida como una vara, allí enfrente, dispuesta a saltarle encima, casi casi le entraban ganas de dejarlo correr todo y largarse antes de que fuera demasiado tarde. Pero el deseo de realizar lo que había imaginado pudo más que su miedo y, con ligeros empujones de los riñones, el muchacho empezó a ofrecer la polla al reptil.
Su excitación era tan grande, que del agujero del carajo comenzó a brotarle un líquido incoloro y denso que pronto formó un delgado hilillo que llegaba casi hasta el suelo. Esto pareció decidir a la culebra que, con un salto, se abalanzó sobre la polla del pastorcillo, se la tragó y empezó a mamarla.
El pastorcillo dio un grito de terror, pero se quedó quieto, como si estuviera clavado en el suelo. Sentía la polla aprisionada en aquella boca fría y profunda y los minúsculos dientecillos del reptil cerrados sobre la piel de su miembro que había literalmente desaparecido dentro de las fauces de la serpiente, de manera que el cuerpo de ésta parecía que fuera un carajo nuevo, negro y escurridizo, que le nacía del escroto y del pubis, mientras se sentía mamar con una fuerza indecible, como si la bicha quisiera sorberle todo el cuerpo. Entre repeluznos, mugidos de placer y espasmos, el muchacho se corrió dentro de la boca de la serpiente, la cual, una vez que hubo tragado la leche, abandonó la polla, se dejó caer al suelo y se alejó lentamente, sin tocar los insectos.
El muchacho permaneció unos instantes de pie, quieto, con los puños y los ojos cerrados, las mandíbulas contraídas, todo el cuerpo rígido y la polla, tiesa aún, veteada por las huellas de los dientes del reptil. Luego, de repente, se dejó caer al suelo y empezó a revolcarse, sollozando y riendo al mismo tiempo, mesándose los cabellos, arañándose el cuerpo, dando puntapiés al aire. El placer había sido demasiado intenso y la repugnancia, el miedo, el terror de sentir el reptil agarrado a su cuerpo, de sentirse comido por la serpiente, demasiado grandes, y ahora la tensión contenida se desencadenaba incontrolable.
Poco a poco el pastorcillo fue calmándose hasta que se quedó inmóvil y desnudo en el suelo, tumbado boca arriba sobre los insectos que antes había depositado allí como cebo para la bicha, con una última sonrisa de beatitud en los labios y las mejillas llenas de lágrimas.
Al cabo de un rato abrió los ojos, se levantó y, mientras se vestía, trastabillando, se dijo que no debía volver a hacer aquello.
Durante el resto del día, la imagen de la serpiente chupándole la polla fue agigantándose en su imaginación hasta convertirse en una monstruosa anaconda capaz de tragarse todo su cuerpo para después digerirlo lentamente durante semanas o acaso meses, como había visto dibujado en una historieta que hacían aquellas serpientes americanas con las vacas.
Aquella noche tuvo pesadillas espantosas en las que la bicha se convertía sucesivamente en una boa, una cobra, una coral y le inyectaba su mortal veneno en la punta misma del carajo, o bien la serpiente llamaba a otras serpientes y todas se abalanzaban sobre él y, mientras una de un mordisco le arrancaba el carajo, otra se le comía los cojones y una tercera se le metía por el culo, penetraba en los intestinos y le salía finalmente por la boca…
Se despertó a la aurora empapado en sudor. Luego, a medida que avanzaba la mañana, fue olvidando aquellos terrores para recordar tan sólo el intenso placer que había sentido. Hasta que llegó el mediodía y, con él, la hora en que la serpiente solía esperarle. Remoloneó un poco. Pensaba en la serpiente y se excitaba, pero al mismo tiempo un repeluzno de asco y de miedo le recorría la columna vertebral. Finalmente se decidió, diciéndose que debía saber si la bicha era capaz de mamarle la polla por su propia voluntad y no inducida por él y, con el carajo tieso, entró en la choza desnudo y se sentó en la silla, cerca de donde solía poner la comida para la bicha, pero esta vez sin dejar en el suelo insecto alguno.
Se estiró todo lo que pudo hasta que, medio tumbado en la silla, despatarró las piernas y dejó los brazos colgando, mientras, con los ojos bien abiertos, observaba los movimientos de la culebra que, como todos los días, le esperaba, inmóvil. La polla del chico, descapullada, latía entre sus piernas, gruesa y dura. La bicha empezó a acercársele lentamente y, cuando estuvo junto a sus pies, se detuvo y fue enderezándose, como el día anterior, sobre la cola. El chico permanecía quieto, con el estómago contraído, los pelos medio erizados y al mismo tiempo tan cachondo que no podía resistirlo.
La bicha dio un salto hacia delante, se tragó de nuevo la polla hasta tocar con la parte anterior de la boca el pubis del muchacho y empezó a mamar. El pastorcillo se debatía, hipaba, jadeaba, chillaba de placer y de miedo. Sin saber muy bien lo que hacía, se levantó y se encaramó en la silla. El reptil no le soltaba, seguía pegado al miembro del cual pendía completamente, y el muchacho sentía su peso vibrátil y tenso que tiraba hacia abajo de su carajo duro y tieso. Finalmente el chico dio un alarido y se corrió a chorros abundantísimos.
Como el día anterior, la bicha, una vez se hubo tragado la leche del pastorcillo, soltó la polla y se dejó caer al suelo. Luego se alejó reptando velozmente.
Al pastorcillo le daba vueltas la cabeza. Con dificultad bajó de la silla, con los ojos cerrados y aparentemente tranquilo. Después, se tumbó en el suelo, todo sudado y con el carajo tieso aún, y más rojo y veteado que el día anterior por los dientes de la bicha. Entonces empezó a temblar inconteniblemente y a castañetear los dientes. Tendido como estaba, boca arriba, se fue arrastrando por el suelo murmurando «soy una serpiente, soy una serpiente» hasta que llegó a la puerta de la choza y salió afuera. Allí, el aire y el sol le devolvieron poco a poco los sentidos. Ya no temblaba. Abrió los ojos, se contempló el torturado carajo y volvió a estremecerse y a excitarse pensando en la serpiente que lo había mamado. Después, se levantó, se lavó la cara en una jofaina, se vistió y fue a ver cómo estaba el rebaño que, como siempre a aquellas horas, se había quedado al exclusivo cuidado del perro.
Muchas veces había oído contar que a las serpientes les gusta la leche de mujer y que, cuando una mujer que amamanta a su hijo se duerme, corre el riesgo de despertarse con una serpiente con la boca pegada a uno de los pezones mamando la leche mientras, astutamente, tiene la cola introducida en la boca del niño para que éste, engañado, la tome por el pecho de su madre y no llore. Y se decía que, si las serpientes se pegan a los pezones de las mujeres para mamarlos, ¿por qué no podían mamarle el capullo en busca de su leche?
Nunca había tocado una serpiente viva, pero sabía que eran frías y escurridizas, y la idea de que alguna pudiera meterse su polla en la boca le producía repeluznos, pero al mismo tiempo le excitaba hasta tal punto que, cuando lo pensaba, el carajo se le enderezaba inmediatamente sin que tuviera que estimularlo.
Decidió llevar a cabo su idea aquel mismo mediodía, y, al igual que un buen estratega estudia todas las eventualidades y prevé todas las dificultades que puedan oponerse a la operación militar que ha decidido emprender, empezó a considerar las que podían trabar la realización de su proyecto para tratar de superarlas una a una.
Contaba con un único factor favorable y positivo: sabía que una serpiente se cobijaba allí en la choza. Aquel animal sería, pues, el sujeto de su experimento, y se dijo que lo primero que tenía que hacer era conquistar su confianza, darle a entender que no pretendía causarle daño alguno, lograr que no se asustase al verle y que se le acercase sin temor alguno. Para crear este clima de confianza decidió, muy justamente, que el medio más idóneo era procurar comida a la bicha. Para ello cazó moscas y otros insectos que, debidamente mutilados de alas o patas para que no pudieran escapar, empezó a depositar todos los días en el mismo lugar en el interior de la choza.
Pasaron varios días sin que la serpiente abocase. Los insectos permanecían en el suelo, moribundos, y él los cambiaba por otros frescos. Finalmente, un día, cuando fue a cambiar los insectos viejos, no los encontró. Supuso que la serpiente había aceptado la comida que le ofrecía. Así, durante más de una semana, siguió cazando insectos y poniéndolos siempre en el mismo sitio: puntualmente desaparecían. Entonces, depositó los insectos a una hora determinada y, si la bicha no acudía a comérselos pasado cierto tiempo, los quitaba y no los reponía hasta el día siguiente a la misma hora. De este modo, intentaba hacer comprender al reptil cuándo debía ir a buscar la comida: después de mediodía y no más tarde de las dos.
Una vez conseguido esto, se dijo que tenía que saber si a la bicha le gustaba su leche. Sabía, por haberlo oído decir, que la leche de mujer es dulzona, mientras que, por experiencia, ya que por curiosidad la había probado más de una vez, sabía que la suya era más bien ácida. Era, pues, posible que a la serpiente no le gustase y, para resolver esta incógnita, una vez depositados los insectos en el lugar y hora habituales, se corrió encima de ellos. A la serpiente no pareció desagradarle el aditamento porque, a pesar del mismo, comió los insectos. Durante varios días repitió la operación y se corrió encima de los animalitos: la bicha siguió comiéndolos. Pero él quería estar seguro de que al reptil le gustaba su leche por sí misma y un día no se hizo la paja encima de los insectos: éstos, secos, se quedaron en el suelo, intactos; el reptil no se los había comido. Al día siguiente volvió a bañarlos con su leche y la bicha se los comió de nuevo. Esto le animó muchísimo y le excitó sobre manera: a la serpiente le gustaba tanto su leche que rechazaba la comida cuando no la condimentaba con ella. Decidió que había llegado el momento de entrar en escena.
Al día siguiente, se desnudó, se hizo la consabida paja encima de los insectos y se sentó en una desvencijada silla cerca de ellos, con la polla tiesa aún. Pasó más de una hora excitadísimo esperando, pero, aunque sentía moverse al reptil entre los sacos y los aperos amontonados junto a la pared, la bicha no compareció. Entonces, él retiró los insectos y, al día siguiente, repitió la maniobra: puso los insectos en el suelo, los empapó con su leche y se sentó, desnudo e inmóvil, a esperar. Al cuarto o quinto día, la bicha pareció haber comprendido que nada tenía que temer del muchacho porque se atrevió a salir de su escondrijo, se acercó cautelosamente a los insectos, contempló fijamente con sus ojillos, que parecían dos cabezas de alfiler, al pastorcillo y, de repente, se abalanzó sobre los insectos y se los tragó. Luego desapareció raudamente. Al cabo de unos días, el reptil se había acostumbrado de tal modo a la presencia del muchacho que, poco después de sentarse él en la silla, desnudo y con la polla tiesa, porque, a pesar de haberse hecho la paja, seguía muy excitado, aparecía reptando y se comía los insectos sin prisa y sin temor.
Entonces, el chico pensó que había llegado la hora de dar un nuevo e importante paso: no se hizo la paja encima de los insectos, pero se sentó igualmente en la silla, desnudo y con el carajo tieso. Cuando llegó la culebra reptando y encontró los insectos sin el condimento al que se había habituado, permaneció perpleja ante ellos sin comérselos. Entonces, el muchacho se levantó despacito de la silla mientras se masturbaba rápidamente. La bicha, asustada, escapó como un rayo. El pastorcillo se acercó a los insectos y se corrió encima de ellos. Luego volvió a sentarse en la silla y se quedó quieto. Al cabo de un rato, la bicha apareció de nuevo, se acercó con cautela a los insectos y los devoró. Después, se alejó rápidamente.
El muchacho repitió la escena varios días hasta que consiguió que la bicha permaneciera inmóvil, no lejos de los insectos, esperando que él se corriera encima de los mismos. Después, él se sentaba en la silla, el reptil devoraba la comida y se iba.
Prosiguieron así durante días. Ahora la bicha le esperaba como un perro: contemplaba inmóvil al muchacho desnudo que ponía los insectos en el suelo, se hacía la paja, se corría encima de ellos y se iba a sentar en la silla. La serpiente entonces se acercaba, comía los insectos y se marchaba.
Temblando de excitación y al mismo tiempo de miedo, el muchacho decidió dar el paso último y definitivo. Entró en la choza desnudo y con la polla tiesa, como siempre: la serpiente le esperaba. Puso los insectos en el suelo, pero no se hizo la paja, sino que, con el carajo rojo y pulsante, fue a sentarse en la silla. La bicha se acercó a la comida, pero no la cató. Esperó un poco y, viendo que el pastorcillo no se levantaba para verter su leche sobre los insectos, se fue sin tocarlos.
Al día siguiente, el muchacho hizo lo mismo, pero, cuando el reptil estaba a punto de marcharse, se levantó y empezó a masturbarse encima de los insectos. La serpiente se quedó quieta, como ahora tenía ya por costumbre, esperando la caída del condimento sin el cual no tocaba la comida, pero de pronto el muchacho dejó de masturbarse y se quedó inmóvil, plantado, con la polla descapullada, hinchada, roja, latiente. La serpiente le contemplaba con la cabeza ligeramente levantada del suelo. De repente, la culebra se empinó, se fue enderezando poco a poco sobre la cola mientras oscilaba el cuerpo de un lado a otro amenazadoramente. El pastorcillo temblaba: las cosas estaban yendo como él había previsto y deseaba, pero ahora que tenía a la bicha, negra y reluciente, erguida como una vara, allí enfrente, dispuesta a saltarle encima, casi casi le entraban ganas de dejarlo correr todo y largarse antes de que fuera demasiado tarde. Pero el deseo de realizar lo que había imaginado pudo más que su miedo y, con ligeros empujones de los riñones, el muchacho empezó a ofrecer la polla al reptil.
Su excitación era tan grande, que del agujero del carajo comenzó a brotarle un líquido incoloro y denso que pronto formó un delgado hilillo que llegaba casi hasta el suelo. Esto pareció decidir a la culebra que, con un salto, se abalanzó sobre la polla del pastorcillo, se la tragó y empezó a mamarla.
El pastorcillo dio un grito de terror, pero se quedó quieto, como si estuviera clavado en el suelo. Sentía la polla aprisionada en aquella boca fría y profunda y los minúsculos dientecillos del reptil cerrados sobre la piel de su miembro que había literalmente desaparecido dentro de las fauces de la serpiente, de manera que el cuerpo de ésta parecía que fuera un carajo nuevo, negro y escurridizo, que le nacía del escroto y del pubis, mientras se sentía mamar con una fuerza indecible, como si la bicha quisiera sorberle todo el cuerpo. Entre repeluznos, mugidos de placer y espasmos, el muchacho se corrió dentro de la boca de la serpiente, la cual, una vez que hubo tragado la leche, abandonó la polla, se dejó caer al suelo y se alejó lentamente, sin tocar los insectos.
El muchacho permaneció unos instantes de pie, quieto, con los puños y los ojos cerrados, las mandíbulas contraídas, todo el cuerpo rígido y la polla, tiesa aún, veteada por las huellas de los dientes del reptil. Luego, de repente, se dejó caer al suelo y empezó a revolcarse, sollozando y riendo al mismo tiempo, mesándose los cabellos, arañándose el cuerpo, dando puntapiés al aire. El placer había sido demasiado intenso y la repugnancia, el miedo, el terror de sentir el reptil agarrado a su cuerpo, de sentirse comido por la serpiente, demasiado grandes, y ahora la tensión contenida se desencadenaba incontrolable.
Poco a poco el pastorcillo fue calmándose hasta que se quedó inmóvil y desnudo en el suelo, tumbado boca arriba sobre los insectos que antes había depositado allí como cebo para la bicha, con una última sonrisa de beatitud en los labios y las mejillas llenas de lágrimas.
Al cabo de un rato abrió los ojos, se levantó y, mientras se vestía, trastabillando, se dijo que no debía volver a hacer aquello.
Durante el resto del día, la imagen de la serpiente chupándole la polla fue agigantándose en su imaginación hasta convertirse en una monstruosa anaconda capaz de tragarse todo su cuerpo para después digerirlo lentamente durante semanas o acaso meses, como había visto dibujado en una historieta que hacían aquellas serpientes americanas con las vacas.
Aquella noche tuvo pesadillas espantosas en las que la bicha se convertía sucesivamente en una boa, una cobra, una coral y le inyectaba su mortal veneno en la punta misma del carajo, o bien la serpiente llamaba a otras serpientes y todas se abalanzaban sobre él y, mientras una de un mordisco le arrancaba el carajo, otra se le comía los cojones y una tercera se le metía por el culo, penetraba en los intestinos y le salía finalmente por la boca…
Se despertó a la aurora empapado en sudor. Luego, a medida que avanzaba la mañana, fue olvidando aquellos terrores para recordar tan sólo el intenso placer que había sentido. Hasta que llegó el mediodía y, con él, la hora en que la serpiente solía esperarle. Remoloneó un poco. Pensaba en la serpiente y se excitaba, pero al mismo tiempo un repeluzno de asco y de miedo le recorría la columna vertebral. Finalmente se decidió, diciéndose que debía saber si la bicha era capaz de mamarle la polla por su propia voluntad y no inducida por él y, con el carajo tieso, entró en la choza desnudo y se sentó en la silla, cerca de donde solía poner la comida para la bicha, pero esta vez sin dejar en el suelo insecto alguno.
Se estiró todo lo que pudo hasta que, medio tumbado en la silla, despatarró las piernas y dejó los brazos colgando, mientras, con los ojos bien abiertos, observaba los movimientos de la culebra que, como todos los días, le esperaba, inmóvil. La polla del chico, descapullada, latía entre sus piernas, gruesa y dura. La bicha empezó a acercársele lentamente y, cuando estuvo junto a sus pies, se detuvo y fue enderezándose, como el día anterior, sobre la cola. El chico permanecía quieto, con el estómago contraído, los pelos medio erizados y al mismo tiempo tan cachondo que no podía resistirlo.
La bicha dio un salto hacia delante, se tragó de nuevo la polla hasta tocar con la parte anterior de la boca el pubis del muchacho y empezó a mamar. El pastorcillo se debatía, hipaba, jadeaba, chillaba de placer y de miedo. Sin saber muy bien lo que hacía, se levantó y se encaramó en la silla. El reptil no le soltaba, seguía pegado al miembro del cual pendía completamente, y el muchacho sentía su peso vibrátil y tenso que tiraba hacia abajo de su carajo duro y tieso. Finalmente el chico dio un alarido y se corrió a chorros abundantísimos.
Como el día anterior, la bicha, una vez se hubo tragado la leche del pastorcillo, soltó la polla y se dejó caer al suelo. Luego se alejó reptando velozmente.
Al pastorcillo le daba vueltas la cabeza. Con dificultad bajó de la silla, con los ojos cerrados y aparentemente tranquilo. Después, se tumbó en el suelo, todo sudado y con el carajo tieso aún, y más rojo y veteado que el día anterior por los dientes de la bicha. Entonces empezó a temblar inconteniblemente y a castañetear los dientes. Tendido como estaba, boca arriba, se fue arrastrando por el suelo murmurando «soy una serpiente, soy una serpiente» hasta que llegó a la puerta de la choza y salió afuera. Allí, el aire y el sol le devolvieron poco a poco los sentidos. Ya no temblaba. Abrió los ojos, se contempló el torturado carajo y volvió a estremecerse y a excitarse pensando en la serpiente que lo había mamado. Después, se levantó, se lavó la cara en una jofaina, se vistió y fue a ver cómo estaba el rebaño que, como siempre a aquellas horas, se había quedado al exclusivo cuidado del perro.
nefandeces (relato)
1
Régulo no sabía cuánto tiempo llevaba en aquella especie de mazmorra húmeda, vagamente iluminada por un ventanuco abierto en lo alto de la pared, cubierta de grafitis en su mayoría obscenos y de dibujos de falos en erección, dibujados sin duda por otros presos que habían transcurrido allí horas o días. Le habían detenido dos guardias pretorianos sin que él hubiera cometido delito alguno. Habían sido inútiles sus protestas: el declararse ciudadano romano, y el alegar su condición de hijo de liberto y no de esclavo. Le habían dicho que más le valía no crear problemas y que, si le detenían, era por orden y deseo del divino Claudio llamado Nerón, César imperante. Ante aquel nombre, Régulo se había dejado llevar como un cordero que se encamina al altar del sacrificio: nada podía nadie contra el César, pero él se preguntaba: ¿Qué puede querer el César de mí? ¿Cómo conocía su existencia? Se decían muchas cosas de Nerón, pero nadie del bajo pueblo podía acusarle de haber cometido en ninguno de sus miembros crueldad alguna: por eso era amado, por eso y porque ofrecía multitud de juegos, festejos, representaciones teatrales y concursos poéticos en los que él participaba como uno más. ¿Qué secreto podía saber él, Régulo, muchacho del campo, que el César deseara conocer? ¿Cómo haría para saber qué tenía que decir cuando le sometiesen al tormento que sin duda le esperaba? Le sudaban las manos, le dolía la cabeza, temblaba de frío y de miedo y se devanaba los sesos pensando qué podía haber hecho durante su corta vida —tenía apenas diecinueve años— que hubiese podido atraer sobre él la atención inquietante del Emperador.
De pronto oyó que alguien introducía una llave en la cerradura de la puerta de la mazmorra. Sentado allí, en aquel banquillo de madera adosado al muro de la celda, se encogió sobre sí mismo y se tapó la cara con las manos. Oyó cómo saltaba la cerradura y el chirrido de la puerta al girar sobre sus goznes.
—Mira —oyó que decía una voz de hombre—, el pajarito se nos ha dormido. Vamos, levántate que tenemos muchas cosas que hacer.
«Ahora es cuando me torturan», pensó Régulo, y un escalofrío le sacudió todo el cuerpo.
—¿No me oyes? —insistió la voz—, ¿o es que tengo que venir yo a levantarte?
Régulo fingió despertarse, para así complacer a su carcelero quien creía que él dormía: separó las manos de la cara, levantó la cabeza con los ojos entornados y se encontró con la figura majestuosa de un capitán de la guardia pretoriana que le contemplaba desde arriba con una media sonrisa en los labios que Régulo no supo interpretar si era de simpatía o de crueldad.
Se puso en pie.
—Así está bien —dijo el otro—. Ahora sígueme y no hagamos tonterías y, dando media vuelta, salió fuera de la mazmorra y esperó a que Régulo hiciera otro tanto.
Luego, cerró la puerta con llave y, con un movimiento de la mano, ordenó a Régulo que siguiera adelante por el estrecho y oscuro pasillo que conducía a una estancia mejor iluminada donde ya se habían reunido otros hombres de distintas edades, todos con el miedo estampado en las caras, los ademanes obsequiosos como de quienes quieren congraciarse con aquel a quien temen será su verdugo. Y la mirada recelosa, rehuyendo la de los demás, para que los carceleros no pensaran que entre ellos existía entendimiento secreto alguno.
—Muy bien —dijo el capitán de la guardia—. ¡Veinte bonitas ofrendas para nuestro divino emperador!
Y hubo veinte estremecimientos de terror.
—Ahora, desnudaros del todo.
«Ya empezamos», pensó Régulo buscando con los ojos el gato de siete colas con el que esperaba que iban a azotarle. Se quitó las vestiduras y se quedó tan desnudo como lo había parido su madre, con sólo las sandalias en los pies y las tiras que las sostenían entrecruzadas en las pantorrillas.
El capitán de la guardia dio un silbido de aprobación. Régulo era realmente un muchacho hermoso. Tenía la piel aceitunada y lisa, las manos delgadas y huesudas, el cuello largo, los cabellos negros, lisos y brillantes, los ojos oscurísimos, protegidos por densísimas pestañas, debajo de dos cejas que parecían dibujadas con el carbón. De la entrepierna, y debajo de una mata breve y oscura de pelos rizados, le pendían dos bien moldeados testículos y un miembro que, aun estando flácido, prometía un enarbolamiento alegre y descarado.
El capitán de la guardia, seguido de otro pretoriano, ordenó a todos los detenidos que se pusieran en fila y fue pasando delante de cada uno inspeccionándolos cuidadosamente.
—En apariencia, todos valen. Veamos ahora lo más importante —dijo disponiéndose a volver a pasar por delante de la fila.
El primero era Régulo. El capitán alargó la mano, la aproximó a los órganos del chico y, como quien valora por el tacto una piel o una tela, le cogió los cojones, se los sopesó y se los oprimió levemente. Régulo, que había cerrado los ojos, tuvo una reacción impulsiva y retrocedió un poco.
—Quieto, potrillo —le dijo el capitán—. Veamos ahora lo otro.
Y, con profesionalidad no exenta de gentileza, le cogió el miembro y se lo descapulló completamente. «¿Y si me castran?», pensaba Régulo estremeciéndose, pues había oído hablar de la historia del César con Sporo, el muchachito de quien se había enamorado y al que había hecho castrar para convertirle en mujer y casarse con él en una solemne ceremonia a la que había concurrido numerosísimo público.
—Este vale. En primera fila, por el momento —y, dejándole caer el miembro, se encaminó al segundo de la fila.
—Tú, ven aquí —dijo el pretoriano a Régulo—. Y considérate afortunado…
Régulo le siguió al otro extremo de la estancia, mientras el capitán iba pasando revista a los demás.
—Este vale. Segundo al moreno —decía descapullando a otro—. Este, no. No descapulla, fuera. Este tampoco: tiene los cojones demasiado pequeños. Este no vale, está circuncidado: fuera, y así hasta que hubo terminado con el último.
De los veinte que eran inicialmente, habían quedado doce. A los ocho restantes se los habían llevado sólo los dioses sabían adonde, pensó Régulo.
—Vamos, camina —le dijo uno de los guardias mientras le empujaba hacia la puerta—. No es preciso que te vistas —añadió cuando Régulo vacilaba con la ropa en la mano, dispuesto a ponérsela de nuevo.
—¿Pero qué me van a hacer? —gimió el muchacho.
—Por el momento, un buen baño: luego lo verás tú mismo —hizo una pausa y añadió en un tono que a Régulo se le antojó lúgubre—… en el anfiteatro.
A Régulo se le pusieron todos los pelos de punta y un escalofrío le sacudió de los pies a la cabeza.
—Pero yo no quiero morir. No he hecho nada —protestó.
—Es preciso cumplir el deseo del César, muchacho. Y ahora vamos, anda.
A Régulo se le doblaban las rodillas, casi no podía caminar. Se imaginaba ya allí, en el anfiteatro, ante la muchedumbre vociferante, solo en la arena, a luchar contra quién sabe qué feroz león traído de la Numidia o acaso contra un tigre asiático, con sólo una pequeña daga como defensa, y ya sentía las garras del animal hundírsele en la carne y el aliento cálido y húmedo de sus fauces abiertas contra su piel justo antes de propinarle la dentellada atroz que le arrancaría de cuajo un brazo o una pierna. Casi no se percataba de adonde le conducían, de modo que se sorprendió cuando oyó la voz del pretoriano, quien, abriendo una puerta, gritó hacia el interior:
—Aquí tenéis a otro para el baño. Trátalo bien, porque el capitán lo ha elegido para ser el primero de la fila.
A Régulo le dio un vahído y tuvo que apoyarse en la pared para no caer al suelo.
—Anda, entra —le dijo el capitán cogiéndole del brazo.
Y Régulo entró en aquella estancia donde había una piscina de agua caliente atendida por un par de eunucos de cuerpos fofos y regordetes que se acercaron a él, y sosteniéndole por las axilas, le llevaron medio desvanecido a la piscina de agua caliente y poco profunda. Una vez allí, procedieron a lavarle cuidadosamente. El calorcillo del agua devolvió en parte los sentidos a Régulo, quien se dejó bañar como un niño pequeño, completamente abandonado, dejando que los dos eunucos le levantaran los brazos para lavarle bien las axilas y le abrieran las piernas para limpiarle cuidadosamente el empeine, el pubis, el miembro y el escroto. Al hacerlo, comentaban entre sí:
—Buen pasto hoy para la Divina Fiera, ¿verdad?
—Sí. Es de lo más hermoso que ha pasado por aquí en estos últimos tiempos. Fuerte, bien cuidado y bien provisto.
—Y descapulla que es una maravilla —añadió uno, descapullando el miembro inerte de Régulo.
—Así debe ser, para el placer del divino Cayo —dijo el otro, disponiéndose a lavar los pies y las piernas del muchacho.
Régulo, más muerto que vivo, oía desde una especie de semiconsciencia aquellos comentarios que nada bueno presagiaban para su suerte inmediata. «¿Y si me castran?», volvió a pensar Régulo. ¿Y si lo que quieren es ofrecer en sacrificio mi cara y mis cojones a una fiera? ¿O tal vez destinarlos a ese egipcio del que tanto se habla, quien se los comerá crudos, aún calientes, mientras yo me desangro? Y sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. Los eunucos lo advirtieron, se conmovieron y le dijeron en tono consolador:
—Vamos, no llores: todo va a ser más breve de lo que supones y menos terrible y doloroso de lo que piensas.
—¿Pero qué me van a hacer? —insistió Régulo con la voz entrecortada.
—Eso no estamos autorizados a decírtelo. Lo único que podemos hacer es aconsejarte que prepares tu espíritu y tu cuerpo para la prueba que se avecina y, dicho esto, le sacaron en brazos de la piscina, le tendieron encima de una mesa, le secaron con trapos de lino y le ungieron con ungüentos olorosos, le secaron bien el pelo, liso y negro, y se lo peinaron cuidadosamente.
Terminado el aseo, le cubrieron con una túnica blanca, le hicieron recostarse en un triclinio y le dieron de comer y de beber en abundancia. Régulo comía sin ganas, obsesionado con la idea de que iba a ser, de una manera o de otra, sacrificado y de que todas aquellas premuras no eran sino las que se suelen tener para con los condenados al sacrificio. Pese a todo, el poco vino que había le dio una especie de sopor: reclinó la cabeza y se quedó en un extraño estado de duermevela en el que se le aparecían horripilantes escenas de descuartizamientos, luchas contra enormes gigantes que le machacaban la cabeza con nudosas mazas, tremendos y monstruosos animales que jugaban con él como el gato juega con el ratón, le laceraban las carnes, le desmembraban, prolongando su sufrimiento, hasta que, convertido en un amasijo de músculos sanguinolentos y palpitantes, acababan por devorarlo, ante la muchedumbre siempre exaltada por el espectáculo, vociferando y pidiendo más sangre. Finalmente, la voz del capitán de la guardia le sacó con sobresalto del sopor.
—Vamos —dijo el soldado acercándosele—. Ha llegado la hora.
A Régulo el corazón se le subió a la garganta, le entró un extraño temblor y casi sin fuerzas, intentó incorporarse.
—¿Has orinado? —le preguntó el capitán incongruentemente.
Régulo levantó los ojos hacia el soldado e hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Entonces orina, que está muy feo mearse en la arena.
Ayudó con condescendencia al muchacho a levantarse y le señaló un ángulo. Con esfuerzo, porque al principio no tenía ganas, Régulo orinó abundantemente.
—Secadle bien —dijo el capitán a los eunucos cuando el joven hubo terminado— llevadle y atadle al poste.
A Régulo le dieron un vuelco las tripas y, sin poder contenerse, se cagó materialmente de miedo.
—¡Maldito seas! —dijo el capitán levantando airadamente la mano. Luego se contuvo y ordenó a los dos eunucos, que se reían sordamente, que volvieran a lavarle y perfumarle—. Pero daros prisa, porque la ceremonia va a empezar dentro de poco y no quiero jugarme la cabeza.
Ya sin contemplaciones, los dos eunucos lo desnudaron, lo lavaron lo mejor que pudieron, con trapos mojados en agua caliente, de la cintura para abajo cuidando mucho de que su miembro quedara libre de todo residuo impuro y lo ungieron de nuevo. Hecho esto, y para evitar que el muchacho se ensuciara los pies descalzos en el pavimento, hicieron la sillita de la reina, le sentaron en ella y se lo llevaron a una especie de almacén donde había un solo poste de extraña forma. Hincado en el suelo provisionalmente, consistía en un tronco de árbol de unos dos metros de altura; en el centro, a sus pies, había un sillín bajo y estrecho. A la misma altura y a ambos lados de la base tenía como dos patas: una, hacia arriba vertical al tronco, y la otra hacia el suelo, aunque sin llegar a él, formando un ángulo oblicuo bastante abierto. Los dos eunucos llevaron a Régulo hasta el poste, le hicieron sentarse en el sillín y, acto seguido, le ataron las manos a la espalda rodeando el tronco. Después, le ataron las rodillas según el ángulo formado por las patas, y los pies en el extremo de éstas, de modo que Régulo se encontró completamente desnudo, sentado, espatarrado en aquel sillín e inmovilizado por las sogas que le ataban al leño. Sólo entonces notó un confuso clamor que procedía del exterior: lamentos, gritos, aullidos que le pusieron la piel de gallina. Empezó a debatirse gritando que no quería morir, que no quería ser sacrificado. Se retorcía como un condenado, mientras los eunucos le recomendaban que estuviera quieto, que así no conseguiría otra cosa que hacerse daño con las cuerdas, que era todo inútil porque su destino estaba fijado.
Los eunucos levantaron con gran esfuerzo el poste, lo deshincaron y, con él, se llevaron también al muchacho. Con el vaivén de los pasos de los portadores, los testículos y el miembro que, gracias a la estrechez del sillín y al espatarramiento de las piernas quedaban completamente al aire, oscilaban de un lado para otro como un péndulo.
Salieron al aire libre, y Régulo se encontró ante un espectáculo alucinante: dispuestos en círculo en medio de la arena de un pequeño anfiteatro, limitado por una elevada valla de madera y sin gradas para el público, había una docena de postes iguales al que estaba él mismo amarrado. En cada uno de ellos, atado en la misma posición que él, un hombre, previamente aseado y preparado, gritaba, se lamentaba y pedía clemencia, con el miembro y los testículos colgando míseramente de la entrepierna abierta, y los muslos semejantes a las alas de un exótico pájaro de pico flácido, papada doble y cresta peluda. Los dos eunucos, resoplando bajo el peso del tronco y del muchacho, hincaron aquél en un agujero vacío situado justo ante la doble puerta de entrada a la arena. Dejaron resbalar el tronco dentro del hoyo, lo rellenaron de ramos y piedras para apuntalarlo y, deseando suerte al muchacho, se escabulleron. Régulo se quedó allí, espatarrado, desnudo y atado, con los pies casi rozando el suelo. Había dejado de debatirse, de quejarse o de gritar. De repente se había resignado a su triste suerte. El sol tibio y agradable empezaba a calentarle la piel, y un suave airecillo le hacía estremecerse de cuando en cuando. Ya no pensaba en nada. Había agotado el muestrario de horrores que era capaz de concebir. En la posición en que estaba no podía ver a los demás hombres amarrados a los postes, aunque sí oía sus lamentos e imprecaciones. Pasó un tiempo que se le antojó eterno cuando, de repente, se entreabrió una de las batientes de la puerta que estaba frente a él y apareció un soldado con una trompa. Después de sonarla estrepitosamente, dijo con un vozarrón:
—¡Silencio! ¡Basta de lamentos! ¡Va a llegar la Divina Fiera!
Y, en efecto, se abrieron los dos batientes de la puerta, empujados por dos esclavos, y tirada por una docena de esclavos hizo su entrada en la arena, en medio de una inmensa polvareda, una carreta cargada de una gran jaula de madera en cuyo interior se distinguía perfectamente la piel manchada de un tigre. Los esclavos, que avanzaban en fila india tirando de dos sogas enganchadas a la carreta, se abrieron en dos filas de seis y dejaron la carreta no lejos de donde estaba Régulo. La fiera rugía amenazadoramente, inmóvil ante el rastrillo que, una vez levantado, le permitiría salir.
Ahora el silencio era absoluto. Los esclavos desaparecieron corriendo, mientras el capitán de la guardia, acompañado de otros pretorianos, se acercaba, armado de un tridente a la jaula. Uno de los pretorianos saltó encima de ésta y tiró del rastrillo hacia arriba, mientras otros, con la punta de los tridentes, incitaban al tigre a salir. La fiera de un salto y rugiendo se plantó en tierra. Régulo tenía los ojos entornados para ver y no ver, aunque sí lo suficiente como para darse cuenta de que aquel animal caminaba de un modo raro, que no era esbelto como suelen ser los felinos, que más bien se apoyaba en el suelo como se apoyan los niños cuando caminan a gatas. Cuando lo tuvo más cerca, vio maravillado que lo que ocurría era que no se trataba de un animal, sino de un hombre recubierto con la piel de un tigre que efectivamente caminaba a gatas apoyándose en las manos y en las rodillas y que llevaba, pegadas a cada dedo de las extremidades unas larguísimas y afiladas garras de fiera.
La arena había quedado vacía. Sólo permanecían en ella los jóvenes amarrados a los postes y la sedicente fiera que ahora avanzaba con paso cauteloso hacia Régulo mientras, de cuando en cuando, levantaba la cabeza para lanzar un sordo rugido:
—¡Aug, aug! —emitía el hombre-trigre amenazador—. ¡Gruuuuuu, gruuuuu!
Estaba ya a pocos pasos de Régulo, quien involuntariamente se retrajo y se pegó lo más que pudo al poste poniendo así sin quererlo aún más en evidencia su miembro y sus testículos.
—¡Aug! —rugió el falso tigre y, de un salto, se plantó a los pies de Régulo con el hocico casi rozándole los cojones, que empezó a olfatear.
Régulo sentía el aliento cálido de la falsa bestia contra la piel de su escroto. De repente y sin que nada hiciera sospecharlo, la bestia-hombre se abalanzó con un gruñido sobre el miembro de Régulo, lo tomó con los dientes y lo estiró cuanto pudo. Régulo emitió un grito de terror pensando que aquel falso animal iba a devorarle el carajo. Cerró los ojos, y durante unos instantes los mantuvo así, hasta que finalmente los abrió al darse cuenta de que el hombre-animal no le devoraba nada, sino que seguía tirando de su miembro pero ahora con los labios cerrados, sorbiéndoselo, como si quisiera aspirarle todo el cuerpo por el agujero. Después, y con la misma rapidez con que se lo había agarrado, lo soltó de repente. El miembro de Régulo, hasta entonces tenso como la cuerda de un arco, se encogió de repente y fue a rebotar contra sus testículos, aunque, a decir verdad, no ya tan flácido como antes: la succión forzada había producido sus efectos y ahora la verga de Régulo aparecía lentamente hinchada y enrojecida por el aflujo de sangre. La fiera-hombre volvió a acercar el hocico a las partes de Régulo y empezó a lamérselas con delectación y mansedumbre. Régulo tenía los ojos desorbitados y, ante aquel insistente lameteo, empezó a relajar la tensión y a ofrecer involuntariamente sus partes al tigre-lametón, con el pijo ya indudablemente excitado que empezaba a levantar la cabeza. Entonces, el hombre-fiera dejó de lamer, se incorporó sobre sus patas-piernas traseras, apoyó los garfios de sus garras en el tronco y empezó a husmear los pelos del pubis de Régulo, siguiendo la marca que trazaban hasta el ombligo. Una vez allí, la fiera levantó la cabeza y, por debajo del hocico del animal, entre los largos pelos de su bigote, Régulo, que ahora no perdía un movimiento de su atacante, vio con asombro y terror el rostro archiconocido del divino Nerón Claudio César, quien después de darle un buen lameteo desde el ombligo hasta la base del escroto, cosa que terminó de ponerle el miembro en hermosa y agresiva erección, se dirigió hacia Régulo por la izquierda sin dejar de rugir amenazadoramente, mientras agitaba las posaderas para que la larga cola de la piel del tigre ondulase como si fuera realmente la de un animal. Régulo se quedó allí, con la polla tiesa y húmeda de saliva, como húmedos de saliva también tenía los cojones y todo el bajo vientre, sin acertar a salir de su asombro, preguntándose en qué acabaría todo aquello, aún con el terror de que acabara realmente siendo descuartizado y comido por el emperador. Instantes después, oyó un alarido a su izquierda, proferido sin duda por el hombre que estaba atado al poste inmediato al suyo el que, dada la disposición de los postes, ordenados en círculo, no podía ver; de hecho, ninguna de las víctimas podía ver a la otra. Al alarido de terror siguió un silencio prolongado y, finalmente, un jadeo largo entrecortado de roncos gritos: «Basta, basta», proferidos espasmódicamente. Otro silencio, otro alarido, seguidos esta vez de ronquidos y estertores, y tras un nuevo y largo paréntesis, el vacío. Y así hasta once alaridos, seguidos de once largos silencios, jadeos, ronquidos, estertores, resoplidos, resuellos, hipidos, ahogos… Finalmente, Régulo vio comparecer de nuevo al divino Nerón Claudio César por su derecha bajo la veste de tigre. Caminaba algo más pesadamente que al principio; la cabeza de tigre con que cubría la suya se la había torcido un poco y, por debajo de las fauces abiertas, asomaban los pelos de la cabeza del emperador y se le adivinaba su nariz. Había perdido algunas de las garras con que adornaba los dedos de los pies y de la mano; de cuando en cuando, estiraba el cuello como para tragar mejor algo que tenía en la garganta y se lamía.
Llegó ante Régulo, quien ya prevenido, no lanzó alarido de terror alguno, aunque sí se estremeció de los pies a la cabeza, contempló fijamente la verga del muchacho que ahora pendía fláccida entre sus huevos, pero no ya retraída, y con delicadeza la tomó entre sus labios y empezó a chupetearla. Al poco, Régulo tenía la polla tiesa y dura como el poste al que estaba atado. Entonces, el divino emperador, bajo la falsa apariencia de felino, empezó a jugar con ella mientras volvía a rugir de placer.
—¡Aug, aug! —rugía mientras con una mano-garra daba un manotazo a la verga de Régulo, que acusaba el golpe, oscilaba y se encontraba prendida al vuelo por la boca del Sumo Pontífice, quien premiaba su energía y docilidad con un prolongado chupeteo. Luego apartándose un poco y soltándosela repetía: —¡Aug, aug!—. Entonces venía el turno de los cojones, que lamía y succionaba hasta casi causarle dolor mientras iban hinchándose en desmesura —¡aug, aug!—, repetía enardecido por el juego. Procedía entonces a mordisquearle los costados de la verga y hacerle pasar la punta de la misma por el frío hocico de la cabeza del animal. Y así por mucho rato, lamiéndolo todo, chupándolo todo, hasta que finalmente se metió la polla en la boca, la chupó por entera hasta que Régulo sintió que su glande rozaba la campanilla de la garganta del Supremo Matafuego e inició un movimiento de vaivén con la cabeza para que la verga de Régulo corriera como un pistón en su boca, de modo que a veces los labios de César rozaban por fuera los pelos del pubis del muchacho y otras, por dentro, la base del glande. Régulo, fuertemente amarrado al poste, se retorcía, estiraba el cuello, levantaba la barbilla, ponía los ojos en blanco, bizqueaba, hasta que, por fin, con un espasmo largo, continuado, jadeando y babeando, se corrió en la imperial boca, que ahora no dejaba de succionar, ávida de aquella leche que generosamente le ofrecía Régulo a chorros calientes e intermitentes. Cuando hubo sorbido a gusto todo el líquido vital del muchacho, el divino Claudio dejó por un instante la verga de Régulo y, en una nueva y asombrosa transformación, dijo gritando con voz atiplada:
—¡Doríforo, amor mío, ven a satisfacer a tu humilde esposa! ¡Corre!, —y, dicho esto, volvió a chupar la polla de Régulo que, a pesar de la eyaculación, seguía tiesa.
Por la puerta del anfiteatro apareció corriendo un hombre bien proporcionado y fuerte, de tez morena y cabellos negros, completamente desnudo, quien, mientras se acercaba, se meneaba la verga. Una vez estuvo a la espalda del Pontífice Máximo, se arrodilló, levantó la cola de la piel de tigre, se aproximó al culo del emperador y lo empitonó con todas sus fuerzas. El divino Claudio dejó por un momento el carajo de Régulo y lanzó un chillido histérico de dolor al tiempo que decía entrecortadamente con voz atiplada y moviéndose todo él al impulso de los golpes de riñón que daba el llamado Doríforo:
—¡Uy, uy, uy, qué daño! ¡Qué bestias, qué bestias son los hombres! —Y de nuevo tomaba el miembro de Régulo con la boca. Se lo chupaba, mientras Doríforo, arrodillado, proseguía el imperial enculamiento resoplando, sudando y agarrando con ambas manos los flancos del emperador. Ante aquel espectáculo y debido al chupeteo insistente de Nerón, la verga de Régulo, que nunca se había aflojado, empezó a mostrar nuevos síntomas de vitalidad, y el muchacho empezó a retorcerse de nuevo y a jadear. Al poco rato todo fue un jadeo, un resuello, un gritar femenino e histérico: Doríforo resollaba cada vez con más fuerza; Nerón gritaba como una doncella violada cada vez con mayor vigor, y Régulo jadeaba al límite del agotamiento y al correrse de nuevo, tuvo la osadía de gritarle al divino César:
—¡Ahora, ahora, que me corro!
El César se apresuró a recibir de nuevo en su boca aquella bendición de los dioses mientras Doríforo veía coronados sus esfuerzos y se corría a su vez en el augusto ano con ronquidos entrecortados. Nerón, sin que nadie le hubiera tocado el imperial pijo, se corrió también dejando una mancha blanca y pegajosa en la arena del anfiteatro.
Doríforo retiró con cuidado la verga del culo de Nerón, se puso en pie fatigosamente y, con paso incierto, aunque ligero, abandonó el anfiteatro; el divino César dejó de mala gana la polla de Régulo, todavía palpitante; con un golpe de riñones, hizo que la cola de la piel del animal le cubriera de nuevo el trasero, dijo dos veces «¡Aug, aug!» y se fue pavoneándose hacia la puerta del anfiteatro que se abrió a su llegada. Todo ello en un silencio absoluto mientras Régulo, con los ojos cerrados, seguía respirando entrecortadamente.
Después llegaron los eunucos, lo desamarraron, le ayudaron a vestirse y le dieron una bolsa llena de talentos:
—La Divina Bestia quiere así premiar tu gallardía —dijeron—. Ahora vete, que tenemos que desatar a los demás.
Régulo, medio atontado, se alejó del anfiteatro con la bolsa bien apretada contra el pecho.
2
Leuco, el esclavo griego de confianza del divino Tiberio Verón César, estaba dando los últimos toques para el baño y la función posterior de su amo. El mar azul de Capri, en aquella caleta recogida y rocosa, iba a morir mansamente, con pequeñas olas espumeantes, contra los guijarros grises de la breve playa ceñida por un alto acantilado de roca brillante. Había hecho asear, barrer y fregar la escalera de mármol que bajaba desde el camino superior, entre las rocas, hasta la plataforma de mármol sobre el rompiente; había dispuesto un triclinio al amparo de un toldo de franjas rojas y amarillas, sostenido por palos de metal dorado, hincados en los guijos, y frutas, vino griego resinado, quesos y dulces a base de miel y almendras, y ahora colocaba en el escenario a una serie de muchachitos de apenas diez años quienes, completamente desnudos, con sus cuerpos tensos y esbeltos, se arremolinaban alegres a su alrededor. Eran todos ellos expertos nadadores, nacidos en la misma isla de Creta y, cuidadosamente elegidos por él para mayor solaz del Emperador. Eran en su mayoría morenos, de ojos enormes y negros, cabellos oscuros, piel lisa y exenta de vello, incluso en el pubis, donde sus incipientes miembros relucían al sol gracias al ungüento de que habían sido recubiertos sus cuerpos. Leuco quería dar una sorpresa a su amo: aquella vez había aumentado el número de niños que debían hacer más placentero el baño al César. A los nuevos les había recomendado discreción y sobre todo silencio absoluto cualesquiera que fuesen las cosas que vieran o tuviesen que soportar. Aún recordaba aquel día en que el César Tiberio, asistiendo a una función religiosa, quedó tan hechizado por las gracias del ayudante del sacerdote que no quiso esperar ni un minuto y, allí mismo, al final de la ceremonia, se lo llevó, y lo poseyó. Mientras lo enculaba, ante el silencio resignado del muchacho, vio al flautista hermano de éste y no menos guapo, quien, agazapado en un rincón, lo contemplaba, de modo que cuando hubo terminado con el ayudante, llamó al flautista y también lo enculó. La cosa no hubiese tenido mayor trascendencia si los dos hermanos, tras el enculamiento, no hubieran empezado a reprocharse mutuamente el origen de la acción y a acusarse y lamentarse: Tiberio, encolerizado mandó romperles las piernas allí mismo. «Lamentable», se decía Leuco. No, no quería que esto ocurriera a ninguno de aquellos niños a los que él mismo había escogido y adiestrado para el difícil menester al que estaban destinados, haciéndoles nadar por debajo del agua con los ojos bien abiertos, cogiendo con la boca los guijos que él les tiraba desde una roca, persiguiendo una túnica que él, teniéndola agarrada con una cuerda, hacía flotar y correr entre dos aguas, al tiempo que la mordisqueaban y la pellizcaban con sus manitas, haciéndoles girar sobre sí mismos dentro del agua e ir hasta el fondo para agarrar con los dientes, sin romperlos, pequeños huevos de codorniz previamente cocidos. Por fortuna, buena parte de aquellos niños ya eran duchos en el menester y habían hablado con los demás para convencerles del valor casi sagrado de lo que debían hacer. A pesar de que Tiberio era enormemente tacaño, estar en su gracia era mucho más importante que recibir recompensa material alguna; sobre todo para sus papás. Esto se lo había dejado entender Leuco, y los niños, listos y avispados como semigriegos que eran casi todos, habían captado al vuelo el asunto.
Leuco se aprestaba, pues a esconderlos entre las rocas y les repetía que sólo debían aparecer y zambullirse en el agua, cuando él les hiciera una señal convenida. Al poco rato, no se oía otro rumor que el suave y quedo de las olas pequeñas y mansas lamiendo la grava gris de la breve playa. Aparentemente sólo Leuco, junto a la plataforma de mármol blanco, esperaba la llegada del divino Tiberio, quien poco después hizo su aparición en lo alto del acantilado, cubierto con un simple manto de púrpura, que a aquella altura ondeaba en la brisa del mar, y con los pies descalzos, precedido por un muchacho coronado de hiedra y con una flauta en la mano, completamente desnudo, que se brindó a ofrecerle el brazo tendido para que se apoyara mientras descendían la escalera. Detrás del Emperador, un breve cortejo de dos esclavas ancianas, vestidas con amplias túnicas y dos soldados.
Cuando Leuco vio aparecer a Tiberio César en lo alto de la escalera, se irguió y, levantando el brazo con la mano extendida, los dedos juntos y la palma en dirección a él, le saludó:
—¡Salve, oh divino Tiberio, que los dioses sean propicios y Neptuno te conceda un baño tonificante que te prolongue la vida cientos de años!
—Salve, Leuco —repuso Tiberio mientras bajaba la escalera—. Tú siempre tan adulador. Hace un buen día hoy. Y me siento en forma —añadió tocándose el carajo con la mano libre.
Una vez a los pies de la escalera, Tiberio se despojó del manto y se quedó completamente desnudo. Era un hombre corpulento y alto, de ancho pecho y espalda, muy bien proporcionado. Se decía que tenía tal fuerza en la mano izquierda que, con un dedo, era capaz de traspasar una manzana fresca. Tenía la piel blanca y los cabellos muy largos por detrás, de modo que le cubrían todo el cuello. Era guapo de cara y tenía ojos grandísimos con los que, según se decía, era capaz de ver incluso en la oscuridad. Caminaba con el cuello rígido y doblado hacia delante y la expresión ceñuda.
Cuando llegó junto a la plataforma de mármol, mientras las esclavas iban a sentarse en dos escabeles a los pies del triclinio y los dos soldados subían de nuevo la escalera para montar una inútil guardia en lo alto del acantilado, vueltos de espalda al mar, la cabeza en dirección al interior de la isla, el Emperador preguntó a Leuco.
—¿Qué sorpresa me ha preparado para hoy mi buen Leuco? ¿Cuántos pececillos ha adiestrado? ¿O prefiere jugarse la cabeza por haber hecho enfadar a su Emperador dejando el mar vacío de deliciosos habitantes?
—Nada de eso, divino Tiberio —dijo Leuco incorporándose y, sonriendo, hizo con la mano la señal convenida.
En un alboroto de risas y chillidos fueron asomando por las rocas del acantilado todos los niños que Leuco había previamente ocultado y, uno tras otro, se zambulleron en el agua, levantando pequeñas columnas de espuma; luego, por unos instantes, fue como si se los hubiera tragado el mar; no quedaba rastro de ellos, hasta que, de repente y como respondiendo a un resorte que les accionaba a todos, salieron a la superficie saltando cual delfines, la piel reluciente de agua, que el ungüento concentraba en miríadas de gotitas que reflejaban el vivo sol de Capri, y los cabellos pegados a la cara, gritando por tres veces:
—¡Salve, salve, salve!
Tiberio, sonriente, aplaudió complacido y, sentándose en el borde de la plataforma de mármol, se dejó escurrir en el agua y se puso a nadar, mientras el muchacho desnudo tocaba la flauta.
—¡Cuántos pececillos! —decía extasiado—. ¡Oh cuántos pececillos tengo hoy!
Los niños, sabiamente adiestrados, empezaron a nadar a su alrededor, sumergiéndose y aproximándose a él. Los que ya conocían el juego, más audaces, no tardaron en avasallar al Emperador: unos le mordían los pezones, otros los flancos, alguno alargaba la manita y le agarraba los testículos, otros aun se hacían transportar por Tiberio que seguía nadando; cuando uno la soltaba, otro más avispado tomaba en su boca la polla divina y tiraba de ella dulcemente hacia el fondo. Pronto, los demás, animados por los gritos de placer del Emperador y por sus risas, fueron acercándose para participar en el juego y poco después, aquello pareció un banco de pirañas dispuestas a comer vivo al imperial nadador: quien le daba un chupetón en la entrepierna, quien le mordía las nalgas, quien le introducía la lengua en el ano, quien adosaba la boca como si fuera una rémora al divino ombligo y, con los pies, le zarandeaba el carajo, otros le besaban el pecho y los muslos, mientras Tiberio se debatía y fingía defenderse del ataque de los niños intentando agarrarles a su vez por los cojones y, cuando lo lograba, levantaba en el aire al niño prendido por su breve escroto y lo arrojaba con una carcajada al agua.
El juego duró mucho tiempo y, finalmente, el Emperador, exhausto, se acercó a la plataforma de mármol, hizo un esfuerzo, saltó fuera del agua y fue a sentarse en el borde: jadeaba, tenía la polla completamente tiesa y señales inequívocas de chupetones en todas las partes de su cuerpo.
Obedeciendo las órdenes que les había impartido Leuco con anterioridad, los niños, cuando vieron al Emperador sentado en el borde de la plataforma, se quedaron inmóviles en el agua esperando la decisión del César, quien, como en el circo, si levantaba el dedo pulgar hacia arriba, quería decir que le había satisfecho la prestación y llamaba así a sus pececillos y, si lo dirigía hacia abajo, quería decir que o bien no estaba satisfecho o bien se encontraba demasiado cansado para seguir practicando otros juegos. Todos esperaban conteniendo el resuello, sobre todo Leuco, quien, si bien el Emperador no fuera propenso a venganzas, temía siempre no satisfacerle y ser castigado por ello.
Tiberio puso cara de pocos amigos, contempló severamente todas aquellas cabecitas que asomaban a flor de agua, miró con ojos aterradores a Leuco y, con una gran carcajada, extendió el brazo con el puño cerrado y levantó el dedo pulgar hacia el cielo.
Del mar se alzó un alarido de alegría. Todos los niños se pusieron a nadar en dirección al Emperador, quien seguía sentado en el borde de la plataforma de mármol. Leuco suspiró tranquilizado. Una vez más, las cosas habían salido bien, según se dijo.
Cuando los niños llegaron a la plataforma, la mayoría se encaramó a ella, se abalanzó sobre el divino César riendo y gritando y empezó a escurrirse por su cuerpo ahora tenso y palpitante. Los más audaces, aun desde el agua, se disputaban su polla como si se tratara de un caramelo. El Emperador se tumbó panza arriba como antes, jugó a desembarazarse de aquella tropa de mocosos que parecía comérselo vivo: los tiraba de nuevo al agua, les daba manotazos, hasta que, cansado, hizo un gesto con los brazos, y todos los niños fueron a sentarse a su alrededor, mojados y excitados por el juego. Pero sin proferir palabra, tal es como les había indicado Leuco.
Entonces, Tiberio llamó a Leuco y a las esclavas y ordenó que le secaran. Premurosas, las matronas acudieron con trapos de lino y, ayudadas por Leuco, secaron cuidadosamente el cuerpo del Sumo Pontífice, quien, una vez seco, reclamó el manto de púrpura, lo echó sobre los hombros y, con el carajo tieso, se encaminó hacia el triclinio, mientras los niños permanecían quietos y el muchacho desnudo seguía tocando la flauta.
Una vez en el triclinio, el divino Tiberio se acomodó en él y, con un gesto de la mano, llamó a los niños que acudieron en tropel: unos subidos al triclinio, otros sentados al pie del mismo, se apelotonaron alrededor del César. Las dos esclavas quedaron en pie a un lado mientras Leuco iba a situarse cerca de una mujer regordeta, vestida de negro con un niño en los brazos.
El Emperador pidió de beber y Leuco tomó una copa de metal dorado, la llenó de vino, que mezcló con agua, y se la dio al Emperador, quien tras vaciarla, dijo a Leuco:
—¿Y el pequeño? ¿Ya está preparado?
—Aquí lo tienes, César —repuso Leuco señalando al niño, que envuelto en pañales, dormía en el regazo de la mujer regordeta.
Era ya un niño crecido, que tendría casi un año y medio, pero al que aún no habían destetado.
—¿Qué dices? ¿Acaso no tendrá hambre? —preguntó con evidente excitación el divino Tiberio.
—Lleva las suficientes horas sin comer como para que se despierte con un hambre atroz —le aseguró Leuco.
La mujer regordeta permanecía sentada, inmóvil como una estatua.
—¿Qué haces? —dijo el Gran Matafuego dando un manotazo a uno de los niños que le estaba toqueteando los cojones—. Ahora basta, por el momento. Y ten cuidado porque tienes un culito hermosísimo —el niño retiró la mano, y todos se rieron—. Despiértalo —ordenó el Emperador, y Leuco, obedeciéndole, fue hacia la mujer que llevaba la criatura, tomó a ésta en brazos y la sacudió ligeramente.
El mamón contrajo los músculos de la cara, se llevó las manitas a los ojos, los abrió pero volvió a cerrarlos deslumbrado por el sol, hizo unos pucheritos y, con la boca, empezó a buscar el pecho de la madre. Esto excitó sobremanera al divino Tiberio, quien abriendo el manto de par en par para poner bien en evidencia su miembro erecto, de un rosa salmón, se reclinó sobre el costado izquierdo para que la polla le quedara al aire al nivel del asiento del triclinio. Los niños que estaban al pie de éste se apartaron y todos en silencio se dispusieron a contemplar extasiados la ceremonia como si se tratara de un rito sagrado.
Leuco se acercó al triclinio con el niño en brazos. El pequeño estiraba las piernas dentro de los pañales y movía en el aire sus manitas regordetas en busca del pezón materno. Una vez junto al triclinio, se arrodilló y acercó poco a poco la cabeza del niño al glande del Emperador, quien temblaba de excitación. De repente, el niño encontró en sus movimientos el imperial bálano, lo cogió con las manitas y, ayudado por Leuco quien le aproximó todavía más, agarró con la boquita la punta del carajo de Tiberio y empezó a mamar como si realmente fuera el pecho de su madre. El chupeteo del niño era instintivamente fuerte e insistente, encaminado a hacer venir la leche al pezón materno, de modo que el placer del Emperador correspondía a la intensidad de la succión del mamón que ahora tenía casi todo el glande, de un púrpura subido, dentro de su boquita de labios rojo claro enmarcada por la piel delicada y pálida del rostro. El pequeño mamaba y mamaba, llenando de lubrificante baba el capullo del Emperador, quien procuraba mantenerse quieto para que al niño no se le escapara la polla y tenía las manos crispadas, una fuertemente agarrada al borde del triclinio, la otra con las uñas casi hundidas en su muslo derecho. Empezó a jadear. Los niños contemplaban la escena con los ojos bien abiertos, alguno de ellos con el carajillo tieso como el tallo de una flor. El crío había cogido con su manita uno de los huevos imperiales y seguía sorbiendo con tenacidad el pijo. Finalmente, el Emperador emitió un quejido: por las comisuras de la boca del pequeño apareció un liquido blanco y pegajoso que el niño tragaba instintivamente hasta que empezó a toser y a hipar, y el esperma le salió por las naricitas arremangadas y abiertas en un esfuerzo por respirar.
—¡Basta, basta! —dijo entrecortadamente el Emperador, y Leuco se apresuró a retirar al niño.
Lo puso boca abajo y le dio unos golpecitos en la espalda para que escupiera el resto del esperma que no había tragado. Después, lo enderezó, le dio otros golpecitos para que hiciera el clásico eructillo y se lo devolvió a la mujer regordeta vestida de negro, que de nuevo lo puso en su regazo. El niño lloraba desaforadamente.
Tiberio permaneció por unos momentos inmóvil y en silencio, con los ojos en blanco, el carajo colgante, húmedo de baba y de esperma.
—Fuera —dijo finalmente en forma casi inaudible.
La mujer regordeta se levantó y se encaminó bajo el sol caliente hacia la escalera de mármol blanco, por la que empezó a subir lentamente con el niño llorando en los brazos.
Entretanto, el Emperador se había cubierto con el manto, reclinó la cabeza e hizo un gesto con la mano. Los niños, quienes ya sabían cómo interpretarlo, se tendieron en el triclinio, pegados al cuerpo del Emperador, protegiéndolo con sus piernecitas, sus brazos, sus propios cuerpos. Exhausto, el Emperador se quedó dormido, mientras el muchacho desnudo seguía tocando la flauta y los berridos del crío iban siendo absorbidos por la distancia y dominados por el rumor de las olas contra los guijos grises y azulados de la playa.
Régulo no sabía cuánto tiempo llevaba en aquella especie de mazmorra húmeda, vagamente iluminada por un ventanuco abierto en lo alto de la pared, cubierta de grafitis en su mayoría obscenos y de dibujos de falos en erección, dibujados sin duda por otros presos que habían transcurrido allí horas o días. Le habían detenido dos guardias pretorianos sin que él hubiera cometido delito alguno. Habían sido inútiles sus protestas: el declararse ciudadano romano, y el alegar su condición de hijo de liberto y no de esclavo. Le habían dicho que más le valía no crear problemas y que, si le detenían, era por orden y deseo del divino Claudio llamado Nerón, César imperante. Ante aquel nombre, Régulo se había dejado llevar como un cordero que se encamina al altar del sacrificio: nada podía nadie contra el César, pero él se preguntaba: ¿Qué puede querer el César de mí? ¿Cómo conocía su existencia? Se decían muchas cosas de Nerón, pero nadie del bajo pueblo podía acusarle de haber cometido en ninguno de sus miembros crueldad alguna: por eso era amado, por eso y porque ofrecía multitud de juegos, festejos, representaciones teatrales y concursos poéticos en los que él participaba como uno más. ¿Qué secreto podía saber él, Régulo, muchacho del campo, que el César deseara conocer? ¿Cómo haría para saber qué tenía que decir cuando le sometiesen al tormento que sin duda le esperaba? Le sudaban las manos, le dolía la cabeza, temblaba de frío y de miedo y se devanaba los sesos pensando qué podía haber hecho durante su corta vida —tenía apenas diecinueve años— que hubiese podido atraer sobre él la atención inquietante del Emperador.
De pronto oyó que alguien introducía una llave en la cerradura de la puerta de la mazmorra. Sentado allí, en aquel banquillo de madera adosado al muro de la celda, se encogió sobre sí mismo y se tapó la cara con las manos. Oyó cómo saltaba la cerradura y el chirrido de la puerta al girar sobre sus goznes.
—Mira —oyó que decía una voz de hombre—, el pajarito se nos ha dormido. Vamos, levántate que tenemos muchas cosas que hacer.
«Ahora es cuando me torturan», pensó Régulo, y un escalofrío le sacudió todo el cuerpo.
—¿No me oyes? —insistió la voz—, ¿o es que tengo que venir yo a levantarte?
Régulo fingió despertarse, para así complacer a su carcelero quien creía que él dormía: separó las manos de la cara, levantó la cabeza con los ojos entornados y se encontró con la figura majestuosa de un capitán de la guardia pretoriana que le contemplaba desde arriba con una media sonrisa en los labios que Régulo no supo interpretar si era de simpatía o de crueldad.
Se puso en pie.
—Así está bien —dijo el otro—. Ahora sígueme y no hagamos tonterías y, dando media vuelta, salió fuera de la mazmorra y esperó a que Régulo hiciera otro tanto.
Luego, cerró la puerta con llave y, con un movimiento de la mano, ordenó a Régulo que siguiera adelante por el estrecho y oscuro pasillo que conducía a una estancia mejor iluminada donde ya se habían reunido otros hombres de distintas edades, todos con el miedo estampado en las caras, los ademanes obsequiosos como de quienes quieren congraciarse con aquel a quien temen será su verdugo. Y la mirada recelosa, rehuyendo la de los demás, para que los carceleros no pensaran que entre ellos existía entendimiento secreto alguno.
—Muy bien —dijo el capitán de la guardia—. ¡Veinte bonitas ofrendas para nuestro divino emperador!
Y hubo veinte estremecimientos de terror.
—Ahora, desnudaros del todo.
«Ya empezamos», pensó Régulo buscando con los ojos el gato de siete colas con el que esperaba que iban a azotarle. Se quitó las vestiduras y se quedó tan desnudo como lo había parido su madre, con sólo las sandalias en los pies y las tiras que las sostenían entrecruzadas en las pantorrillas.
El capitán de la guardia dio un silbido de aprobación. Régulo era realmente un muchacho hermoso. Tenía la piel aceitunada y lisa, las manos delgadas y huesudas, el cuello largo, los cabellos negros, lisos y brillantes, los ojos oscurísimos, protegidos por densísimas pestañas, debajo de dos cejas que parecían dibujadas con el carbón. De la entrepierna, y debajo de una mata breve y oscura de pelos rizados, le pendían dos bien moldeados testículos y un miembro que, aun estando flácido, prometía un enarbolamiento alegre y descarado.
El capitán de la guardia, seguido de otro pretoriano, ordenó a todos los detenidos que se pusieran en fila y fue pasando delante de cada uno inspeccionándolos cuidadosamente.
—En apariencia, todos valen. Veamos ahora lo más importante —dijo disponiéndose a volver a pasar por delante de la fila.
El primero era Régulo. El capitán alargó la mano, la aproximó a los órganos del chico y, como quien valora por el tacto una piel o una tela, le cogió los cojones, se los sopesó y se los oprimió levemente. Régulo, que había cerrado los ojos, tuvo una reacción impulsiva y retrocedió un poco.
—Quieto, potrillo —le dijo el capitán—. Veamos ahora lo otro.
Y, con profesionalidad no exenta de gentileza, le cogió el miembro y se lo descapulló completamente. «¿Y si me castran?», pensaba Régulo estremeciéndose, pues había oído hablar de la historia del César con Sporo, el muchachito de quien se había enamorado y al que había hecho castrar para convertirle en mujer y casarse con él en una solemne ceremonia a la que había concurrido numerosísimo público.
—Este vale. En primera fila, por el momento —y, dejándole caer el miembro, se encaminó al segundo de la fila.
—Tú, ven aquí —dijo el pretoriano a Régulo—. Y considérate afortunado…
Régulo le siguió al otro extremo de la estancia, mientras el capitán iba pasando revista a los demás.
—Este vale. Segundo al moreno —decía descapullando a otro—. Este, no. No descapulla, fuera. Este tampoco: tiene los cojones demasiado pequeños. Este no vale, está circuncidado: fuera, y así hasta que hubo terminado con el último.
De los veinte que eran inicialmente, habían quedado doce. A los ocho restantes se los habían llevado sólo los dioses sabían adonde, pensó Régulo.
—Vamos, camina —le dijo uno de los guardias mientras le empujaba hacia la puerta—. No es preciso que te vistas —añadió cuando Régulo vacilaba con la ropa en la mano, dispuesto a ponérsela de nuevo.
—¿Pero qué me van a hacer? —gimió el muchacho.
—Por el momento, un buen baño: luego lo verás tú mismo —hizo una pausa y añadió en un tono que a Régulo se le antojó lúgubre—… en el anfiteatro.
A Régulo se le pusieron todos los pelos de punta y un escalofrío le sacudió de los pies a la cabeza.
—Pero yo no quiero morir. No he hecho nada —protestó.
—Es preciso cumplir el deseo del César, muchacho. Y ahora vamos, anda.
A Régulo se le doblaban las rodillas, casi no podía caminar. Se imaginaba ya allí, en el anfiteatro, ante la muchedumbre vociferante, solo en la arena, a luchar contra quién sabe qué feroz león traído de la Numidia o acaso contra un tigre asiático, con sólo una pequeña daga como defensa, y ya sentía las garras del animal hundírsele en la carne y el aliento cálido y húmedo de sus fauces abiertas contra su piel justo antes de propinarle la dentellada atroz que le arrancaría de cuajo un brazo o una pierna. Casi no se percataba de adonde le conducían, de modo que se sorprendió cuando oyó la voz del pretoriano, quien, abriendo una puerta, gritó hacia el interior:
—Aquí tenéis a otro para el baño. Trátalo bien, porque el capitán lo ha elegido para ser el primero de la fila.
A Régulo le dio un vahído y tuvo que apoyarse en la pared para no caer al suelo.
—Anda, entra —le dijo el capitán cogiéndole del brazo.
Y Régulo entró en aquella estancia donde había una piscina de agua caliente atendida por un par de eunucos de cuerpos fofos y regordetes que se acercaron a él, y sosteniéndole por las axilas, le llevaron medio desvanecido a la piscina de agua caliente y poco profunda. Una vez allí, procedieron a lavarle cuidadosamente. El calorcillo del agua devolvió en parte los sentidos a Régulo, quien se dejó bañar como un niño pequeño, completamente abandonado, dejando que los dos eunucos le levantaran los brazos para lavarle bien las axilas y le abrieran las piernas para limpiarle cuidadosamente el empeine, el pubis, el miembro y el escroto. Al hacerlo, comentaban entre sí:
—Buen pasto hoy para la Divina Fiera, ¿verdad?
—Sí. Es de lo más hermoso que ha pasado por aquí en estos últimos tiempos. Fuerte, bien cuidado y bien provisto.
—Y descapulla que es una maravilla —añadió uno, descapullando el miembro inerte de Régulo.
—Así debe ser, para el placer del divino Cayo —dijo el otro, disponiéndose a lavar los pies y las piernas del muchacho.
Régulo, más muerto que vivo, oía desde una especie de semiconsciencia aquellos comentarios que nada bueno presagiaban para su suerte inmediata. «¿Y si me castran?», volvió a pensar Régulo. ¿Y si lo que quieren es ofrecer en sacrificio mi cara y mis cojones a una fiera? ¿O tal vez destinarlos a ese egipcio del que tanto se habla, quien se los comerá crudos, aún calientes, mientras yo me desangro? Y sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. Los eunucos lo advirtieron, se conmovieron y le dijeron en tono consolador:
—Vamos, no llores: todo va a ser más breve de lo que supones y menos terrible y doloroso de lo que piensas.
—¿Pero qué me van a hacer? —insistió Régulo con la voz entrecortada.
—Eso no estamos autorizados a decírtelo. Lo único que podemos hacer es aconsejarte que prepares tu espíritu y tu cuerpo para la prueba que se avecina y, dicho esto, le sacaron en brazos de la piscina, le tendieron encima de una mesa, le secaron con trapos de lino y le ungieron con ungüentos olorosos, le secaron bien el pelo, liso y negro, y se lo peinaron cuidadosamente.
Terminado el aseo, le cubrieron con una túnica blanca, le hicieron recostarse en un triclinio y le dieron de comer y de beber en abundancia. Régulo comía sin ganas, obsesionado con la idea de que iba a ser, de una manera o de otra, sacrificado y de que todas aquellas premuras no eran sino las que se suelen tener para con los condenados al sacrificio. Pese a todo, el poco vino que había le dio una especie de sopor: reclinó la cabeza y se quedó en un extraño estado de duermevela en el que se le aparecían horripilantes escenas de descuartizamientos, luchas contra enormes gigantes que le machacaban la cabeza con nudosas mazas, tremendos y monstruosos animales que jugaban con él como el gato juega con el ratón, le laceraban las carnes, le desmembraban, prolongando su sufrimiento, hasta que, convertido en un amasijo de músculos sanguinolentos y palpitantes, acababan por devorarlo, ante la muchedumbre siempre exaltada por el espectáculo, vociferando y pidiendo más sangre. Finalmente, la voz del capitán de la guardia le sacó con sobresalto del sopor.
—Vamos —dijo el soldado acercándosele—. Ha llegado la hora.
A Régulo el corazón se le subió a la garganta, le entró un extraño temblor y casi sin fuerzas, intentó incorporarse.
—¿Has orinado? —le preguntó el capitán incongruentemente.
Régulo levantó los ojos hacia el soldado e hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Entonces orina, que está muy feo mearse en la arena.
Ayudó con condescendencia al muchacho a levantarse y le señaló un ángulo. Con esfuerzo, porque al principio no tenía ganas, Régulo orinó abundantemente.
—Secadle bien —dijo el capitán a los eunucos cuando el joven hubo terminado— llevadle y atadle al poste.
A Régulo le dieron un vuelco las tripas y, sin poder contenerse, se cagó materialmente de miedo.
—¡Maldito seas! —dijo el capitán levantando airadamente la mano. Luego se contuvo y ordenó a los dos eunucos, que se reían sordamente, que volvieran a lavarle y perfumarle—. Pero daros prisa, porque la ceremonia va a empezar dentro de poco y no quiero jugarme la cabeza.
Ya sin contemplaciones, los dos eunucos lo desnudaron, lo lavaron lo mejor que pudieron, con trapos mojados en agua caliente, de la cintura para abajo cuidando mucho de que su miembro quedara libre de todo residuo impuro y lo ungieron de nuevo. Hecho esto, y para evitar que el muchacho se ensuciara los pies descalzos en el pavimento, hicieron la sillita de la reina, le sentaron en ella y se lo llevaron a una especie de almacén donde había un solo poste de extraña forma. Hincado en el suelo provisionalmente, consistía en un tronco de árbol de unos dos metros de altura; en el centro, a sus pies, había un sillín bajo y estrecho. A la misma altura y a ambos lados de la base tenía como dos patas: una, hacia arriba vertical al tronco, y la otra hacia el suelo, aunque sin llegar a él, formando un ángulo oblicuo bastante abierto. Los dos eunucos llevaron a Régulo hasta el poste, le hicieron sentarse en el sillín y, acto seguido, le ataron las manos a la espalda rodeando el tronco. Después, le ataron las rodillas según el ángulo formado por las patas, y los pies en el extremo de éstas, de modo que Régulo se encontró completamente desnudo, sentado, espatarrado en aquel sillín e inmovilizado por las sogas que le ataban al leño. Sólo entonces notó un confuso clamor que procedía del exterior: lamentos, gritos, aullidos que le pusieron la piel de gallina. Empezó a debatirse gritando que no quería morir, que no quería ser sacrificado. Se retorcía como un condenado, mientras los eunucos le recomendaban que estuviera quieto, que así no conseguiría otra cosa que hacerse daño con las cuerdas, que era todo inútil porque su destino estaba fijado.
Los eunucos levantaron con gran esfuerzo el poste, lo deshincaron y, con él, se llevaron también al muchacho. Con el vaivén de los pasos de los portadores, los testículos y el miembro que, gracias a la estrechez del sillín y al espatarramiento de las piernas quedaban completamente al aire, oscilaban de un lado para otro como un péndulo.
Salieron al aire libre, y Régulo se encontró ante un espectáculo alucinante: dispuestos en círculo en medio de la arena de un pequeño anfiteatro, limitado por una elevada valla de madera y sin gradas para el público, había una docena de postes iguales al que estaba él mismo amarrado. En cada uno de ellos, atado en la misma posición que él, un hombre, previamente aseado y preparado, gritaba, se lamentaba y pedía clemencia, con el miembro y los testículos colgando míseramente de la entrepierna abierta, y los muslos semejantes a las alas de un exótico pájaro de pico flácido, papada doble y cresta peluda. Los dos eunucos, resoplando bajo el peso del tronco y del muchacho, hincaron aquél en un agujero vacío situado justo ante la doble puerta de entrada a la arena. Dejaron resbalar el tronco dentro del hoyo, lo rellenaron de ramos y piedras para apuntalarlo y, deseando suerte al muchacho, se escabulleron. Régulo se quedó allí, espatarrado, desnudo y atado, con los pies casi rozando el suelo. Había dejado de debatirse, de quejarse o de gritar. De repente se había resignado a su triste suerte. El sol tibio y agradable empezaba a calentarle la piel, y un suave airecillo le hacía estremecerse de cuando en cuando. Ya no pensaba en nada. Había agotado el muestrario de horrores que era capaz de concebir. En la posición en que estaba no podía ver a los demás hombres amarrados a los postes, aunque sí oía sus lamentos e imprecaciones. Pasó un tiempo que se le antojó eterno cuando, de repente, se entreabrió una de las batientes de la puerta que estaba frente a él y apareció un soldado con una trompa. Después de sonarla estrepitosamente, dijo con un vozarrón:
—¡Silencio! ¡Basta de lamentos! ¡Va a llegar la Divina Fiera!
Y, en efecto, se abrieron los dos batientes de la puerta, empujados por dos esclavos, y tirada por una docena de esclavos hizo su entrada en la arena, en medio de una inmensa polvareda, una carreta cargada de una gran jaula de madera en cuyo interior se distinguía perfectamente la piel manchada de un tigre. Los esclavos, que avanzaban en fila india tirando de dos sogas enganchadas a la carreta, se abrieron en dos filas de seis y dejaron la carreta no lejos de donde estaba Régulo. La fiera rugía amenazadoramente, inmóvil ante el rastrillo que, una vez levantado, le permitiría salir.
Ahora el silencio era absoluto. Los esclavos desaparecieron corriendo, mientras el capitán de la guardia, acompañado de otros pretorianos, se acercaba, armado de un tridente a la jaula. Uno de los pretorianos saltó encima de ésta y tiró del rastrillo hacia arriba, mientras otros, con la punta de los tridentes, incitaban al tigre a salir. La fiera de un salto y rugiendo se plantó en tierra. Régulo tenía los ojos entornados para ver y no ver, aunque sí lo suficiente como para darse cuenta de que aquel animal caminaba de un modo raro, que no era esbelto como suelen ser los felinos, que más bien se apoyaba en el suelo como se apoyan los niños cuando caminan a gatas. Cuando lo tuvo más cerca, vio maravillado que lo que ocurría era que no se trataba de un animal, sino de un hombre recubierto con la piel de un tigre que efectivamente caminaba a gatas apoyándose en las manos y en las rodillas y que llevaba, pegadas a cada dedo de las extremidades unas larguísimas y afiladas garras de fiera.
La arena había quedado vacía. Sólo permanecían en ella los jóvenes amarrados a los postes y la sedicente fiera que ahora avanzaba con paso cauteloso hacia Régulo mientras, de cuando en cuando, levantaba la cabeza para lanzar un sordo rugido:
—¡Aug, aug! —emitía el hombre-trigre amenazador—. ¡Gruuuuuu, gruuuuu!
Estaba ya a pocos pasos de Régulo, quien involuntariamente se retrajo y se pegó lo más que pudo al poste poniendo así sin quererlo aún más en evidencia su miembro y sus testículos.
—¡Aug! —rugió el falso tigre y, de un salto, se plantó a los pies de Régulo con el hocico casi rozándole los cojones, que empezó a olfatear.
Régulo sentía el aliento cálido de la falsa bestia contra la piel de su escroto. De repente y sin que nada hiciera sospecharlo, la bestia-hombre se abalanzó con un gruñido sobre el miembro de Régulo, lo tomó con los dientes y lo estiró cuanto pudo. Régulo emitió un grito de terror pensando que aquel falso animal iba a devorarle el carajo. Cerró los ojos, y durante unos instantes los mantuvo así, hasta que finalmente los abrió al darse cuenta de que el hombre-animal no le devoraba nada, sino que seguía tirando de su miembro pero ahora con los labios cerrados, sorbiéndoselo, como si quisiera aspirarle todo el cuerpo por el agujero. Después, y con la misma rapidez con que se lo había agarrado, lo soltó de repente. El miembro de Régulo, hasta entonces tenso como la cuerda de un arco, se encogió de repente y fue a rebotar contra sus testículos, aunque, a decir verdad, no ya tan flácido como antes: la succión forzada había producido sus efectos y ahora la verga de Régulo aparecía lentamente hinchada y enrojecida por el aflujo de sangre. La fiera-hombre volvió a acercar el hocico a las partes de Régulo y empezó a lamérselas con delectación y mansedumbre. Régulo tenía los ojos desorbitados y, ante aquel insistente lameteo, empezó a relajar la tensión y a ofrecer involuntariamente sus partes al tigre-lametón, con el pijo ya indudablemente excitado que empezaba a levantar la cabeza. Entonces, el hombre-fiera dejó de lamer, se incorporó sobre sus patas-piernas traseras, apoyó los garfios de sus garras en el tronco y empezó a husmear los pelos del pubis de Régulo, siguiendo la marca que trazaban hasta el ombligo. Una vez allí, la fiera levantó la cabeza y, por debajo del hocico del animal, entre los largos pelos de su bigote, Régulo, que ahora no perdía un movimiento de su atacante, vio con asombro y terror el rostro archiconocido del divino Nerón Claudio César, quien después de darle un buen lameteo desde el ombligo hasta la base del escroto, cosa que terminó de ponerle el miembro en hermosa y agresiva erección, se dirigió hacia Régulo por la izquierda sin dejar de rugir amenazadoramente, mientras agitaba las posaderas para que la larga cola de la piel del tigre ondulase como si fuera realmente la de un animal. Régulo se quedó allí, con la polla tiesa y húmeda de saliva, como húmedos de saliva también tenía los cojones y todo el bajo vientre, sin acertar a salir de su asombro, preguntándose en qué acabaría todo aquello, aún con el terror de que acabara realmente siendo descuartizado y comido por el emperador. Instantes después, oyó un alarido a su izquierda, proferido sin duda por el hombre que estaba atado al poste inmediato al suyo el que, dada la disposición de los postes, ordenados en círculo, no podía ver; de hecho, ninguna de las víctimas podía ver a la otra. Al alarido de terror siguió un silencio prolongado y, finalmente, un jadeo largo entrecortado de roncos gritos: «Basta, basta», proferidos espasmódicamente. Otro silencio, otro alarido, seguidos esta vez de ronquidos y estertores, y tras un nuevo y largo paréntesis, el vacío. Y así hasta once alaridos, seguidos de once largos silencios, jadeos, ronquidos, estertores, resoplidos, resuellos, hipidos, ahogos… Finalmente, Régulo vio comparecer de nuevo al divino Nerón Claudio César por su derecha bajo la veste de tigre. Caminaba algo más pesadamente que al principio; la cabeza de tigre con que cubría la suya se la había torcido un poco y, por debajo de las fauces abiertas, asomaban los pelos de la cabeza del emperador y se le adivinaba su nariz. Había perdido algunas de las garras con que adornaba los dedos de los pies y de la mano; de cuando en cuando, estiraba el cuello como para tragar mejor algo que tenía en la garganta y se lamía.
Llegó ante Régulo, quien ya prevenido, no lanzó alarido de terror alguno, aunque sí se estremeció de los pies a la cabeza, contempló fijamente la verga del muchacho que ahora pendía fláccida entre sus huevos, pero no ya retraída, y con delicadeza la tomó entre sus labios y empezó a chupetearla. Al poco, Régulo tenía la polla tiesa y dura como el poste al que estaba atado. Entonces, el divino emperador, bajo la falsa apariencia de felino, empezó a jugar con ella mientras volvía a rugir de placer.
—¡Aug, aug! —rugía mientras con una mano-garra daba un manotazo a la verga de Régulo, que acusaba el golpe, oscilaba y se encontraba prendida al vuelo por la boca del Sumo Pontífice, quien premiaba su energía y docilidad con un prolongado chupeteo. Luego apartándose un poco y soltándosela repetía: —¡Aug, aug!—. Entonces venía el turno de los cojones, que lamía y succionaba hasta casi causarle dolor mientras iban hinchándose en desmesura —¡aug, aug!—, repetía enardecido por el juego. Procedía entonces a mordisquearle los costados de la verga y hacerle pasar la punta de la misma por el frío hocico de la cabeza del animal. Y así por mucho rato, lamiéndolo todo, chupándolo todo, hasta que finalmente se metió la polla en la boca, la chupó por entera hasta que Régulo sintió que su glande rozaba la campanilla de la garganta del Supremo Matafuego e inició un movimiento de vaivén con la cabeza para que la verga de Régulo corriera como un pistón en su boca, de modo que a veces los labios de César rozaban por fuera los pelos del pubis del muchacho y otras, por dentro, la base del glande. Régulo, fuertemente amarrado al poste, se retorcía, estiraba el cuello, levantaba la barbilla, ponía los ojos en blanco, bizqueaba, hasta que, por fin, con un espasmo largo, continuado, jadeando y babeando, se corrió en la imperial boca, que ahora no dejaba de succionar, ávida de aquella leche que generosamente le ofrecía Régulo a chorros calientes e intermitentes. Cuando hubo sorbido a gusto todo el líquido vital del muchacho, el divino Claudio dejó por un instante la verga de Régulo y, en una nueva y asombrosa transformación, dijo gritando con voz atiplada:
—¡Doríforo, amor mío, ven a satisfacer a tu humilde esposa! ¡Corre!, —y, dicho esto, volvió a chupar la polla de Régulo que, a pesar de la eyaculación, seguía tiesa.
Por la puerta del anfiteatro apareció corriendo un hombre bien proporcionado y fuerte, de tez morena y cabellos negros, completamente desnudo, quien, mientras se acercaba, se meneaba la verga. Una vez estuvo a la espalda del Pontífice Máximo, se arrodilló, levantó la cola de la piel de tigre, se aproximó al culo del emperador y lo empitonó con todas sus fuerzas. El divino Claudio dejó por un momento el carajo de Régulo y lanzó un chillido histérico de dolor al tiempo que decía entrecortadamente con voz atiplada y moviéndose todo él al impulso de los golpes de riñón que daba el llamado Doríforo:
—¡Uy, uy, uy, qué daño! ¡Qué bestias, qué bestias son los hombres! —Y de nuevo tomaba el miembro de Régulo con la boca. Se lo chupaba, mientras Doríforo, arrodillado, proseguía el imperial enculamiento resoplando, sudando y agarrando con ambas manos los flancos del emperador. Ante aquel espectáculo y debido al chupeteo insistente de Nerón, la verga de Régulo, que nunca se había aflojado, empezó a mostrar nuevos síntomas de vitalidad, y el muchacho empezó a retorcerse de nuevo y a jadear. Al poco rato todo fue un jadeo, un resuello, un gritar femenino e histérico: Doríforo resollaba cada vez con más fuerza; Nerón gritaba como una doncella violada cada vez con mayor vigor, y Régulo jadeaba al límite del agotamiento y al correrse de nuevo, tuvo la osadía de gritarle al divino César:
—¡Ahora, ahora, que me corro!
El César se apresuró a recibir de nuevo en su boca aquella bendición de los dioses mientras Doríforo veía coronados sus esfuerzos y se corría a su vez en el augusto ano con ronquidos entrecortados. Nerón, sin que nadie le hubiera tocado el imperial pijo, se corrió también dejando una mancha blanca y pegajosa en la arena del anfiteatro.
Doríforo retiró con cuidado la verga del culo de Nerón, se puso en pie fatigosamente y, con paso incierto, aunque ligero, abandonó el anfiteatro; el divino César dejó de mala gana la polla de Régulo, todavía palpitante; con un golpe de riñones, hizo que la cola de la piel del animal le cubriera de nuevo el trasero, dijo dos veces «¡Aug, aug!» y se fue pavoneándose hacia la puerta del anfiteatro que se abrió a su llegada. Todo ello en un silencio absoluto mientras Régulo, con los ojos cerrados, seguía respirando entrecortadamente.
Después llegaron los eunucos, lo desamarraron, le ayudaron a vestirse y le dieron una bolsa llena de talentos:
—La Divina Bestia quiere así premiar tu gallardía —dijeron—. Ahora vete, que tenemos que desatar a los demás.
Régulo, medio atontado, se alejó del anfiteatro con la bolsa bien apretada contra el pecho.
2
Leuco, el esclavo griego de confianza del divino Tiberio Verón César, estaba dando los últimos toques para el baño y la función posterior de su amo. El mar azul de Capri, en aquella caleta recogida y rocosa, iba a morir mansamente, con pequeñas olas espumeantes, contra los guijarros grises de la breve playa ceñida por un alto acantilado de roca brillante. Había hecho asear, barrer y fregar la escalera de mármol que bajaba desde el camino superior, entre las rocas, hasta la plataforma de mármol sobre el rompiente; había dispuesto un triclinio al amparo de un toldo de franjas rojas y amarillas, sostenido por palos de metal dorado, hincados en los guijos, y frutas, vino griego resinado, quesos y dulces a base de miel y almendras, y ahora colocaba en el escenario a una serie de muchachitos de apenas diez años quienes, completamente desnudos, con sus cuerpos tensos y esbeltos, se arremolinaban alegres a su alrededor. Eran todos ellos expertos nadadores, nacidos en la misma isla de Creta y, cuidadosamente elegidos por él para mayor solaz del Emperador. Eran en su mayoría morenos, de ojos enormes y negros, cabellos oscuros, piel lisa y exenta de vello, incluso en el pubis, donde sus incipientes miembros relucían al sol gracias al ungüento de que habían sido recubiertos sus cuerpos. Leuco quería dar una sorpresa a su amo: aquella vez había aumentado el número de niños que debían hacer más placentero el baño al César. A los nuevos les había recomendado discreción y sobre todo silencio absoluto cualesquiera que fuesen las cosas que vieran o tuviesen que soportar. Aún recordaba aquel día en que el César Tiberio, asistiendo a una función religiosa, quedó tan hechizado por las gracias del ayudante del sacerdote que no quiso esperar ni un minuto y, allí mismo, al final de la ceremonia, se lo llevó, y lo poseyó. Mientras lo enculaba, ante el silencio resignado del muchacho, vio al flautista hermano de éste y no menos guapo, quien, agazapado en un rincón, lo contemplaba, de modo que cuando hubo terminado con el ayudante, llamó al flautista y también lo enculó. La cosa no hubiese tenido mayor trascendencia si los dos hermanos, tras el enculamiento, no hubieran empezado a reprocharse mutuamente el origen de la acción y a acusarse y lamentarse: Tiberio, encolerizado mandó romperles las piernas allí mismo. «Lamentable», se decía Leuco. No, no quería que esto ocurriera a ninguno de aquellos niños a los que él mismo había escogido y adiestrado para el difícil menester al que estaban destinados, haciéndoles nadar por debajo del agua con los ojos bien abiertos, cogiendo con la boca los guijos que él les tiraba desde una roca, persiguiendo una túnica que él, teniéndola agarrada con una cuerda, hacía flotar y correr entre dos aguas, al tiempo que la mordisqueaban y la pellizcaban con sus manitas, haciéndoles girar sobre sí mismos dentro del agua e ir hasta el fondo para agarrar con los dientes, sin romperlos, pequeños huevos de codorniz previamente cocidos. Por fortuna, buena parte de aquellos niños ya eran duchos en el menester y habían hablado con los demás para convencerles del valor casi sagrado de lo que debían hacer. A pesar de que Tiberio era enormemente tacaño, estar en su gracia era mucho más importante que recibir recompensa material alguna; sobre todo para sus papás. Esto se lo había dejado entender Leuco, y los niños, listos y avispados como semigriegos que eran casi todos, habían captado al vuelo el asunto.
Leuco se aprestaba, pues a esconderlos entre las rocas y les repetía que sólo debían aparecer y zambullirse en el agua, cuando él les hiciera una señal convenida. Al poco rato, no se oía otro rumor que el suave y quedo de las olas pequeñas y mansas lamiendo la grava gris de la breve playa. Aparentemente sólo Leuco, junto a la plataforma de mármol blanco, esperaba la llegada del divino Tiberio, quien poco después hizo su aparición en lo alto del acantilado, cubierto con un simple manto de púrpura, que a aquella altura ondeaba en la brisa del mar, y con los pies descalzos, precedido por un muchacho coronado de hiedra y con una flauta en la mano, completamente desnudo, que se brindó a ofrecerle el brazo tendido para que se apoyara mientras descendían la escalera. Detrás del Emperador, un breve cortejo de dos esclavas ancianas, vestidas con amplias túnicas y dos soldados.
Cuando Leuco vio aparecer a Tiberio César en lo alto de la escalera, se irguió y, levantando el brazo con la mano extendida, los dedos juntos y la palma en dirección a él, le saludó:
—¡Salve, oh divino Tiberio, que los dioses sean propicios y Neptuno te conceda un baño tonificante que te prolongue la vida cientos de años!
—Salve, Leuco —repuso Tiberio mientras bajaba la escalera—. Tú siempre tan adulador. Hace un buen día hoy. Y me siento en forma —añadió tocándose el carajo con la mano libre.
Una vez a los pies de la escalera, Tiberio se despojó del manto y se quedó completamente desnudo. Era un hombre corpulento y alto, de ancho pecho y espalda, muy bien proporcionado. Se decía que tenía tal fuerza en la mano izquierda que, con un dedo, era capaz de traspasar una manzana fresca. Tenía la piel blanca y los cabellos muy largos por detrás, de modo que le cubrían todo el cuello. Era guapo de cara y tenía ojos grandísimos con los que, según se decía, era capaz de ver incluso en la oscuridad. Caminaba con el cuello rígido y doblado hacia delante y la expresión ceñuda.
Cuando llegó junto a la plataforma de mármol, mientras las esclavas iban a sentarse en dos escabeles a los pies del triclinio y los dos soldados subían de nuevo la escalera para montar una inútil guardia en lo alto del acantilado, vueltos de espalda al mar, la cabeza en dirección al interior de la isla, el Emperador preguntó a Leuco.
—¿Qué sorpresa me ha preparado para hoy mi buen Leuco? ¿Cuántos pececillos ha adiestrado? ¿O prefiere jugarse la cabeza por haber hecho enfadar a su Emperador dejando el mar vacío de deliciosos habitantes?
—Nada de eso, divino Tiberio —dijo Leuco incorporándose y, sonriendo, hizo con la mano la señal convenida.
En un alboroto de risas y chillidos fueron asomando por las rocas del acantilado todos los niños que Leuco había previamente ocultado y, uno tras otro, se zambulleron en el agua, levantando pequeñas columnas de espuma; luego, por unos instantes, fue como si se los hubiera tragado el mar; no quedaba rastro de ellos, hasta que, de repente y como respondiendo a un resorte que les accionaba a todos, salieron a la superficie saltando cual delfines, la piel reluciente de agua, que el ungüento concentraba en miríadas de gotitas que reflejaban el vivo sol de Capri, y los cabellos pegados a la cara, gritando por tres veces:
—¡Salve, salve, salve!
Tiberio, sonriente, aplaudió complacido y, sentándose en el borde de la plataforma de mármol, se dejó escurrir en el agua y se puso a nadar, mientras el muchacho desnudo tocaba la flauta.
—¡Cuántos pececillos! —decía extasiado—. ¡Oh cuántos pececillos tengo hoy!
Los niños, sabiamente adiestrados, empezaron a nadar a su alrededor, sumergiéndose y aproximándose a él. Los que ya conocían el juego, más audaces, no tardaron en avasallar al Emperador: unos le mordían los pezones, otros los flancos, alguno alargaba la manita y le agarraba los testículos, otros aun se hacían transportar por Tiberio que seguía nadando; cuando uno la soltaba, otro más avispado tomaba en su boca la polla divina y tiraba de ella dulcemente hacia el fondo. Pronto, los demás, animados por los gritos de placer del Emperador y por sus risas, fueron acercándose para participar en el juego y poco después, aquello pareció un banco de pirañas dispuestas a comer vivo al imperial nadador: quien le daba un chupetón en la entrepierna, quien le mordía las nalgas, quien le introducía la lengua en el ano, quien adosaba la boca como si fuera una rémora al divino ombligo y, con los pies, le zarandeaba el carajo, otros le besaban el pecho y los muslos, mientras Tiberio se debatía y fingía defenderse del ataque de los niños intentando agarrarles a su vez por los cojones y, cuando lo lograba, levantaba en el aire al niño prendido por su breve escroto y lo arrojaba con una carcajada al agua.
El juego duró mucho tiempo y, finalmente, el Emperador, exhausto, se acercó a la plataforma de mármol, hizo un esfuerzo, saltó fuera del agua y fue a sentarse en el borde: jadeaba, tenía la polla completamente tiesa y señales inequívocas de chupetones en todas las partes de su cuerpo.
Obedeciendo las órdenes que les había impartido Leuco con anterioridad, los niños, cuando vieron al Emperador sentado en el borde de la plataforma, se quedaron inmóviles en el agua esperando la decisión del César, quien, como en el circo, si levantaba el dedo pulgar hacia arriba, quería decir que le había satisfecho la prestación y llamaba así a sus pececillos y, si lo dirigía hacia abajo, quería decir que o bien no estaba satisfecho o bien se encontraba demasiado cansado para seguir practicando otros juegos. Todos esperaban conteniendo el resuello, sobre todo Leuco, quien, si bien el Emperador no fuera propenso a venganzas, temía siempre no satisfacerle y ser castigado por ello.
Tiberio puso cara de pocos amigos, contempló severamente todas aquellas cabecitas que asomaban a flor de agua, miró con ojos aterradores a Leuco y, con una gran carcajada, extendió el brazo con el puño cerrado y levantó el dedo pulgar hacia el cielo.
Del mar se alzó un alarido de alegría. Todos los niños se pusieron a nadar en dirección al Emperador, quien seguía sentado en el borde de la plataforma de mármol. Leuco suspiró tranquilizado. Una vez más, las cosas habían salido bien, según se dijo.
Cuando los niños llegaron a la plataforma, la mayoría se encaramó a ella, se abalanzó sobre el divino César riendo y gritando y empezó a escurrirse por su cuerpo ahora tenso y palpitante. Los más audaces, aun desde el agua, se disputaban su polla como si se tratara de un caramelo. El Emperador se tumbó panza arriba como antes, jugó a desembarazarse de aquella tropa de mocosos que parecía comérselo vivo: los tiraba de nuevo al agua, les daba manotazos, hasta que, cansado, hizo un gesto con los brazos, y todos los niños fueron a sentarse a su alrededor, mojados y excitados por el juego. Pero sin proferir palabra, tal es como les había indicado Leuco.
Entonces, Tiberio llamó a Leuco y a las esclavas y ordenó que le secaran. Premurosas, las matronas acudieron con trapos de lino y, ayudadas por Leuco, secaron cuidadosamente el cuerpo del Sumo Pontífice, quien, una vez seco, reclamó el manto de púrpura, lo echó sobre los hombros y, con el carajo tieso, se encaminó hacia el triclinio, mientras los niños permanecían quietos y el muchacho desnudo seguía tocando la flauta.
Una vez en el triclinio, el divino Tiberio se acomodó en él y, con un gesto de la mano, llamó a los niños que acudieron en tropel: unos subidos al triclinio, otros sentados al pie del mismo, se apelotonaron alrededor del César. Las dos esclavas quedaron en pie a un lado mientras Leuco iba a situarse cerca de una mujer regordeta, vestida de negro con un niño en los brazos.
El Emperador pidió de beber y Leuco tomó una copa de metal dorado, la llenó de vino, que mezcló con agua, y se la dio al Emperador, quien tras vaciarla, dijo a Leuco:
—¿Y el pequeño? ¿Ya está preparado?
—Aquí lo tienes, César —repuso Leuco señalando al niño, que envuelto en pañales, dormía en el regazo de la mujer regordeta.
Era ya un niño crecido, que tendría casi un año y medio, pero al que aún no habían destetado.
—¿Qué dices? ¿Acaso no tendrá hambre? —preguntó con evidente excitación el divino Tiberio.
—Lleva las suficientes horas sin comer como para que se despierte con un hambre atroz —le aseguró Leuco.
La mujer regordeta permanecía sentada, inmóvil como una estatua.
—¿Qué haces? —dijo el Gran Matafuego dando un manotazo a uno de los niños que le estaba toqueteando los cojones—. Ahora basta, por el momento. Y ten cuidado porque tienes un culito hermosísimo —el niño retiró la mano, y todos se rieron—. Despiértalo —ordenó el Emperador, y Leuco, obedeciéndole, fue hacia la mujer que llevaba la criatura, tomó a ésta en brazos y la sacudió ligeramente.
El mamón contrajo los músculos de la cara, se llevó las manitas a los ojos, los abrió pero volvió a cerrarlos deslumbrado por el sol, hizo unos pucheritos y, con la boca, empezó a buscar el pecho de la madre. Esto excitó sobremanera al divino Tiberio, quien abriendo el manto de par en par para poner bien en evidencia su miembro erecto, de un rosa salmón, se reclinó sobre el costado izquierdo para que la polla le quedara al aire al nivel del asiento del triclinio. Los niños que estaban al pie de éste se apartaron y todos en silencio se dispusieron a contemplar extasiados la ceremonia como si se tratara de un rito sagrado.
Leuco se acercó al triclinio con el niño en brazos. El pequeño estiraba las piernas dentro de los pañales y movía en el aire sus manitas regordetas en busca del pezón materno. Una vez junto al triclinio, se arrodilló y acercó poco a poco la cabeza del niño al glande del Emperador, quien temblaba de excitación. De repente, el niño encontró en sus movimientos el imperial bálano, lo cogió con las manitas y, ayudado por Leuco quien le aproximó todavía más, agarró con la boquita la punta del carajo de Tiberio y empezó a mamar como si realmente fuera el pecho de su madre. El chupeteo del niño era instintivamente fuerte e insistente, encaminado a hacer venir la leche al pezón materno, de modo que el placer del Emperador correspondía a la intensidad de la succión del mamón que ahora tenía casi todo el glande, de un púrpura subido, dentro de su boquita de labios rojo claro enmarcada por la piel delicada y pálida del rostro. El pequeño mamaba y mamaba, llenando de lubrificante baba el capullo del Emperador, quien procuraba mantenerse quieto para que al niño no se le escapara la polla y tenía las manos crispadas, una fuertemente agarrada al borde del triclinio, la otra con las uñas casi hundidas en su muslo derecho. Empezó a jadear. Los niños contemplaban la escena con los ojos bien abiertos, alguno de ellos con el carajillo tieso como el tallo de una flor. El crío había cogido con su manita uno de los huevos imperiales y seguía sorbiendo con tenacidad el pijo. Finalmente, el Emperador emitió un quejido: por las comisuras de la boca del pequeño apareció un liquido blanco y pegajoso que el niño tragaba instintivamente hasta que empezó a toser y a hipar, y el esperma le salió por las naricitas arremangadas y abiertas en un esfuerzo por respirar.
—¡Basta, basta! —dijo entrecortadamente el Emperador, y Leuco se apresuró a retirar al niño.
Lo puso boca abajo y le dio unos golpecitos en la espalda para que escupiera el resto del esperma que no había tragado. Después, lo enderezó, le dio otros golpecitos para que hiciera el clásico eructillo y se lo devolvió a la mujer regordeta vestida de negro, que de nuevo lo puso en su regazo. El niño lloraba desaforadamente.
Tiberio permaneció por unos momentos inmóvil y en silencio, con los ojos en blanco, el carajo colgante, húmedo de baba y de esperma.
—Fuera —dijo finalmente en forma casi inaudible.
La mujer regordeta se levantó y se encaminó bajo el sol caliente hacia la escalera de mármol blanco, por la que empezó a subir lentamente con el niño llorando en los brazos.
Entretanto, el Emperador se había cubierto con el manto, reclinó la cabeza e hizo un gesto con la mano. Los niños, quienes ya sabían cómo interpretarlo, se tendieron en el triclinio, pegados al cuerpo del Emperador, protegiéndolo con sus piernecitas, sus brazos, sus propios cuerpos. Exhausto, el Emperador se quedó dormido, mientras el muchacho desnudo seguía tocando la flauta y los berridos del crío iban siendo absorbidos por la distancia y dominados por el rumor de las olas contra los guijos grises y azulados de la playa.