Cuando el director del London Central Bank, el señor A. Wemyss Porteous, y su principal empleado, el señor James Brownlow, abren la enorme puerta de acero de la cámara acorazada, son asaltados por un olor nauseabundo. Al rastrear su procedencia dan con una caja grande, cuadrada, recubierta de una chapa de hierro. El director, al intentar asegurarse de que estaba bien cerrada, sacudió la tapa y esta cedió bruscamente, abriéndose como cosa de una pulgada. Tras una breve vacilación el señor Porteus, dejó caer apresuradamente la tapa y se dirigió tambaleándose hacia la pared, en la que se apoyó con el rostro lívido. Posteriormente, agarrando por el brazo al señor Brownlow le urgió a abandonar el lugar. Una vez en su despacho, y al ser preguntado sobre la conveniencia de llamar a un médico, el señor Portius movió negativamente la cabeza con lentitud. —No, Jim -respondió con voz débil-. Un médico no sería de ninguna utilidad. Así lo temo. Será mejor que avise a la policía. —¡A la policía…! - exclamó Brownlow-. ¡Dios mío! ¿Qué quiere usted decir? ¿Qué ha sucedido? El director se estremeció. —¡Aquella caja…! -murmuró-. ¡Aquella caja de la cámara acorazada… contiene un hombre muerto!