Literatura de claude seignolle
el hombre que no podía morir (relato)
Sucede a menudo que se atribuyen demasiadas cosas al diablo. Sí… Me parece oír todavía los comentarios de aquellos aldeanos de Besse, en Auvergne, cuando pasaba aquel anciano a
la mujer del vestido de lana de angora (relato)
Con un poco de desgracia, si sólo ambicionáis pasar un cuarto de hora de ensueño fácil e higiénico; pero con mucha suerte, si buscáis la rara perla de la caricia viciosa, podéi
el hombre que no podía morir (relato)
Sucede a menudo que se atribuyen demasiadas cosas al diablo.
Sí… Me parece oír todavía los comentarios de aquellos aldeanos de Besse, en Auvergne, cuando pasaba aquel anciano arrugado y agresivo, el cual, a pesar de su edad, andaba sin descanso de un lado a otro de la región.
Yo era muy joven; ha pasado mucho tiempo, pero todavía oigo los sarcasmos populares.
—¡Ah! ¡Míralo! ¿Adónde irá esta vez?
—¡Nunca estaremos tranquilos! En la época del abuelo, se dedicaba ya a espiarlo todo… El diablo no quiere soltarlo.
—¡Vaya! Nuestra abuela decía que en tiempos de su propia abuela ya andaba por ahí, tan viejo y tan curioso como ahora… ¡Cualquiera adivina su edad! ¿Qué clase de pacto habrá firmado? Y ¡quién sabe si en perjuicio de todos nosotros!…
Eso era lo que la gente pensaba y decía.
Pero él, indiferente, sin duda inmunizado contra la agria ruindad colectiva, pasaba silencioso, se detenía, refunfuñaba y observaba severamente el menor detalle de las cosas y de las gentes. ¿Su edad? Indefinible. Con aquella piel apergaminada, podía sobrepasar el siglo. Pero él ocultaba sus años como una vergüenza. Y tenía un aspecto triste…, muy triste.
Todo lo que se rumoreaba acerca de él y de su edad increíble, gracias a un pacto con el diablo, no me sorprendía en absoluto e incluso me atraía, porque mi curiosidad exigía que investigara hasta el fondo todos los secretos que me rozaban. Sabía, sin saberlo, que aquel hombre podía ser muy bien una especie de leyenda viviente.
El anciano dormía en una pequeña barraca construida con piedras y pegada a la pared del cementerio. Era difícil encontrarle en aquel agujero, que un perro hubiera rechazado. Pero yo tenía paciencia; y un día conseguí sorprenderle allí. Sus pies asomaban por la abertura. Estaba durmiendo.
Me arrodillé y me incliné hacia el interior para contemplarle como se contempla un milagro: el viejo Satanás momificado, acostado en un relicario de beatitud… Roncaba como un buen mortal. Unas moscas se paseaban por su rostro y por sus manos. Su fatiga era tal, que dejaba en paz a los fastidiosos animalitos y dormía todo el cansancio de la humanidad.
Inadvertidamente, tropecé con uno de sus pies. Se despertó, pero en vez de mirarme inmediatamente, se volvió hacia el fondo de su agujero e interrogó a la pared, como si fuera una persona.
—¿Qué queréis de mí ahora? —preguntó, con voz hastiada.
—¡Perdón! —murmuré entonces, atrayendo su mirada hacia mí, el culpable.
Acabó de incorporarse y, sorprendido de mi osadía al llegar hasta él, en aquella semitumba, me ordenó que me largara en seguida. Me di cuenta de que tenía miedo, no de mí, sino de alguna cosa, porque volvió a mirar la pared del cementerio, esta vez con una expresión de temor en los ojos.
—¡Márchate! ¡Márchate! —murmuró, en lugar de gritármelo—. ¡Márchate! Va a venir alguien.
Desconcertado, miré a mi vez la pared. Estaba medio abierta por una rendija de labios musgosos. A través de ella veíase todo el camposanto, lleno de cruces, pero vacío.
—¡Márchate de una vez! —gruñó de nuevo entre dientes.
Si no me había marchado ya, era porque estaba paralizado por la curiosidad. Y también porque me daba cuenta de que el anciano prestaba oído a lo que le llegaba a través de la abertura.
Entonces, a mi vez, me pareció percibir un agrio zumbido; una especie de lamento y, en mis oídos, el eco de unas sílabas articuladas con desesperado esfuerzo… Hasta el punto de que se me impuso la idea de un Infierno cercano, llenándome de espanto.
Pero escuché, a pesar de mi terror, y creí entender algo como: «Vete inmediatamente… a casa de la nieta…, de mi nieta…, y trata de averiguar si su futuro esposo aportará al matrimonio los campos de regadío… Vuelve pronto a decírmelo…»
Miré con todas las fuerzas de mis ojos. No había nadie en ninguna parte. Nadie más que el anciano y yo.
El anciano se levantó, interrumpido su descanso, y antes de marcharse me dijo:
—Ahora ya lo sabes, pequeño… Ellos no me dejarán morir nunca. Ellos han muerto, pero conservan la curiosidad de saber lo que ocurre en sus hogares… ¡Es posible que no supieras que los difuntos son así! Nunca debí aceptar su propuesta: hace dos siglos que se han hecho cargo de mis deberes de muerto, a fin de que permanezca vivo y sea su mirada sobre la tierra…
¡Cuando pienso que en la aldea decían que había hecho un pacto con el diablo!
¡Vamos!
¡Qué ignorante puede ser la gente!
¿Con el diablo?
No: con los propios hombres.
Sí… Me parece oír todavía los comentarios de aquellos aldeanos de Besse, en Auvergne, cuando pasaba aquel anciano arrugado y agresivo, el cual, a pesar de su edad, andaba sin descanso de un lado a otro de la región.
Yo era muy joven; ha pasado mucho tiempo, pero todavía oigo los sarcasmos populares.
—¡Ah! ¡Míralo! ¿Adónde irá esta vez?
—¡Nunca estaremos tranquilos! En la época del abuelo, se dedicaba ya a espiarlo todo… El diablo no quiere soltarlo.
—¡Vaya! Nuestra abuela decía que en tiempos de su propia abuela ya andaba por ahí, tan viejo y tan curioso como ahora… ¡Cualquiera adivina su edad! ¿Qué clase de pacto habrá firmado? Y ¡quién sabe si en perjuicio de todos nosotros!…
Eso era lo que la gente pensaba y decía.
Pero él, indiferente, sin duda inmunizado contra la agria ruindad colectiva, pasaba silencioso, se detenía, refunfuñaba y observaba severamente el menor detalle de las cosas y de las gentes. ¿Su edad? Indefinible. Con aquella piel apergaminada, podía sobrepasar el siglo. Pero él ocultaba sus años como una vergüenza. Y tenía un aspecto triste…, muy triste.
Todo lo que se rumoreaba acerca de él y de su edad increíble, gracias a un pacto con el diablo, no me sorprendía en absoluto e incluso me atraía, porque mi curiosidad exigía que investigara hasta el fondo todos los secretos que me rozaban. Sabía, sin saberlo, que aquel hombre podía ser muy bien una especie de leyenda viviente.
El anciano dormía en una pequeña barraca construida con piedras y pegada a la pared del cementerio. Era difícil encontrarle en aquel agujero, que un perro hubiera rechazado. Pero yo tenía paciencia; y un día conseguí sorprenderle allí. Sus pies asomaban por la abertura. Estaba durmiendo.
Me arrodillé y me incliné hacia el interior para contemplarle como se contempla un milagro: el viejo Satanás momificado, acostado en un relicario de beatitud… Roncaba como un buen mortal. Unas moscas se paseaban por su rostro y por sus manos. Su fatiga era tal, que dejaba en paz a los fastidiosos animalitos y dormía todo el cansancio de la humanidad.
Inadvertidamente, tropecé con uno de sus pies. Se despertó, pero en vez de mirarme inmediatamente, se volvió hacia el fondo de su agujero e interrogó a la pared, como si fuera una persona.
—¿Qué queréis de mí ahora? —preguntó, con voz hastiada.
—¡Perdón! —murmuré entonces, atrayendo su mirada hacia mí, el culpable.
Acabó de incorporarse y, sorprendido de mi osadía al llegar hasta él, en aquella semitumba, me ordenó que me largara en seguida. Me di cuenta de que tenía miedo, no de mí, sino de alguna cosa, porque volvió a mirar la pared del cementerio, esta vez con una expresión de temor en los ojos.
—¡Márchate! ¡Márchate! —murmuró, en lugar de gritármelo—. ¡Márchate! Va a venir alguien.
Desconcertado, miré a mi vez la pared. Estaba medio abierta por una rendija de labios musgosos. A través de ella veíase todo el camposanto, lleno de cruces, pero vacío.
—¡Márchate de una vez! —gruñó de nuevo entre dientes.
Si no me había marchado ya, era porque estaba paralizado por la curiosidad. Y también porque me daba cuenta de que el anciano prestaba oído a lo que le llegaba a través de la abertura.
Entonces, a mi vez, me pareció percibir un agrio zumbido; una especie de lamento y, en mis oídos, el eco de unas sílabas articuladas con desesperado esfuerzo… Hasta el punto de que se me impuso la idea de un Infierno cercano, llenándome de espanto.
Pero escuché, a pesar de mi terror, y creí entender algo como: «Vete inmediatamente… a casa de la nieta…, de mi nieta…, y trata de averiguar si su futuro esposo aportará al matrimonio los campos de regadío… Vuelve pronto a decírmelo…»
Miré con todas las fuerzas de mis ojos. No había nadie en ninguna parte. Nadie más que el anciano y yo.
El anciano se levantó, interrumpido su descanso, y antes de marcharse me dijo:
—Ahora ya lo sabes, pequeño… Ellos no me dejarán morir nunca. Ellos han muerto, pero conservan la curiosidad de saber lo que ocurre en sus hogares… ¡Es posible que no supieras que los difuntos son así! Nunca debí aceptar su propuesta: hace dos siglos que se han hecho cargo de mis deberes de muerto, a fin de que permanezca vivo y sea su mirada sobre la tierra…
¡Cuando pienso que en la aldea decían que había hecho un pacto con el diablo!
¡Vamos!
¡Qué ignorante puede ser la gente!
¿Con el diablo?
No: con los propios hombres.
la mujer del vestido de lana de angora (relato)
Con un poco de desgracia, si sólo ambicionáis pasar un cuarto de hora de ensueño fácil e higiénico; pero con mucha suerte, si buscáis la rara perla de la caricia viciosa, podéis encontrar, cuando se hace de noche, la mujer cuyo secreto he acabado por descubrir.
Hay que vagar pacientemente entre la ruidosa calle Réamur y la odorífera Etienne-Marcel, en ese cuadrilátero de calles angostas que bordean la turbulenta Montorgueil y el impetuoso Sebastopol. Hay que estar atento a la sombra de la noche sobre la cual, rara presa, la mujer se perfila una vez al mes. Nunca, por desgracia, a fecha fija, y de ahí vuestro deseo creciente, igual que el mío antes de saber lo que ahora sé, de ahí el buscarla treinta noches de cada treinta.
Cuando hayan leído la descripción que doy de ella más adelante, algunos lectores, familiarizados con aquel barrio, recordarán quizás haberla visto. Su recorrido habitual —y seguramente ritual—, puede trazarse así: marcha rápida y casi fugitiva, calle Dussoubs, calle Greneta, calle de Palestro; más lenta, con una larga parada como para reponer las fuerzas, en el rincón peor iluminado del pasaje de la Trinidad, al cual la mujer demuestra una insobornable fidelidad.
Es una trotona; las otras, las «sedentarias», que no exponen nada, ni se cansan, limitándose a esperar a los «clientes», no sienten simpatía por ella, ya que les birla a los hombres más generosos: los viciosos, para los cuales una obrera calificada no tiene precio. Y las buenas señas corren con tanta rapidez como las malas noticias.
El rumor público, masculino, que describe incluso lo que nunca se sabrá, la sirve con la eficaz publicidad de los «dicen que ella…», de ahí que pueda afirmarse que ella… Hasta el punto de que algunos pretenden saber que es española o brasileña, que se llama Carmen o Carmona… Cosa que es muy posible, pero que no se comprobará fácilmente: aquellos que en un momento de goce han oído quizá la confidencia de sus propios labios, no recorren ya las calles.
Tiene un aspecto muy personal; de estatura mediana, piernas y brazos ligeramente curvados, enjutos; su áspera silueta y su andar oscilante son inconfundibles: unas medias de nylon de color humo aplastan unos pelos oscuros y tan coriáceos que muchos de ellos pasan y se yerguen entre las mallas; unos guantes largos, ocultos bajo las mangas tres cuartos de su vestido de lana único en el barrio —¡y quizás en el mundo!—, un vestido largo de angorina de color negro, con unos pelos de una longitud inusitada que se erizan y tiemblan con las oscilaciones del cuerpo. ¡Sí, así es ella! Con una cabeza cubierta por un amplio pañuelo oscuro que sólo deja asomar un rostro oliváceo y dos ojos muy vivos que se mueven sin cesar.
Parece que no es tan cara como podría hacer suponer lo raro de sus apariciones. Dos mil francos, dicen, incluida la habitación: su propia habitación, casi secreta. Pero dudo de que uno solo de sus clientes haya podido salir en buen estado de aquella habitación para informar a la policía de su emplazamiento y, con ello, prestar un señalado servicio a la humanidad.
Ahora, si no me expreso con la debida claridad, es porque vacilo en revelar lo que sé de concreto sobre la misteriosa «trotona». No me he acostumbrado del todo a la revelación de que acabo de ser testigo y que la imaginación más desbordada se vería en apuros para inventar. La cosa es demasiado reciente.
En fin, voy a arriesgarme. Anoche, alrededor de las once, cuando pasaba por la calle Saint-Denis, la Paciencia me recompensó a la altura de un inmueble —el ciento ochenta y tantos— en el cual vi entrar a la mujer en cuestión seguida de un cliente cuanto menos sexagenario de aspecto noble y generoso.
Superada la sorpresa inicial, volví rápidamente a mi papel de curioso impenitente. Me tengo por un testigo de mi época, y he de comprobar los hechos desde lo más cerca posible, a fin de poder atestiguar con exactitud sobre sus costumbres. Entré a mi vez en el inmueble.
Inmediatamente, experimenté la sensación de que me deslizaba por la pendiente del misterio: un pasadizo estrecho, bajo de techo, iluminado de cuando en cuando por una claridad amarillenta, de paredes que revelaban una inquietante falta de equilibrio, como si en el momento de su construcción no se hubiera inventado aún la plomada. No había portero: un pasadizo ideal para los enamorados furtivos. Pero la mujer arrastró más lejos a su cliente: hacia unos inmuebles sucesivos, edificados uno detrás del otro, con pasadizos que los unían entre sí y desembocaban en un pasillo todavía más angosto, y mucho más siniestro.
Hubiera podido abandonar allí aquel vergonzoso espionaje, pero durante meses enteros había estado tratando de averiguar algo más acerca de aquella extraña mujer: ahora merecía una recompensa. La sentía muy próxima. ¿Por qué privarme de ella?
Finalmente, subieron dos, tres peldaños y penetraron en un cuarto oscuro que una puerta cerrada a toda prisa aisló inmediatamente con un ruido de madera dislocada. No vi nada más. Afortunadamente, mi decepción se trocó en esperanza al percibir la luz que se encendía en el interior del cuarto. La puerta tenía en su parte superior cuatro cristales, muy gruesos y muy opacos; pero uno de ellos, roto en una esquina, traicionaba el otro lado. Y, cuando uno es curioso, aplica un ojo a un agujero. Fue lo que hice yo.
No veía muy bien, pero observé que la suciedad reinaba en el cuarto bajo todas sus formas e incluso sobre el desvencijado catre, cubierto descuidadamente con una triste colcha de brocatel. En cuanto al cliente que la mujer había conducido hasta allí, me pareció, en la penumbra, dotado de aquella elegancia y de aquella «clase» que busca el lujo de un contacto vivificador con lo sórdido y lo vulgar.
En cuanto la mujer se volvió hacia él, y sin que hubiera abierto la boca para decir su precio, el caballero le tendió el dinero que le complacía darle. Pero, absorta ya en la contemplación del refinado, ella no debió de ver su gesto. Él dejó los billetes sobre la cama. La mujer no demostró el menor interés por aquel dinero y continuó ignorándolo. En cambio, la mirada que dirigía al hombre se hizo más ávida, más lasciva, lo cual me dio a entender que el caballero era de su gusto.
La mujer desabrochó su vestido. Galante, el hombre quiso ayudarla. Ella no aceptó la ayuda y, sin dejar de mirarle, empezó a desvestirse. El hombre se sentó en la cama y, tranquilamente, desanudó su corbata saboreando de antemano bajas pero intensas sensaciones.
De hecho, las experimentó casi inmediatamente: el vestido de angorina cayó al suelo y…, y, por mi parte, tuve la impresión de que acababan de propinarme un mazazo entre los ojos. De no haber mordido la tela de mi manga, creo que hubiera aullado de espanto hasta despertar toda la manzana de inmuebles.
Vi a la mujer desnuda, pero en vez del seno generoso que había imaginado, me pareció que se desplegaban otros cuatro brazos mantenidos allí, pacientemente, ocultos, doblados sobre el pecho y tan peludos como los que ahora veía en toda su extensión, desenguantados, realmente enjutos pero llenos de pelos, igual que las piernas. ¿Brazos? ¿Piernas? No. Al recordarlos ahora, pienso que no podían ser más que… patas; ocho miembros delgados, peludos, partiendo de un cuerpo estrangulado en la cintura y tan lleno de pelusilla como la angorina del vestido. Un vestido idóneo para disimular honradamente aquel físico, del mismo modo que un camaleón reviste a maravilla el aspecto y el color de lo que cree ocultar.
Desde luego, la emoción fue demasiado intensa para el confiado cliente, el cual, rutinario de un vicio fácil y sin historia, no esperaba aquella horrible y repugnante revelación. Ante el inesperado espectáculo, se llevó la mano al pecho, a la altura del corazón, y se desplomó sobre la cama, muerto, sin la menor duda posible.
Entonces, la mujer… No, la cosa… No, la bestia… En fin, el pequeño monstruo se agachó sobre el cadáver, se inclinó y lo apretó minuciosamente, amorosamente, con todos sus miembros, estremecidos de irrefrenable placer.
Aterrorizado, huí de aquel lugar. Al llegar a la calle, estuve a punto de desplomarme como si acabara de darme cuenta de que había olvidado mis piernas en el umbral del antro. Cruzando la calzada para ponerla como un foso entre nosotros, me pegué a la pared y permanecí allí, protegido por la oscuridad, dudando de mis propios sentidos.
Media hora después vi salir al pequeño monstruo, vestido de nuevo, y, por un instante, al distinguirla ataviada como de costumbre, creí haber soñado el resto. Pero, aprovechando la soledad de la calle, vacía de transeúntes, la mujer dejó caer el cuerpo del elegante difunto y lo abandonó en la acera como un vulgar vagabundo borracho, muerto. Luego, sin una plegaria, volvió a adentrarse en el pasadizo para ir a saborear su crimen impune de antemano, puesto que en aquel barrio de emociones fuertes, nadie se asombra de los cadáveres de esos desdichados sexagenarios cardíacos que, desde hace siglos, acuden a apostar su corazón contra el amor.
Recobrado finalmente el valor y definitivamente satisfecha mi curiosidad, regresé a mi casa y me acosté, convencido de que mi sueño se vería asaltado por espantosas pesadillas. Y así fue, en efecto. Esta mañana, con la mente despejada, lo primero que he hecho ha sido salir a comprar una obra documentada sobre las arañas. La he leído con avidez.
Las costumbres de la migala tropical, que vive en madrigueras muy profundas, han retenido mi atención de un modo especial.
Hay que vagar pacientemente entre la ruidosa calle Réamur y la odorífera Etienne-Marcel, en ese cuadrilátero de calles angostas que bordean la turbulenta Montorgueil y el impetuoso Sebastopol. Hay que estar atento a la sombra de la noche sobre la cual, rara presa, la mujer se perfila una vez al mes. Nunca, por desgracia, a fecha fija, y de ahí vuestro deseo creciente, igual que el mío antes de saber lo que ahora sé, de ahí el buscarla treinta noches de cada treinta.
Cuando hayan leído la descripción que doy de ella más adelante, algunos lectores, familiarizados con aquel barrio, recordarán quizás haberla visto. Su recorrido habitual —y seguramente ritual—, puede trazarse así: marcha rápida y casi fugitiva, calle Dussoubs, calle Greneta, calle de Palestro; más lenta, con una larga parada como para reponer las fuerzas, en el rincón peor iluminado del pasaje de la Trinidad, al cual la mujer demuestra una insobornable fidelidad.
Es una trotona; las otras, las «sedentarias», que no exponen nada, ni se cansan, limitándose a esperar a los «clientes», no sienten simpatía por ella, ya que les birla a los hombres más generosos: los viciosos, para los cuales una obrera calificada no tiene precio. Y las buenas señas corren con tanta rapidez como las malas noticias.
El rumor público, masculino, que describe incluso lo que nunca se sabrá, la sirve con la eficaz publicidad de los «dicen que ella…», de ahí que pueda afirmarse que ella… Hasta el punto de que algunos pretenden saber que es española o brasileña, que se llama Carmen o Carmona… Cosa que es muy posible, pero que no se comprobará fácilmente: aquellos que en un momento de goce han oído quizá la confidencia de sus propios labios, no recorren ya las calles.
Tiene un aspecto muy personal; de estatura mediana, piernas y brazos ligeramente curvados, enjutos; su áspera silueta y su andar oscilante son inconfundibles: unas medias de nylon de color humo aplastan unos pelos oscuros y tan coriáceos que muchos de ellos pasan y se yerguen entre las mallas; unos guantes largos, ocultos bajo las mangas tres cuartos de su vestido de lana único en el barrio —¡y quizás en el mundo!—, un vestido largo de angorina de color negro, con unos pelos de una longitud inusitada que se erizan y tiemblan con las oscilaciones del cuerpo. ¡Sí, así es ella! Con una cabeza cubierta por un amplio pañuelo oscuro que sólo deja asomar un rostro oliváceo y dos ojos muy vivos que se mueven sin cesar.
Parece que no es tan cara como podría hacer suponer lo raro de sus apariciones. Dos mil francos, dicen, incluida la habitación: su propia habitación, casi secreta. Pero dudo de que uno solo de sus clientes haya podido salir en buen estado de aquella habitación para informar a la policía de su emplazamiento y, con ello, prestar un señalado servicio a la humanidad.
Ahora, si no me expreso con la debida claridad, es porque vacilo en revelar lo que sé de concreto sobre la misteriosa «trotona». No me he acostumbrado del todo a la revelación de que acabo de ser testigo y que la imaginación más desbordada se vería en apuros para inventar. La cosa es demasiado reciente.
En fin, voy a arriesgarme. Anoche, alrededor de las once, cuando pasaba por la calle Saint-Denis, la Paciencia me recompensó a la altura de un inmueble —el ciento ochenta y tantos— en el cual vi entrar a la mujer en cuestión seguida de un cliente cuanto menos sexagenario de aspecto noble y generoso.
Superada la sorpresa inicial, volví rápidamente a mi papel de curioso impenitente. Me tengo por un testigo de mi época, y he de comprobar los hechos desde lo más cerca posible, a fin de poder atestiguar con exactitud sobre sus costumbres. Entré a mi vez en el inmueble.
Inmediatamente, experimenté la sensación de que me deslizaba por la pendiente del misterio: un pasadizo estrecho, bajo de techo, iluminado de cuando en cuando por una claridad amarillenta, de paredes que revelaban una inquietante falta de equilibrio, como si en el momento de su construcción no se hubiera inventado aún la plomada. No había portero: un pasadizo ideal para los enamorados furtivos. Pero la mujer arrastró más lejos a su cliente: hacia unos inmuebles sucesivos, edificados uno detrás del otro, con pasadizos que los unían entre sí y desembocaban en un pasillo todavía más angosto, y mucho más siniestro.
Hubiera podido abandonar allí aquel vergonzoso espionaje, pero durante meses enteros había estado tratando de averiguar algo más acerca de aquella extraña mujer: ahora merecía una recompensa. La sentía muy próxima. ¿Por qué privarme de ella?
Finalmente, subieron dos, tres peldaños y penetraron en un cuarto oscuro que una puerta cerrada a toda prisa aisló inmediatamente con un ruido de madera dislocada. No vi nada más. Afortunadamente, mi decepción se trocó en esperanza al percibir la luz que se encendía en el interior del cuarto. La puerta tenía en su parte superior cuatro cristales, muy gruesos y muy opacos; pero uno de ellos, roto en una esquina, traicionaba el otro lado. Y, cuando uno es curioso, aplica un ojo a un agujero. Fue lo que hice yo.
No veía muy bien, pero observé que la suciedad reinaba en el cuarto bajo todas sus formas e incluso sobre el desvencijado catre, cubierto descuidadamente con una triste colcha de brocatel. En cuanto al cliente que la mujer había conducido hasta allí, me pareció, en la penumbra, dotado de aquella elegancia y de aquella «clase» que busca el lujo de un contacto vivificador con lo sórdido y lo vulgar.
En cuanto la mujer se volvió hacia él, y sin que hubiera abierto la boca para decir su precio, el caballero le tendió el dinero que le complacía darle. Pero, absorta ya en la contemplación del refinado, ella no debió de ver su gesto. Él dejó los billetes sobre la cama. La mujer no demostró el menor interés por aquel dinero y continuó ignorándolo. En cambio, la mirada que dirigía al hombre se hizo más ávida, más lasciva, lo cual me dio a entender que el caballero era de su gusto.
La mujer desabrochó su vestido. Galante, el hombre quiso ayudarla. Ella no aceptó la ayuda y, sin dejar de mirarle, empezó a desvestirse. El hombre se sentó en la cama y, tranquilamente, desanudó su corbata saboreando de antemano bajas pero intensas sensaciones.
De hecho, las experimentó casi inmediatamente: el vestido de angorina cayó al suelo y…, y, por mi parte, tuve la impresión de que acababan de propinarme un mazazo entre los ojos. De no haber mordido la tela de mi manga, creo que hubiera aullado de espanto hasta despertar toda la manzana de inmuebles.
Vi a la mujer desnuda, pero en vez del seno generoso que había imaginado, me pareció que se desplegaban otros cuatro brazos mantenidos allí, pacientemente, ocultos, doblados sobre el pecho y tan peludos como los que ahora veía en toda su extensión, desenguantados, realmente enjutos pero llenos de pelos, igual que las piernas. ¿Brazos? ¿Piernas? No. Al recordarlos ahora, pienso que no podían ser más que… patas; ocho miembros delgados, peludos, partiendo de un cuerpo estrangulado en la cintura y tan lleno de pelusilla como la angorina del vestido. Un vestido idóneo para disimular honradamente aquel físico, del mismo modo que un camaleón reviste a maravilla el aspecto y el color de lo que cree ocultar.
Desde luego, la emoción fue demasiado intensa para el confiado cliente, el cual, rutinario de un vicio fácil y sin historia, no esperaba aquella horrible y repugnante revelación. Ante el inesperado espectáculo, se llevó la mano al pecho, a la altura del corazón, y se desplomó sobre la cama, muerto, sin la menor duda posible.
Entonces, la mujer… No, la cosa… No, la bestia… En fin, el pequeño monstruo se agachó sobre el cadáver, se inclinó y lo apretó minuciosamente, amorosamente, con todos sus miembros, estremecidos de irrefrenable placer.
Aterrorizado, huí de aquel lugar. Al llegar a la calle, estuve a punto de desplomarme como si acabara de darme cuenta de que había olvidado mis piernas en el umbral del antro. Cruzando la calzada para ponerla como un foso entre nosotros, me pegué a la pared y permanecí allí, protegido por la oscuridad, dudando de mis propios sentidos.
Media hora después vi salir al pequeño monstruo, vestido de nuevo, y, por un instante, al distinguirla ataviada como de costumbre, creí haber soñado el resto. Pero, aprovechando la soledad de la calle, vacía de transeúntes, la mujer dejó caer el cuerpo del elegante difunto y lo abandonó en la acera como un vulgar vagabundo borracho, muerto. Luego, sin una plegaria, volvió a adentrarse en el pasadizo para ir a saborear su crimen impune de antemano, puesto que en aquel barrio de emociones fuertes, nadie se asombra de los cadáveres de esos desdichados sexagenarios cardíacos que, desde hace siglos, acuden a apostar su corazón contra el amor.
Recobrado finalmente el valor y definitivamente satisfecha mi curiosidad, regresé a mi casa y me acosté, convencido de que mi sueño se vería asaltado por espantosas pesadillas. Y así fue, en efecto. Esta mañana, con la mente despejada, lo primero que he hecho ha sido salir a comprar una obra documentada sobre las arañas. La he leído con avidez.
Las costumbres de la migala tropical, que vive en madrigueras muy profundas, han retenido mi atención de un modo especial.