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Literatura de david villar cembellín
el evangelio del frigio (relato)
I Como desde siempre, aquel día auguraba dolor. Sobre las llanuras de fuegos inextinguibles ardían sin consumirse miles de almas; de los afilados árboles de acero, sangrando co
el evangelio del frigio (relato)
I
Como desde siempre, aquel día auguraba dolor. Sobre las llanuras de fuegos inextinguibles ardían sin consumirse miles de almas; de los afilados árboles de acero, sangrando como manantiales, vaciándose a perpetuidad, colgaban laxamente los cuerpos de otros tantos condenados. En otra parte, los atormentados a los que se había concedido un momento de descanso —solo para que ese paréntesis hiciera peor su sufrimiento ulterior— parecían cadáveres vendando cadáveres. Sí, ese era el peor de los lugares posible, aquel donde se hacía desear la muerte a los que ya habían muerto. Infierno, lo llamaban.
Desde su atalaya, el Señor de todo aquello dio una orden:
—Tráemelo —susurró apenas.
Y al instante, a la velocidad de un rumor, un cuervo gigante partió obediente de su palacio hacia un destino que solo a él se le había indicado. Apenas suponía una sombra negra en el cielo, una fugaz y rielante nube oscura trizando la monotonía de un escenario siempre púrpura, arrebolado. Y voló el cuervo, sobrevolando por encima del infierno de llamas perpetuas, donde en marmitas del tamaño de océanos se abrasarían muchos hasta el fin de los tiempos; por encima de las glaciales extensiones de los narakas helados, donde el intenso frío y las ventiscas convertían a las almas en cristal; sobre los profundos e inextricables laberintos de tortura, donde imaginativos demonios, autodenominados cenobitas, practicaban a diario nuevas y sorprendentes formas de dolor. Sobrevoló el cuervo en minutos lo que en varias vidas no habría tiempo de conocer, no obstante apenas apercibió en su fugaz planeo ni la más insignificante extensión de un lugar con la vastedad de la ignorancia.
Tampoco necesitaba viajar más, porque al fin había encontrado a quien su Señor le había encomendado llevar. Ahí estaba, en el territorio rodeado por el ardiente río Flegetonte, con el agua hasta el cuello en el lago de su condena y un enorme frutal al alcance de su mano, agua y comida las cuales no alcanzaría nunca, no obstante seguía intentándolo con el tesón del primer día. Tántalo, otrora rey de Frigia. Tántalo, el del hambre y la sed eternas.
Con la celeridad de un rayo el cuervo descendió y le atenazó firmemente con sus garras, en un parpadeo, volviéndose a elevar sobre el cielo con su presa. Tal vez amedrentado por la velocidad y la altura —o quizá por la sorpresa de hallarse tanto tiempo después fuera de ese lago—, la figura de estantigua de Tántalo aparecía más mustia y gris que de costumbre, colgando como un pingajo en las garras del cuervo. ¿Acaso sería un sueño lo que estaba viviendo?, se preguntaba. ¿Habría perdido finalmente el juicio? En ese estado de duermevela, dudando de lo real o ilusorio de sus percepciones, el cuervo le depositó en minutos en el palacio de su Señor y, cumplida su misión, se retiró al olvido.
¿Dónde se hallaba?, se preguntó entonces Tántalo, aún inseguro de no estar imaginándolo todo. En una primera observación comprobó que se encontraba en una inmensa y profusamente iluminada habitación. Abigarrada de lujo, grandes columnas de marfil y hueso delicadamente talladas se elevaban a izquierda y derecha hasta un techo decorado con volutas de plata que asemejaban un gran espejo. De las columnas colgaban baldaquines de color rubí que refulgían como si de dicha piedra preciosa se tratara. Y lo más precioso de la estancia, sin lugar a duda: el silencio. En un lugar donde los gritos y el rechinar de dientes eran incesantes, tras siglos padeciendo una desconsolada cacofonía de dolor y lamentos, ese silencio se le antojaba el más preciado de los tesoros.
Entonces, al fondo de la sala, le advirtió. Una presencia que rezumaba maldad, los ojos profundamente negros, hundidos, su prominente nariz arqueándose de manera que parecía querer metérsele en su boca. Y su gesto reconcentrado, profundamente bello y a la vez cansado, como si todo le importunara. Melancólico como un ángel abatido. No había duda, era él.
—¿Hades? —inquirió Tántalo, dubitativo.
El Señor de aquel reino apenas sonrió en una siniestra mueca. Hades, hacía siglos que nadie se dirigía a él con ese nombre. Hades, uno de los muchos nombres que había recibido, uno de tantos. Hades, por qué no.
—Bienvenido, Tántalo —le saludó—. En fin, veo que sobran las presentaciones. Por favor, siéntete mi invitado. Pero antes de que hablemos, si lo deseas, bebe y come cuanto quieras —y señaló hacia una mesa en la que habían dispuesto un pantagruélico banquete.
Tántalo no podía creer lo que estaba viviendo. Si real o ficticio ya le daba igual. Abalanzándose sobre la mesa devoró con frenesí animalesco cuanto se le antojó, escanciándose vorazmente los mejores caldos en la boca sin siquiera saborearlos. Con el ansia de su hambre milenaria pronto terminó con cuanto había —suficiente para alimentar a una nutrida tropa—. No obstante aún husmeó luego debajo de la mesa en pos de más comida y bebida. A pesar de que su enclenque cuerpo había ingerido asados y néctares como para matar a un león, su hambre se mantenía perenne. No lo entendía. Hades, que le observaba hacer con una mirada entre divertida e indulgente, decidió intervenir.
—No desaparece tu hambre, ¿verdad, Tántalo? Tu sed te acucia lo mismo que antes, ¿me equivoco?
Tántalo no aprehendía el significado de esa broma, de esa nueva forma de tortura a la que se veía sometido. ¿Después de siglos y siglos penando por alcanzar el alimento resultaba que ni siquiera alcanzándolo podía paliar el hambre y la sed que le desgarraban las entrañas? ¿Eso era? ¿Y qué pretendía Hades con ello?
—Bien, compruebo que no me equivocaba contigo —añadió Hades. Y resolvió—: Eres libre, Tántalo. A partir de ahora no pertenecerás a mi Reino. Te devuelvo al reino de los vivos. Eres libre, libre para hacer lo que quieras.
—¿Libre? —preguntó Tántalo—. ¿A qué te refieres con libre?
Hades cogió una de las copas vacías sobre la mesa y a un gesto de su mirada volvió a llenarse de vino. Se bebió la copa lentamente, pensando sus próximas palabras, paladeando el momento.
—Quedas liberado de mí —agregó al fin—. Liberado de este lugar. El Infierno, o el Tártaro como tal vez lo conozcas tú, dejará de ser tu morada eterna. Dentro de unas horas, si accedes, regresarás a tu mundo y no volverás a ser aceptado aquí. Así lo he decidido.
—Pero… pero… —balbució Tántalo—, ¿por qué? ¿Por qué yo?
Hades volvió a acercarse la copa a la boca, removiendo en su interior el vino con la lengua antes de tragarlo. Los baldaquines color rubí irradiaban su rostro alumbrándole de vileza.
—Porque me aburres —sentenció al fin—. Me aburres de solemnidad. Soy más viejo que el tiempo y poco me puede sorprender ya, aunque aún disfruto de ciertos placeres. De tus coetáneos, por ejemplo, me llena sobremanera la lánguida tristeza de la bella Eurídice. O Sísifo, con su esfuerzo tan terco como baladí por subir esa piedra a la montaña me sigue haciendo gracia de cierta absurda manera. O el delicioso tormento que supone el perpetuo roer de hígado de Ticio, maravilloso. Pero tú, Tántalo, siempre intentando aplacar tu hambre y tu sed, una y otra vez, una y otra vez, me resultas inaceptable.
Tántalo no daba crédito a lo que estaba escuchando. Tan bajo había descendido que incluso el Tártaro renegaba de él.
—No te tolero más en mi reino —concluyó—. Es el tuyo, Tántalo, un castigo que no pienso seguir asumiendo como propio. Fue del Otro, ya sabes: Zeus, le llamabais vosotros. Y bien, siendo tu castigo responsabilidad suya, no seré yo quien te exonere del mismo. Pero a partir de ahora lo que no voy a hacer es asumir tu cautiverio.
—Pero ¿entonces? —le interpeló Tántalo—. ¿Qué va a pasar conmigo?
—Lo que quieras que pase, Tántalo —le puso Hades una mano sobre el hombro, sus ojos relampagueantes mirándole fijamente—. A partir de ahora eres dueño de tu destino. Ofendiste a los dioses y por ello has sido y serás castigado, pero eres libre para vivir tu castigo donde quieras. ¿Acaso no deseas la libertad? ¿Acaso no deseas abandonar el Infierno?
A pesar de lo ridículo, casi retórico, de la pregunta, Tántalo pareció dudar.
—No, no, claro que quiero —respondió como si no tuviera otra opción—. Por supuesto que deseo abandonar el Tártaro.
—Bien, pues acompáñame. Te enseñaré la salida de este lugar y serás libre —y volvió a ordenar—: Sígueme, Tántalo.
Lenta, rendida, indolentemente, Tántalo obedeció.
En la oscuridad absoluta, con la única guía de un diminuto fuego fatuo que le iba señalando el camino, Tántalo avanzaba. Por intrincados caminos, las piedras clavándosele en sus pies descalzos, lacerados de heridas. Pero avanzaba. No podía detenerse si debía dejar atrás el Tártaro. Era perentorio abandonar ese lugar. Y así, cuando retroceder no era una posibilidad, Tántalo avanzaba.
En su memoria, apenas los recuerdos de las últimas horas. Tras acceder a su petición, recordaba que lo primero que había hecho Hades fue dialogar durante largos minutos con una negrestina criatura, casi invisible tal era su oscuridad, alrededor de la cual orbitaban unos espíritus femeninos de aspecto cruento. Finalmente aquellas criaturas parecieron acceder a las razones que Hades les expuso y se acercaron hasta su posición, escrutándole con la mirada como si quisieran memorizar su rostro, hecho lo cual se marcharon.
—Vamos, Tántalo —le ordenó Hades—. La parte más difícil del viaje ya está hecha. Tánato y las Keres no te retendrán entre los dos mundos.
Después recordaba Tántalo haber acompañado a Hades durante una eternidad por una interminable escalinata tallada en la roca que culminaba en la boca de una cueva. Más elevados que en cualquier montaña terrestre, el Tártaro se extendía hasta el horizonte, desde esa altura apreciándose las legiones de condenados como poco más que insectos revoloteando —sin embargo, aún pudiéndose escuchar desde ahí los gritos que salían de sus bocas indescifrables—. En ese punto, Hades le habló:
—Hasta aquí te acompaño —dijo al mismo tiempo que generaba una llamarada azulada en la palma de su mano—. Este salvoconducto mío te acompañará en lo que te queda de viaje. Las criaturas con que te cruces entenderán al verlo. Tú tan solo sigue a este fuego fatuo y él te indicará el camino. A partir de aquí tu destino es tuyo.
—Gra… gracias —acertó a tartamudear Tántalo.
Y dando media vuelta por donde había venido, Hades comenzó a descender con gesto fatigado, como si de nada estuviera tan harto como de descender. Pero para ese entonces, Tántalo ya había comenzado a seguir al pequeño fuego fatuo que le dirigía, adentrándose en la cueva de su liberación, avanzando hacia las tinieblas cerradas de su interior, tinieblas con la opacidad de sombras en la noche, tinieblas que no arrojaban ni un resquicio de luz que reportara alguna guía a sus ojos, que en su mudo sadismo no le devolvían ningún eco. Tinieblas más impenetrables que las fauces de un Dios oscuro. Si no fuera por ese fuego fatuo, Tántalo se habría perdido para siempre en esa noche eterna.
De tal manera, las piedras clavándosele en sus pies descalzos, lacerados de heridas, Tántalo avanzaba. Lenta y torpemente adentrándose en el tenebroso fangal de negrura, en el sofocante légamo de oscuridad. Por intrincados caminos que a cada poco bizqueaban en otros tantos caminos, haciéndole pensar que discurría por el enmarañado intestino de alguna monstruosa abominación. Avanzando. Durante minutos con la envergadura de horas, durante horas con la envergadura de días, durante días con la envergadura de siglos. El tiempo carecía de sentido en ese laberinto enloquecedor. Como ya hemos señalado, retroceder no era una posibilidad.
Sin embargo, tras una eternidad avanzando —o tal vez hubieran sido escasos minutos—, una luz apareció al fondo de su enlutado destino. Una luz que, perdida cualquier certidumbre de volver a ver alguna, refulgía como una estrella entre tanta oscuridad, que señalaba un final a su vagar errante. Mas al final de esa luz a Tántalo no le aguardaba sino una nueva monstruosidad, de forma más concreta. Tricéfalo, antinatural, sus fauces rezumando amenazante saliva blanca, Cerbero, el guardián de la puerta del Hades, le gruñía desde sus tres cabezas, enseñándole seis pares de colmillos afilados. El encargado de que los vivos no pudieran entrar y los muertos no salieran cumplía su cometido.
—¡No, por favor! —suplicó Tántalo como una niña ante la imagen del formidable can.
Pero Cerbero no prestaba la menor atención a sus palabras, como si no estuviera, como si Tántalo se hubiera vuelto invisible. Solo observaba fijamente el fuego fatuo que le acompañaba. En ese punto su rictus violento cambió por completo, se dirigió rápidamente hacia él y, antes de que pudiera darse cuenta, ¡le lamió dócilmente la palma de la mano! Sin saber muy bien cómo comportarse, Tántalo le correspondió acariciándole el lomo.
—Buen perro, buen perro —tarareando laxamente.
Pasaron unos instantes así, en esa bucólica escena que jamás hubiera podido tener lugar: Cerbero dejándose hacer y Tántalo acariciándolo con dulzura. Pero el viaje de Tántalo debía proseguir. Se despidió de Cerbero dándole una última palmadita, el perro esbozando por triplicado lo que pareció un mohín triste al verle marchar. Probablemente nunca le habían acariciado, ponderó Tántalo, y no se confundía. Pero era su obligación continuar avanzando y no podía llevarle con él.
A continuación a Tántalo le aguardaba una cueva de paredes mucho más espaciosas, débilmente iluminadas por una tenue e irreal luz, pero que en comparación con la sofocante oscuridad anterior le parecía un derroche de luminosidad. De fondo se escuchaba el rumor de un fluir de agua, lo que atenuaba parcialmente el eco sordo de su soledad. Según continuó avanzando, ese rumor fluvial fue in crescendo hasta que Tántalo se encontró a orillas de un río. Resultaba evidente que se hallaba frente al Aqueronte, valoró, río infranqueable excepto de una manera.
De tal forma, aguardó paciente en la orilla hasta que vio aproximarse la figura de un barquero navegando mansamente hacia él. Al saludarle Tántalo con la mano, aquel no pudo evitar esbozar una interjección de sorpresa que le hizo zozobrar su barcaza hasta casi hacerle caer. Caronte no se lo podía creer.
—¿Tántalo, rey de Frigia? — hizo memoria el barquero, escrutándole fijamente con dos ojos negros como clavos.
—Ese soy yo.
Azorado hasta la médula, Caronte mostraba abiertamente su desasosiego por ese cambio en su rutina. Debía trasladar a alguien por el Aqueronte en sentido contrario, no recordaba la última vez que había pasado. Pero el salvoconducto de su pasajero era cristalino al respecto. Era su obligación trasladarle al mundo de los vivos, aunque todos sus sentidos le señalaran que no era realmente un vivo lo que le estaba esperando en esa orilla.
—Sube —le dijo—. Mi barca te llevará al otro lado.
Y sin añadir nada más, el Aqueronte extrañamente calmo aquel día, Caronte comenzó a remar, sus manos apergaminadas conduciendo su barcaza con lentitud, trasladando un alma que no estaba viva hacia la orilla a la que nunca debería haber vuelto. Pero las directrices eran claras al respecto; y cuando los Dioses ordenan, los mortales obedecen. A punto de alcanzar la otra ribera, no obstante, el barquero hizo algo extraño. Echando mano a su bolsillo, extrajo una moneda de oro y, antes de hacerle descender, la depositó en la mano de Tántalo.
—Es lo justo —dijo.
Sin embargo Tántalo no agradeció el gesto. Apretando la moneda en su puño, tan solo rumiaba para sus adentros. Era lo justo, claro que sí. La misma moneda de oro que dejara en su día en pago le era reembolsada. Una moneda que significaba mucho más que una moneda, que aquilataba un valor infinitamente superior al de miles de monedas. Una moneda que representaba el visado final, el pasaporte definitivo, de un mundo que dejaba atrás para siempre.
—Hasta nunca, barquero —se despidió insolentemente de Caronte, dándole la espalda.
Afianzando el tacto metálico de esa moneda en su puño, sintiéndola como algo real, Tántalo al fin volvía a sentirse vivo. Vivo. ¡Vivo! Hasta ahora todo había sucedido demasiado rápido: el cuervo extrayéndole de su lago, el parlamento de Hades, el laberinto de oscuridad, Cerbero…, para darse realmente cuenta de su nueva realidad. El vértigo de los acontecimientos y el miedo le habían obnubilado el juicio, era evidente, pero al corazón de Tántalo fue regresando parte de la arrogancia que atesoró en vida. No era un sueño lo que estaba viviendo, era real. Hades había renegado de él y ahora abandonaba el Tártaro para siempre. Habían pasado siglos desde su muerte, milenios tal vez, pero Tántalo, rey de Frigia, volvía a estar vivo. ¡Vivo! Tenía ganas de reír, de saltar, de gritar su suerte. En ese estado de euforia total, Tántalo incluso se olvidó por un instante de su hambre y sed inmarcesible.
Dando grandes zancadas, apuntando con fuerza cada paso, Tántalo ya no avanzaba, corría ya hacia su liberación. Además vislumbraba cierta luminosidad natural que le anunciaba la cercanía de la salida. Ah, la luz del sol, se deleitaba Tántalo con fruición imaginando el momento. Cuánto tiempo sin ver la luz del sol. Casi sentía su calor sobre la piel, sobre su pelo, la luz introduciéndose por sus orificios. Incluso podía advertir ya su luminosa presencia sobre las paredes de la cueva, iluminando con sus rayos una vieja y desdibujada inscripción de la que solo podía leerse la última línea:
«¡OH VOSOTROS LOS QUE AQUÍ ENTRÁIS,
ABANDONAD TODA ESPERANZA!»
Y así ya no eran pasos lo que daba Tántalo tras el fuego fatuo, eran ágiles saltos sobre las rocas, precisos y veloces, que parecía que volara más que anduviera. Libre, libre, libre, tañendo esta palabra en su cabeza como un diapasón gigante.
Libre.
Segundos después, Tántalo alcanzó la salida del Tártaro con un indescriptible placer que ni el más longevo de los presos podría explicar, así que no cometeremos la audacia de intentar aprehender dicha plenitud. Y como había fantaseado, se empapó también bajo la luz de un Sol que de puro repentino cegaría sus ojos durante horas, pero tampoco le importaría. Su libertad constituía su único pensamiento. Una nueva vida —vida de nuevo, qué bella palabra— se abría frente a sí.
Tántalo había abandonado el Tártaro definitivamente. Sin dudas, sin ambages. Superando el arcano reto de Orfeo: sin volver la vista atrás.
II
Dicen que cuando los dioses quieren castigar a los hombres primero los enloquecen.
Quien escribiera estas palabras conocía a la perfección el carácter rencoroso y cruel de los dioses; o tal vez no sea sino una frase ocurrente más que utilizar cuando los hados no nos son propicios, palabras estúpidas con las que esforzamos más estúpidamente aún en achacarles las culpas de nuestra mala suerte a inocentes deidades, quién sabe. En cualquier caso hay momentos de la vida en que, bien por los dioses, bien por los hados, todo hombre ha sentido su destino manejado por algún tipo de poder superior, siempre para mal.
Eso fue lo que debió de sentir Tántalo aquel día de su liberación. Primero, la euforia total, la placidez de tumbarse durante horas sobre un prado dejando simplemente que los rayos del sol acariciaran la desnudez de su cuerpo mientras sus ojos milenarios de Inframundo se adaptaban a la nueva luminosidad. Luego, el recuperar la insaciable sensación de hambre y sed, encontrando a escasos metros un riachuelo donde saciarse. Su sed no desapareció ni un ápice, pero le era tan grato zambullirse en ese agua fría, humedecerse los labios, hisoparse con sus gotas, que su tormento le pareció un punto menor. Incluso, refrenando las ansias que le impelían a comerse la hierba, encontró poco más tarde un árbol de manzanas verdes. Estaban extremadamente ácidas y tampoco hicieron desaparecer su hambre, pero a Tántalo le supieron exquisitas. Sabían a libre albedrío.
Tan absorto como estaba sobre el manzano, degustando sus frutos, Tántalo no advirtió la presencia de los primeros hombres vivos con que se topaba desde hacía siglos. Eran dos, una pareja de hombres, que se le acercaban con cara de pocos amigos.
—No te digo, está en pelotas —dijo el primero cuando alcanzaron el manzano.
—Mierda de hippies —respondió el otro.
Y poniéndose de cuclillas, el último en hablar cogió un par de piedras grandes y se las lanzó a un desprevenido Tántalo que se llevó la primera en la cabeza. Plomf, hizo un ruido sordo al desplomarse del árbol, una densa y cálida sangre oscura manándole de la brecha abierta en su frente.
—Corre, hijodeputa, o te comes otra —le dijo el hombre.
Y pese que Tántalo no entendía ni una de las palabras que se le decían, proferidas en un idioma que jamás había escuchado, captó no obstante la esencia amenazadora del mensaje y comenzó a correr ladera abajo como alma que lleva el diablo, dejando tras de sí las risas de sus agresores que se carcajeaban de lo lindo. Él, en otro tiempo Rey de Frigia, huyendo desnudo por el campo como un vulgar ladronzuelo por haber robado un par de manzanas ácidas, corriendo y corriendo, herido en su orgullo, ultrajado hasta lo más hondo, la sangre que manaba de su frente tapándole los ojos y aun así sin parar de correr.
Entonces fue que Tántalo se desmayó y la realidad se cerró sobre él, negrura…
Cuando despierta, Tántalo se encuentra en una habitación completamente blanca, tapizada por algún tipo de material mullido del techo al suelo. En dicha habitación apenas hay un catre donde echarse y un espejo que cruza la pared de parte a parte. Instintivamente, Tántalo se echa para atrás el flequillo y se palpa la frente. En ella no hay rastro alguno de la herida, ni siquiera el más leve rastro de una cicatriz. Además, al verse frente al espejo comprueba que ha sido vestido con una suerte de túnica verde, abierta por detrás. Da vueltas alrededor de la habitación para terminar constatando lo que para esas alturas ya ha supuesto: de nuevo está encerrado. Pasan varias horas sin que nada ocurra hasta que una portezuela se abre y depositan frente a él una bandeja metálica con comida y bebida. Atenazado por su hambre y su sed, que en el níveo aburrimiento de esa habitación no han hecho sino acrecentarse, Tántalo devora en menos de un minuto su contenido. Y luego, otra vez la nada, a esperar que algo ocurra. Sin embargo, Tántalo no puede evitar la sensación de estar siendo observado entre esas cuatro paredes.
Van pasando los días dentro de esa habitación con la única permuta de la cantidad de comida y bebida que le ofrecen, que cada día es mayor. El resto es aburrimiento, aburrimiento barnizado de blanco, de ese blanco de la habitación que le marea. De ese blanco que le envuelve como una niebla espesa, un blanco tan puro que nota cómo lo respira, llenándose sus alvéolos de blanco, oprimiéndole el pecho. Incluso las paredes se presentan desnudas de todo cuadro o artificio, descarnadamente inmaculadas. Y toda la habitación huele a limpio, un olor aséptico que le quitaría el hambre a cualquiera que no fuera él. Pero él es Tántalo, rey de Frigia. Él ha estado en el Tártaro y ha regresado, el blanco de esta habitación no podrá con él. No perderá la razón, no caerá en el paroxismo.
Durante ese tiempo, sin embargo, Tántalo no ceja de preguntarse en su interior: ¿Por qué? Adoptando una postura fetal que atenúe las punzadas de hambre y sed de su estómago —sin nada en que pensar y sin posibilidad de paliar sus ansias, su castigo ha ido multiplicándose exponencialmente cada día— subraya incesantemente, como una grabación, esas dos palabras: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Pudiera ser ésta la última revancha de Zeus? ¿Hacerle saborear unas ficticias mieles de la libertad para que su sufrimiento se renovara en él como algo novedoso? Aparenta falso estoicismo, pero en su interior Tántalo gimotea entre la vigilia y el sueño. Suspira por, al menos, saber el porqué.
Pero a cada nuevo día le sucede otro igual y la blancura de la pared cada vez parece más cruda, más intensa, más cegadora. Tántalo se siente enloquecer. Le gustaría gritar sin parar durante horas, hasta quedar sin voz, pero sospecha que eso no haría sino más feliz a su captor. A punto está de tirar la toalla y ofrecerse al cálido abrazo de la locura cuando, un día como cualquier otro, una mujer enteramente vestida de blanco —cómo no— entra en su habitación.
—Buenos días —le saluda en su idioma pero con un matiz que no reconoce—. Lamentamos haberle encerrado tanto tiempo pero hemos estado haciendo nuestras comprobaciones. Le encontraron a usted desmayado y delirando en una lengua que no supieron interpretar y le trajeron aquí. Está en un Hospital, por cierto, si se lo está preguntando.
Tántalo no dice nada. Apenas entiende lo que le están diciendo —el idioma, aun siendo el mismo, está enormemente cambiado por la acentuación—, y él de momento solo comprende que está cautivo.
—Tenía usted rasgos de una herida muy fea en la frente cuando le trajeron —prosigue la mujer—, sin embargo no quedaba rastro alguno cuando nos dispusimos a examinarla. Nos pareció muy curiosa la rapidez en la sanación. Por eso le investigamos, ¿sabe? ¿Y sabe qué más? Usted no existe. Desnudo como estaba carecía de información y sus huellas dactilares no coinciden con las de ninguna base de datos de que disponga la policía. Tampoco su descripción coincide con la de ningún desaparecido ni de aquí ni de Grecia. Curioso, ¿verdad? ¿Le gustaría preguntarme algo?
—¿Dónde estoy? —pregunta.
—Ya se lo he dicho —sonríe la mujer dejando ver unos bonitos incisivos—. Está en un Hospital en la ciudad de Catania, aquí en Sicilia. En la sección de Psiquiatría, concretamente. Le encontraron a usted cerca del Etna. Presumimos que era usted griego por los delirios que profería en sueños, pesadillas probablemente por cómo gritaba. Yo no pertenezco a este hospital, pero soy la única psiquiatra que habla su idioma en muchos kilómetros a la redonda y le tendrá que bastar, ¿ok?
Por el tono jocoso de la chica, Tántalo se da cuenta al instante de que está intentando ganarse su confianza. Pero no entiende nada: Hospital, Italia, Psiquiatría… son conceptos carentes de sentido para él. Así las cosas, mantendrá su mutismo. No dará su brazo a torcer. De lo poco que ha entendido es que desconocen su identidad y eso deberá de bastar de momento. El anonimato le protegerá de algunos horribles crímenes del pasado que piensa el mundo no habrá podido olvidar.
—¿Y quiere saber otra cosa? —la mujer proseguía su perorata—. Le hemos metido a usted calmantes y ansiolíticos en la comida como para tumbar a un elefante, a cada día dosis mayores, mostrándose usted inmune a todos ellos. Es usted la primera persona invulnerable a las drogas que conozco, señor… —prolongó innecesariamente la palabra «señor», con la intención de que su interlocutor dijera su nombre.
—Frigio —se inventa Tántalo un sobrenombre—. A partir de ahora llámeme El Frigio.
La mujer aún continúa hablando largo rato, inquiriéndole por esto y por aquello, pero El Frigio muestra una mudez circunspecta. No añadirá nada más.
En los meses siguientes El Frigio será sometido a multitud de pruebas: le coserán a preguntas que no responderá; adherirán parches en su frente en busca de respuestas que no encontrarán; horadarán su cuerpo como un acerico hasta que no quede ni un fragmento de su piel, ni tan siquiera un retal, que no haya sido claveteado con todas las jeringuillas del mundo. Pero no se quejará. Cuando constatan que no es un peligro le darán una habitación individual y desde ese momento poseerá cierta libertad dentro del Hospital. Utilizará este tiempo que se le ha dado para aprenderlo todo sobre este nuevo mundo. Libros, revistas, televisión, palabras de nuevo cuño que tiene que aprender, se convierten en el medio con que conoce el exterior. Cada día una maravilla nueva sucede a las maravillas del día anterior, siendo la primera de ellas el nuevo mundo —¿cómo imaginar que era redondo?— y sus mapas. Y cada día maldice El Frigio a su castigador —«Oh, maldito Zeus, un día en el Tártaro equivale a un siglo de sufrimiento en vida y tú me encerraste varios siglos allí»— por el tiempo perdido.
Los captores del Frigio, por su parte, se muestran encantados con las ansias de conocimiento que muestra su pupilo y elaboran largas cábalas sobre cómo podía ser posible que no conociera cosas tan elementales como el carácter esférico de La Tierra, la televisión, los automóviles, etc. Pero su paciente continúa sin soltar prenda sobre su pasado, así que deben aventurar las más descabelladas hipótesis. Al final, todos los médicos concluyen fuenteovejuna que: «Dado que nuestro paciente no muestra ni la más mínima anomalía física ni psíquica, entendemos que estamos ante un caso extremo de hombre topo que probablemente permaneció toda su vida encerrado en el sótano de alguna casa de campo —su aspecto cinéreo es clara muestra de ello—, educado únicamente en un griego arcaico, hasta que algún evento desconocido lo arrojó a los campos de Catania y lo encontramos moribundo». El caso científico más apasionante desde los cuadrúpedos del Kurdistán, se dan palmaditas en la espalda tras emitir el informe final.
El Frigio no les saca de su error cuando le comunican sus conclusiones. Como el mejor tartufo, se limita a esbozar un mohín triste y finge una afectación que no siente. Les dice que él sólo quiere olvidar su pasado y comenzar una nueva vida. Les pide convincentemente que, por favor, no le saquen fotos, que quiere ser un desconocido más cuando se incorpore al mundo. Les da las gracias, de todo corazón. Todo esto ha aprendido El Frigio del nuevo mundo en unos pocos meses, a mentir tan bien o mejor que sus contemporáneos.
Sus médicos se muestran encantados tras esto. Tanto que le facilitan un tutor particular que le enseña cuanto necesita y le va sacando paulatinamente al exterior para que se integre en la sociedad. Es la estrella del Hospital, el caso clínico más apasionante con que van a topar en sus peripatéticas vidas. Y El Frigio se aprovecha de ello. Aún debe arrastrar la lacra de su hambre y de su sed, pero ha aprendido a sobrellevar esa angustia interior con la mejor de las sonrisas, o al menos a disimular su dolor. Es su secreto y ninguno de sus médicos lo sospecharía siquiera.
Hasta que un día deciden que El Frigio ya está preparado para incorporarse definitivamente a la sociedad como un ciudadano más. Desde su ingreso en el Hospital han pasado meses, años. Le dan un nombre nuevo que no se esfuerza ni en memorizar. Le dan una casa, y un coche, y un trabajo, todo lo necesario para que pueda llevar una vida normal, eufemismo donde los haya. El día de la despedida, El Frigio consigue, no sin esfuerzo, sacar a relucir un poco de su tormento interior en forma de sinceras lágrimas de despedida.
—Gracias —cruzando por última vez el umbral del Hospital, destino su nueva vida—. Gracias mil a todos.
El Frigio abandona el Hospital y monta en ese coche que le han regalado y le han enseñado a conducir. Mira por el espejo retrovisor y el espejo retrovisor le devuelve la mirada, una mirada ávida de odio, de rabia, de ambición. Se acabó el fingir. Ha tenido tiempo suficiente para idear cientos de planes y no piensa aguardar más.
Ahora y siempre será El Frigio, pero en lo más íntimo de su interior aún habita Tántalo, el del hambre eterna. El nuevo mundo le espera y piensa comérselo de parte a parte.
III
Hay historias que se susurran en callejones oscuros. Historias cuya procedencia se desconoce, cuyo origen es tan difuso que se diría nacen de la nada. Historias escondidas en párrafos de libros que nadie quiere leer y en recuerdos de ancianos a quien nadie quiere escuchar, que se cuentan en voz baja, con respeto, cuidadosamente, temerosos los narradores de su propio verbo que no sabe cuánta verdad o mentira transporta. Historias que de tanto ser contadas en diferentes lugares, transportadas por el viento, van adquiriendo su forma definitiva, su esqueleto, su cuerpo, su piel, de la materia misma de que están hechos los mitos. Historias sueltas que, como parábolas, al agruparse sus episodios conforman un todo, originando nuevos y desconocidos Evangelios.
Este es el Evangelio del Frigio.
El Frigio. Es probable que el lector no haya podido reprimir cierto tremor de congoja al escuchar este nombre. Si existe un nombre maldito en el mundo seguro es el suyo. A estas alturas es un ser legendario de sobras conocido —y temido— en todas las culturas. En todas partes su nombre es sinónimo ambición sin límite, de sadismo sin media, de crueldad. De norte a sur su mención se utiliza para asustar a los niños desobedientes —«pórtate bien o te cogerá El Frigio»—, siendo variopintas las historias que sobre dicho personaje se cuentan, no obstante obedeciendo todas ellas a cierto patrón escabroso o sobrenatural.
En los bajos fondos de Estambul, por ejemplo, es representativo el temor que el nombre del Frigio levanta, asociada su figura a la conocida Matanza del Gálata. Allí su mera alusión es como invocar a un dios, como interpelar a algo sagrado e intocable. Nadie habla de él, huyen cuando les preguntas por su nombre. Si acaso algún borracho del puerto del Bósforo se atreve a contar una versión de la leyenda del Frigio cuando llega a ese punto en que el alcohol ahoga toda prudencia. Uno y solo uno, nadie más osa. A falta de otro interlocutor, ésta es la única versión de su leyenda en dicha ciudad, tal cual se puede escuchar una noche de tantas.
Yo le cuento lo que sé y sé más de lo que digo, amigo, puede jurarlo. Pero no le voy a contar más de lo que hoy le voy a decir, le tendrá que sobrar. Pero antes de empezar me tomaba otra copa, ¿sabe?, para despejar la voz. Así, ah, gracias. Pues bien, amigo, escuche atento porque, se lo aseguro, nadie más en esta ciudad tiene los arrestos de contar lo que voy a contarle yo. Verá por qué.
El caso es que, como le digo, hace no se sabe cuánto, un hombre de tez morena, delgado como un cadáver, llegó a esta ciudad y se ofreció como asesino para las mafias de este lugar. Sin más presentación, sin tener donde caerse muerto, con su vulgar aspecto de don nadie, al principio no le tuvieron en cuenta. No solo eso, se rieron de él y le dieron una sutil paliza de propina, como pago por su atrevimiento. Je, aquello enfadó a ese hombre, ya lo creo que le enfadó. Le enfadó tanto que comenzó a ir a por ellos… gratis. Agazapado en la oscuridad, por la espalda la mayoría de las veces, fue eliminándoles uno por uno: asesinos, cobradores, contables, jefes… el rango le deba igual. Una sangría absoluta, lo que yo le diga. Mataba por matar, sistemáticamente, al albur del más puro azar. Le tendieron repetidas trampas, le acorralaron, varias veces hubieran jurado que le alcanzaron con balas disparadas a bocajarro, sin embargo ese hombre de siempre regresaba para continuar matándoles. El Frigio, se llamaba a sí mismo, ninguna otra identidad se le conocía.
Oh, El Frigio. En pocas semanas ese nombre fue visceralmente temido en todo Estambul. Todas las familias criminales de esta ciudad firmaron una tregua hasta que acabaran con dicho asesino. Pusieron precio a su cabeza, un precio excesivo para un solo hombre, sobreinflado por su miedo. Y aquí viene la parte increíble de la historia, no lo creerá cuando lo escuche. Pero, ay, sospecho que no sabré reunir el valor necesario para narrarlo sin equivocarme. ¿Si otra copa me daría ese valor? Puede jurar que sí. Ah, estaba en lo cierto, ya noto cómo las palabras regresan a mis labios dormidos.
Bueno, como le iba diciendo, pusieron precio a la cabeza del Frigio, una auténtica fortuna. Como en la quimera del oro, podría decir que toda la ciudad al unísono se juntó para perseguir dicho caudal. Tanta gente a la vez buscando al Frigio, tantos ojos mirando hacia la misma dirección… ¡que le cogieron! Como lo está escuchando. Encontraron el piso donde se escondía, las pistolas que utilizaba, los objetivos futuros que tenía marcados. Le encontraron, claro que sí. Le encontraron y más de veinte hombres a la vez le golpearon contra el cemento sin piedad hasta que sobre su carne no quedó apenas piel, y aún propinaron después repetidos culatazos sobre el cráneo de la masa sanguinolenta en que se había convertido. Luego le trajeron aquí, al puerto, para hacerle unos pies de cemento y fue también aquí —y no me pregunte cómo, pero lo sé de buena tinta— donde le metieron una bala entre los ojos, un disparo que le levantó la tapa de los sesos por la nuca. Desollado, todos los huesos del cuerpo rotos, el gran agujero en su nuca dejando atravesar la luz de la luna, finalmente le tiraron al Bósforo, viéndole hundirse y esperando media hora para corroborar que no salía.
Qué le parece, diría que El Frigio recibió una buena aquella noche, ¿a que sí? Ni el mismísimo Jesucristo podría contarlo si le hubieran aplicado el mismo castigo, ya lo creo. Ningún hombre podría sobrevivir a algo así, pero aquel no era un hombre, eso lo tengo claro. Era un demonio. Nada que no proviniera del Infierno podría haber regresado. Sin embargo, aquella misma noche El Frigio regresó.
Era una calurosa noche de Junio, perdone que haya olvidado la fecha exacta. Busque en los periódicos, fue una fecha señalada. Aquella noche todas las grandes familias de dicha ciudad se habían reunido para celebrar el fin de su pesadilla, la muerte del Frigio, en un lujoso restaurante, El Gálata, trágicamente famoso por la carnicería que tuvo lugar esa misma noche. Como le comentaba, aquella noche El Frigio regresó. De la muerte. ¡De la muerte, señor mío! Regresó y se personó profusamente armado —ametralladoras automáticas en mano, varias granadas colgando de su pechera— en la puerta de aquel restaurante. Aún olía a salitre, su cuerpo todavía rezumaba agua de mar. Era lógico, no habían pasado más de cuatro horas desde que lo arrojaran a lo más profundo del Bósforo. Pero por imposible que pareciera, quien en ese momento se encontraba ante la puerta del restaurante era El Frigio.
Sorprendidos por su aparición, los guardias de la puerta no tuvieron ni una posibilidad. El Frigio los despachó de una sucinta ráfaga y luego se adentró en el restaurante. Allí, sin decir nada más, abrió fuego. Sobre todo. Sobre todos. Las balas un enjambre de avispas, las explosiones sucediéndose, El Frigio comenzó a sumar decenas de bajas por segundo.
—¡No arrojéis al mar lo que Posidón no desea! —su ametralladora repiqueteando sin cesar, los muertos multiplicándose exponencialmente—. ¡No enviéis al Infierno lo que Hades ya rechazó!
Algunos criminales bregados en cientos de escaramuzas aún intentaron responder a su fuego, pero en balde. No se daban cuenta de que aquella noche no tenían enfrente a un hombre. El Frigio aquella noche era una fuerza de la naturaleza. Como un huracán. Como un tsunami enloquecido que todo lo arrastrara y, causado todo el daño posible, desapareciera sin dejar rastro.
Las fuerzas de la naturaleza no saben de piedad. Las fuerzas de la naturaleza no saben de dejar supervivientes. En apenas unos minutos el Gálata enmudeció, silente como los cadáveres que teñían de rojo sus mármoles. Más de ciento cincuenta personas perdieron allí la vida aquella noche. Lea las crónicas de aquella fecha, no hubo ni un superviviente. Aunque si me pregunta, si las palabras de este viejo loco y borracho aún valen algo, le diré que sí hubo uno. Uno que eligió la mejor parte del valor y se escondió cobardemente debajo de una sólida mesa, fingiendo ser de los primeros en caer. Un solo afortunado, historia viva de lo que realmente ocurriera esa noche, por más que todos los demás se empecinen en señalar que fue un ajuste de cuentas.
Por eso sé lo que sé. Por eso callo lo que callo. Haga caso a mis palabras, ponga la mano en el fuego por ellas, porque no son sino la pura verdad. Nadie más le dirá nada sobre El Frigio en esta ciudad. Su nombre es maldito desde aquella noche. Aunque se esfumó como un fantasma de la escena del genocidio, su espíritu ha permanecido —todavía permanece— presente entre nosotros. Si desapareció del todo o llegó a prosperar merced al miedo que infundía nadie se lo dirá, ni siquiera yo.
Sé más de lo que digo, amigo, puede jurarlo, pero no obtendrá nada más de mí. Todo lo que podía contarle sobre El Frigio —bastante más que cualquier otro— ya se lo he contado. Ahora lárguese, no le diré nada más. Ciertas historias ni los borrachos estamos legitimados para contarlas. Pero espere, págueme una copa antes de marchar, se lo ruego. Llegados a este punto siempre recupero extrañamente la serenidad.
Hay recuerdos tan terribles, ¿sabe?, que le quitan a uno todas las ganas excepto las de beber y seguir bebiendo…
He aquí una primera historia del Frigio, una primera parábola de su Evangelio, una de tantas relativas a una supuesta inmortalidad. Ah, la inmortalidad, las eternas ansias humanas de no morir. Podríamos buscar mil ejemplos parejos en los plintos sobre los que las deidades antiguas levantaron sus panteones, al fin y al cabo seres inmortales existen en todas las culturas, en todas las mitologías. ¿En qué se difieren, entonces, las atribuidas al Frigio? Yo os lo diré. En lo prodigioso, en el milagroso avatar de sobrevivir en condiciones del todo imposible, de una violencia única.
En Buenos Aires se cuenta una suerte de anécdota acerca de un hombre alcanzado por un rayo que, a pesar de la lejanía geográfica respecto a Estambul, hace difícil no pensar nuevamente en El Frigio al escucharla. ¿Y por qué no? ¿Quién nos dice estamos ante el mismo hombre, recorriendo mundo? Bien podría tratarse de él, semejanzas desde luego existen para pensar tal cosa. Leamos la crónica dramatizada —y argentinamente enfatizada— que un periódico de sucesos levantó sobre el caso:
Conmoción en las calles de Buenos Aires cuando un hombre fue alcanzado por un rayo. Sucedió ayer a mediodía, en la Calle Florida. Quienes contemplaron la escena aseguran que un hombre de aspecto tranquilo y adinerado paseaba ufano por esa calle cuando repentinamente, ¡ZAM!, un rayo le alcanzó y le tumbó en el acto. ¡Por sorprendente que parezca un rayo sorteó todos los puntiagudos pararrayos desperdigados por esta mole de tres millones de habitantes y le alcanzó en plena ciudad! En un segundo un humeante trozo de carne quemada se alojaba donde antes había un hombre. Los transeúntes presentes, arremolinándose, llevándose incrédulos las manos a la cabeza, se dispusieron entonces a llamar a una ambulancia… cuando lo contemplaron: ¡El milagro de la resurrección! Aquel tizón, aquel hombre carbonizado, comenzó levemente a moverse. Así describe la escena un espectador:
—Su carne ennegrecida fue recubriéndose de capas de piel nueva, su espina dorsal enderezándose, sus heridas cerrándose, sus órganos internos, muchos de ellos a la vista, reparándose. De su cabeza yerma nacieron sólidos cabellos de joven y de su garganta brotó un breve hálito al que siguió un acceso de tos ¡Nuevamente estaba respirando!
Aquel hombre observó entonces a la multitud con sus profundos ojos negros. «Largaos», les gritó furibundo, «dejadme en paz». Asustados, todos obedecieron, el protagonista, inmaculadamente sano en su desnudez, quedando en el centro de un ancho corro de personas aterradas. Y entonces, ¡ZAM!, un nuevo rayo le alcanzó.
Cuentan que el impacto del segundo rayo fue brutal. Su brazo derecho salió volando e impactó contra la pierna de un anciano. Arrancado por el hombro, el omoplato destacaba con su blancura sobre la renegrida carne calcinada. Pero nuevamente el milagro de la resurrección no se hizo esperar. La piel nueva volvió a reemplazar los jirones requemados, las heridas a cerrarse sobre sí mismas. Y lo más sorprendente, como si del apéndice de un reptil se tratara, hueso, músculos y piel, un brazo nuevo brotó de la articulación descarnada. Algunos espectadores huyeron al ver esto. En otros la cálida orina en sus pantalones hizo de bautismo para una recuperada fe en los milagros.
—Fue asqueroso, toda esa carne, y vísceras, y piel quemada —comentaría un testigo ocular—. Asqueroso y terriblemente bello a la vez, no sé si me explico…
No obstante, no había terminado aquel hombre su reconstrucción completa cuando, ¡ZAM!, un tercer rayo, más violento incluso que los anteriores, impactó contra el mismo. Aquel hombre prácticamente se evaporizó al recibir este tercer golpe. Apenas una indescifrable masa informe de carne negra y dura, nunca más un hombre, quedó en su lugar. Nada podría nacer de la misma, absolutamente nada. Y sin embargo, como una polilla emergiendo de su crisálida, repitiendo los procesos anteriores, el hombre asomó nuevamente a través de aquella costra. Tan inconmensurablemente sano como desnudo, los presentes aseguran que ni siquiera mostraba señales de aturdimiento.
—Solo maldecía a Zeus entre dientes —declararía otro testigo presencial—, como en una antigua obra de teatro clásico.
Y si han seguido la historia hasta aquí, queridos lectores, maravíllense: ¡aquel hombre triplemente alcanzado por un rayo empezó a correr! A correr como si persiguiera el horizonte, como si huyera del mismísimo cielo que le estuviera dando caza. Nadie osó a seguirle, sin embargo decenas de convencidos fieles aseguran que contemplaron esto que acabamos de narrar.
Palabras y más palabras, nada más resta. Esta historia forma parte ya del imaginario bonaerense. Dicen que un anticuario llamado Ezra Winston esconde en su trastienda un trozo negro de carne que asegura es el brazo de aquel hombre que salió despedido, pero lamentablemente, como el resto de esta historia, nada se puede demostrar…
«Nada se puede demostrar», reza la última frase. Esa es una constante en las historias del Frigio, el nunca nada se pudo demostrar. Todas sus historias caminan en una nebulosa a medio camino entre lo inventado y lo real, entre la fantasía y lo testimonial. Para mayor dificultad, del Frigio se dicen tantas cosas en tantas partes que resulta poco menos que imposible dar todas por ciertas. Las historias sobre El Frigio se intercalan entre ellas, complementándose unas veces, confundiéndose las otras. Ajenas a todo tiempo pasado o contemporáneo, no pertenecen a ningún año, perdiéndose en la irrealidad al parecer no ocurrir en ningún momento concreto. ¿Tenemos siquiera la certeza de estar contando episodios de un solo personaje? Probablemente no. Como las mejores leyendas, no obstante.
Pero en las coincidencias muchas de esas leyendas acostumbran a dibujarlo como un ser que roza la omnipotencia, un poder en la sombra por encima de Estados y Gobiernos. Trasunto de crónica de esto, valgan estas palabras:
—Me dieron un teléfono cuando mandaba —se le entendería entre balbuceos a un expresidente de EEUU, víctima del Alzheimer, en su vejez—. Me dieron un teléfono que siempre debía llevar conmigo y siempre debía coger si comenzara a sonar. Todos los presidentes del mundo, me dijeron, tenían uno igual. Al otro lado únicamente me hablaría un hombre de nombre extraño: El Frigio. Y yo, al descolgarlo, solo debía decir una palabra, solo una: «Gracias».
Por supuesto nadie indagó en aquellos desvaríos en busca de cualquier vestigio de lucidez —aunque algún oyente amarilleara al escuchar sus palabras—. La imaginación es algo caprichoso, igual que la memoria. Pero ¿podría ser esto posible, un ser que tuviera subyugado a todos los poderes del planeta? ¿Acaso no te han advertido nunca tus sentidos de que una sola presencia, un único hombre, gobierna el mundo? Ahí, en ese recoveco de tu imaginación, en esa todopoderosa entelequia, residiría El Frigio, tanta riqueza, tantas influencias y tanto miedo habría atesorado con los años. Pero, como siempre, tampoco esto se puede demostrar. Su invisibilidad es tan legendaria como su poder.
Algunos le tienen por un viajero incansable, un ser hambriento de poder y más poder en una diáspora interminable por el planeta. ¿Por qué si no las pintadas con alusiones a The Phryge duplican a las de SAMO en el Soho neoyorquino? ¿Por qué de todos los señores de la guerra, es su nombre el que más temor levanta en África? ¿Por qué su alusión nimba de miedo toda conversación?
Otros, por el contrario, ubican su residencia fija en un palacio subterráneo de varios kilómetros de longitud a los pies del monte Sípilo. Dicen que lo haría para protegerse del cielo y que nunca vería la luz del día. En ese lugar oculto residiría, dirigiendo desde allí los designios del mundo. Dueño de todo y de todos, no obstante, tendría como más preciada posesión un simple bloque de mármol de forma femenina del que supuestamente brotarían lágrimas.
En dicho palacio, también dicen, se viviría una bacanal sin fin. Hablan que, como si atesorara un hambre milenaria, El Frigio cada día añadía nuevos apetitos a satisfacer. Nunca se cansaría de comer y de beber, pese a que ningún plato le colmaba y todo el alcohol del mundo no lograba emborracharle. Fornicaba lo mismo con muchachos que con niñas, con efebos que con exóticas beldades, en una persecución sin fin de una nunca conseguida extenuación sexual. Sus veleidades eran órdenes, pero nada le bastaba; probablemente porque en verdad nada podía bastarle. Poder, lujo, dinero, sexo, no eran nada para él. Triste paradoja que cuantos más apetitos sumaba más aumentaba su insatisfacción, insatisfacción que solo supo transmutar en un sentimiento: crueldad.
La crueldad del Frigio es tan legendaria como su propio nombre. Por encima de su inmortalidad, elevándose sobre su poder, está lo legendario de su crueldad. Aquí es donde su ficción se ramifica, se extiende, caracolea, se pierde por siempre. Es imposible que un solo ser en tantas partes distintas del mundo pueda cometer los actos abyectos que se le imputan. Imposible. ¿Con cuál de sus leyendas quedarnos, entonces? Hay cientos, miles. Una leyenda siciliana afirma que, por las fechas en que aquel hospital de Catania ardió, El Frigio ordenó a dos pastores violar a un par de niñas para más tarde lapidarles personalmente hasta la muerte una vez quedó convencido de que el Infierno sería su único destino. Otra leyenda, escocesa ésta, se refiere al Frigio como un antojadizo y moderno señor feudal cuyo mayor entretenimiento consistiría en arrojar a los hijos de sus enemigos a una sima donde tres hambrientos rottweiller —apodados Minos, Radamantis y Eaco— juzgarían sus pecados a dentelladas. Una más, proveniente de Japón, cuenta que el Frigio, henchido de odio tras una orgía, estranguló y descuartizó con sus propias manos a la veintena de jovencitas que aquella noche habían conformado su elección, y aún obligó a sus secuaces a aguantar la vista mientras glotonamente se comía sus corazones.
—¡Cobardes! —gritándoles—. Esto no es nada, ¿escucháis? Cómo osáis juzgarme, cómo intentáis entenderme, a mí, que una vez descuarticé a mi hijo y lo serví en un banquete. Mirad, vosotros solo mirad…
Y así hay miles, millones quizá. Como un agujero negro que no pudiera sino destruir y seguir destruyendo, eliminando a sus rivales, fagocitando a sus enemigos, ese odio cainita del Frigio terminaría absorbiéndolo todo, incluso las motivaciones de su patrón. El rencor es más fuerte que el amor, y en su caso el rencor lo era todo. Odiaba la presencia de los hombres, el no poder dejar de desear, la existencia per se.
De esa indisimulada ira germinaría lo descabellado.
Y es que si hacemos caso del definitivo capítulo de este Evangelio nada más hay. Leyendo este último apunte, este anónimo y omniscente opúsculo, deberemos imaginarnos al Frigio entrando con aire resuelto en una habitación que aún conserva cierta pátina triste de su pasado comunista. Lo esperan ya quienes ha convocado: Presidente y Ministro de Defensa se postran a sus pies al verle. Hay más temor que respeto en su gesto, y eso le congratula. Saben a qué ha venido y sin embargo no se negarán. Cuando no hay más certeza que el fin, los humanos se aferran desesperadamente a una muerte rápida. Presidente y Ministro sostienen en sus manos las maletas que deben portar: un encriptado sistema de computación que acciona el vetusto arsenal nuclear de la que una vez fuera nación más temida del mundo. «El Botón», lo llaman, con la evidente intención de minimizar su poder. El Frigio sonríe abiertamente al encontrarse ante «El Botón». Infinitas veces ha anhelado este momento, soñando con el fin del mundo. Cuando nada más exista, se pregunta, ¿podrá dejar de desear? ¿Terminarán su hambre, su sed, su inquebrantable insatisfacción, con el final de la humanidad? Aún mejor, ¿cabrá la posibilidad de desintegrarse y que le halle el olvido? Todo eso se pregunta El Frigio, dispuesto a comprobarlo:
— Hacedlo —exige, y ni siquiera parece una orden.
El Frigio posee a sus familias, a sus seres queridos, y ambos saben lo que es capaz de hacer. El fin del mundo representa una opción mucho menos inhumana. Temblorosos, rezando a unas deidades que no saben de piedad, Presidente y Ministro de Defensa accionan simultáneamente sus respectivos sistemas. «El Botón» es accionado por duplicado y en hangares olvidados comienzan a encenderse pilotos, los silos se abren, los mecanismos de acople se activan. En minutos miles de cabezas nucleares parten hacia un destino marcado hace décadas.
Tres hombres en una elegante y sobria habitación aguardan el fin del mundo que ellos mismos han provocado. El fin del mundo, sopesan, que es extrañamente silencioso, frío, desapasionado, como si transcurriera a cámara lenta. Indolente, El Frigio aguarda el inevitable ocaso echado sobre un sillón. Tan solo queda esperar la respuesta de la otra parte, del antiguo enemigo, que no se hará esperar.
Ese será su legado, la nada absoluta, el fin de todo y de todos.
El fin de las historias. El fin de las leyendas. El fin de los mitos.
El fin de un Evangelio que nadie leerá.
El fin.
IV
Antes del tiempo hubo una guerra. Una guerra entre algunos seres cuasi perfectos y su Creador. La causa de dicha guerra fue la arrogancia —por mucho que los más optimistas adviertan otras razones prometeicas—, el no reconocer más autoridad ni culto que el propio, el no asumir como individuo ningún sentimiento de inferioridad respecto a ningún otro ser vivo, ni tan siquiera respecto a su Creador. Aquellos seres rayanos a la perfección nunca tuvieron la mínima posibilidad de vencer, su rebelión obedecía a un plan superior. Fueron castigados por sus demiúrgicas pretensiones, su líder, el más perfecto entre los perfectos, durante una eternidad cayendo en desgracia, obligado hasta el fin de los tiempos a ser el guardián de aquellas almas pecadoras que no merecían contemplar la gloria de Dios. ¿Acaso podemos imaginar siquiera el odio que aquel ser, apenas un grado por debajo del Creador, fue atesorando al verse rebajado a tal menester? ¿Acaso un mortal puede ponderar su cólera, su rencor? Aquel Ángel Caído tenía motivos para odiar toda la Creación. Y la odiaba.
Antes del tiempo hubo una guerra. En ella tres jóvenes deidades, tres hermanos, derrotaron al holgazán cruel de su padre: Crono, rey de los titanes. Llegado el momento de la repartición del reino del titán desterrado, la realidad, aquellos tres hermanos se lo echaron a suertes: Zeus, el más pequeño, ganó el cielo; Posidón obtuvo el mar; Hades, por su parte, el reino subterráneo, el Inframundo. Acordaron que la Tierra sería compartida, pero los eones demostraron que no sería así. A pesar de haber luchado en aquella guerra con denodada furia, Hades tendría vetada la entrada en el Olimpo. Tampoco serían bien vistas sus incursiones terrestres —su escarceo con Perséfone y la ulterior venganza de Deméter casi terminan con todo signo de vida—, en la mayoría de las ocasiones viéndose obligado a utilizar su casco de invisibilidad en mor de mantener el estatu quo. Donde otros obtenían adoración sin medida, él obtenía temor. Mientras los humanos se acercaban a las otras deidades, de él se alejaban cuanto podían. Pronto se supo perdedor de aquel sorteo, el titular de la parte más ingrata. El odio a todo ser vivo fue inherente a este sentimiento.
Antes del tiempo hubo una guerra. Tenemos esa certeza. Siempre, orbicularmente, la Creación nació de un conflicto. Y siempre también, de dicho conflicto nacería un anti-Dios, un custodio de las almas condenadas al castigo, que por encima de todo y de todos odiaría la vida, odiaría a los hombres, odiaría a esa misma Creación.
Antes del tiempo hubo una guerra y ahora otra guerra ha detenido el tiempo otra vez. Y Lucifer, Satán, Hades —qué importa su nombre conociendo su esencia— ríe y vuelve a reír, admirando esa ringlera de miles de millones de almas aguardando a llenar su reino. Hasta las opacas figuras de Tánato y las Keres parecían sonreír, satisfechos todos ellos de poder descansar al fin. El Príncipe de las Tinieblas ha destruido hasta los cimientos el patio de juegos del Creador, aniquilado toda vida, incendiado todo cielo, envenenado todo mar, su reino quedando como única hacendad. Es un día alegre para él, el más alegre desde antes que existiera el tiempo.
—Nada más destructivo para el hombre —pondera desde su atalaya— que las ansias insaciables del hombre.
Con esa intención, y con ninguna otra, había liberado a Tántalo en su día: había supuesto que nada sería más letal para el mundo que un hambre que no puede ser colmada, que una ambición que no puede ser llenada. Espectador de lujo, presenciando el fin del mundo en primera fila, se regocija del tino absoluto de su predicción…
Tanto científicos como agoreros especularon largo tiempo sobre si quedaría algún vestigio de vida sobre La Tierra tras un holocausto nuclear. Algunos defendieron que unos pocos humanos lograrían la anhelada supervivencia, sentando la base de una nueva civilización. Otros, en cambio, propugnaron que tras un holocausto nuclear solo las ratas se adaptarían al medio y heredarían el mundo. Todos ellos se equivocaron. Ni humanos ni ratas sobrevivieron al invierno nuclear que advino.
A los siglos siguientes a que El Frigio apretara «El Botón», a la devastación de ciudades, al aire radiactivo, a la lluvia incandescente cual magma, a los vientos huracanados que arrastraron lo que las bombas no pudieron destruir, les siguió una nueva edad de hielo. La Glaciación cubrió el mundo, pero para aquel entonces ni humanos ni ratas quedaban sobre él. Únicamente las cucarachas sobrevivieron, única especie que supo adaptarse al nuevo e inhóspito medio. Sin más depredador natural que ellas mismas, reproduciéndose hasta la locura, prosperaron caníbales comiéndose las unas a las otras en una ordalía diaria de cáscaras y patas de insecto. Solo un bocado mejor que sus congéneres quedaba, el del último hombre que caminaba por ese erial marchito que una vez fue La Tierra.
Ese hombre, anciano de milenios y joven a la vez, intentaba en vano a cada instante escapar de las legiones de cucarachas que en minutos le devoraban piel, carne y vísceras, las cuales en minutos volvían a nacer para ser de nuevo devoradas. Pero no había adónde escapar, las cucarachas cubrían el mundo, dueñas absolutas de todo, y volvían a cubrirle y a devorarle en un bucle sin fin. A veces decenas de ellas se le introducían en la boca antes de que perdiera el sentido, y entonces una nunca olvidada sensación de hambre y sed le obligaba a cerrar la mandíbula con fuerza y masticar y trizar y deglutir tan indigno alimento. No podía evitarlo, no sabía cómo.
Ese último hombre una vez fue El Frigio, en otra vida Tántalo, y a cada instante penará una agonía que sabe será para siempre. En esa soledad de cucarachas nunca encontrará consuelo. En ese mundo desolado nadie escuchará sus gritos. Víctima de sí mismo, desvalido de toda fe, nunca le hallará el ansiado olvido, únicamente a cada segundo enloquecerá, caerá, desesperará un poco más.
«Agonía, siempre agonía», que escribiera el poeta.
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