Ferron era grande, duro y despiadado; te rompería el brazo tan pronto como te mirara. Tenía la moral de un gato y los instintos de una serpiente de cascabel. Pero Ferron era muy ambicioso. En la ciudad de Nueva York tenía a Lydia, una hermosa pelirroja que lo amaba hasta la locura. Al norte tenía a Amy: encantadora, virginal y rica; apenas podía esperar hasta que se casaran. En el maletero de su destartalado coche llevaba cien mil dólares.¡Y literalmente se había salido con la suya! Ferron tuvo mucha suerte. Entonces su mundo comenzó a desmoronarse con una rapidez devastadora...

La caravana de autos, cabinas y camiones que constituía el Parque de Diversiones de Ed Ferron entró en Bay Bayou una madrugada brumosa. Ed Ferron no quería más que hacer buenos negocios y ganar mucho dinero; ya estaba harto de aventuras, de mujeres, de enredos. Pero poco podía imaginar que el solo hecho de ir a la estación a retirar una carga habría de complicar su vida, justamente con los elementos que temía. La rubia que bajó del tren era cancionista, aunque tenía una figura de bailarina, pero no era eso lo peor que de ella se sospechaba en esa aldea, llena de habladurías pequeñas, pequeños rencores y ambiciones pequeñas. Cuando la caravana —con una nueva pasajera— partió de Bay Bayou en un mediodía radiante, los cadáveres y un mundo de valores derrumbado habían señalado su paso por el pueblo.