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Literatura de edmon hamilton
terror en la tumba (relato)
Walters yacía en el ataúd, a tres metros bajo tierra, y miraba por el cuadrado conducto de aire el trozo de cielo que se descubría. En el otro extremo del conducto apareció el
terror en la tumba (relato)
Walters yacía en el ataúd, a tres metros bajo tierra, y miraba por el cuadrado conducto de aire el trozo de cielo que se descubría. En el otro extremo del conducto apareció el rostro de Charlie Rusper, su ayudante, que miraba hacia el iluminado ataúd.
—¿Todo va bien, Walters?
Walters asintió.
—Todo. ¿Se prepara una noche de trabajo?
Rusper dijo que sí con la cabeza.
—Sí, parece que vendrá mucha gente a la feria, y nosotros sacaremos una buena tajada. Por ahora somos los que más dinero ganamos.
—¿Ganamos, dices? —preguntó Walters—. Yo soy el cadáver viviente. Tú no. Yo me tengo que pasar una semana bajo tierra y dejar que los idiotas se asomen a verme la cara.
Pero cuando Rusper se retiró, Walters no pudo reprimir una sonrisa. En realidad su trabajo no era de los malos ni de los difíciles. Mientras los demás se mataban trabajando para divertir al público, él no tenía que hacer más que estarse echado en aquel cómodo y caliente ataúd durante una semana. Y de tan fácil manera ganaba más dinero que los otros.
Siempre sentía deseos de reírse de los ignorantes que pagaban dinero por ver por aquel tubo al hombre enterrado vivo. Bien, mientras los clientes acudieran no sería él quien les privase de su gusto.
Otra cara apareció en el extremo del tubo. Era Tessa Morden, la mujer de Sam Morden, que tenía la concesión de una lotería. La joven le sonrió.
A Walters le causó gran satisfacción ver cómo Tessa le sonreía... Le hacía sentir deseos de ir en busca de Sam Morden para explicarle cosas de Tessa y de él, aunque solo fuera por el gusto de ver el cambio que experimentaba el pálido rostro del hombre.
—Hola, cadáver —sonrió Tessa—. ¿Otra vez enterrado?
—Ayer noche no te parecía tal cadáver —replicó significativamente Walters.
La mujer rio divertida.
—No me extraña que después de pasarte ahí dentro una semana, al salir seas un gato salvaje.
Su acento varió.
—Ahí viene Sam —dijo—. Seguramente me necesita en la tienda.
Poco después el rostro de la joven fue reemplazado por el de Sam Morden.
—Tenemos que abrir el local, Walters —dijo—. La gente empieza a llegar.
—Bien —replicó tranquilamente Walters—. Tessa me estaba gastando unas bromas.
Cuando Molden se marchó, Walters echóse a reír. ¿Qué diría aquel idiota si supiese?... Se imaginó su expresión de sorpresa e incredulidad.
El trozo de cielo que se descubría por el conducto de aire comenzó a oscurecerse, y el público empezó a afluir a la feria. Los bramidos de Rusper atraían a aquel lugar a los espectadores.
—¡Enterrado vivo, señoras y caballeros! Un ser humano, vivo, enterrado a tres metros bajo la superficie de la tierra. Yaciendo día y noche en su ataúd durante una semana. Conectado con el aire libre por un tubo de ventilación. ¿Qué efecto les produciría a ustedes estar enterrados así...?
Una cabeza tras otra aparecieron en el extremo del tubo, mirando al interior del iluminado ataúd, donde Walters yacía. La expresión de casi todos era de horror mezclado con curiosidad.
Walters estaba acostumbrado a eso. No sentía sino desprecio para ellos. Unos idiotas; eso es lo que eran. Solo por verle daban el dinero que luego él gastaba en sí y en Tessa.
Permanecía en el ataúd, moviendo los músculos para evitar el envaramiento, mientras las cabezas aparecían y desaparecían en lo alto. A las once, los clientes empezaron a disminuir y a medianoche la feria se cerró. Entonces Rusper descendióle su cena por el tubo.
Cuando hubo comido, él y Rusper comprobaron, como de costumbre, el buen funcionamiento del timbre que comunicaba el ataúd con la tienda de Rusper. Funcionaba, bien y el ayudante se fue a acostar.
Walters apagó la luz y permaneció en el ataúd, a oscuras. Se sentía feliz y no se dio cuenta de que se había dormido hasta que de pronto le despertó un ruido.
Abrió, adormilado, los ojos. Recostándose contra las brillantes estrellas vio la cabeza de un hombre, que le hablaba en voz baja; este sonido era, el que le había despertado.
—¿Me oyes, Walters? ¿Estás despierto?
—¿Quién es? ¿Eres Rusper? —preguntó Walters—. ¿Qué diablos quieres?
—No soy Rusper —replicó la cautelosa voz—. Soy Morden, Walters... Soy Sam Morden.
¿Sam Morden? Walters sintió una súbita irritación al ser despertado por aquel loco.
—¿Por qué me despiertas a estas horas de la noche? —preguntó.
La risa de Morden llegó hasta él.
—¿No lo adivinas, Walters? ¿No tienes la menor idea?
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Walters. ¿Habría descubierto Sam Morden que él y Tessa...? Pero no, desde luego, no podía.
Con acento irritado contestó:
—¿Me quieres decir de qué estás hablando?
—Te estoy hablando de lo que hay entre Tessa y tú —replicó la voz de Morden—. ¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no he visto las sonrisas y las miradas que os dirigís? ¿Crees que no estoy enterado de que toda la feria se burla de mí?
—Si crees que entre Tessa y yo hay algo, estás loco —dijo vehemente Walters—. Somos unos buenos amigos, eso es todo. Ve y pregúntaselo a ella y te dirá lo mismo que yo.
—No, no me lo dirá. No dirá nunca más, nada a nadie, Walters, porque ha muerto.
—¿Qué dices? ¿Quieres decir que tú...?
Walters, desconcertado, no pudo terminar, pero Morden lo hizo.
—¿Qué yo la maté? Sí, lo hice. Y ahora voy a seguirla. Y tú también. Por eso he venido. Tú también vas a morir esta noche. Pero morirás de otra manera que Tessa y yo.
Walters apretaba furiosamente el botón del timbre que debía despertar a Rusper y llevarle junto a él para salvarle del loco...
La voz suave y tranquila, descendió de nuevo por el tubo, como si el hombre de arriba pudiese ver lo que Walters estaba haciendo.
—Si tratas de tocar el timbre estás perdiendo el tiempo. Corté el hilo, Walters. Eso ha sido lo primero que he hecho.
Por un momento Walters quedó desconcertado por la noticia. Luego lanzó un alarido.
—¡Rusper! —gritó—. ¡Socorro, Rusper!
¡Morden quiere asesinarme!
El interior del ataúd vibró a causa de sus gritos, hasta que le dolieron los oídos.
—¡Rusper! ¿No me oyes?
—Rusper no puede oírte —rio la sombra de arriba—. Solo yo puedo oírte. En tu lugar no seguiría gritando. Al contrario, me estaría lo más quieto posible.
—¿Qué... qué... piensas hacer? —tartamudeó el enterrado.
La voz de Morden era un susurro acariciador.
—Vas a morir, Walters, pero no vas a morir deprisa, de un tiro, como murió Tessa y como moriré yo cuando termine contigo. Sería demasiado bueno para ti. Vas a morir mucho más despacio, de una manera que te va a dar mucho tiempo para pensar antes de que te marches.
Hubo un roce en lo alto y Walters vio que algo descendía por el tubo. Parecía un pañuelo bastante grande pendiente de algunas cuerdas.
Fue descendiendo hasta que quedó a unos centímetros de la cabeza de Walters. Este respiraba con dificultad, como si le hubieran atado una correa al pecho.
La voz de Morden descendió hasta él.
—¿Sabes lo que hay en este pañuelo? Es la muerte, la muerte que he decretado contra ti. En el pañuelo hay una serpiente de cascabel. Está viva. Es una de las serpientes de Barth, el encantador. Se la robé esta noche. Dentro de unos segundos tiraré de la cuerda, que vaciará el pañuelo y dejaré a la serpiente contigo. Sí, en el ataúd, contigo. Si te estás muy quieto no te morderá. Pero uno no puede estarse mucho tiempo quieto, y cuando te muevas... Esta es la muerte que vas a padecer, Walters. Yo marcho a una muerte limpia y rápida, una muerte que recibiré con gusto. Y tú me envidiarás mientras estés en los espasmos de la agonía. Ahí va la muerte.
Cuando Morden pronunció las últimas palabras, dejó caer una de las cuatro cuerdas y un cuerpo frío deslizóse por el rostro y el pecho del enterrado.
El horror petrificó a Walters, impidiéndole hacer el menor movimiento. La serpiente le pasó, por encima y al fin fue a posarse, enroscada, sobre su brazo derecho.
Aunque lo hubiera deseado no hubiese podido mover un solo músculo. Permaneció tan inmóvil como un muerto, con la mirada fija hacia arriba, viendo como el envoltorio en que había llegado la serpiente era retirado. Por un momento fue visible la cabeza de Morden, luego se desvaneció. Morden se había marchado. Walters estaba en el ataúd con la serpiente.
Esta pareció moverse ahora de una manera circular en el espacio comprendido entre su brazo y el lado del ataúd. Aparentemente se estaba enroscando, y el ruido que hacía se multiplicaba en el reducido espacio. El denso olor del reptil ahogaba a Walters quien permanecía inmóvil, como en el momento en que la serpiente fue depositada dentro del ataúd. Tenía el brazo derecho, junto al que estaba enroscado el animal, un poco levantado, y a pesar de lo mucho que le dolía no se atrevía a bajarlo. ¡No debía moverse lo más mínimo!
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¿Qué podía hacer? Trató de concentrarse. Debía conservar la serenidad, sin dejar paso al insensato horror que llamaba a la puerta de su cerebro. Tenía que hallar algún medio de huir de la horrible muerte a que Morden le había condenado.
Ya no pensaba en Morden. Tampoco se acordaba para nada de Tessa. Amor, odio y todas las demás emociones habían cedido paso al terror. Ninguna persona ni ninguna cosa en el mundo tenía ahora la menor realidad, nada, excepto la serpiente enroscada en el oscuro ataúd.
No podía permanecer inmóvil para siempre. Walters lo comprendía perfectamente. Más pronto o más tarde tendría que hacer algún movimiento. Por lo tanto tenía que encontrar la manera de salir de semejante dilema antes de hacer semejante movimiento y de que los colmillos de la serpiente se hundieran en su carne. Sin embargo, ¿qué medio habría?
¿Y si tocara el timbre? Morden había dicho que el hilo estaba cortado, y cuando la vez anterior apretó el botón, Rusper no había contestado. Pero tal vez no oyó la llamada, o estaba fuera de la tienda. O bien, si el hilo había sido realmente cortado, alguien lo habría descubierto y reparado la avería.
Seguramente, si apretaba el botón, el timbre sonaría, y Rusper contestaría, acudiendo junto al tubo. Y podría hablarle en voz baja y decirle lo que estaba ocurriendo. Seguramente entre todos encontrarían un medio de salvarle y matar la serpiente.
La mano izquierda de Walters estaba a unos centímetros del timbre. La movió hacia allí. Pensaba que el movimiento fuera infinitamente lento, pero sus agotados nervios le traicionaron y fue demasiado veloz. Al momento se detuvo helado de terror. La sacudida aquella había provocado un ligero temblor en la serpiente.
Esperó varios minutos sin hacer ningún gesto. Luego la mano izquierda reanudó el avance hacia el timbre. Los pocos centímetros que mediaban entre una y otro parecían una distancia vastísima. Por fin sus dedos se posaron sobre el botón. Sentía deseos de llorar de alegría.
Siguió apretando el botón. Seguramente el timbre estaría ahora sonando en la tienda de Ruper, y ese habría saltado del lecho para contestar a la llamada. El cerebro de Walters calculaba la distancia entre la tienda y el conducto de aire. Sin duda Rusper estaba ya arriba, esperando que él le explicase lo sucedido.
No se oyó nada. Pero tal vez Rusper habíase detenido para vestirse, se dijo Walters, con febril esperanza. Esto le haría retrasarse unos minutos. Esperó aquellos minutos, con la mano izquierda apoyada sobre el timbre. Ninguna cabeza oscureció el cuadro de estrellado cielo.
No podía esperarse nada del timbre, ni cabía esperar tampoco que si gritaba alguien le oyese. Sabía demasiado bien que para oírle era necesario estar al lado mismo del tubo. Y además, si gritaba, la serpiente le atacaría.
¿Se asomaría, por casualidad, alguien al tubo? Esta esperanza revoloteó en la torturada mente de Walters; luego se desvaneció. ¿Quién podía llegar? Alguien podría acordarse de él cuando se hallasen los cadáveres de Tessa y Sam Morden. Pero no serían encontrados hasta la mañana siguiente.
¿Qué tendría que hacer? ¿Qué podría hacer si el primer movimiento suyo atraería, fatalmente, el ataque del reptil?
Walters tenía la impresión de que llevaba varias horas en aquella postura, con el frío cuerpo de la serpiente contra su brazo. Sí tiempo se hacía interminable... infinito.
Le asaltó el desesperado pensamiento de que podría agarrar a la serpiente y matarla con las manos. Claro que si hacía esto el reptil le mordería. Pero un hombre no muere enseguida a causa de la mordedura de una, serpiente. Si lograba escapar del ataúd y conseguir que se le curase, viviría.
Pero no, era imposible. Aunque matara a la serpiente seguiría sin poder llamar la atención de los de fuera. Tendría que continuar en el ataúd hasta la mañana, con el veneno circulándole por las venas. Y mucho antes de que se hiciera de día habría muerto.
Luego Walters tuvo una, idea. ¿Y si levantaba la mano izquierda hasta el tubo y tamborileaba en él? Esto seguramente no despertaría a la serpiente, pues la mayor parte del sonido ascendería por el tubo. Y aquel ruido sería solo perceptible por los que pasaran cerca del conducto de aire.
Si conseguía llevar la mano izquierda hasta el conducto de aire y tamborilear en él, sería oído y salvado. Todos los obstáculos se esfumaron.
Con infinitas precauciones comenzó la lenta traslación de la mano izquierda desde el timbre hasta el conducto de aire. La serpiente no hizo ningún movimiento. La esperanza de Walters creció. La serpiente estaba dormida, tenía que estarlo. ¡Triunfaría de su maquiavélico adversario!
Al fin la mano izquierda llegó al tubo. Le fue necesario retorcerla un poco antes de conseguir que penetrase en él.
Esperó un momento, luego golpeó suavemente en el lado del conducto. Para Walters aquello fue una serie de ensordecedores truenos que destrozaban el silencio del ataúd. De arriba no llegó ninguna respuesta, y golpeó de nuevo, más fuertemente.
¡Bssss!
El silbido de la serpiente llenó la caja. El cuerpo del reptil habíase tensado contra el brazo de Walters y le parecía ver la erguida cabeza y los desnudos colmillos.
El cascabel de la serpiente sonó amenazador. Walters permaneció con la mano en el tubo. El sonido le había paralizado. Esperó en un paroxismo de terror.
Luego notó que una masa, suave y alargada se deslizaba por el lado derecho del ataúd. La serpiente se había puesto en movimiento. Walters escuchó su avance. Estaba inmóvil como un cadáver.
El peso de la serpiente trasladóse a su pierna derecha, deslizándose hasta el calcetín. Luego notó el peso en la pierna izquierda, debajo de la rodilla.
Por un instante los movimientos del reptil cesaron; parecía una gruesa y pesada cuerda cruzada sobre sus piernas. Luego reanudó la marcha hacia el pecho, pasando por la cintura.
Walters permaneció en la misma postura. El brazo derecho contra el cuerpo, el izquierdo doblado hacia arriba, con la mano introducida unos centímetros en el conducto de aire.
La serpiente estaba, sobre, su tetilla izquierda, sobre la fina camisa.
Permaneció allí un momento, luego empezó a enroscarse sobre el lado izquierdo del pecho. O la alarma se había disipado o el reptil prefería el mayor calor de aquel punto. Completó su enroscamiento y quedó inmóvil.
Walters no había aspirado ni expelido nada de aire desde que el bicho hiciera sonar su cascabel. Los pulmones le ardían, y no le era posible seguir sin respirar. Lentamente exhaló el aire y más lentamente aun llenó de aire puro su pecho, controlando, con un esfuerzo de voluntad, sus anhelantes pulmones.
No podían faltar más de tres o cuatro horas para la mañana. Estaba seguro de que debieron de transcurrir lo menos dos desde que la feria cerró hasta que Rusper le dio las buenas noches. Tal vez habían transcurrido incluso tres, o tal vez cuatro. Debió haber permanecido dormido un rato antes de que Morden le despertase.
La mañana podía estar mucho más próxima de lo que pensaba. El enturbiado cerebro de Walters era incapaz de formular ideas claras acerca, del tiempo. Tenía la impresión de que llevaba días, semanas, años, allí, en el ataúd, con la maldita serpiente.
La piel se le estremecía. Era, como si su cuerpo se diera cuenta de la cosa que estaba enroscada sobre él y quisiera librarse de ella. El brazo izquierdo le dolía a causa de la forzada postura.
¿Qué estaba haciendo la serpiente? ¿Descansaba sobre su pecho, o tenía la cabeza erguida en las tinieblas? ¡Si al menos pudiera verla! El horror de verla sería preferible a tenerla en el ataúd con él, sobre el pecho, y sin poderla ver. Era tanto su miedo que le parecía estar viendo la balanceante y amenazadora cabeza. Tal vez en aquel preciso instante avanzaba hacia su rostro...
El brazo izquierdo se estremecía ligeramente. Era un movimiento que su mente no podía dominar.
Desesperadamente se dijo que todo aquello era producto de su imaginación. No debía dejarse llevar por los nervios. La mañana no podía estar lejos. Pero la mano seguía tamborileando en el interior del conducto. Y todo contra su voluntad.
Los anillos de la serpiente se movieron sobre su pecho. Esto no era efecto de la imaginación. La serpiente volvía a alarmarse. No debía moverse. No debía... Pero el brazo seguía estremeciéndose, y, como contagiada, la pierna izquierda empezó también a temblar.
No le era posible dominarlos. Su cuerpo se colocaba más allá del dominio cerebral, y movíase no obstante los movimientos de la serpiente. Un momento más y se colocaría por entero fuera de la acción dominadora de los nervios, músculos y cerebro, y comenzaría a dar saltos en su cárcel.
El cascabel de la serpiente vibraba con ensordecedora fuerza. Y al fin, lanzando un alarido, Walters soltó todos los diques que contenían su cuerpo, y mientras se retorcía en el ataúd, buscó con las manos el cuello de la serpiente.
En el mismo instante sintió hundirse en su garganta los colmillos del reptil.
* * *
La cara de Rusper y las de cuantos le rodeaban eran máscaras de espanto mientras contemplaban, dentro del ataúd que rápidamente habían desenterrado, el contraído cuerpo y torturado rostro de Walters. La larga serpiente yacía sin vida entre los engarfiados dedos del cadáver.
—¡Dios mío, qué muerte tan horrible! —exclamó Rusper—. Solo un loco celoso como Morden hubiera matado a un hombre dentro de un ataúd, encerrando con él a un reptil.
Barth, el encantador de serpientes, movió la cabeza mientras contemplaba el muerto reptil.
—No fue mi animal el que le mató —dijo.
Rusper y los otros le miraron.
—Pero... Walters está muerto, y en su garganta se ven las huellas de los colmillos de la serpiente de cascabel.
Barth asintió.
—Pero la mordedura no le mató; no podía matarle. Cada una de las serpientes que utilizo tiene extraídas las bolsas de veneno. Claro que este detalle lo guardo secreto. Morden no lo sabía, ni tampoco Walters. El pobre ha muerto de miedo.
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