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Literatura de elise jerard
final (relato)
Una carta es el principio de esta historia y otra carta, es el final de ella. Pero entre ambas, y en una sola noche, media casi un drama y la felicidad de dos vidas. «Querido:
final (relato)
Una carta es el principio de esta historia y otra carta, es el final de ella. Pero entre ambas, y en una sola noche, media casi un drama y la felicidad de dos vidas.
«Querido:
»Trata de entender bien lo que te escribo. No hay en estas líneas ningún reproche para ti. Y si a ti dirijo mis últimos pensamientos, ello se debe a que en estos tres meses no he tenido pensamientos sino para ti.
»Cuando hayas leído esta carta, yo ya habré tomado una buena dosis de veronal. Tú querrás, seguramente, cargar sobre tu conciencia la responsabilidad de la tragedia. Te advierto ante todo que no se trata de ninguna tragedia, sino de un acto cumplido con la absoluta naturalidad de quien se sabe dueña de sus nervios y de su destino; además, ten en cuenta que nadie se mata por culpa de, los demás: cada uno procede de acuerdo con sus características, y tú no tienes la culpa de que mis características sean las que son y no otras. Cuando resolviste abandonarme para poner fin al conflicto que te creaban mi amor y el cariño de tu madre, también tú procediste de acuerdo con tus características, con tu idiosincrasia. Y seguramente tu actitud ha sido correcta, pues has podido sobrevivir a ella.
»Hecha esta aclaración, pasemos a un segundo punto que me interesa—. La gente te dirá, para consolarte, que he sido una cobarde: es una estupidez matarse cuando una tiene veinticuatro años y bastantes dotes naturales de esas que se notan a primera vista. Pero, ¿qué le vamos a hacer, si tengo ganas de morirme?... ¿O ahora, para darle el gusto a la gente, tengo que vivir yo a disgusto? ¡No faltaba más!
»Acabo de escribirle a mi madre una carta sencilla y vulgar. Trato de darle la impresión de que estoy cansada físicamente. Le digo que me duele la cabeza y que voy a tomar un poco de veronal. Así, cuando se entere de mi muerte, atribuirá la desgracia a un descuido en la preparación de la dosis. Para evitar que esta carta, para ti motive un escándalo social, no la dejo en mi cuarto, y te la mando por correo.
Adiós, querido. Adiós. Y no te aflijas mucho. No vale la pena.
»Juanita».
* * *
Pegó la solapa del sobre y salió a echar las dos cartas al buzón. Volvió más aliviada, y hasta contenta, como quien sale del trabajo un viernes víspera de fiesta. Se quitó la ropa de calle, se puso un pijama rosa con flores y vaciló unos segundos antes de ir a mirarse al espejo. Porque no es cosa fácil eso de resolver mirarse al espejo por última vez en la vida. Pero se miró. Y no estaba tan fea, a pesar de todo. Se encontraba, eso sí, un poco romántica; la culpa la tendrían aquellas flores pálidas del pijama.
Bueno: basta de mirarse al espejo. Fue al baño. Echó agua en un vaso. Volcó, con la seguridad de un químico manejando tubos de ensayo, la cantidad de agua que le pareció excesiva. Tomó la cajita de veronal. Y fue a acostarse, dejando encendida la luz del velador. (¿Por qué, si uno piensa morirse, no deja prendida sencillamente la luz del techo?)
Y empezó a tomar el veronal. Un sorbo... No le costaba ningún esfuerzo, en realidad. Es que cuando uno tiene realmente ganas dé morirse... Otro sorbo... Con este ya se le aflojaban un poco los brazos. Otro sorbo. Otro... El vaso quedó vacío...
¿Y después?... Ninguna sensación dolorosa. Morirse iba pareciendo sencillo. Podía uno, por ejemplo, analizar el propio proceso psíquico, haciendo lo que los psicólogos llaman introspección. ¿Durante cuánto tiempo sería ella capaz de observar el proceso psíquico y el fisiológico de la muerte?
Pero... ¿y si alguien llamaba a la puerta? ¿Si sonaba el timbre del teléfono? Ella, había oído decir, alguna vez, que si el que toma veronal sufre, antes de la terminación del proceso, una emoción cualquiera, esa emoción puede provocar un vómito, y... No. Había que prevenir eso.
Se levantó. Fue al baño y tomó una nava— jifa.
Era clásico. Lo de Petronio en aquella película de reconstrucción histórica. Con femenina presencia, de ánimo, hasta se proveyó de toalla, para evitar que el pijama quedase hecho una miseria.
Rábida, se pasó la navajita por la muñeca de la mano izquierda. Y perdió el conocimiento.
* * *
Lo primero que vio fue la luz del sol filtrándose por las cortinas. ¡Qué raro! ¿Por qué no había tocado, como de costumbre, el despertador?... Y enseguida la muchacha pensó: «¡Voy a llegar tarde al trabajo!»
Pero, de repente, recordó. Se había suicidado la noche anterior. En consecuencia, no podía llegar tarde al trabajo... Levantó las manos para verse las muñecas. Los brazos le, pesaban como si fuesen de piedra. En la muñeca izquierda aparecía, arrollada, la toalla... Gradualmente, fue recordándolo todo. Y, por fin, entre despechada y perpleja, telefoneó al médico. Poco después le explicaba al médico, con la mayor claridad posible, los detalles Se la insólita aventura. El médico tomó asiento junto al lecho, sonrió y palmeó las manos de la muchacha.
—Todo eso es muy interesante —dijo—. A pesar de todo me causa usted la impresión de una muchacha cuerda. Afortunadamente, procedió) con torpeza. La herida de la navajita sirvió para neutralizar el efecto del veronal, excitando el corazón y el sistema vasomotor. Y también, por efecto del veronal, la sangre salió con menor abundancia. La cantidad de veronal que usted tomó basta para matar a algunas personas, pero no a cualquier persona. Hay quienes necesitan el doble, y a otras les es suficiente con menos. Y, en fin, como usted no tiene, que yo sepa, experiencia de cirujano, la herida de la navajita no fue todo lo honda que hubiera sido necesario para el fin que usted perseguía. En realidad todo fue debido a que la herida no interesó a las arterias, sino a las venas solamente.
La muchacha sonrió.
—¿Así que he fracasado en el final de la tragedia?
—Tal vez... Pero... —Y el médico hundió una mano en el bolsillo de la americana—. Aquí tengo una carta para usted—. La encontré tirada por debajo de la puerta del piso. Supongo que es una carta de...
La muchacha tomó el sobre rápidamente. Lo rasgó y, luego de desplegar la hoja, pudo leer:
«Querida:
Estoy arrepentido. Mamá también se arrepiente. Si me perdonaras, iría a visitarte. Yo...»
No leyó más, a pesar de que la hoja estaba escrita de los dos lados con letra menuda. Tomó el teléfono, marcó un número, y gritó:
—¿Luis?... ¡Ven pronto! ¡Te espero! ¡No tardes!... ¿Recibiste mi carta? ¿No?... Bueno: ¡si la recibes, no la abras!
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