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Literatura de frank c. robertson
cariboo (libro)
Dan Burkhart salvó la vida de un anciano, y ese anciano nunca lo olvidó. Era Cariboo Jack, un viejo panhandler desafortunado y sin dinero entonces; pero diez años más tarde, cu
el demonio de nevada (relato)
Al abrirse paso lentamente hacia el bar, Sandy Kendrick advirtió la latente hostilidad de la gente. Su elevada silueta angulosa no estaba construida para la prisa y al encontra
cariboo (libro)
Dan Burkhart salvó la vida de un anciano, y ese anciano nunca lo olvidó. Era Cariboo Jack, un viejo panhandler desafortunado y sin dinero entonces; pero diez años más tarde, cuando Burkhart lo volvió a encontrar, el destino lo había convertido en uno de los hombres más ricos de Idaho. Era dueño de una mina de oro e incluso habían nombrado a la ciudad en auge en su honor: Cariboo City. Su suerte ciertamente había cambiado, ¿o sí? Porque cuando el oro comienza a salir del suelo, los asesinos se mudan, y Dan Burkhart descubre que tiene que intervenir para salvar al anciano de nuevo, de más de una manera, y poner su propia vida en el bloque para hacerlo.
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el demonio de nevada (relato)
Al abrirse paso lentamente hacia el bar, Sandy Kendrick advirtió la latente hostilidad de la gente. Su elevada silueta angulosa no estaba construida para la prisa y al encontrarse en un ambiente poco amistoso, de su habitual lentitud de movimientos parecía emanar una especie de desprecio irónico.
Sin embargo, en un momento dado era capaz de actuar con increíble rapidez.
Sandy llevaba tres meses en la región de Wapello al servicio del viejo Stacy, el único ganadero en un lugar dominado por ovejas, y aunque desde hacía algún tiempo circulaban vagos rumores indicadores de disturbios, aún no se habían roto las hostilidades. El día anterior, una manada de ovejas irrumpió en un manantial donde, evidentemente, no tenían derecho de abrevar y Sandy apareció en el instante psicológico, cumpliendo con su deber de la manera que lo tenía entendido. El resultado final fue que el pastor, que pidiera guerra, tuvo que irse con un lacerante dolor en la espalda, producido por un proyectil cuidadosamente lanzado por una de las pistolas de Sandy. Eso fue suficiente para el pastor, pero Sandy decidió vaciar ambas pistolas antes de ponérselas al cinto, y diez ovejas quedaron muertas en el suelo.
—Te cogerán por eso, Sandy —le dijo el viejo Stacy—. Ese rebaño es propiedad de los hermanos Arnett; los mayores poseedores de ovejas y de los cerdos más grandes de todo el país.
—¡Bah, todos los que tratan en ovejas son así! —repuso Sandy repitiendo el sencillo credo del vaquero.
—Sí, claro... Pero es que estos son diferentes, muchacho. Son millonarios, tienen Bancos, refinerías de azúcar, qué sé yo... Parker Arnett es presidente de un Banco y un gran político allá en Utah; Randolph es todo un personaje en Idaho; y Jim, el que está aquí al cuidado de las ovejas, también tiene lo suyo de influencia en Nevada, y me parece que derrama bastante de ella por los otros estados donde hay ovejas —explicó Stacy.
—Sí, he oído decir eso —concedió Sandy—. Primero se dedicaron a la ganadería hasta que descubrieron que con ovejas pedían hacer más dinero —al decir esto su voz vibraba de desprecio.
—Exactamente... Y además saben pelear...
El viejo Jim sabe manejar una pistola, lo mismo que su capataz, sí, ese que llaman Jackson el Resbaladizo; además, siempre lleva uno que le guarda las espaldas, por si acaso... Créeme, siento perderte, Sandy, pero es mejor que te largues.
—¿Un vaquero huyendo de los pastores? —preguntó Sandy lleno de incredulidad.
—Debes tener presente esto: los vaqueros como tú estáis convencidos que los otros son un hatajo de cobardes, más que nada porque os habéis visto las caras en vuestro propio terreno, donde ellos no tienen libertad de movimientos. Aquí, muchacho; es diferente; son sus dominios y lo saben. La opinión pública está por ellos. Son las ovejas las que traen dinero a Wapello, convirtiéndolo en una ciudad; de ahí que los comerciantes y los taberneros les dediquen todas sus simpatías. El negocio ganadero va de baja; en cambio, los ingresos producidos por las ovejas van en aumento. Los políticos se cuidan de ello, y ahora, ante la Ley, un vaquero tiene menos derechos que cuernos tiene un caballo. Además, si los hermanos Arnett toman antipatía a alguien, vale más que ese individuo desaparezca de la comarca—. El viejo Stacy estaba muy serio al hacer esta advertencia.
—Siento mucho haberle sido causa de disgustos... —empezó a disculparse el vaquero.
—No; no es eso. Desde hace años, están invadiendo mis tierras, y hace mucho tiempo que veo mi fin... Lo que te he dicho es por tu bien.
—Bueno. En vista de que no he sido despedido, me quedaré hasta el momento en que tenga que irme...
Y sucedió que aquel momento no estuvo muy lejos.
* * *
Para probar cómo andaban las cosas, a la tarde siguiente Sandy se dirigió a Wapello, y antes de entrar en el Shepherds Ressort Bar recorrió la ciudad lo suficiente para hacerse notar, pues a pesar de la advertencia de su patrón, seguía abrigando el convencimiento de que una exhibición de valor intimidaría a sus adversarios.
Tomó un vaso de whisky de manos de un seco e insociable tabernero, y luego pidió una botella para llevarse. El tabernero puso la botella sobre el mostrador y Sandy sacó un billete de diez dólares, que entregó al amable individuo, esperando el cambio. El tabernero apretó el botón del cajón del dinero y este se abrió, pero en lugar de sacar el cambio, se quedó inmóvil con el billete en una mano y los ojos fijos en las puertas movibles. Su mirada impulsó a Sandy a volverse y vio cómo entraba un hombre de cierta edad, bien vestido, con duros ojos grises situados entre una red de arrugas. Su traje y cabello bien cortados hablaban de larga familiaridad con la vida ciudadana, empero su manera de andar y lo atezado de su rostro indicaban idéntica familiaridad con las montañas. No necesitó que se le dijera que era Jim Arnett.
Detrás suyo, casi pisándole los talones, iba un sujeto a quién Sandy clasificó instantáneamente como un vaquero renegado, ahora al servicio de los tratantes en ovejas. Luego iba Jackson el Resbaladizo, de suave voz, amable y cruel. Sus adversarios podían respetar a Jim Arnett, pero no había nadie capaz de sentir más que odio y desprecio hacia Jackson. Tras estos apareció un cuarto individuo y, finalmente, otro a quién Sandy reconoció en el acto: era el pastor a quién hirió el día antes.
No podía caber la menor duda sobre las intenciones de los que venían. El vaquero dio una mirada en torno suyo: ni un solo rostro expresaba la menor simpatía hacia él. Sandy se dijo que eran cuatro contra uno; descartó al pastor como no merecedor de la menor atención. Podía haber un quinto enemigo: ser el tabernero, sujeto de quien receló desde el primer instante.
Muy tranquilo, Sandy se encaramó encima del mostrador, cuya altura llegaba al pecho de un hombre de estatura corriente. Desde aquel punto la indolente postura del vaquero constituía un silencioso desafío a los recién llegados.
Jim Arnett se detuvo. Los otros se colocaron a su lado con el pastor herido un poco a retaguardia.
—¿Es este el individuo? —inquirió Arnett.
—Sí... sí... —tartamudeó el pastor.
—Oiga, compañero —dijo Jim en tono breve y cortante—. Ya ha pasado la época en que los vaqueros podían intimidar a nadie... Quiero que pague esas ovejas que ha matado y después tendrá diez minutos para salir de la ciudad y largarse para siempre...
—¡Y no queremos oír ni media palabra sobre esto! —añadió Jackson.
Sandy no contestó, se dio cuenta que ellos sabían que jamás aceptaría tales condiciones y que se proponían matarle para que sirviese de lección a otros turbulentos boyeros.
Alargó lentamente la mano derecha, cogiendo la botella que dejara el tabernero. La alzó despacio y amorosamente. Un rayo de sol la iluminó, cambiando el color del líquido de caoba oscuro en oro brillante.
Sandy lo admiró con los ojos semientornados, dejándola resbalar entre sus dedos hasta volver a cogerla por el cuello, en tanto que los tres pistoleros le vigilaban como tigres al acecho.
Agitó la botella como si sintiera curiosidad de ver sus efectos bajo la luz del sol. Se había colocado sobre el mostrador, de manera que presentaba el lado derecho a los que se preponían matarle y tuvo la precaución de mantener las manos alejadas de las pistolas, pues sabía que ellos tenían el propósito de que la primera demostración de hostilidad partiese del vaquero, evitándose así desagradables consecuencias judiciales.
Sin el menor aviso, arrojó la botella hacia un rincón de la estancia, donde había una enorme estufa. La botella se estrelló allí con un vibrante ruido de vidrios rotos.
Todos los ojos se volvieron instintivamente, y en ese instante Sandy desmintió su habitual lentitud de movimientos. Con una violenta flexión de sus largas piernas dio un salto, aterrizando detrás del mostrador.
Cuatro pistolas ladraron casi al unísono. Un diluvio de cristales cayó desde los estantes encima de él junto con una mezcla de diversas clases de bebidas, pero estaba fuera de la vista de todos, excepto del tabernero. Tan apreciable ciudadano tuvo todo el tiempo una pistola a mano y ahora la levantaba para disparar. Sin embargo, no logró hacerlo con la rapidez suficiente para ganar al anguloso vaquero. Este disparó antes, destrozándole la muñeca.
Sandy, con una pistola en cada mano, estaba dispuesto a la lucha, más como en el instante en que asomara la cabeza le acertarían indefectiblemente, lo que hizo fue levantar una pistola y luego la otra y disparar a ciegas por encima del mostrador, con objeto de desconcertar a sus adversarios y evitar que se sintiesen demasiado temerarios. No obstante, sabía que tenía que actuar rápidamente, sin perder tiempo.
Puso su sombrero encima de la pistola que llevaba en la mano izquierda, y apartándose cuanto pudo, la sacó encima del mostrador. Tal como esperaba, fue acogido por una descarga cerrada que, agujereándoselo, le hizo dar furiosas vueltas sobre el cañón del arma... Medio minuto después se asomaba él mismo, igual que un muñeco de una caja de sorpresa Su primer disparo hirió a Jackson el Resbaladizo en pleno rostro. El hombre, prorrumpiendo en un aullido terrorífico, se alejó con las manos en la cara y tambaleándose.
Sandy dominó una sensación de vértigo. No hubiera sido capaz de disparar nunca, por lo menos deliberadamente, contra el rostro de nadie; pero Jackson le estuvo acechando y no tenía tiempo que perder.
Arnett se volvió al instante, limitándose a disparar contra el sombrero. No era tan rápido como Sandy y su bala se hundió en el mostrador de caoba. La de Sandy fue a parar a su pecho. El tratante en ovejas tosió, y tras estremecerse, cayó doblado al suelo.
Sandy volvió a ocultarse detrás del mostrador. Una bala de la pistola de Wed Denny le chamuscó un mechón de cabello justo encima de su oreja derecha.
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Se escabulló al final del mostrador, irguiéndose al llegar al final. Denny se había, apresurado a retroceder unos pasos y sus ojos iban y venían de punta a punta del mostrador, espetando la reaparición del vaquero. Ambas pistolas vomitaron fuego y plomo al mismo tiempo, pero Sandy Kendrick aún seguía sereno y dueño de sí, mientras el otro estaba agitado de resultas de los estragos que su adversario causara en sus filas. El resultado fue que Denny erró el tiro, cayendo de bruces en el suelo, y Sandy supo que jamás volvería a coger una pistola.
La gente habíase refugiado bajo las mesas, y como parecía que Sandy se había adueñado de la situación, empezaron a salir en loca confusión hacia la puerta. Incluso algunos saltaron por las ventanas.
No obstante, el vaquero comprendió que este momentáneo triunfo sería de corta duración. Wapello era una ciudad entregada en cuerpo y alma a la cría de ovejas, y en pocos minutos habría pistolas en todas las puertas y ventanas.
Recordó que tenía poco dinero y que el tabernero no le había devuelto el cambio de sus diez dólares. La gaveta seguía abierta y el billete en el borde. Corrió hacia allí, apoderándose del dinero sin pensar que eso sería la causa de que más tarde fuera acusado no solamente de asesinato, sino también de robo, ya que no había pagado la destrozada botella de whisky. Al retirarse, cogió su agujereado sombrero, corrió a la puerta, cruzó la calle velozmente y se encontró en su silla de montar sin haber siquiera tocado los estribos.
Al volverse a caballo en una calle vio cómo alguien disparaba contra él. Esa gente resultaba mejor de lo que pensaba. Otros se rugieron en ensordecedor coro y un disparo abrió sangriento surco a través de los ijares del animal que, enloquecido de dolor, se encabritó. Pero esto, exceptuando la inevitable pérdida de tiempo que significaba el creciente riesgo de recibir otro tiro, no preocupó a Sandy. No en balde ganara media docena de campeonatos de doma durante su vida de vaquero.
Dejó que el caballo se divirtiese haciendo media docena de terribles cabriolas e intentando llegar al sol. Luego apretó las riendas hábilmente; el potro pegó otros dos o tres inútiles saltos con las piernas rígidas y acabó emprendiendo una aterrorizada huida; Sandy cabalgaba tranquilamente, limitándose a dejar que el alazán expresase su pánico corriendo a su manera. Al desaparecer del pueblo agitó su destrozado sombrero, lanzando un alarido de último desafío.
Cuando estuvo a un cuarto de milla de la ciudad, volvió a coger las riendas, obligando al caballo a seguir un firme galope. Ahora, Sandy llevaba el rostro tremendamente grave. No era ningún atolondrado jovenzuelo alegremente ignorante de las consecuencias. Se daba cuenta que Stacy dijo la verdad sobre la influencia de los Arnett. Había matado a uno de ellos y, por lo menos, a otro hombre. Si le cogían le ahorcarían y nada más, sin contar con que en esos momentos no había escasamente un distrito adonde pudiese ir en que las autoridades no anduviesen ansiosas de complacer a la poderosa e influyente asociación. Y Sandy no tenía ganas de ser ahorcado. Se tanteó el cuello, diciendo que le era más útil para otros propósitos que para llevar un adorno de cáñamo.
Al coronar un cerro no muy alto advirtió una nube de polvo cerca de Wapello. Una patrulla salía en su persecución; su caballo era muy bueno, pero observó que su herida sangraba mucho e indudablemente la pérdida de sangre llegaría a debilitarle. Apretó un pañuelo sobre los sangrantes ijares, sin que esto sirviera de gran cesa.
No había oportunidad de regresar al rancho del viejo Stacy. Además, no tenía ganas de acarrear compromisos al viejo ganadero, que tal como estaban las cosas ya se hallaba en situación apurada. Su caballo aguantó firme cuatro o cinco millas; luego, a pesar de sus exclamaciones y el aguijón de la espuela, empezó a flaquear. Sandy miró hacia atrás, comprobando que la patrulla adelantaba terreno, tal como era de suponer dados los excelentes caballos que llevaban. Un individuo había despegado del pelotón acercándose con la velocidad de un rayo. Sandy reconoció su caballo: era un espléndido alazán que Jack— son el Resbaladizo montaba y que siempre le hizo pensar que era un animal demasiado bueno para ser poseído por un individuo de tal índole. Su actual jinete, con más ardor que sentido común, había pedido prestado el alazán y estaba desafiando el peligro para alcanzar al fugitivo.
Una dentada masa de roca volcánica, de dos a dos metros y medio de altura por unos quince de largo, apareció cercana, y Sandy cambió su rumbo, yendo a guarecerse tras ella. Más allá había un largo y estrecho túnel, que si lo seguía le mantendría fuera del alcance de sus seguidores. Sin embargo, en lugar de hacer esto, quitó la silla de montar, bajó su cuerda vaquera y preparando el lazo se puso a la expectativa.
El sujeto del alazán empezó a subir con su pistola a punto de disparar. Al llegar a la cima asomó un siniestro lazo, que enroscándose en torno al pescuezo del caballo le hizo reaccionar tan bruscamente que el jinete casi saltó despedido.
Sandy tiró de la cuerda con una mano, mientras con la otra apuntaba al jinete.
—¡Deja esa pistola y baja!... —ordenó imperiosamente.
Y el individuo, pálido, temeroso de gustar el sabor de la muerte, obedeció temblando.
En un instante, Sandy cambió de montura, soltó las bridas de su caballo, azotándole con las riendas y lanzándole luego entre la maleza. Después de recoger su lazo y la pistola de su víctima, saltó encima del alazán, emprendiendo la huida en el momento en que el resto de la patrulla asomaba. Resonaron unos cuantos disparos, que sirvieron para que el alazán le ayudase a desaparecer más rápidamente. Sandy, al sentir los magníficos músculos tensos debajo de la silla, supo que esa patrulla no volvería a acercársele.
El hecho de que terminara el peligro inmediato no significaba que pudiese eludir la acción de la justicia. Las probabilidades eran sumamente reducidas, e iba reflexionando seriamente que eso de matar a pastores de ovejas era, teóricamente, un divertido pasatiempo, empero en la práctica resultaba horrible. Sabía que jamás olvidaría la expresión del rostro de Jackson cuando aquella bala le destrozó el rostro. Eso le iba a preocupar más que la muerte de los otros dos, aunque hubiese dado cualquier cosa por volverlos a la vida. Se daba cuenta, demasiado tarde, que la cuestión de si vacas u ovejas abrevaban en determinado manantial era relativamente poco importante comparado con la acción de arrebatar la vida a seres humanos.
—¡Se acabó! —murmuraba entre dientes—. Si salgo de esta, me buscaré un trabajo detrás de un mostrador, no volveré a mirar más a ningún caballo ni ninguna pistola.
Mientras cabalgaba intentaba imaginar un plan de huida e inevitablemente se puso a pensar en Wes Briant, su fiel compañero durante largos años de vida campera. Fueron grandes amigos hasta que cinco años antes a Wes se le ocurrió casarse. Sandy hubiese querido dominar el arte de escribir cartas para haber podido mantener más estrecha relación con Wes, a quién no viera desde su matrimonio, pero carecía en absoluto de tal habilidad. No obstante, se había enterado de que formó una pequeña ganadería en la comarca de Snowflake. Si pudiese llegar hasta allí, seguramente Wes le ayudaría a ocultarse hasta que el calor de la persecución menguara, y entonces podría salir del país.
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Trescientas millas le separaban aún de la región de Snowflake. Estaba en un lugar escasamente habitado, Mezcla de montes y desiertos, dominado en mayoría por tratantes en ovejas. Sería peligroso cruzar por allí, pero existía el mismo riesgo casi en cualquier otra dirección. Felizmente, llegaba la noche y cesaría la persecución. Podría cabalgar al amparo de la oscuridad y por la mañana encontrarse muy lejos. De todas maneras, existían cosas tales como teléfonos y telégrafos, y por cualquier parte que fuese le estarían buscando...
La mañana le encontró a unas buenas sesenta millas de Wapello, con el estómago vacío y el caballo cansado. Encontrar comida estaba fuera de la cuestión. Halló, en cambio, un riachuelo, limpio y fresco; bebió e hizo beber al caballo, y después de llevarlo donde no podía ser descubierto y la hierba era verde y sabrosa, se tendió a dormir en el suelo.
Despertó cuatro o cinco horas más tarde, presa de un hambre voraz. Bebió otra vez e hizo beber también de nuevo a su caballo, y se puso a andar a pie buscando afanosamente algo que comer. Incluso una gallina silvestre o una ardilla hubieran sido bienvenidas, pero nada pudo hallar. Finalmente, desde la cumbre de una loma descubrió, a unas millas de distancia, la blanca silueta de un campamento de ovejas. Eso significaba la existencia de lo necesario para aplacar su apetito.
Una hora más tarde se iba de allí con el estómago bien lleno, dejando a un cocinero con los ojos desmesuradamente abiertos, atado a la rueda de una carreta, esperando el regreso del capataz...
Durante los tres días siguientes, visitó dos campamentos de ovejas y un rancho, obteniendo provisiones por la fuerza. En el rancho encontró un periódico que llevaba completa información de los sucesos de Wapello.
Más que completa —pensó amargamente—: exageradamente coloreada. Según esa información, había irrumpido deliberadamente en el bar con el propósito de asesinar a Jim Arnett, después de intentar dar muerte a uno de sus pastores, y disparó contra Arnett sin darle oportunidad de defenderse, luego mató a otro, hiriendo gravemente a Jackson el Resbaladizo, que intentara defender a su patrón. Y después de asaltar la caja, robó un magnífico alazán, dándose a la huida. Sin embargo, añadía el periódico, su detención sería cuestión de pocos días. Se sabía que intentaba dirigirse al norte, a Idaho, y las autoridades estaban al acecho. El criminal, aunque quizá no se daba cuenta de ello, estaba rodeado por un cinturón de acero. Se ofrecía una considerable recompensa a quién le detuviera.
Sandy comprendió que estuvo equivocado al dirigirse a Snowflake. Habría considerable vigilancia, y aun suponiendo que lograse eludirla, probablemente causaría perjuicios a Wes al acudir a él en demanda de ayuda. No obstante, ya era demasiado tarde para cambiar sus planes; no tenía más remedio que seguir adelante.
El alazán constituía evidente prueba en contra suya, pues le delataría a ojos de todos los que encontrara, pero vacilaba en cambiarlo por una cabalgadura menos experimentada. El caballo poseía rapidez, cosa que podía serle útil en cualquier momento, y gran resistencia, lo que le permitía soportar largas jornadas sin flaquear.
Dos días más tarde dejó la ciudad de Snowflake. Cinco millas a su derecha, dirigiéndose rumbo a la sierra, donde sabía que Wes tenía su rancho. Era terreno escabroso, quebrado, un lugar donde un hombre podía ocultarse indefinidamente si lograba provisiones. Sandy necesitaba provisiones y algo más; no se había afeitado en una semana y la barba acentuaba sus delgadas facciones y las sombras bajo sus ojos.
Al mediodía dejó el sendero que seguía, de repente oyó el ruido de caballos que se acercaban en dirección opuesta, lo que le hizo llevar al alazán tras un matorral que rodeaba un manantial y allí esperar. Su corazón dio un salto al reconocer al recién llegado: era Wes Bryant, un Wes envejecido, con rostro donde las preocupaciones imprimieron su sello. Detrás suyo venía una muchacha de piel atezada, llevando un niño tendido en unos almohadones.
—Es mejor que acampemos aquí, Wes —dijo la joven.
Y dieron la vuelta al matorral.
Aunque Sandy lo hubiese deseado, no había manera de huir y no tuvo más remedio que quedarse inmóvil, junto a su caballo. Al ver a su antiguo amigo de los viejos días, en el rostro de Wes retratóse la más grande de las incredulidades.
—¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Si es el viejo Sandy! ¡Renny, mira: este es Sandy, el grandísimo tuno!
Renny Bryant sonrió radiantemente, y acercándose a Sandy le tendió la mano.
—De tanto oír a Wes hablar de usted me parece que le conozco de toda la vida...
—Es un verdadero placer conocerla, señora —dijo Sandy galantemente.
—¿A dónde vas? —preguntóle Wes.
—Iba a buscarte, naturalmente... —repuso Sandy.
—Bueno, nos pararemos aquí, comeremos y hablaremos un poco —dijo Wes, que desmontó, no ligera y graciosamente como antaño, sino torpemente.
Sandy notó como un espasmo de dolor le contraía el rostro y como deliberadamente volvía su caballo, de manera que quedase él de espaldas a su mujer.
—Pero, ¿qué ocu...? —empezó a decirle, más Wes le interrumpió con un fiero movimiento de cabeza, y Sandy calló.
Wes cogió el niño, y Renny desmontó. Por primera vez, el vaquero se fijó en el pequeño. Era un chiquillo, quizá de cuatro años, muy menudo para su edad y con una carita paciente contraída por el dolor.
—¿Estás cansado, hijito? —le preguntó Wes con tal expresión de preocupada ternura que Sandy, inesperada e irrazonablemente, sintió que se le hacía un nudo en la garganta.
—No mucho, papaíto —contestó el niño, sonriendo tristemente.
—Ha sido terrible, pobrecito, pero no se ha quejado —dijo Renny—. No ha dicho ni media palabra... Nos hemos estado turnando para llevarlo desde las cuatro de la mañana.
—¿Qué... qué tiene?
—Desviación de la columna vertebral. Fue el niño más hermoso y fuerte que puedas imaginarte hasta que tuvo dos años... Le hice montar a caballo conmigo, un animal que creí dócil, ¿comprendes...? Se asustó, queriéndonos hacer caer, pude dominarle, pero nos tiró y este es el resultado, ¡Walter no ha vuelto a caminar...!
Otro nudo se le hizo en la garganta a Sandy. La mención de aquel nombre le afectó extraordinariamente. Walter era su propio y casi olvidado nombre, y ellos... se lo habían puesto al niño.
—¿No se puede hacer nada?
—Aunque los doctores de aquí dicen que no, nos hemos enterado que un gran médico extranjero estará tres días en Salt Lake. Dicen que hace milagros en casos como este.
Los padres se miraron con aire que Sandy no comprendía.
—¿Vais hacia allí? —preguntó Sandy pensando que la respuesta afectaría su porvenir.
—Aún no... —contestó Wes—. A decir verdad, Sandy, las cosas no nos han ido muy bien en los últimos años. El ganado ha bajado de precio, parece como si todo fuera mal; estoy entrampado y no tendré cinco centavos hasta el otoño... Ese médico pide quinientos dólares por hacer la operación, a más hay gastos extraordinarios. Walter tendrá que ir a una Clínica y Renny con él, pues no lo podemos dejar solo. No tengo tiempo de reunir el dinero trabajando a destajo y todo lo que poseo está lleno de hipotecas...
Hizo una pausa, titubeando. Sandy se pregustaba si intentaba hacerle un préstamo y se maldijo a sí mismo por ser tan derrochador; en esos momentos no tenía ni veinte dólares.
—Nos hemos enterado del rodeo que mañana tiene lugar en Snowflake. El primer premio del campeonato profesional de doma son quinientos dólares. Voy a ver si lo gano...
—¡Magnífico! —exclamó Sandy—. Así lo espero.
—Tengo que ganarlo, ¿comprendes?... Oye, ¿no te propondrás tomar parte, verdad? Eres el único que resultas mejor jinete que yo.
Sandy movió la cabeza sonriendo:
—No; no tomo parte ni soy mejor jinete...
—¡Oh, sí que lo es! —rio Renny—. Wes siempre lo ha dicho, y cuando— él lo dice, con lo convencido que está de sus habilidades... Wes —añadió dirigiéndose a su marido—: ¿Quieres traerme esa roca para sentarme?
Wes fue en busca de la roca seguido por Sandy, que quería una ocasión para explicarle lo que le sucedía, pero cuando llegó la oportunidad permaneció extrañamente callado. Al inclinarse su amigo a coger la roca, la dejó antes de alzarla, al tiempo que mostraba de nuevo aquella contracción de dolor en su bronceado rostro.
—Oye —dijo Sandy apretándole el brazo—: ahora vas a desembuchar. ¿Qué te pasa? Ya sabes que nunca has podido engañarme.
—Me lo hice al levantar heno hace dos meses... El doctor lo llama hernia; tú sabes qué es...
—Sí, quebradura, sencillamente. ¿Piensas tomar parte en un concurso estando así?
—He de hacerlo, es la única oportunidad del niño —exclamó Wes—. Si supieras lo difícil que ha sido que Renny no se diera cuenta...
—¡Santo cielo! —se asombró Sandy—. ¡Claro que ha debido serio! Pero, oye, Wes: tú no puedes montar a caballo. Es imposible que tú domes así un potro; si lo intentas, será tu muerte...
—Quizá, pero he de hacerlo, ¿comprendes? he de hacerlo —afirmó Wes sombríamente—. No tengo más que veinticinco dólares; me servirán para pagar la inscripción.
—¡Quítate esa idiota idea de la cabeza! —gritó Sandy.
Rebuscándose los bolsillos, sacó un monedero casi vacío, de donde extrajo dieciocho dólares y sesenta centavos.
—Solo has de añadir seis cuarenta... Lo primero que harás al llegar a la ciudad es colocarlo a nombre del «Demonio de Nevada» y no pensar más... Únicamente has de tener presente una cosa: que oigas lo que oigas, pase lo que pase, el «Demonio» estará allí dispuesto a ganar por todo lo alto. Cuando entregues esos dólares, solo has de estipular que cualquiera o todos los premios ganados por el «Demonio de Nevada» han de ser pagaderos a Wes Bryant.
—¡Sandy!... ¿De verdad harás eso por mí?
—Por ti, el niño y tu mujercita. Y ganaré, sea el que sea el caballo que me den.
—Oye, conozco al encargado. Le diré que te den los peores caballos. Yo confiaba en eso para ganar...
—¡Pobre muchacho! —murmuró Sandy bondadosamente—. No te vayas a olvidar de pedir que me reserven los peores.
—Sandy, no sé qué decirte... Hay algo más; teníamos que obtener ese dinero. Renny tiene una sortija de brillantes que le regalé cuando las cosas nos iban bien. Iba a empeñarla por cien dólares y apostar ese dinero por mí... Y, francamente, viejo amigo, temía desmayarme o algo así cuando el dolor fuera muy fuerte.
—Vamos para allá y le explicaremos todo a Renny —dijo Sandy.
Firmemente, cogió la roca, llevándola de el almuerzo esperaba, y antes que Renny pudiese intervenir, le dijo en qué estado estaba su marido y lo que pensaba hacer. Luego se volvió de espaldas, mientras la joven, con voz temblorosa de emoción, reñía a su marido.
—Sandy Kendrick —exclamó luego, volviéndose hacia él. Wes siempre me había dicho lo buen amigo que era usted de él. Ahora lo sé y sé también que no nos fallará mañana en lo que significa tanto para nosotros... ¿Nos acompaña?
—No puedo; tengo otras cosas qué hacer. ¡Ah! Seguramente no llegaré antes de que el rodeo esté a punto de empezar, pero ganaré.
No olvides los nombres y detalles, así no habrán inconvenientes —advirtió a Wes.
Una hora después, Sandy contemplaba a sus amigos, que se iban por el sendero. Le quedaban veinticuatro horas para pensar en las consecuencias, si se descubría su identidad.
* * *
Wes le dijo que la competición empezaba a las dos. A las doce y media ensilló el alazán y se dirigió galopando y trotando, alternativamente, hacia la ciudad. A media milla de Snowflake pasaba el río, encima del cual colgaba un enorme puente. Recordó que en la orilla había un camino adecuado para ocultar el alazán. Luego iría a pie y, al regreso, podía «tomar prestado» otro caballo por poco tiempo. Después de todo, decidió, no sería más difícil salir de Snowflake de lo que lo fuera de Wapello, con la ventaja de que lo que ahora recorría era una comarca ganadera.
Acababa de cruzar el puente, cuando cuatro sujetos aparecieron en la cima de un arenal situado entre él y la ciudad. Había algo en su actitud que decía bien a las claras que se trataba de los componentes de una patrulla, y los gritos en que prorrumpieron al descubrirle confirmó esa suposición.
Su única idea era entrar en la ciudad. No se le ocurrió escaparse ni refugiarse en el puente y resistir un asedio. Lejos de esto, dio media vuelta, dirigiéndose hacia el río, y clavó las espuelas al alazán, que demostró su gran clase corriendo como una centella. Lo malo que la patrulla podía cruzar la duna diagonalmente y acortar la distancia entre ellos.
Los recién llegados empezaron a disparar, algo nerviosamente. Disparaban alto, porque querían dar al hombre y no al caballo, más Sandy, cuando lo hizo, fue apuntando contra los caballos. Le dolía proceder así; quería mucho a los animales, pero estos eran mejores blancos y no estaba dispuesto a volver a matar hombres. Sus disparos dieron en el blanco, y una tras otra, las monturas de sus perseguidores cayeron en la arena.
Lo malo fue que esta vez Sandy tuvo menos suerte que en la ocasión pasada, pues no resultó ileso. A la primera descarga que le hicieron, una bala se le clavó en el muslo, y al caer el último caballo, un individuo que pudo ponerse de rodillas, afianzó la puntería y su proyectil se incrustó también en el cuerpo de Sandy, justo debajo del omóplato, y con tal fuerza que casi le derribó.
Sandy se cogió a las orejas del alazán al tiempo que una extraña niebla empezaba a flotar lentamente ante sus ojos. Un repentino estremecimiento del alazán le hizo comprender que también estaba herido; más en gallarda reacción, el animal recobró su ímpetu y echó a galopar hasta que los dos quedaron fuera de peligro.
Cruzó la cima del arenal, dirigiéndose a un caminito que llevaba a la ciudad, y de pronto vio que la patrulla reaparecía, esta vez a pie, y abandonó el camino con la aparente intención de alejarse. Y al mirarles por última vez, les vio abriéndose paso, fatigosamente, entre la arena.
Acosó despeñadamente al alazán, y cuando estuvo bastante lejos emprendió el regreso.
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Felizmente, casi todo el mundo se había congregado a presenciar el rodeo. Sandy hizo alto en una cabaña vacía, cerca de la pista, metió dentro al alazán, sacó su chaquetón de cuero que llevaba bajo la silla y se lo puso. Eso serviría a dos fines: para ocultar su camisa de llamativo color, que los miembros de la patrulla reconocerían al instante y evitar que la sangre saliera con demasiada rapidez Se colocó un antifaz de seda negra, encaminándose después, con paso un poco inseguro, hacia el corral.
La gente le miraba sorprendida, y su antifaz provocó un torbellino de comentarios. No obstante, le dejaron pasar.
Se dirigió hacia Wes Bryant, que le reconoció y fue a su encuentre.
—¿Sandy, estás loco? ¿Sabes lo que estás haciendo...? ¿Por qué no me dijiste que te buscaban? Todo el condenado país sabe que estás por aquí...
—¿Puedo tomar parte en el concurso?
—Como «Demonio de Nevada», sí; pero si se enteran...
—Preséntame a los jueces y vámonos a algún rincón donde nadie me vea hasta el momento oportuno —le interrumpió Sandy irritado.
Wes le llevó ante los jueces.
—Caballeros, este es el «Demonio de Nevada», de quien salgo yo fiador.
Sandy estrechó la mano de los tres jueces.
—Vale más que se quite esa máscara hasta que empiece el torneo; no vaya a creerse el sheriff que usted es Kendrick, ese asesino que anda buscando —exclamó riendo uno de los jueces.
—Lo haré después del rodeo —repuso amablemente Sandy —pero por ahora permaneceré con el antifaz puesto, si no les importa...
—Como quiera. Ahí tiene su número: es el doce.
Wes cogió la blanca tela con las cifras negras, colocándola en la espalda de Sandy. Cuando sus nudillos apretaron el agujero que la bala causara, Sandy no pudo reprimir un estremecimiento. Aquella neblina de antes volvió a flotar ante sus ojos.
Luego Wes se lo llevó y fueron a sentarse entre balas de heno.
—Sandy, no sé qué decirte —dijo entonces Wes nerviosamente—. Me parece que al explicarte mis apuros he firmado tu sentencia de muerte. ¿Has pensado en la manera de huir?
—¿Cómo pudiste llegar a matarlos? Desde luego, ya sé que no es como dicen los diarios...
—Era cosa de que cayeran, ellos o yo... Nada más —replicó Sandy, deseando que se apresuraran.
Sentía como perdía mucha sangre.
—Ha empezado la prueba —exclamó Wes, finalmente—. Toman parte dieciséis jinetes. ¡Qué deseos tengo que ganes...!
—¡No tendrás mayores ganas que yo! —afirmó Sandy, sombríamente.
—Ya tengo caballo para tu primera carrera. Le llaman «Orphan Annie».
La prueba estaba llevándose a cabo con gran rapidez. Un jinete seguía a otro con escasos minutes de diferencia.
—Boze Canfield sobre «Whirligg» —gritaba el anunciador—. El Demonio de Nevada sobre «Orphan Annie»...
Sandy creyó oír que el anunciador le decía algo al sentarse sobre la montura que Wes le había alquilado. Pero, en realidad, no logró entender palabra alguna; se sentía extrañamente distante, aturdido, débil. Un segundo después se abrió la puerta y «Orphan Annie» hizo su salida al ruedo semejando una bala o un cohete.
Al primer salto aquella niebla volvió a flotar ante los ojos de Sandy, cuyo único pensamiento fue aguantar sin comprender que los premios no se ganan así. La gente pedía equitación espectacular y los salvajes gritos que le dirigían se estrellaban contra su inconsciencia.
Al cabo de un tato se dio cuenta de que se burlaban. A causa de su antifaz le creían un novato y se las prometían felices. De pronto, reaccionó; sus espuelas arañaron al equino, vendaval de oreja a cola, y aunque cada vez que movía su pierna derecha le parecía como si cada músculo le fuese arrancado, continuó hostigando al caballo. Su destrozado sombrero se alzaba y bajaba rítmicamente produciendo pequeñas nubes de polvo al rozar el suelo.
Era gran equitación. La castaña yegua parecía haber enloquecido por la indignidad cometida con ella. No tenía cerebro; eso fue lo que la hiciera famosa como rebelde. Parecía no darse cuenta cuando había perdido; sus embestidas eran complicadas y vertiginosas y parecía conocer todos los estilos de saltos inventados por numerosas generaciones de indómitos antepasados.
Sandy volvió a ver aquella niebla. Sabía que si se olvidaba de lo que le rodeaba, aunque fuese por un segundo, todo habría terminado. Se sostenía solo por su sentido del equilibrio. Mientras durase, resultaba espectacular: pero si su cabeza empezase a vacilar, acabaría dando con su cuerpo en tierra. Y apretó los dientes luchando sombríamente para dominarse.
El rumor del público se convirtió en el lejano oleaje del mar.
Una voz familiar hendió aquella opaca masa:
—¡Gánale, Sandy, gánale...!
Wes, en su emoción, olvidaba el falso nombre. A Sandy esto le provocó una sonrisa y su cerebro se aclaró.
Con un furioso relincho, «Orphan Annie» decidió ceder y se echó a correr. Los jueces— avisaron a los caballerizos y estos salieron a detenerla. Un sujeto, montado en negro caballo, se dispuso a trasladar a Sandy a su propia silla y el público se quedó sin aliento al ver cómo el espectacular «Demonio de Nevada» dejaba ir las riendas, cayéndose al suelo, casi debajo del otro caballo, dando luego volteretas por el suelo hasta ir a parar a tres metros de distancia.
En un instante, Sandy estuvo rodeado de un aglomerado círculo de cuerpos humanos. Los jueces conferenciaron apresuradamente, ordenando al anunciador que publicara el nombre del otro jinete.
Alguien quitó el antifaz a Sandy, abriéndole la chaqueta, y su mano salió empapada en sangre. Otro espectador descubrió la herida del muslo.
—¡Dios santo! —exclamó, asustado, el caballerizo—. ¡Este hombre ha montado con dos heridas en el cuerpo...!
—¿Qué ocurre? —inquirió, aproximándose, un hombre bajito, de aire oficioso.
Era el ayudante del sheriff que capitaneara la patrulla de cuatro a quién Sandy obligó a ir a pie.
—¡Vaya, ahí está ese asesino que estoy buscando! —añadió—. Demasiado bien sé que le herimos cerca del puente.
Se agachó a poner las esposas en las muñecas del inconsciente Sandy, pero se irguió al instante. Una pistola se incrustaba en su espalda.
—Me va a dejar hablar antes de colocar esas condecoraciones —dijo Bryant, sombría y decididamente Esta no es tierra de ovejas y estoy seguro de que en cuanto les explique lo que ocurre, Sandy tendrá una oportunidad.
El círculo de vaqueros se animó. Fuese lo que fuese, Sandy se había ganado su simpatía por su valor. Wes les conquistó más al narrarles sus apuros y su inesperado encuentro con Sandy el día anterior.
—... Y mientras estábamos allí, Sandy me explicó cómo ocurrieron aquellas muertes. Sepan que es incapaz de mentir ni contar patrañas... ¡Con decirles que ni me dijo media palabra sobre sus heridas!... Imagínense un hombre montando a caballo, ¡y qué caballo! ¡Nada menos que esa rebelde yegua! ¡con un agujero en la pierna donde se puede meter la mano!... No pido más que una oportunidad.
—¿Qué clase de oportunidad, Wes? —preguntó alguien.
—Alejar a este condenado ayudante hasta que pueda llevármelo a las montañas y esconderlo.
El ayudante del sheriff miró a los duros rostros que le rodeaban, recordó que era una región ganadera y que él también poseía ganado.
—Bueno —dijo—. No podéis obligarme a que cese en mi persecución de Sandy Kendrick. Ahora que con este «Demonio de Nevada» no quiero tratos. Llévatelo a casa, Wes, y cuídale. Me parece que por allí no habrá nadie, por lo menos durante un mes.
Una alegre exclamación brotó de labios de los vaqueros.
* * *
Tres semanas después, Sandy, con la pierna un poco rígida, salía al corral de Wes al ver acercarse a este en impetuoso galope.
Regresaba de la ciudad, pero evidentemente algo más había ocurrido para hacerle cabalgar de tal manera.
En la mano llevaba un papel amarillo que entregó a Sandy sin decir palabra, y este leyó el telegrama:
FELIZ ÉXITO OPERACIÓN STOP WALTER PRONTO ESTARÁ BIEN STOP DIOS BENDIGA A SANDY KENDRICK STOP AFECTOS PARA LOS DOS,
—RENNY.
El pecho de Sandy se llenó de orgullo, más se limitó a decir con aparente indiferencia:
—Tuve suerte en que me dieran el primer premio, pero es lástima que perdiese Boze. Dicen que hizo una gran carrera...
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