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Literatura de j. m. santos labandera
dos palabras mágicas (relato)
En todo aquel lugar habitado por almas malditas, Julio de Córdoba era el único cuyas protestas de inocencia, que duraron hasta el último momento, habían obedecido a la verdad.
dos palabras mágicas (relato)
En todo aquel lugar habitado por almas malditas, Julio de Córdoba era el único cuyas protestas de inocencia, que duraron hasta el último momento, habían obedecido a la verdad. Las pruebas contundentes, los detalles condenatorios, la imposibilidad de probar una coartada, fueron las bases en que se apoyaron los jueces para enviarle, por treinta años, al presidio. Ellos creyeron obrar justamente. Ninguno de los hombres que condenaron a Julio de Córdoba podía ser tachado de parcial ni de injusto. Y, sin embargo, el verdadero culpable del crimen que Julio de Córdoba estaba purgando paseaba por el mundo, gozando de la consideración de sus conciudadanos, mientras, un inocente purgaba unas culpas que no había cometido.
El penal era grande pero, no obstante, todo él estaba lleno. Tanto que Julio de Córdoba tuvo que ser encerrado en la misma celda que un viejo huésped de aquella casa del Estado.
Leocadio Briones, el compañero de celda de Julio de Córdoba, estaba en la cárcel por dos crímenes. El primero fue el asesinato del su mujer que olvidó sus deberes y sus promesas juradas ante el altar. Luego... E otro, el que debía caer después de la mujer, pudo huir a tiempo, y cuándo Briones llegó a terminar su venganza, encontróse con la policía que ya le estaba aguardando. El otro era poderoso, tenía influencias y puso en juego para lograr que a Leonardo Briones lo encerraran por el máximo tiempo posible: quince años.
Luego las influencias siguieron trabajando y Leocadio Briones no pudo beneficiarse de ninguno de los indultos que hubo. Cumplió sus quince años, fue puesto en libertad, y regresó a Pahuco. Su ranchito era una ruina de hierbas malas. La casa era una ruina por dónde se filtraban los vientos y el polvo. Briones, ya viejo, con la palidez de la cárcel en todo el rostro, miró su ranchito, sintió anudársele una vez más la garganta, recordando, con cariño, al perro que debía ya de haber muerto, y con odio a la mujer que le engañó.
Los viejos que le conocían, acudieron a ofrecerle ayuda.
—Solo una hoz —pidió Briones, señalando las hierbas malas—. Hay que limpiar esto.
Le trajeron la hoz. No era nueva, pero serviría.
La hierba mala caía como lluvia. Pero Leocadio Briones no limpió todo el campo. Solo una puntita, luego, pidió un caballo.
—Solo por unas horas —explicó.
Marchó a la capital. Los santafecinos le vieron pasar montado en el caballejo, con la hoz colgada del hombro.
—¿Qué irá a segar? —se preguntaron muchos.
Los periódicos de la noche lo dijeron. El hombre que envió a Briones al presidio, y que ahora ocupaba un alto puesto en la política, había sido asesinado con una hoz.
Y Leocadio Briones marchó, por quince años más, al penal que acababa de abandonar. El mismo día en que ingresó, entró también en el presidio Julio de Córdoba.
No podían darse dos caracteres más opuestos. Leocadio llegaba tranquilo, casi contento. Julio era como un león joven arrancado a su libertad.
Pasaron lentos los meses.
—Llevo ya siete en este encierro —gimió Julio un día, mirando a Briones—. ¡Siete meses! ¡Parecen siete años! ¡Siete siglos! Al principio pensé en huir, pero ya no pienso en ello. ¿Para qué escapar? No podría volver junto a ella y el niño. ¿Para qué quiero una libertad así?
Briones le contempló compasivo. Sus agrisadas facciones hablaban de dolores en el alma y en el cuerpo. Comprendía muchas cosas. Pero no podía comprender del todo a su compañero, porque él sí se encontraba justamente encarcelado.
—Soy ya un viejo —murmuró—. Pronto hará dieciséis años que vivo entre rejas. Aquí se encuentra cierta paz que le está negada a quienes viven fuera. En mi anterior encierro leí mucho. Al principio me costaba; mis ojos no estaban hechos a la letra impresa. Pero luego... Luego comprendí a los hombres y, sobre todo, comprendí a un hombre. También él estuvo en la cárcel. También él desesperó y llegó a pensar en el suicidio, como tú piensas en estos momentos. Lo leo en tus ojos. Pero no desesperes. Piensa en que hay alguien, fuera de aquí, que espera tu salida.
Con la cabeza baja, Julio preguntó:
—¿Quién era ese hombre?
Por toda respuesta Briones inclinóse hacia delante y trazó con el dedo, sobre el polvo, un nombre:
PORFIRIO DÍAZ
—¿El dictador de Méjico? —inquirió Julio. Briones asintió con la cabeza.
—¿Qué quiere decir con eso? —siguió preguntando Julio.
—Mucho —contestó Briones—. Conozco un pasaje de su vida que muchos ignoran. Lo escribió un preso, para matar el tedio de las horas que empiezan y parece que nunca van a terminar. Murió aquí y fue enterrado dentro de los muros de esta cárcel. Su único bien era aquel manuscrito, y fue heredado por la biblioteca de la prisión. Lo metieron en un estante, y allí quedó, sin que nadie lo tocara, hasta que, por casualidad, tropecé yo con él. Aquel preso había conocido personalmente a Porfirio Díaz, oyó de sus labios la historia, y la transmitió fielmente al papel. Si quieres, puedo explicártela. Te hará bien.
Julio de Córdoba se encogió de hombros.
—Como quiera —murmuró.
Briones clavó la vista en el vacío, dejó que una leve sonrisa flotara sobre sus labios, y empezó:
—También él estuvo siete meses en la cárcel. En una cárcel de verdad, no en un hotel como este. A los treinta y cincos años, Díaz era general de división. Todos los mejicanos confiaban en él. Había sido su mejor jefe. Pero al fin quedó derrotado y los franceses y traidores al servicio de Maximiliano, le encerraron en un calabozo del Fuerte Guadalupe, de Puebla, vieja fortaleza construida por los españoles y que a pesar del tiempo transcurrido seguía sosteniéndose fuerte sobre sus cimientos. Las fuerzas de los patriotas habían sido dispersadas. Méjico acababa de convertirse en un imperio. No azteca. No español, porque los españoles habíanse negado a contribuir a la acción guerrera contra su antigua colonia. El imperio pretendía ser mejicano, representado por un emperador austríaco y sostenido por bayonetas francesas. Y todo parecía indicar que ese imposible se iba a convertir en realidad. Por ello Porfirio Díaz pensó en el suicidio.
—Lo comprendo —murmuró Julio.
—Sí, es natural que lo comprendas —siguió Briones.
* * *
Calló un momento y luego siguió:
—La paz no volvió al espíritu de Díaz, hasta que el general dejó de pensar en él y de torturarse con el dolor de haber caído tan bajo quien llegó a estar tan alto. Como en otros tiempos, a la puerta de su habitación había un centinela. Pero ahora aquella habitación era un calabozo, y el centinela, en vez de lucir el uniforme mejicano vestía el austro-francés, que hablaba de la garra extranjera que se había cerrado sobre Méjico.
No tiene nada de raro que el suicidio pasase por la mente del antiguo general.
En aquel momento, cuando mayor era su angustia, oyó los pasos de la mujer que le traía su cena. Era una mestiza gordísima, de rostro bestial, que siempre canturreaba tonadas medio españolas y mitad aztecas. Para el centinela francés, la canción que entonaba en aquellos momentos la vieja, carecía de sentido. Pero Díaz, comprendió enseguida aquella jerga a la que tan acostumbrados estaban sus oídos.
El águila tornará a volar
Esto significaba algo.
Sus garras destruirán la serpiente
El águila y la serpiente,
emblema de la nación mejicana.
Y quien siente desesperación
que abra con cuidado la tortilla
Porfirio Díaz, sintió que sus nervios se tensaban.
Está atento y dispuesto,
que mañana volveré con más noticias.
El centinela abrió la celda. La mestiza entró con torpe lentitud. Su mirada se fijó, intensa, por un momento, en los ojos del prisionero. Luego su rostro, que durante una fracción de segundo había cobrado vida e inteligencia, volvió a su inexpresión y embrutecimiento. La india, había comprendido que el general se había dado cuenta de sus intenciones. Dejó sobre la mesa, la bandeja con la cena y retiró los platos de la comida del mediodía. Mientras lo hacía, sus labios no dejaron de canturrear, pero ahora las palabras no tenían sentido alguno.
Caía la noche. Entró un soldado a encender la vela que debía alumbrar durante la noche la celda del cautivo. El centinela francés le observó impasible. También debía vigilar la comida del preso. Pero su atención se fijó en otros puntos. Era aburrido ver comer a otro.
Porfirio masticaba apresuradamente. Su cena componíase de carne con salsa picante, una tortilla de maíz y una taza de café. Era lo de todos los días.
El soldado que había encendido la luz se dispuso a salir. Al cruzarse con su compañero hizo un comentario en francés. Los dos hombres rieron fuertemente. Por un instante, su atención se desvió del preso, y Porfirio aprovechó la oportunidad para sacar de dentro de la tortilla de maíz un papel, cuya presencia le había sido anunciada ya por el roce con el tenedor. Rápidamente llevóse el papel al bolsillo y siguió comiendo, mientras el centinela volvía su atención al cautivo.
Porfirio sintió que el corazón le latía apresuradamente. ¡No le olvidaban! ¡Aún tenía amigos fuera! ¡Incluso en las cocinas del fuerte! Y el abatimiento de unos minutos antes fue sustituido por la euforia y la esperanza.
Aún no se atrevía a leer el mensaje. Aunque todos le trataban con respeto no por ello dejaban de vigilarle estrechamente. Era el mejor general de los rebeldes, el único capaz de enfrentarse con las disciplinadas tropas francesas e, incluso, de derrotarlas. Bazaine, el general francés, solo consiguió vencerle valiéndose de la traición.
Aunque todo parecía perdido, aun quedaban algunos grupos de patriotas que luchaban con encarnizamiento. Si Díaz lograba ponerse al frente de ellos... Pero los franceses y austríacos, vigilaban estrechamente a su cautivo.
Durante toda la noche, Díaz permaneció en tensión, queriendo leer la nota y no atreviéndose a hacerlo por miedo a que el centinela le viese inclinado junto a la vela, leyendo ansiosamente. Por fin llegó la mañana y con ella llegó también la luz que inundó toda la celda. En un rincón, donde nadie podía verle, Díaz leyó la misiva. Era muy breve.
Juárez ha reunido hombres y material en abundancia. Te necesitamos.
No había firma. No era necesaria. ¡Hombres y material de guerra! Juárez, el presidente de aquel gobierno trashumante, seguía luchando.
La esperanza y el entusiasmo se apoderaron de Díaz. En un momento todo cambió. Ya no era una cuestión individual. Ya no se trataba de su propio destino. Durante aquellos siete meses de encierro, el mundo había seguido girando. Siguieron ocurriendo cosas, y todas ellas se compendiaban en aquellas dos mágicas palabras: Te necesitamos.
Muy lento transcurrió el día. Leyó los pocos libros que le estaban permitidos, paseó por el patio de la fortaleza, y contó el lento paso de las horas. Díaz, en todo aquel tiempo, solo pensó en huir. No por ambición personal. Sus horizontes habíanse ampliado enormemente. Su patria le necesitaba. Era un hombre nuevo.
En el patio hacían la instrucción los soldados franceses y austríacos, y también algunos reclutas mejicanos. Un oficial estaba recostado sobre un cañón en cuya culata se veía el águila y la serpiente, símbolos de la nación mejicana. El águila debía volar de nuevo. Pero, ¿cómo?
Su celda se encontraba en un extremo de la fortaleza. Era imposible huir por la ventana, protegida por fortísimas rejas, y que además estaba a una altura de vértigo. La puerta de la celda, abierta de día, para la ventilación, quedaba, de noche, cerrada con cerrojos imposibles de romper. Y aunque hubiera podido salvar el obstáculo que presentaban los centinelas del corredor, quedaba luego el patio, siempre lleno de soldados, y que debía ser cruzado en toda su amplitud antes de llegar a la puerta que, al fin, conducía a la libertad.
Aquella tarde, mientras daba su paseo por el patio, Díaz vio un grupo de soldados mejicanos. Uno de ellos, el más joven, se acercó al general y, escupiéndole al rostro, gruñó:
—¡El gran general Díaz! ¿Dónde están tus ejércitos? ¿Dónde está tu valor?
Porfirio quiso precipitarse sobre el soldado, pero los franceses lo impidieron, y el preso fue conducido a su calabozo, donde de nuevo le asaltaron las dudas y variaciones de antes. ¿Cómo podría huir?
Un centinela entró a anunciarle que el jefe de la fortaleza deseaba verle. Habían llegado órdenes concernientes a él. Solo con que diese su palabra de honor de no luchar contra los ejércitos imperiales, podría salir inmediatamente de la cárcel. De lo contrario, le aguardaba un encarcelamiento más riguroso y el traslado a Méjico.
Díaz sintió que la tierra cedía bajo sus pies. Cuando volvía a él la esperanza ocurría aquello. Tal vez un nuevo proceso, la cárcel más rigurosa e, incluso, la posibilidad de enfrentarse con el pelotón de fusilamiento. Sin embargo, mirando orgullosamente al oficial, replicó:
—Daré con gusto mi palabra de honor el día en qué abandone Méjico el último de los extranjeros que ensucian su suelo.
El militar se encogió de hombros y dio orden de que Porfirio fuese devuelto a su celda.
De nuevo en su calabozo. Porfirio se quitó el uniforme, empapado de sudor y esperó. Ya no tenía esperanzas. Los amigos que le ayudaban, no podían saber aquel nuevo curso de los acontecimientos, y sus planes se vendrían abajo. ¿Podría advertirlos por mediación de la vieja mestiza?
Y en aquel preciso instante, la voz de la india resonó en el corredor.
Mi hijo te escupió.
Cuando estabas en el patio.
Pero esta noche vendrá,
cuando cambien la guardia primera.
Está preparado.
Las palabras fueron acompañadas de una tonada indígena. Pero Porfirio Díaz comprendió. ¡Aquella noche se resolvería todo!
Pasaron las horas. Díaz se afirmaba cada más en su valor y en su decisión. Aquello era la guerra. Él sabría ser tan implacable como los franceses y los austríacos.
Se cambió la guardia. La puerta de la celda fue cerrada. La luz de las estrellas filtrábase, muy fría, por la ventana.
El cautivo aguardó más impaciente que nunca. Al fin creyó percibir un ruido. La llave giró en la cerradura y la puerta se abrió lentamente. Por ella se filtró un poco de luz que desapareció enseguida, velada por una forma humana.
—Mi general —murmuró una voz.
—Aquí estoy —replicó Díaz—. ¿Quién eres?
—Simón Montemayor, mi general. Fui sargento del Regimiento Nuevo León. ¿No me recuerda? Serví a sus órdenes. ¡Un momento!
El hombre desapareció, regresando un momento después, arrastrando algo que dejó en el suelo, inclinándose, enseguida, sobre aquel bulto impreciso. Luego, incorporándose, añadió:
—Tenga, mi general. Deberá usted ponerse este uniforme y esta gorra.
Díaz no era hombre a quién le hiciera estremecer el vestir aquellas prendas. A oscuras se desnudó y se puso el disfraz. Al coger la gorra notó que Montemayor se apoyaba contra la pared.
—¿Qué te ocurre? —preguntó.
—Fui torpe, mi general. La bayoneta de ese me alcanzó...
—Acércate.
Montemayor obedeció la orden de su jefe. Este examinó la herida y la vendó con la camisa del apuñalado centinela. Mientras tanto, el mejicano explicaba su historia.
Sí, había obrado solo. Ayudado, únicamente, por su madre. La única posibilidad de huir del fuerte estaba, en hacerlo a la vista le todos, como dos soldados de la guarnición. No cabía escapar por la puerta; era necesario hacerlo por las murallas. Montemayor tenía escondidas algunas cuerdas, pero existía el peligro de que tuvieran algún tropiezo, pues eran muchos los soldados que, buscando el fresco de la noche dormían en los muros.
—En marcha, pues —ordenó Díaz.
Por arma llevaba la bayoneta del muerto, considerando más seguro el dejar allí el fusil, que podía estorbarles en la fuga y que en el mejor de los casos sería de utilidad muy reducida.
—¿No corre peligro tu madre? —preguntó a su compañero—. ¿Qué le ocurrirá mañana, cuando se descubra mi fuga?
—Nadie sabe que es mi madre. Y aunque se supiese, daría lo mismo.
Díaz contuvo un comentario. No, en aquel asunto no tenía importancia el factor personal. Durante muchos meses, aquel hombre que tenía delante habíase preparado para aquel momento, alistándose en el Ejército Imperial, planeándolo todo. Y al fin había llegado el instante de ayudar no a Díaz, sino a Méjico.
—¿Escribiste tú la nota que me entregó tu madre? —preguntó Porfirio.
—Sí, mi general. Sé leer y escribir.
—Perfectamente. Si salimos con vida de esta, serás el coronel Montemayor. En marcha.
Salieron enseguida, caminando abiertamente por el pasillo, hacia la escalera, pasando ante algunas linternas, enfrentándose con los centinelas y llegando al fin al patio.
En ese momento notó Díaz que su guía cojeaba ligeramente. El general no podía dejar de admirarse continuamente ante aquel hombre que se había lanzado a su peligroso trabajo sin que nadie se lo ordenara, escribiendo, incluso aquel mensaje que tan maravillosamente había hecho reaccionar al cautivo. Era extraño que un hombre como aquel hubiese cargado con tan ingente tarea por la libertad de su patria.
El patio de la fortaleza estaba lleno de oficiales que paseaban de un lado a otro. Eran soldados franceses, algunos austríacos. Esto era una ventaja para los dos mejicanos, pues más tarde, al ser menor la concurrencia, los centinelas habrían vigilado más atentamente. Díaz iba delante, seguido por Montemayor.
En el momento en que llegaban al centro del patio presentóse el primer tropiezo. Un oficial mejicano, que fumaba un oscuro cigarrillo, descubrió, de pronto, a Montemayor. Lanzando un gruñido, dirigióse a él.
—¡Eh, Montemayor! ¿Qué haces aquí? ¿No te negué permiso para esta noche?
Comprendió Díaz entonces los riesgos corridos por su salvador. Dando un paso adelante, saludó al oficial y dijo en español:
—Capitán: se trata de una orden del Estado Mayor. Se me encargó que buscara a algunos de sus hombres que supieran hablar algo de austríaco. La responsabilidad es enteramente mía.
El capitán parpadeó, asombrado, al oír a un francés hablar tan correctamente el español. Sin embargo aceptó como buena la explicación de Díaz y reanudó su paseo.
—Era el capitán de mi compañía —susurró Montemayor.
—Me lo imaginaba replicó Díaz, riendo—. Guíame hacia las murallas. ¿Tenemos andar aún mucho?
—Bastante. Hemos de ir hacia Loreto.
Los dos fuertes de Guadalupe y Loreto estaban unidos entre sí, y la muralla debía ser salvada en el punto más seguro.
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Cuando llegaron a los escalones que conducían a lo alto de los muros, Montemayor se detuvo, bruscamente.
—No puedo seguir andando —murmuró—. Le diré dónde están escondidas las cuerdas. La carretera está solo a unos cientos de metros. Allí aguardan unos hombres con mulas. Son de toda confianza. Déjeme...
—Cállate —ordenó Díaz—. Nos iremos juntos. Cógete a mi brazo.
Llegaron a lo alto del almenado muro. Se veían varios grupos de hombres, pero ninguno estaba excesivamente cerca. Montemayor descansó unos instantes y rogó de nuevo a Díaz que marchará sin él.
—Usted hace falta —dijo, sencillamente—. Méjico le espera a usted, no a mí. Si algo le ocurre, nuestra patria estará perdida.
—Ahorra el aliento —ordenó Díaz, y obligó a su compañero a seguir adelante.
De cuando en cuando se cruzaban con algún grupo de soldados. Nadie les prestó ninguna atención. En aquella fortaleza, la disciplina no era excesivamente rigurosa.
Llegaron a un bastión levantado sobre el pantanoso terreno. De pronto Montemayor se detuvo y ahogó un juramento. No fue necesario que hablase. Díaz comprendió enseguida que la cuerda estaba oculta debajo del segundo cañón, cuya silueta se recortaba ante ellos.
Junto a aquella pieza se encontraban dos hombres con las pipas encendidas y hablando en francés. Para apoderarse de la cuerda hacía falta eliminar a aquellos dos hombres. Pero debía hacerse rápida y silenciosamente, pues a muy poca distancia veíase otro grupo de soldados franceses que estaban jugando a cartas.
—¡Maldita sea! —exclamó Díaz—. Tendremos que esperar.
—Imposible, mi general —replicó Montemayor—. Su huida puede ser descubierta de un momento a otro. Si esperamos estamos perdidos. Hay que acabar con esos hombres.
El plan de ataque se dispuso rápidamente. Montemayor empuñó un fuerte cuchillo. Díaz desenvainó la bayoneta del centinela.
Un salto, dos gritos ahogados, y todo quedó terminado en una fracción de segundo. Luego la cuerda fue lanzada por entre dos almenas, y el extremo superior quedó asegurado al cañón. Enseguida, los dos hombres —primero Montemayor y luego Díaz— descendieron por ella. La altura no era mucha. Unos diez metros. El suelo, cubierto de plantas espinosas, ofrecía continuos obstáculos al avance de los fugitivos.
Cuando salieron de aquellas espesuras, Montemayor lanzó un silbido, que fue contestado inmediatamente. Los fugitivos respiraron. Las mulas estaban dispuestas. Del fuerte no llegaba la menor señal de que su fuga hubiera sido descubierta.
* * *
Calló Briones y Julio inclinó la cabeza. Al cabo de unos segundos murmuró:
—Es verdad. Alguien me necesita. Ella... el niño. Quizá algún día se compruebe la verdad y pueda regresar a su lado.
—Y mientras tú vivas... vivirá en ellos la misma esperanza que te mantendrá a ti.
Los dos hombres se estrecharon fuertemente las manos, y en los ojos del más joven brilló una lágrima hermana de la que resbalaba por las curtidas mejillas del más viejo.
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