Literatura de j. rodolfo wilcock
el caos (libro)
«El caos», publicado por primera vez en español por Sudamericana en 1974, resulta fundamental para conocer y apreciar la obra de J. R. Wilcock: es su último libro argentino y s
la sinagoga de los iconoclastas (libro)
J. Rodolfo Wilcock nos presenta una singular galería de retratos: las vidas imaginarias de treinta y seis personajes, teóricos, utopistas, sabios, inventores, todos ellos abneg
el caos (libro)
«El caos», publicado por primera vez en español por Sudamericana en 1974, resulta fundamental para conocer y apreciar la obra de J. R. Wilcock: es su último libro argentino y su primer libro de relatos. En «El caos» aparecen muchas de las obsesiones temáticas a las que Wilcock dará continuidad en los cuentos y novelas que escribirá después y, en germen o ya desarrollados, los recursos que hacen de él uno de esos escritores a quien se debe consultar frecuentemente para detectar o sospechar los vínculos entre el arte narrativo y la magia. Si bien hay motivos y argumentos que relacionan este libro con la mejor tradición de la literatura fantástica, en «El caos» despunta también un modo de tratarlos absolutamente personal y admirable. En el estilo narrativo de Wilcock se dan cita una imaginación vehemente y un gusto por la exactitud verbal casi maniático, cuyo punto de ajuste son tal vez esas transiciones alevosamente prosaicas, coloquiales o descriptivas entre pasajes de gran intensidad lírica. La ironía y el humor de quien reconoció que construía sus libros «corrigiendo textos mediocres, escritos por mí» revelan contrastes que sólo un escritor muy atento a los menores matices de la palabra podía advertir. Gracias a esta nueva edición de «El caos», al cuidado de Ernesto Montequin, quien ha proporcionado notas a todos los cuentos y traducido e incorporado dos inéditos —«Recuerdos de juventud» y «La Nube de Ross»—, un aspecto secreto o evasivo de J. R. Wilcock queda en evidencia: el escritor reverenciado por sus pares italianos era, antes de cambiar de idioma, un talento legítimo de la literatura argentina, que, aficionada a los desdenes, no le hizo ningún favor.
la sinagoga de los iconoclastas (libro)
J. Rodolfo Wilcock nos presenta una singular galería de retratos: las vidas imaginarias de treinta y seis personajes, teóricos, utopistas, sabios, inventores, todos ellos abnegados héroes del absurdo. Seres que, apoyándose en las sólidas bases de la ciencia o de alguna disciplina presentada como rigurosa, o, por lo menos impulsados por una ineludible intuición, llevan sus consecuencias hasta el final y se encaminan tranquilamente —y, tal vez, con argumentos convincentes— hacia la demencia… a menudo, se dice, limítrofe con el genio. Estas vidas monstruosas, que la historia intenta en vano, por pudor, olvidar, son rescatadas por un enciclopedista que registra inexorablemente, Plutarco de lo incongruente, impasible como Buster Keaton, sus más memorables peculiaridades. Saltando a través de disciplinas, épocas y continentes, encontramos entre otros a: José Valdés y Prom, filipino, famoso por sus extraordinarias facultades telepáticas y por la crisis de glosolalia que provocó en los ilustres personajes reunidos en un congreso en la Sorbona; por lo demás, «se parecía demasiado a un santo como para no asociarle inconscientemente a la idea de burdel». Aaron Rosemblum, quien preconizaba, en 1940, el retorno a la época elisabethiana, mediante la abolición de toda novedad aparecida en el mundo desde 1580; confiaba en el apoyo de Hitler, ya que ambos perseguían el mismo objetivo: la felicidad del género humano. Yves de Lalande, primer productor de novelas a escala realmente industrial. Sócrates Scholfield, inventor de un artilugio que demostraba la existencia de Dios. Llorenç Riber, catalán, aclamado director de teatro, quien, entre otras conspicuas «performances», realizó en Oxford un montaje de las «Investigaciones filosóficas» de Wittgenstein. Etc., etc. «La sinagoga de los iconoclastas» evoca los retratos imaginarios de Marcel Schwob y los libros inventados de Borges, pero la profusión de los temas, el ingenio siempre renovado de Wilcock, y su inagotable arsenal de humor, casi siempre homicida, acaban por conducir a un resultado a menudo escalofriante. Estos «iconoclastas» —cada uno de los cuales resquebraja un tanto la imagen que nos hacemos del universo— nos proponen un contrauniverso al cual podemos oponer bien pocas certidumbres. Ya que, —y éste es uno de los méritos principales de este libro de locura maravillosa— casi todas estas teorías son «plausibles», o en todo caso poco menos que aquellas que se ponderan gravemente en las cátedras universitarias.