Cuando hubo vadeado el río, Slim se encontró ante una ladera empinada cubierta de espeso bosque. La arboleda se extendía muchas millas, al Norte y al Sur, siguiendo la sinuosa línea de agua, y Slim movió la cabeza. Nada temía entonces, y, por ello, dudaba en adentrarse en aquella espesura que comenzaba a acusar las sombras violetas del ocaso.

Albert Lyman había quedado solo en el pequeño cementerio. Era una silueta abatida, con los ojos fijos en el débil abultamiento que formaba la tierra encima del ataúd que encerraba el cuerpo de John Chester. En la mirada de Lyman había una incredulidad dolorosa que era más fuerte que la terrible y fría tangibilidad de aquella tumba. Fue así durante mucho rato; luego, poco a poco, la razón se impuso, esfumó brutalmente la duda y el triunfo del raciocinio se manifestó en el hombre en forma de hondo suspiro. Después, y mientras el cuerpo permanecía relajado, los ojos grises, de por sí desvaídos, se tornaron casi blancos, glaciales. Se separaron del túmulo de tierra y buscaron otro, no muy lejano.