Literatura de juan montoro
el ídolo azteca (libro)
Eulogio Rodríguez dejó de contemplar las plomizas nubes que se arrastraban casi sobre tierra, desgarradas de cuando en cuando por una potente ráfaga de aire cargado de sal mari
el misterio del hermano fantasma (libro)
El «Zorro Azul» era famoso en Barcelona. No se trataba, precisamente, de un zorro de tal color, sino de un café a la antigua usanza, con asientos de peluche, lámparas de histor
los tres centavos marcados (relato)
Después que el suceso hubo terminado, todos estuvieron de acuerdo en que aquello había sido concebido por un cerebro desequilibrado, que quiso jugar una partida de ajedrez con
el ídolo azteca (libro)
Eulogio Rodríguez dejó de contemplar las plomizas nubes que se arrastraban casi sobre tierra, desgarradas de cuando en cuando por una potente ráfaga de aire cargado de sal marina. A lo lejos bramaba el Atlántico, arremetiendo contra los acantilados gallegos como si su lucha de siglos no le hubiera convencido aún de la futilidad de su empeño. Las olas, al reventar contra la granítica muralla como una pared blanca, hasta treinta o más metros por encima del acantilado, y el aire, al atravesarlas, quedaba impregnado de sal y de humedad.
el misterio del hermano fantasma (libro)
El «Zorro Azul» era famoso en Barcelona. No se trataba, precisamente, de un zorro de tal color, sino de un café a la antigua usanza, con asientos de peluche, lámparas de historiados vidrios, amplias ventanas que daban a las Ramblas, cuadros representando a damas de difíciles peinados y caballeros de bigote y raya en medio, todo ello muy fin de siglo. Al entrar en el «Zorro Azul», uno sentíase transportado a cuarenta y tantos años antes, y a través de los turbios cristales creía ver, como a través de una densa neblina, una visión de un mundo futuro, en que los amarillos taxímetros habían sustituido a los negros simones, y mujeres de falda corta circulaban por donde en realidad debieran pasear mujeres de falda arrastrante. Sólo algún que otro tranvía, perteneciente a la prehistoria, traía un recuerdo de la Barcelona del novecientos.
los tres centavos marcados (relato)
Después que el suceso hubo terminado, todos estuvieron de acuerdo en que aquello había sido concebido por un cerebro desequilibrado, que quiso jugar una partida de ajedrez con peones humanos en vez de piezas de marfil o ébano.
Es raro que nadie dudase de la autenticidad del «concurso». El público no pensó ni por un instante que el promotor de aquello fuera un bromista o uno que buscara publicidad. Juan L. Ocampo, director de La Última Noticia, insinuó que tal vez aquello era un experimento psicológico, y terminaría revelándose la identidad del originador de todo.
Tal vez la manera de anunciarlo fue lo que dio tanto interés a la cosa. Villablanca de Santa Fe despertó una mañana de abril encontrando todas sus calles, postes de alumbrado, fachadas, escaparates y puertas; llenos de hojas de papel amarillo escritas a máquina y redactadas todas de la siguiente manera:
Durante el día de hoy, 15 de abril, tres centavos serán puestos en circulación en esta ciudad. Cada una de esos centavos llevará una marca característica. Uno de ellos estará señalado con un cuadrilátero; otra con un círculo, y el tercero con una cruz. Esos tres centavos pasarán de mano en mano y cambiarán muchas veces de dueño, como ocurre con todos los centavos, y a los siete días de haberse publicado este anuncio, o sea el 21 de abril, el poseedor de cada uno de los centavos recibirá un regalo.
El primero: 100.000 pesos moneda nacional en billetes.
El segundo: un viaje alrededor del mundo.
El tercero: la muerte.
La respuesta a este rompecabezas se encuentra en las marcas de los tres centavos: cuadrilátero, círculo y cruz. ¿Cuál de ellos simboliza la riqueza? ¿Cuál es el viaje? ¿Cuál la muerte? La respuesta no es difícil.
Al que encuentre y conserve el primer centavo le enviaré 100.000 pesos sin pérdida de tiempo. Al que consiga el segundo centavo, recibirá un billete de primera clase para el primer transatlántico que zarpe para un viaje alrededor del mundo: Pero al poseedor del tercer centavo, nada le librará de la muerte. El que tenga miedo de que su centavo sea el tercero que lo entregue a otro; pero que piense que puede ser el segundo o el primero.
El día 21 de abril entregue su centavo al director de La Última Noticia, dando su nombre y dirección. Dicho señor no sabrá nada de esto hasta que lea los anuncios. Le ruego que el día 21 de abril publique los nombres de los tres poseedores de los centavos y las marcas de cada uno de ellos.
Sería inútil señalar un centavo distinto de los que he puesto en circulación, porque las fechas de emisión de cada uno de los verdaderos serán comunicadas al director Juan L. Ocampo.
A mediodía todos habían leído el anuncio y la población parecía una colmena. Se registraron los cajones de las cajas registradoras. Las manos rebuscaron bolsillos y monederos. Las tiendas y los bancos se llenaron de clientes que querían se les cambiase la plata por cobre.
Juan L. Ocampo se vio convertido en blanco de mil preguntas, y la edición nocturna de La Última Noticia apareció con un profuso editorial en el que se explicaba cuánto sabía del suceso, o sea: nada en absoluto.
Por correo le había llegado una nota escrita en el mismo papel amarillo de los anuncios. El matasellos era el de la ciudad, y el mensaje decía solamente:
Círculo, 1920. Cuadrilátero, 1909. Cruz, 1928. Sírvase no revelar estas fechas hasta después del 21 de abril.
Ocampo se atuvo a las instrucciones y sacó todo el jugo posible a la historia.
El primer centavo fue encontrado en la calle por un chiquillo que se apresuró a llevárselo a su padre. Este se apresuró a pasárselo a su peluquero, quien lo dio al dueño del establecimiento sin fijarse en la cruz marcada en la superficie de la moneda.
El peluquero llevóselo a su mujer, quien enseguida lo llevó al tendero.
—Es un riesgo demasiado grande, querido —dijo la mujer, acallando las protestas de su marido—. No me gusta esa amenaza de muerte del anuncio... Y no me cabe duda de que este es el tercer centavo. ¿Qué otro significado puede tener la cruz? Una cruz sobre una sepultura, ¿no lo comprendes?
Y cuando la explicación de la mujer del peluquero se conoció en la población, el centavo de la cruz empezó a cambiar velozmente de manos.
Los otros dos centavos aparecieron antes de la noche. Uno estaba marcado con un pequeño cuadrilátero, el otro con un círculo.
El centavo del cuadrilátero fue encontrado en una máquina automática por el propietario del Café Astoria. No existía ninguna explicación a su hallazgo allí, aclaró, bastante inquieto. Solo cuatro personas, y todas ellas antiguos clientes del café, habían acudido aquel día al establecimiento. Y ni una de ellas acercóse a la máquina automática... situada a la parte trasera del local. Además, el propietario había examinado el depósito de la máquina la noche anterior, para ver si por allí se había extraviado alguna moneda, y la dejó completamente vacía. Sin embargo, al llegar la noche del 15 de abril, la moheda apareció allí. Miró mucho rato la moneda antes de decidirse a darla como cambio a una vieja solterona.
—No vale la pena arriesgarse —se dijo—. Tengo un restaurante que me da de sobra para vivir, y no estoy para que se me carguen solo por el afán de lograr unos miles de pesos o un viaje a Europa. ¡No, de ninguna manera!
La solterona dirigió una mirada a la moneda, lanzó un chillido de rata y la tiró al suelo como si fuera una tarántula.
—¡Por nada del mundo me meto yo esto en el monedero! —exclamó.
Pero se pasó la noche entera soñando en puertos extranjeros, casi jadeando bajo el peso de grandes fardos, en delfines que cortaban el mar y en las ruinas de antiguas ciudades.
Un trabajador negro encontró el centavo a la mañana siguiente y lo llevó todo el día encima soñando en volver a Liberia. Pero al fin sucumbió al pánico, y el centavo del cuadrilátero cambió de manos una vez más.
El centavo con el círculo fue encontrado por uno de los empleados de la Asociación Ganadera, entre un montón de monedas.
—De cuando en cuando encontramos monedas marcadas —dijo—. No me fijé en esta. Seguramente hace varios días que está aquí.
Lo guardó alegremente, pero, con profundo desaliento, descubrió a la otra mañana que lo había entregado a alguien, mezclado entre el restante dinero.
—¡Para bien o para mal me hubiera gustado guardarlo! —suspiró.
Dirigió una mirada al montón de billetes que tenía dejante y se preguntó cuántos cajeros han logrado escapar con el dinero que les ha sido confiado.
Un vendedor de fruta recibió el centavo.
Lo miró dubitativamente y murmuró:
—Quizás me traigas fortuna.
Luego se lo enseñó a su mujer, que hizo un signo para protegerse del mal de ojo.
—Tíralo—, le dijo—. Eso nos traerá mala suelte.
El hombre encogióse de hombros y tiró el centavo al otro lado de la calle. Un pilluelo lo recogió y corrió a convertirlo en caramelos. Y el centavo del círculo cambió de dueño una vez más. Lo agarraron manos codiciosas, le miraron ojos anhelantes, y se vio liberado al fin por el poder del miedo.
Los que por breve tiempo se encontraban poseedores del centavo navegaban en un mar de confusiones a causa de lo variado de los consejos.
—¡Guárdalo! —aconsejaba alguien—. Piensa que puede significar un viaje alrededor del mundo. ¡París! ¡China! ¡Londres! ¡Ojalá me hubiera tocado a mí!
—Deshazte de él —advertían otros—. Puede que sea el tercer centavo. Tal vez las señales no dignifiquen lo que parecen. En tu puesto yo me desharía de él.
—¡No, no! —gritaban otros—. No te deshagas de él. Seguramente te proporcionará los cien mil pesos. ¡Cien mil pesos, en estos tiempos! ¡Serás casi un millonario!
El significado de las tres marcas estaba en todos los labios, y nadie estaba de acuerdo con la solución que presentaba su vecino.
—Es algo tan claro como el agua —declaraba un hombre—. El círculo significa el globo terrestre. Ese centavo es el del viaje.
—No, la cruz es el del viaje. La palabra lo dice. Cruz, crucero, cruzar el mar. ¿No está claro? El círculo significa dinero. El dinero es redondo.
—¿Y el cuadrilátero?
—Una tumba. Un agujero cuadrado para un ataúd. Es la muerte. Es sencillísimo. ¡Ojalá fuera mío el centavo del círculo!
—¡Estás loco! La cruz significa la muerte. Todos lo diceh. Y créeme, todo el mundo se lo quita de encima en cuanto le toca. Puede que todo no sea más que una broma, pero vale más no exponerse. Sea como sea no quisiera yo ser dueño de ese centavo el día veintiuno.
—Yo lo guardaría sin presentarlo hasta ver qué había sido de los otros dos. Entonces si mi centavo era el malo, lo tiraría al pozo.
—Pero el de ese concurso no pagará hasta que se presenten los tres centavos. Y además, seguramente, pasado el veintiuno de abril no se pagará ya a nadie, y te perderías cien mil pesos o un viaje alrededor del mundo solo por haber tenido miedo.
—La apuesta es muy peligrosa y se corre un riesgo enorme —murmuró otro—. No quisiera exponerme a cargar con el tercer centavo. El que ha imaginado esto es un tío muy listo. Se ve que conoce la naturaleza humana. Creo, como Ocampo, que se trata de alguien que quiere hacer un experimento psicológico. Trata de ver si el deseo de viajar o el afán de dinero puede más que el miedo a la muerte.
—¿Crees realmente que piensa pagar?
—Eso queda por ver.
Al sexto día la emoción de Villablanca llegaba casi al histerismo. Nadie estaba para trabajar y todos vivían preocupados por la solución del misterioso problema.
Se sabía que el empleado de una tienda guardaba el centavo del cuadrilátero, pues había estado proclamando su indiferencia acerca del hecho de que su moneda pudiera significar una tumba abierta. Exhibía ante todo el mundo el centavo marcado gastando bromas acerca de lo que pensaba hacer con los cien mil pesos, pero en la mañana del último día perdió el valor y depositó el centavo en el pote de una ciega que pedía limosna cerca de su casa.
Luego explicó a voces que había perdido el centavo por un agujero del bolsillo en que lo guardaba.
Se sabía también quién era el dueño del centavo del círculo. Un joven camarero de esos de sonrisa rápida que los clientes gustan ver al otro lado del mostrador, había encontrado el centavo, mostrándose satisfecho por su buena suerte.
—Enrique Simonetti tiene el centavo del círculo —se decía la gente—. Ojalá el muchacho obtenga el viaje alrededor del globo. Es una vergüenza que un chico como él tenga que verse encerrado en una ciudad tan asquerosa como esta.
Por fin se supo quién tenía el centavo con la cruz.
—¡El pobre Pavero! La muerte será un bien para él. Asombra que no se haya ya pegado un tiro. Debe de ser porque no tiene valor.
El hombre del centavo de la cruz sonreía amargamente.
—Ojalá este maldito centavo signifique lo que todos creen —confirmó a un amigo.
Por fin, el tan esperado día llegó. Una gran multitud se reunió ante la redacción del periódico para ver a los tres poseedores de los centavos mostrando a Ocampo sus monedas marcadas. En bien de los curiosos, y para que todos pudieran asistir al acto, el director se entrevistó con los poseedores de los centavos en plena calle.
La edición de la noche apareció con las fotografías de los tres agraciados, y debajo de ellas su nombre y dirección. Además, también figuraba la marca del centavo.
En la mañana del 22, la anciana ciega se hallaba sentada en su habitual esquina recordando las emociones del día anterior cuando la llevaron a cierto sitio donde le preguntaron su nombre y dirección, turbándola tanto que estuvo a punto de echarse a llorar.
—¡Déjenme sola! —sollozó—. Yo no pido más que el dinero suficiente para seguir viviendo.
Entonces le explicaron algo acerca de un centavo marcado que fue encontrado entre sus limosnas, y le aclararon el peligro que corría, Al fin la dejaron volver a su sitio habitual.
Y mientras permanecía sentada allí, notó que algo le caía sobre la falda. Lo cogió y comprendió que era un sobre. Llamó entonces a un transeúnte, pidiéndole:
—¿Quiere hacer el favor de abrir esto y leérmelo? ¿Es una carta?
El aludido rompió el sobre y frunció el ceño.
—Es una nota —explicó—. Está escrita a máquina y no lleva firma. Dice... ¡Dios mío! Dice: Los cuatro extremos del mundo son exactamente iguales. Y... ¡Vea esto! ¡Oh, perdone; olvidaba que usted es...! Se trata de un pasaje para dar la vuelta al mundo. ¡Oiga! ¿No tenía usted uno de los centavos marcados?
La ciega asintió sombríamente.
—Sí, dicen que era el del cuadrilátero —suspiró débilmente—. Tenía la esperanza de que fuese el dinero o... lo otro. Así no hubiera tenido que volver a pedir limosna.
—Bueno, aquí tiene el pasaje—. El transeúnte se lo tendió vacilante—. ¿No lo quiere? —siguió, viendo que la ciega no hacía el menor movimiento para cogerlo.
—No. ¿Para qué me serviría?
Dominada por súbita rabia, cogió el pasaje y lo rompió en mil pedazos.
Casi a la misma hora, Carlos Rivero recibía de manos del cartero un abultado sobre. Al descubrir el matasellos local frunció el ceño. Su amigo Velaz estaba junto a él más pálido que el propio Rivero.
—¡Ábrelo! —urgió—. ¡Léelo! ¡No; no lo abras! ¡Estoy asustado! Es terrible moverse sin saber de dónde vendrá el golpe.
Rivero soltó una macabra risita y rasgó el sobre.
—Es mi mejor aventura en muchos años, Velaz —declaró—. ¡Estoy contento! Será una cosa rápida, sin dolor, seguramente.
Vació sobre la mesa, el contenido del sobre y empezó a reír convulsiva y horriblemente.
Su amigo contempló el montón de billetes de banco de mil pesos. Nuevos, crujientes, como jamás los había visto.
—¡El dinero! ¡He ganado los cien mil pesos, Velaz! ¡Es increíble!
Se interrumpió para coger un papel amarillo que asomaba entre los billetes.
—La riqueza es la cruz más pesada que ha de llevar el hombre —leyó en voz alta—. No tiene sentido... ¿Riqueza? Entonces la cruz significaba dinero.
La risa de Rivero estalló infernal, salvaje, loca.
—Quienquiera que sea ese tipo, hay que reconocer que es listo. ¡Qué hermosa ironía, Velaz! La riqueza es una carga en vez de una bendición, cómo piensa la mayoría, Creo que en esto tiene razón. Pero me gustaría saber si conoce la parte más irónica de este suceso. Cien mil pesos para un hombre... roído por el cáncer. Bueno, Velaz, me queda un mes, o así, para gastar este dinero... Un mes más de sufrimientos y luego todo habrá terminado.
Su terrible risa se elevó de nuevo y al fin su amigo tuvo que llevarse las manos a los oídos para ahogar aquel terrible sonido.
Pero lo más extraño de todo fue la muerte de Enrique Simonetti. Poco después de mediodía encontró sobre el mostrador del bar un paquete dirigido a él. Ansiosamente quitó el papel que lo envolvía. A su alrededor se agruparon unos diez o doce amigos.
Una curiosa caja de plata apareció al fin. El joven apretó un resorte y la caja se abrió. Unos segundos después, la expresión del camarero se hizo muy extraña y, silenciosamente, cayó al suelo.
La subsiguiente investigación policíaca solo reveló que el joven Simonetti había sido envenenado con crotalín —veneno de serpiente— inyectado por medio de una agujita disimulada en el resorte, y que penetró en la sangre a través del pulgar de la mano derecha, cuando este abrió la caja.
Esto y la nota escrita a máquina fue lo único que se encontró en la caja, que por lo demás estaba vacía.
La vida termina donde empezó... en ningún sitio.
Esto fue todo lo que se descubrió como explicación de la muerte del camarero. Ningún detalle más aclaró el misterioso concurso de los tres centavos marcados... que seguramente siguen circulando de mano en mano.
Es raro que nadie dudase de la autenticidad del «concurso». El público no pensó ni por un instante que el promotor de aquello fuera un bromista o uno que buscara publicidad. Juan L. Ocampo, director de La Última Noticia, insinuó que tal vez aquello era un experimento psicológico, y terminaría revelándose la identidad del originador de todo.
Tal vez la manera de anunciarlo fue lo que dio tanto interés a la cosa. Villablanca de Santa Fe despertó una mañana de abril encontrando todas sus calles, postes de alumbrado, fachadas, escaparates y puertas; llenos de hojas de papel amarillo escritas a máquina y redactadas todas de la siguiente manera:
Durante el día de hoy, 15 de abril, tres centavos serán puestos en circulación en esta ciudad. Cada una de esos centavos llevará una marca característica. Uno de ellos estará señalado con un cuadrilátero; otra con un círculo, y el tercero con una cruz. Esos tres centavos pasarán de mano en mano y cambiarán muchas veces de dueño, como ocurre con todos los centavos, y a los siete días de haberse publicado este anuncio, o sea el 21 de abril, el poseedor de cada uno de los centavos recibirá un regalo.
El primero: 100.000 pesos moneda nacional en billetes.
El segundo: un viaje alrededor del mundo.
El tercero: la muerte.
La respuesta a este rompecabezas se encuentra en las marcas de los tres centavos: cuadrilátero, círculo y cruz. ¿Cuál de ellos simboliza la riqueza? ¿Cuál es el viaje? ¿Cuál la muerte? La respuesta no es difícil.
Al que encuentre y conserve el primer centavo le enviaré 100.000 pesos sin pérdida de tiempo. Al que consiga el segundo centavo, recibirá un billete de primera clase para el primer transatlántico que zarpe para un viaje alrededor del mundo: Pero al poseedor del tercer centavo, nada le librará de la muerte. El que tenga miedo de que su centavo sea el tercero que lo entregue a otro; pero que piense que puede ser el segundo o el primero.
El día 21 de abril entregue su centavo al director de La Última Noticia, dando su nombre y dirección. Dicho señor no sabrá nada de esto hasta que lea los anuncios. Le ruego que el día 21 de abril publique los nombres de los tres poseedores de los centavos y las marcas de cada uno de ellos.
Sería inútil señalar un centavo distinto de los que he puesto en circulación, porque las fechas de emisión de cada uno de los verdaderos serán comunicadas al director Juan L. Ocampo.
A mediodía todos habían leído el anuncio y la población parecía una colmena. Se registraron los cajones de las cajas registradoras. Las manos rebuscaron bolsillos y monederos. Las tiendas y los bancos se llenaron de clientes que querían se les cambiase la plata por cobre.
Juan L. Ocampo se vio convertido en blanco de mil preguntas, y la edición nocturna de La Última Noticia apareció con un profuso editorial en el que se explicaba cuánto sabía del suceso, o sea: nada en absoluto.
Por correo le había llegado una nota escrita en el mismo papel amarillo de los anuncios. El matasellos era el de la ciudad, y el mensaje decía solamente:
Círculo, 1920. Cuadrilátero, 1909. Cruz, 1928. Sírvase no revelar estas fechas hasta después del 21 de abril.
Ocampo se atuvo a las instrucciones y sacó todo el jugo posible a la historia.
El primer centavo fue encontrado en la calle por un chiquillo que se apresuró a llevárselo a su padre. Este se apresuró a pasárselo a su peluquero, quien lo dio al dueño del establecimiento sin fijarse en la cruz marcada en la superficie de la moneda.
El peluquero llevóselo a su mujer, quien enseguida lo llevó al tendero.
—Es un riesgo demasiado grande, querido —dijo la mujer, acallando las protestas de su marido—. No me gusta esa amenaza de muerte del anuncio... Y no me cabe duda de que este es el tercer centavo. ¿Qué otro significado puede tener la cruz? Una cruz sobre una sepultura, ¿no lo comprendes?
Y cuando la explicación de la mujer del peluquero se conoció en la población, el centavo de la cruz empezó a cambiar velozmente de manos.
Los otros dos centavos aparecieron antes de la noche. Uno estaba marcado con un pequeño cuadrilátero, el otro con un círculo.
El centavo del cuadrilátero fue encontrado en una máquina automática por el propietario del Café Astoria. No existía ninguna explicación a su hallazgo allí, aclaró, bastante inquieto. Solo cuatro personas, y todas ellas antiguos clientes del café, habían acudido aquel día al establecimiento. Y ni una de ellas acercóse a la máquina automática... situada a la parte trasera del local. Además, el propietario había examinado el depósito de la máquina la noche anterior, para ver si por allí se había extraviado alguna moneda, y la dejó completamente vacía. Sin embargo, al llegar la noche del 15 de abril, la moheda apareció allí. Miró mucho rato la moneda antes de decidirse a darla como cambio a una vieja solterona.
—No vale la pena arriesgarse —se dijo—. Tengo un restaurante que me da de sobra para vivir, y no estoy para que se me carguen solo por el afán de lograr unos miles de pesos o un viaje a Europa. ¡No, de ninguna manera!
La solterona dirigió una mirada a la moneda, lanzó un chillido de rata y la tiró al suelo como si fuera una tarántula.
—¡Por nada del mundo me meto yo esto en el monedero! —exclamó.
Pero se pasó la noche entera soñando en puertos extranjeros, casi jadeando bajo el peso de grandes fardos, en delfines que cortaban el mar y en las ruinas de antiguas ciudades.
Un trabajador negro encontró el centavo a la mañana siguiente y lo llevó todo el día encima soñando en volver a Liberia. Pero al fin sucumbió al pánico, y el centavo del cuadrilátero cambió de manos una vez más.
El centavo con el círculo fue encontrado por uno de los empleados de la Asociación Ganadera, entre un montón de monedas.
—De cuando en cuando encontramos monedas marcadas —dijo—. No me fijé en esta. Seguramente hace varios días que está aquí.
Lo guardó alegremente, pero, con profundo desaliento, descubrió a la otra mañana que lo había entregado a alguien, mezclado entre el restante dinero.
—¡Para bien o para mal me hubiera gustado guardarlo! —suspiró.
Dirigió una mirada al montón de billetes que tenía dejante y se preguntó cuántos cajeros han logrado escapar con el dinero que les ha sido confiado.
Un vendedor de fruta recibió el centavo.
Lo miró dubitativamente y murmuró:
—Quizás me traigas fortuna.
Luego se lo enseñó a su mujer, que hizo un signo para protegerse del mal de ojo.
—Tíralo—, le dijo—. Eso nos traerá mala suelte.
El hombre encogióse de hombros y tiró el centavo al otro lado de la calle. Un pilluelo lo recogió y corrió a convertirlo en caramelos. Y el centavo del círculo cambió de dueño una vez más. Lo agarraron manos codiciosas, le miraron ojos anhelantes, y se vio liberado al fin por el poder del miedo.
Los que por breve tiempo se encontraban poseedores del centavo navegaban en un mar de confusiones a causa de lo variado de los consejos.
—¡Guárdalo! —aconsejaba alguien—. Piensa que puede significar un viaje alrededor del mundo. ¡París! ¡China! ¡Londres! ¡Ojalá me hubiera tocado a mí!
—Deshazte de él —advertían otros—. Puede que sea el tercer centavo. Tal vez las señales no dignifiquen lo que parecen. En tu puesto yo me desharía de él.
—¡No, no! —gritaban otros—. No te deshagas de él. Seguramente te proporcionará los cien mil pesos. ¡Cien mil pesos, en estos tiempos! ¡Serás casi un millonario!
El significado de las tres marcas estaba en todos los labios, y nadie estaba de acuerdo con la solución que presentaba su vecino.
—Es algo tan claro como el agua —declaraba un hombre—. El círculo significa el globo terrestre. Ese centavo es el del viaje.
—No, la cruz es el del viaje. La palabra lo dice. Cruz, crucero, cruzar el mar. ¿No está claro? El círculo significa dinero. El dinero es redondo.
—¿Y el cuadrilátero?
—Una tumba. Un agujero cuadrado para un ataúd. Es la muerte. Es sencillísimo. ¡Ojalá fuera mío el centavo del círculo!
—¡Estás loco! La cruz significa la muerte. Todos lo diceh. Y créeme, todo el mundo se lo quita de encima en cuanto le toca. Puede que todo no sea más que una broma, pero vale más no exponerse. Sea como sea no quisiera yo ser dueño de ese centavo el día veintiuno.
—Yo lo guardaría sin presentarlo hasta ver qué había sido de los otros dos. Entonces si mi centavo era el malo, lo tiraría al pozo.
—Pero el de ese concurso no pagará hasta que se presenten los tres centavos. Y además, seguramente, pasado el veintiuno de abril no se pagará ya a nadie, y te perderías cien mil pesos o un viaje alrededor del mundo solo por haber tenido miedo.
—La apuesta es muy peligrosa y se corre un riesgo enorme —murmuró otro—. No quisiera exponerme a cargar con el tercer centavo. El que ha imaginado esto es un tío muy listo. Se ve que conoce la naturaleza humana. Creo, como Ocampo, que se trata de alguien que quiere hacer un experimento psicológico. Trata de ver si el deseo de viajar o el afán de dinero puede más que el miedo a la muerte.
—¿Crees realmente que piensa pagar?
—Eso queda por ver.
Al sexto día la emoción de Villablanca llegaba casi al histerismo. Nadie estaba para trabajar y todos vivían preocupados por la solución del misterioso problema.
Se sabía que el empleado de una tienda guardaba el centavo del cuadrilátero, pues había estado proclamando su indiferencia acerca del hecho de que su moneda pudiera significar una tumba abierta. Exhibía ante todo el mundo el centavo marcado gastando bromas acerca de lo que pensaba hacer con los cien mil pesos, pero en la mañana del último día perdió el valor y depositó el centavo en el pote de una ciega que pedía limosna cerca de su casa.
Luego explicó a voces que había perdido el centavo por un agujero del bolsillo en que lo guardaba.
Se sabía también quién era el dueño del centavo del círculo. Un joven camarero de esos de sonrisa rápida que los clientes gustan ver al otro lado del mostrador, había encontrado el centavo, mostrándose satisfecho por su buena suerte.
—Enrique Simonetti tiene el centavo del círculo —se decía la gente—. Ojalá el muchacho obtenga el viaje alrededor del globo. Es una vergüenza que un chico como él tenga que verse encerrado en una ciudad tan asquerosa como esta.
Por fin se supo quién tenía el centavo con la cruz.
—¡El pobre Pavero! La muerte será un bien para él. Asombra que no se haya ya pegado un tiro. Debe de ser porque no tiene valor.
El hombre del centavo de la cruz sonreía amargamente.
—Ojalá este maldito centavo signifique lo que todos creen —confirmó a un amigo.
Por fin, el tan esperado día llegó. Una gran multitud se reunió ante la redacción del periódico para ver a los tres poseedores de los centavos mostrando a Ocampo sus monedas marcadas. En bien de los curiosos, y para que todos pudieran asistir al acto, el director se entrevistó con los poseedores de los centavos en plena calle.
La edición de la noche apareció con las fotografías de los tres agraciados, y debajo de ellas su nombre y dirección. Además, también figuraba la marca del centavo.
En la mañana del 22, la anciana ciega se hallaba sentada en su habitual esquina recordando las emociones del día anterior cuando la llevaron a cierto sitio donde le preguntaron su nombre y dirección, turbándola tanto que estuvo a punto de echarse a llorar.
—¡Déjenme sola! —sollozó—. Yo no pido más que el dinero suficiente para seguir viviendo.
Entonces le explicaron algo acerca de un centavo marcado que fue encontrado entre sus limosnas, y le aclararon el peligro que corría, Al fin la dejaron volver a su sitio habitual.
Y mientras permanecía sentada allí, notó que algo le caía sobre la falda. Lo cogió y comprendió que era un sobre. Llamó entonces a un transeúnte, pidiéndole:
—¿Quiere hacer el favor de abrir esto y leérmelo? ¿Es una carta?
El aludido rompió el sobre y frunció el ceño.
—Es una nota —explicó—. Está escrita a máquina y no lleva firma. Dice... ¡Dios mío! Dice: Los cuatro extremos del mundo son exactamente iguales. Y... ¡Vea esto! ¡Oh, perdone; olvidaba que usted es...! Se trata de un pasaje para dar la vuelta al mundo. ¡Oiga! ¿No tenía usted uno de los centavos marcados?
La ciega asintió sombríamente.
—Sí, dicen que era el del cuadrilátero —suspiró débilmente—. Tenía la esperanza de que fuese el dinero o... lo otro. Así no hubiera tenido que volver a pedir limosna.
—Bueno, aquí tiene el pasaje—. El transeúnte se lo tendió vacilante—. ¿No lo quiere? —siguió, viendo que la ciega no hacía el menor movimiento para cogerlo.
—No. ¿Para qué me serviría?
Dominada por súbita rabia, cogió el pasaje y lo rompió en mil pedazos.
Casi a la misma hora, Carlos Rivero recibía de manos del cartero un abultado sobre. Al descubrir el matasellos local frunció el ceño. Su amigo Velaz estaba junto a él más pálido que el propio Rivero.
—¡Ábrelo! —urgió—. ¡Léelo! ¡No; no lo abras! ¡Estoy asustado! Es terrible moverse sin saber de dónde vendrá el golpe.
Rivero soltó una macabra risita y rasgó el sobre.
—Es mi mejor aventura en muchos años, Velaz —declaró—. ¡Estoy contento! Será una cosa rápida, sin dolor, seguramente.
Vació sobre la mesa, el contenido del sobre y empezó a reír convulsiva y horriblemente.
Su amigo contempló el montón de billetes de banco de mil pesos. Nuevos, crujientes, como jamás los había visto.
—¡El dinero! ¡He ganado los cien mil pesos, Velaz! ¡Es increíble!
Se interrumpió para coger un papel amarillo que asomaba entre los billetes.
—La riqueza es la cruz más pesada que ha de llevar el hombre —leyó en voz alta—. No tiene sentido... ¿Riqueza? Entonces la cruz significaba dinero.
La risa de Rivero estalló infernal, salvaje, loca.
—Quienquiera que sea ese tipo, hay que reconocer que es listo. ¡Qué hermosa ironía, Velaz! La riqueza es una carga en vez de una bendición, cómo piensa la mayoría, Creo que en esto tiene razón. Pero me gustaría saber si conoce la parte más irónica de este suceso. Cien mil pesos para un hombre... roído por el cáncer. Bueno, Velaz, me queda un mes, o así, para gastar este dinero... Un mes más de sufrimientos y luego todo habrá terminado.
Su terrible risa se elevó de nuevo y al fin su amigo tuvo que llevarse las manos a los oídos para ahogar aquel terrible sonido.
Pero lo más extraño de todo fue la muerte de Enrique Simonetti. Poco después de mediodía encontró sobre el mostrador del bar un paquete dirigido a él. Ansiosamente quitó el papel que lo envolvía. A su alrededor se agruparon unos diez o doce amigos.
Una curiosa caja de plata apareció al fin. El joven apretó un resorte y la caja se abrió. Unos segundos después, la expresión del camarero se hizo muy extraña y, silenciosamente, cayó al suelo.
La subsiguiente investigación policíaca solo reveló que el joven Simonetti había sido envenenado con crotalín —veneno de serpiente— inyectado por medio de una agujita disimulada en el resorte, y que penetró en la sangre a través del pulgar de la mano derecha, cuando este abrió la caja.
Esto y la nota escrita a máquina fue lo único que se encontró en la caja, que por lo demás estaba vacía.
La vida termina donde empezó... en ningún sitio.
Esto fue todo lo que se descubrió como explicación de la muerte del camarero. Ningún detalle más aclaró el misterioso concurso de los tres centavos marcados... que seguramente siguen circulando de mano en mano.