Literatura de kevin james anderson
maquillaje especial (relato)
El operador de la segunda cámara corrió a coger la tablilla. Alguien gritó: —¡Silencio en el plato! ¡A callar todo el mundo! Tres de los extras tosieron a la vez: —El hombre lo
maquillaje especial (relato)
El operador de la segunda cámara corrió a coger la tablilla. Alguien gritó:
—¡Silencio en el plato! ¡A callar todo el mundo!
Tres de los extras tosieron a la vez:
—El hombre lobo en Casablanca, escena veintitrés. ¿Todo listo para la escena veintitrés?
El operador de la segunda cámara sostenía en alto la tablilla.
—Ejem… —El director, Riño Derwell, aspiró el humo de su cigarrillo largo en una boquilla de marfil, exactamente igual a la que se suponía que debían tener todos los directores famosos—. ¡Me gustaría empezar el rodaje de hoy en algún momento del día de hoy! ¿Creéis que es pedir demasiado? ¿Dónde diablos está Lance?
El encargado de la jirafa hizo oscilar su micrófono de un lado a otro; los extras del escenario del night club se revolvieron nerviosos en sus asientos. El cámara se bebió de golpe una taza de café frío, haciendo un ruido similar al de una ventosa al aspirar las cañerías de un baño.
—Bueno, Lance está todavía, este…, maquillándose —dijo la supervisora del script.
—¡Cristo! ¿Puede explicarme alguien cómo voy a rodar esta película sin la estrella? Se suponía que tenía que estar listo hace media hora. Id a decirle a Zoltán que se dé prisa… Esto es una película de terror, no la Mona Lisa.
Derwell murmuró entre dientes lo encantado que estaba de pensar que el gitano encargado del maquillaje iba a dejar el rodaje dentro de uno o dos días; entonces podrían contratar a alguien que no se considerara a sí mismo un perfeccionista. El ayudante del director salió corriendo, tropezó con el equipo de sonido y se enredó en los cables sueltos del suelo.
El decorado en el que se encontraban simulaba un night club exótico, con falsas paredes de adobe encalado, plantas tropicales en macetas y azulejos adornados con garabatos de aspecto arábigo. El piano situado en el centro del escenario, frente a la barra del bar, aparecía solitario bajo los focos a la espera de la estrella del filme, Lance Chandler. El estudio se abrasaba literalmente con el calor del verano. Los grandes ventiladores eléctricos tenían que desconectarse para el rodaje y los ventiladores de hélice del techo del falso night club aspiraban el humo de los cigarrillos y lo convertían en un torbellino gris que giraba por encima de las cabezas de los extras y les obligaba a toser incluso cuando tenían que guardar silencio.
Riño Derwell consultó de nuevo su reloj de pulsera de oro. Se lo había comprado muy barato a un hombre en un callejón, pero el orgullo no le permitía admitir que lo habían timado, ni siquiera después de que el reloj dejara de funcionar. Derwell no necesitaba que el reloj le dijera que iba muy retrasado en el rodaje, que se había excedido mucho en el presupuesto, y que había rebasado los límites de su paciencia.
Iba a tardar el día entero en rodar escasos segundos de una secuencia casi acabada.
—Dios, odio estas secuencias de transformación. ¿Por qué necesitan los espectadores verlo todo? ¿No tienen imaginación? —murmuró—. Quizá debería dedicarme a las comedias románticas. ¡Al menos allí nadie exige verlo todo!
—¡Oh, Dios mío! ¡No, por favor! ¡Otra vez, no! ¡ AHORA no! —Lance no podía ver la expresión de horror que esperaba que reflejara su rostro.
—Tiene que dejar de moverse, señor Lance. Iríamos mucho más deprisa.
Zoltán se echó atrás con un gran pincel de maquillaje en la mano e inspeccionó su trabajo. Sus palabras estaban marcadas por un fuerte acento centroeuropeo.
—Bueno, tengo que ensayar mi papel. Este condenado maquillaje dura tanto condenado tiempo que se me olvida el condenado papel cuando llega el momento del rodaje. ¿Tengo que decir «¡No dejen que me ocurra aquí!» en esta escena? Páseme el guion.
—No, señor Lance. Esa frase viene mucho después. Lo que sigue es: «¡Oh, no! ¡Me estoy transformando!».
Zoltán pintó unas sombras bajo los ojos de Lance. Este había de ser solo el primer paso de la transformación, pero era preciso acentuar las sugerencias. En las manos rugosas de Zoltán sobresalían las venas azuladas, pero sus dedos tenían la firmeza de la roca mientras trabajaba absorto en cada detalle.
—¿Cómo sabe usted mi papel?
—Llámelo intuición gitana, señor Lance… O tal vez la causa sea que llevo una semana oyéndole ensayarlo todas las mañanas, durante la sesión de maquillaje. Las frases han quedado grabadas a fuego en mi cerebro, como una maldición gitana.
Lance dirigió una mirada malhumorada al arrugado vejestorio, con su camisa azul celeste y su bata manchada de diversos colores. Los dedos huesudos de Zoltán tenían un instinto real para el maquillaje, para cambiar el aspecto de cualquier actor. Pero el trabajo se prolongaba durante horas.
Lance Chandler tenía confianza suficiente en su propia presencia en pantalla para atreverse con cualquier película, por estúpido que le hiciera aparecer el maquillaje. Su mandíbula cuadrada, sus facciones finas y su aspecto impecable hacían de él el perfecto modelo del héroe ciento por ciento americano. Ahora que estaban en guerra contra Alemania y Japón, los Estados Unidos necesitaban la fortaleza de héroes como él para mantener alta la moral de la población. Además, al trabajar para películas de propaganda bélica cumplía con sus deberes patrióticos sin necesidad de ir a lugares donde se corría el riesgo de recibir un tiro. La sangre de jarabe de maíz y las balas de fogueo eran toda la experiencia que deseaba para sí de la violencia de la vida real.
Lance se sentía especialmente orgulloso de su interpretación en Tarzán contra el Tercer Reich. Aunque se trataba de un papel con muy poco texto, la furia animal de su rostro y su cuerpo tenso y reluciente de aceite habían bastado para exterminar un regimiento entero de tropas selectas de Hitler, incluido uno de los carros de combate en el desierto de Rommel (la razón exacta por la que uno de los vehículos del desierto de Rommel aparecía en medio de las profundidades de la jungla africana era una cuestión a la que solo podría haber contestado adecuadamente el guionista).
Craig Corwyn el exterminador de submarinos, que iba a estrenarse el mes próximo como inicio de una nueva serie, podría elevar a Lance al primer plano de la popularidad. El héroe de la historia, el bravo Craig Corwyn, tenía la costumbre de lanzarse al mar desde la cubierta de su destructor aliado y bucear hasta hundir los submarinos nazis con sus solas manos, unas veces por el procedimiento de abrir las escotillas cuando estaban sumergidos y otras por el de desatornillar las planchas de acero del casco externo.
Pero ninguna de esas películas podía compararse a El hombre lobo en Casablanca. Bogart quedaría olvidado en una semana. La película llegaba en el momento óptimo y tenía un contenido emocional del que habían carecido los anteriores papeles de Lance. El país estaba esperando un nuevo héroe, fuerte y varonil, con un toque de animalidad impredecible y un corazón de oro (para no mencionar sus inquebrantables simpatías por la causa de los aliados).
El argumento trataba de un hombre lobo algo confuso pero patriota —él, Lance Chandler— que en el curso de sus vagabundeos llega a una Casablanca ocupada por los alemanes. Allí causa tantos estragos como puede al enemigo, y también conoce a Brigitte, una hermosa combatiente de la Resistencia francesa que está pasando sus vacaciones en Marruecos. Brigitte resulta es a su vez una mujer lobo y Lance se enamora de ella. Incluso en el guion, la escena final en la que ambos aúllan desde lo alto de los tejados sobre un caos de tanques y artillería nazi destrozados hacía que Lance sintiera estremecimientos que le recorrían la espina dorsal. Si conseguía el tono interpretativo justo, el propio Hitler temblaría bajo las sábanas.
Zoltán añadió unos toques de plastilina a las mejillas y la frente de Lance, quejándose mientras trabajaba.
—Me hará el favor de no transpirar, señor Lance. Colocar el pelo es un trabajo delicado que requiere una superficie seca.
Lance se hundió en su butaca. Zoltán le recordaba al viejo gitano astuto de la película, el que con su maldición había convertido a su personaje en hombre lobo.
—¿Es que esta condenada secuencia de transformación va a durar todo el día? ¡Y yo ni siquiera voy a actuar después de los dos o tres primeros segundos! Tendido y callado, añadir más pelo, rodar unos cuantos fotogramas, otra vez tendido y callado y más pelo, y unos pocos fotogramas más. Con el calor que hace en el estudio. La plastilina quema y me destroza el cutis. El humo me escuece en los ojos. El pelo artificial pica.
Retorció el rostro de nuevo en la ensayada mueca de horror.
—¡Oh, Dios mío! ¡No, por favor! ¡Ahora no! Hum… ¡Ah, sí! ¡No dejen que me ocurra aquí! —Lance hizo una pausa y luego frunció el entrecejo—. Condenación, no es así. ¡Date prisa, Zoltán! Se me está olvidando el papel y estoy condenadamente harto de verte arrastrando los pies a mi alrededor. ¡Muévete!
Zoltán dejó caer el pincel de maquillar en el frasco de disolvente con sonoro tintineo. Colocó en jarras sus manos nervudas y miró irritado a Lance. La ardiente furia gitana de sus ojos oscuros era más expresiva que la de ningún villano que Lance hubiera contemplado en la pantalla de un cine.
—¡Usted me hace perder la paciencia, señor Lance! ¡Se acabó! ¡Puf! Ahora tendré que utilizar un atajo, un truco especial que solo yo conozco. ¡Tardaré apenas un minuto, pero haré de usted una estrella para siempre! Se lo garantizo. Ya no tendrá que sufrir por más tiempo mis fatigosos preparativos, ¡y yo tampoco tendré que sufrirle a usted! Las personas que están rodando la nueva película de Frankenstein en el plato diecisiete sabrán sin duda apreciar mi trabajo.
Lance parpadeó, atónito ante la furia del viejo gitano, pero dispuesto a aprovechar cualquier oportunidad que le permitiera salir de una vez del remolque del maquillador. Solo oyó las palabras «… haré de usted una estrella para siempre; se lo garantizo».
—¡Bien, pues hágalo, Zoltán! Tengo mucho trabajo por delante. El gran Lon Chaney nunca tuvo que sufrir estos retrasos, el se encargaba de su propio maquillaje. Mis espectadores están ansiosos por ver el nuevo significado que puedo aportar a la figura del hombre lobo.
—No les decepcionará, señor Lance.
Sin más preámbulos, Zoltán arrancó el fino pelaje que había aplicado ya con plastilina.
—No necesitará esto —masculló, y al aullar Lance por la brusquedad con que se había desprendido el preparado de su piel, añadió—: Es muy bueno el grito que ha conseguido, señor Lance. Parece realmente un hombre lobo.
Lance contestó con un gruñido.
Zoltán se puso a revolver el interior de una gran caja de cartón, colocada en un rincón de su abarrotado remolque; extrajo de ella un polvoriento frasco de cristal y desenroscó la tapadera metálica herrumbrada. En el interior había un líquido marrón de aspecto aceitoso, que se agitaba y enviaba a la superficie burbujas verdes. El anciano metió dos dedos en el mejunje y los sacó pringosos de líquido.
—¿Qué es? Puah, eso huele a… —Lance intentó apartarse, pero Zoltán le plantó los dedos en la mejilla y empezó a extender el líquido.
—Posiblemente no pueda identificar el olor, señor Lance, porque no sabe usted los ingredientes que he utilizado. Y seguramente no desea saberlo…, porque en ese caso le repugnaría que se lo aplicara por toda la cara.
Zoltán tomó de nuevo el frasco y sacó otra vez los dedos untados de líquido, que empezó ahora a extender por la frente de Lance.
—¡Uf! ¿Ha sacado eso de la cafetería del estudio? —Lance sentía un hormigueo en la piel, como si el líquido empezara a calar—. ¡Aj, mi cutis!
—Si le produce granos, siempre puede decir que se trata de un sacrificio hecho por su personaje. Les ocurre a todos los grandes actores. —Zoltán apartó la mano, y Lance observó que los dedos del anciano estaban limpios—. Se acabó. Está todo absorbido.
Volvió a enroscar la tapadera del frasco y lo depositó de nuevo en la caja de cartón. Lance tomó un pequeño espejo, esperando ver el efecto de su tan ensayada expresión de horror en un rostro cubierto de pelo, pero no había el menor signo de maquillaje.
—¿Qué ha pasado con el mejunje? Todavía apesta.
—Es un maquillaje especial. Funcionará cuando lo necesite.
La puerta se abrió y el ayudante de dirección mostró su carota roja jadeante.
—¡Lance, el señor Derwell quiere que te presentes inmediatamente en el plato! ¡Pronto! Tenemos que empezar a rodar.
Zoltán le dio un leve codazo en el hombro.
—He acabado con usted, señor Lance.
Lance se puso en pie, intentando no parecer perplejo para que Zoltán no pudiera reírse a sus expensas.
—Pero no veo ningún…
El viejo gitano sonreía con malicia.
—No necesita preocuparse por eso. Creo que la expresión que utiliza usted habitualmente en estos casos es: «Duro y a por ellos».
Lance se sentó al piano del night club e hizo chascar sus nudillos. Los extras y el resto de los actores ocuparon sus sitios. Por encima del plato pudo oír a los hombres subidos en las pasarelas que colocaban filtros azules sobre las luces para simular una noche de luna llena.
—¿Estás listo ahora, Lance? —dijo el director, colocando otro cigarrillo en su boquilla de marfil—. ¿O piensas que podemos hacer una pausa de otra hora más para tomarnos un café?
—No es necesario, señor Derwell, estoy listo. Cuando a usted le parezca, ¿vale? —Y acabó con un gruñido para mostrar su buena disposición.
—¡Todo el mundo a sus puestos!
Lance recorrió con los dedos el teclado del piano, «acariciando los viejos marfiles» como dicen los auténticos pianistas. No produjo ningún sonido. Por supuesto, Lance no sabía dar una sola nota, de modo que los encargados del utillaje cortaron las cuerdas del piano dejando al instrumento en misericordioso silencio, a pesar de todo el entusiasmo que pudiera poner Lance en aporrearlo. Luego, en la fase de posproducción, añadirían a la banda de sonido la hermosa melodía del piano.
—El hombre lobo en Casablanca, escena veintitrés, toma Primera.
La tablilla chascó.
—¡Acción! —gritó Derwell.
Se encendieron los focos, iluminando con intensa luz blanca el decorado. Lance se irguió ante el piano y empezó a canturrear y a hacer como que pulsaba las teclas.
En esta escena, el hombre lobo aceptaba un empleo de pianista en el night club donde había conocido a Brigitte, la combatiente francesa de la Resistencia en vacaciones. Mientras toca «As Time Goes By», el personaje de Lance levanta la vista y ve brillar la luna llena a través de una claraboya del local. Para no tener que interrumpir la filmación, Derwell había planeado tomar a Lance, ya maquillado, de espaldas mientras tocaba el piano, y no mostrar su rostro hasta que se suponía que había comenzado la transformación. Pero ahora Lance se presentaba sin ningún maquillaje visible… Se preguntó qué sucedería cuando Derwell se diera cuenta, pero no obstante se sumergió en su interpretación. Era problema de Zoltán, no suyo.
En el momento señalado, Lance se inmovilizó ante el teclado y forzó a sus dedos a temblar, mientras los miraba fijamente. En la banda de sonido, la música se detendría en mitad de una frase. La falsa luz de luna iluminó su rostro. Lance compuso su mejor expresión de horror.
—¡Oh, Dios mío! ¡No, por favor! ¡Otra vez no! ¡No dejes que ocurra AQUÍ!!! —Lance encogió los hombros, se deslizó a un lado y se derrumbó elegante y espectacularmente desde lo alto de la banqueta del piano.
A una señal, uno de los extras gritó. El camarero dejó caer un vaso, que se hizo añicos contra los baldosines.
En el suelo, Lance no podía dejar de estremecerse. Parecía que todo su cuerpo se estaba volviendo del revés. ¡Realmente había conseguido meterse dentro del papel! La cara y las manos le picaban, le ardían. Los dedos se engarfiaban, apretaba los puños, se sentía presa de una terrible angustia. La sentía realmente. Dejó escapar un gemido…, y tardó unos instantes en darse cuenta de que no estaba incluido en su papel.
Detrás de las cámaras, Lance podía ver a Riño Derwell gesticular encantado y mostrar sus pulgares en alto en silenciosa admiración por la actuación de Lance.
—¡Corten!
Lance procuró quedarse quieto. Tendrían que añadir la siguiente capa de pelo y de maquillaje. Zoltán aparecería, añadiría un postizo a sus cejas y pintaría sus uñas de negro con betún para el calzado.
Pero Lance sintió que las uñas se le alargaban y aguzaban hasta adquirir la forma de garras. En el dorso de la mano le crecía pelo. Las mejillas le temblaban y le ardían. Las orejas parecían más largas y puntiagudas, y sobresalían de la parte posterior de su cabeza. La cara se estiraba y los colmillos asomaban fuera de su boca.
—¡No, esperen! —gritó Derwell a los cámaras—. ¡Sigan rodando! ¡Sigan rodando!
—¿Has visto eso? —dijo el ayudante del director.
Lance intentó decir algo, pero solo pudo gruñir. Su cuerpo se puso rígido, a punto de estallar de ira. Le resultaba difícil concentrarse, pero alguna parte de su mente sabía lo que tenía que hacer. Después de todo, se había estudiado el guion.
Mientras se revolcaba por el suelo de la pista de baile del night club, Lance tironeó hasta que sus abultados músculos lupinos le reventaron las ropas. Con un rugido y un chorro de saliva salido de sus mandíbulas armadas de fuertes colmillos golpeó el taburete del piano hasta hacerlo astillas y lo lanzó a un lado.
Cuatro de los extras gritaron, a pesar de que nadie les había dado la señal para hacerlo.
Lance levantó en vilo el enorme piano mudo y lo arrojó a un lado. Las cuerdas cortadas del piano produjeron un sonido ronco y discordante, como el de una vieja afónica que intentara cantar. El barman se irguió, sacó una pistola y disparó cuatro veces en rápida sucesión, pero se trataba solo de cartuchos de fogueo, ni siquiera plata de fogueo. Lance dio un manotazo a la pistola, cogió al barman por el brazo y lo proyectó al otro lado del escenario, donde aterrizó en una convincente pose de hombre a quien han dejado sin sentido.
Lance Chandler se irguió bajo los focos, en el círculo azul que simulaba la luz filtrada por la luna llena, y lanzó un aullido de lobo tan perfecto que todo el mundo huyó aterrorizado del plato.
—¡Corten! ¡Corten! ¡Lance, es magnífico! —Derwell aplaudió entusiasmado.
Los focos se apagaron, dejando el decorado en ruinas bajo la iluminación normal en el estudio. Lance cayó al suelo, exhausto. Su cara se plegó y se contrajo, las orejas volvieron a su tamaño normal, la garganta seguía dolorida después del largo aullido pero los colmillos habían desaparecido dentro de la boca. Se llevó las manos a las mejillas, pero todo el pelo anormal había desaparecido.
Derwell corrió al escenario y le dio unas palmadas en la espalda.
—¡Ha sido increíble! ¡Un trabajo digno de un Oscar!
El viejo Zoltán lo observaba desde un rincón del plato, sonriente. Sus ojos oscuros brillaban. Derwell se volvió hacia el gitano y le aplaudió también.
—¡Maravilloso, Zoltán! No puedo creerlo. ¿Cómo has conseguido hacerlo?
Zoltán se encogió de hombros, pero su sonrisa desdentada se amplió.
—Maquillaje especial —dijo—. Un secreto gitano. Me alegra que haya funcionado. —Dio media vuelta y se dirigió hacia la salida de los estudios.
—¿Crees realmente que mi actuación se ha merecido un Óscar? —preguntó Lance.
Los demás actores saludaron a Lance con cierto temor; algunos le rehuyeron decididamente. La actriz que representaba el papel de Brigitte mantuvo la mirada fija en él, con las cejas alzadas en una expresión sugestiva. Derwell, después de filmar una toma perfecta de la secuencia de transformación, que él había previsto necesitaría varias, ordenó al personal auxiliar que reparara los daños causados por el hombre lobo, a fin de rodar de inmediato la gran escena de amor, como compensación para todos.
Zoltán no despegó los labios mientras aplicaba una espesa capa de pomada al rostro de Lance y rociaba sus cabellos con fijador. Lance ignoraba cómo había conseguido Zoltán su transformación, pero prefería no hacer preguntas. ¡Derwell había dicho que su actuación se merecía un Óscar! Se limitó a sonreírle y se concentró en la escena del beso a Brigitte. Lance siempre se las arreglaba para que las escenas con besos exigieran varias tomas. Disfrutaba de su trabajo y lo mismo (sin duda) les ocurría a sus compañeras de reparto femeninas.
Zoltán pintó con un lápiz de labios de un tono rojo oscuro la boca de Brigitte y luego aplicó una gruesa capa especial de cera para que la pintura no se corriera durante la apasionada escena.
—Muy bien —dijo Derwell, yendo a sentarse en la silla de tijera del director—; vosotros, empezad a miraros y a poner ojos dulces. ¡Todo el mundo a sus puestos!
Zoltán empaquetó su instrumental y se marchó del estudio. Dijo adiós al director, pero Derwell se limitó a hacerle un gesto distraído.
Lance miró fijamente a los ojos de Brigitte, luego movió las cejas en lo que esperaba resultara una invitación irresistible. Había poco diálogo en esta escena; él solo tenía que gruñir en tono bajo de cuando en cuando, y decir «Sí, amor mío» durante el beso.
Brigitte le miraba a su vez, parpadeando e incitándole con los grandes iris castaños de sus ojos.
—El hombre lobo en Casablanca, escena treinta y nueve, toma primera.
Lance inspiró profundamente a fin de que el beso pudiera prolongarse más tiempo.
—¡Acción!
Los focos iluminaron la escena.
En silencio, Brigitte y él se sonrieron; en la banda sonora se escucharía en aquel momento música romántica. Se inclinaron el uno hacia el otro. Ella tembló con emoción apenas contenida y, después de tomar aliento, dijo con un provocativo y seductor acento francés:
—Eres el tipo de hombre que siempre he buscado, el compañero de mis sueños. Bésame. Quiero que me beses.
Él se inclinó más hacia ella.
—Sí, amor mío.
Notaba como si sus articulaciones se hubieran convertido en agua helada. La piel le ardía y le cosquilleaba. La besó, apretándola contra su cuerpo y sintiendo que su pasión ascendía hasta un clímax incontrolable. Brigitte se apartó de un salto.
—¡Oh, Lance, me has mordido! —Y se llevó la mano a la gota de sangre que había aparecido en su labio.
Él sintió que sus manos se curvaban en forma de garras, las uñas se endurecían y ennegrecían, el pelo empezaba a brotar en todo su cuerpo. Intentó detener la transformación, pero ignoraba el modo de hacerlo. Cayó de espaldas.
—¡Oh, Dios mío! ¡No, por favor! ¡Otra vez no!
—¡No, Lance, no es en esta escena! —le susurró Brigitte.
Sus músculos se abultaban; el rostro se alargó hasta convertirse en un hocico largo y afilado, la garganta emitía rugidos y gruñidos. Miró a su alrededor en busca de algo que pudiera golpear. Brigitte gritó aunque el grito no estaba en el guion. Lance la empujó a un lado, arrancó de la maceta una de las palmeras ornamentales y la arrojó al otro lado del escenario.
—¡Corten! —gritó el director—. ¿Qué diablos ocurre? ¡No es más que una escena!
Los focos se apagaron. Lance sintió que el lobo se disolvía en su interior, dejándole sudoroso, jadeante y vestido con ropas que habían reventado por varios lugares embarazosos.
—¡Oye, Lance, no jodas, hombre! —dijo Derwell—. ¡Ve enseguida al guardarropa y consigue un traje nuevo, por el amor de Dios! Que alguien consiga otra planta y limpie este barullo. Traed el botiquín de primeros auxilios para el labio de Brigitte. ¡Vamos, a moverse todo el mundo! —Y Derwell sacudió la cabeza, desalentado—. ¿Por qué dejé escapar aquel contrato para hacer películas de propaganda para la Armada?
En lugar de dirigirse al guardarropa, Lance corrió al remolque del maquillaje de Zoltán. No sabía cómo iba a discutir con el gitano, pero si todos los demás argumentos fallaban, siempre le quedaba el recurso de noquear al vejestorio con un buen gancho al estilo de Craig Corwyn, el exterminador de submarinos.
Sin embargo, cuando llamó con los nudillos a la endeble puerta, esta se abrió de par en par. Había un papel colgado de una cuerda sujeta al picaporte. En la temblorosa caligrafía de Zoltán, leyó: ADIÓS, COMPAÑEROS, ES EL MOMENTO DE PARTIR. MI SANGRE GITANA LO RECLAMA.
Lance entró en el remolque.
—¡Vamos, Zoltán, sé que estás ahí!
Pero en verdad no sabía tal cosa y, de hecho, el interior del remolque estaba completamente vacío. Las botellas habían desaparecido de los estantes; los pinceles, las prótesis de látex, todo había sido empaquetado y sacado de allí. Zoltán también se había llevado la vieja caja de cartón del rincón, la que contenía el frasco de maquillaje especial para Lance.
En la silla del maquillaje, Lance encontró una sola hoja de papel dirigida a su nombre. La cogió y se quedó mirándola fijamente, moviendo los labios mientras leía.
«Señor Lance,
»Puede que mi preparado casero pierda su virtud con el paso del tiempo, como pronto descubrirá usted mismo con un poco de paciencia, o puede que no. Yo no lo sé.
Siempre he tenido miedo de utilizar mi maquillaje especial, hasta que le conocí a usted.
»No intente buscarme. Me he ido con el equipo de Frankenstein en las grandes llanuras, que se filmará en escenarios naturales, en Iowa. Estaré fuera por algún tiempo. El director Derwell me despidió, para ahorrarse tiempo y dinero. Pero no se preocupe, señor Lance, ya no volverá a necesitar que le maquillen.
»Le prometí que le convertiría en una estrella. Ahora, cada vez que iluminen su rostro los focos del rodaje, se transformará en un hombre lobo. Sin la menor duda, le contratarán en todas las películas de hombres lobo que se produzcan a partir de ahora. ¿Cómo iban a negarse?
»P. S.: ¡Hay que esperar que los hombres lobo no sean una moda pasajera! Ya sabe usted lo caprichosos que son los espectadores».
Lance Chandler arrugó el papel y luego volvió a alisarlo para poder romperlo en mil pedazos y, en esta ocasión, no necesitó la furia de ningún hombre lobo para hacerlo.
Se quedó mirando el remolque vacío del maquillaje, sintiendo que también su carrera había quedado rota en mil pedazos. No habría más papeles de Tarzán ni excitantes aventuras de Craig Corwyn. Sus esperanzas, sus sueños yacían en ruinas y el grito de angustia que salió de su garganta sonó como el lastimero aullido de un lobo.
—¡Me han encasillado!
—¡Silencio en el plato! ¡A callar todo el mundo!
Tres de los extras tosieron a la vez:
—El hombre lobo en Casablanca, escena veintitrés. ¿Todo listo para la escena veintitrés?
El operador de la segunda cámara sostenía en alto la tablilla.
—Ejem… —El director, Riño Derwell, aspiró el humo de su cigarrillo largo en una boquilla de marfil, exactamente igual a la que se suponía que debían tener todos los directores famosos—. ¡Me gustaría empezar el rodaje de hoy en algún momento del día de hoy! ¿Creéis que es pedir demasiado? ¿Dónde diablos está Lance?
El encargado de la jirafa hizo oscilar su micrófono de un lado a otro; los extras del escenario del night club se revolvieron nerviosos en sus asientos. El cámara se bebió de golpe una taza de café frío, haciendo un ruido similar al de una ventosa al aspirar las cañerías de un baño.
—Bueno, Lance está todavía, este…, maquillándose —dijo la supervisora del script.
—¡Cristo! ¿Puede explicarme alguien cómo voy a rodar esta película sin la estrella? Se suponía que tenía que estar listo hace media hora. Id a decirle a Zoltán que se dé prisa… Esto es una película de terror, no la Mona Lisa.
Derwell murmuró entre dientes lo encantado que estaba de pensar que el gitano encargado del maquillaje iba a dejar el rodaje dentro de uno o dos días; entonces podrían contratar a alguien que no se considerara a sí mismo un perfeccionista. El ayudante del director salió corriendo, tropezó con el equipo de sonido y se enredó en los cables sueltos del suelo.
El decorado en el que se encontraban simulaba un night club exótico, con falsas paredes de adobe encalado, plantas tropicales en macetas y azulejos adornados con garabatos de aspecto arábigo. El piano situado en el centro del escenario, frente a la barra del bar, aparecía solitario bajo los focos a la espera de la estrella del filme, Lance Chandler. El estudio se abrasaba literalmente con el calor del verano. Los grandes ventiladores eléctricos tenían que desconectarse para el rodaje y los ventiladores de hélice del techo del falso night club aspiraban el humo de los cigarrillos y lo convertían en un torbellino gris que giraba por encima de las cabezas de los extras y les obligaba a toser incluso cuando tenían que guardar silencio.
Riño Derwell consultó de nuevo su reloj de pulsera de oro. Se lo había comprado muy barato a un hombre en un callejón, pero el orgullo no le permitía admitir que lo habían timado, ni siquiera después de que el reloj dejara de funcionar. Derwell no necesitaba que el reloj le dijera que iba muy retrasado en el rodaje, que se había excedido mucho en el presupuesto, y que había rebasado los límites de su paciencia.
Iba a tardar el día entero en rodar escasos segundos de una secuencia casi acabada.
—Dios, odio estas secuencias de transformación. ¿Por qué necesitan los espectadores verlo todo? ¿No tienen imaginación? —murmuró—. Quizá debería dedicarme a las comedias románticas. ¡Al menos allí nadie exige verlo todo!
—¡Oh, Dios mío! ¡No, por favor! ¡Otra vez, no! ¡ AHORA no! —Lance no podía ver la expresión de horror que esperaba que reflejara su rostro.
—Tiene que dejar de moverse, señor Lance. Iríamos mucho más deprisa.
Zoltán se echó atrás con un gran pincel de maquillaje en la mano e inspeccionó su trabajo. Sus palabras estaban marcadas por un fuerte acento centroeuropeo.
—Bueno, tengo que ensayar mi papel. Este condenado maquillaje dura tanto condenado tiempo que se me olvida el condenado papel cuando llega el momento del rodaje. ¿Tengo que decir «¡No dejen que me ocurra aquí!» en esta escena? Páseme el guion.
—No, señor Lance. Esa frase viene mucho después. Lo que sigue es: «¡Oh, no! ¡Me estoy transformando!».
Zoltán pintó unas sombras bajo los ojos de Lance. Este había de ser solo el primer paso de la transformación, pero era preciso acentuar las sugerencias. En las manos rugosas de Zoltán sobresalían las venas azuladas, pero sus dedos tenían la firmeza de la roca mientras trabajaba absorto en cada detalle.
—¿Cómo sabe usted mi papel?
—Llámelo intuición gitana, señor Lance… O tal vez la causa sea que llevo una semana oyéndole ensayarlo todas las mañanas, durante la sesión de maquillaje. Las frases han quedado grabadas a fuego en mi cerebro, como una maldición gitana.
Lance dirigió una mirada malhumorada al arrugado vejestorio, con su camisa azul celeste y su bata manchada de diversos colores. Los dedos huesudos de Zoltán tenían un instinto real para el maquillaje, para cambiar el aspecto de cualquier actor. Pero el trabajo se prolongaba durante horas.
Lance Chandler tenía confianza suficiente en su propia presencia en pantalla para atreverse con cualquier película, por estúpido que le hiciera aparecer el maquillaje. Su mandíbula cuadrada, sus facciones finas y su aspecto impecable hacían de él el perfecto modelo del héroe ciento por ciento americano. Ahora que estaban en guerra contra Alemania y Japón, los Estados Unidos necesitaban la fortaleza de héroes como él para mantener alta la moral de la población. Además, al trabajar para películas de propaganda bélica cumplía con sus deberes patrióticos sin necesidad de ir a lugares donde se corría el riesgo de recibir un tiro. La sangre de jarabe de maíz y las balas de fogueo eran toda la experiencia que deseaba para sí de la violencia de la vida real.
Lance se sentía especialmente orgulloso de su interpretación en Tarzán contra el Tercer Reich. Aunque se trataba de un papel con muy poco texto, la furia animal de su rostro y su cuerpo tenso y reluciente de aceite habían bastado para exterminar un regimiento entero de tropas selectas de Hitler, incluido uno de los carros de combate en el desierto de Rommel (la razón exacta por la que uno de los vehículos del desierto de Rommel aparecía en medio de las profundidades de la jungla africana era una cuestión a la que solo podría haber contestado adecuadamente el guionista).
Craig Corwyn el exterminador de submarinos, que iba a estrenarse el mes próximo como inicio de una nueva serie, podría elevar a Lance al primer plano de la popularidad. El héroe de la historia, el bravo Craig Corwyn, tenía la costumbre de lanzarse al mar desde la cubierta de su destructor aliado y bucear hasta hundir los submarinos nazis con sus solas manos, unas veces por el procedimiento de abrir las escotillas cuando estaban sumergidos y otras por el de desatornillar las planchas de acero del casco externo.
Pero ninguna de esas películas podía compararse a El hombre lobo en Casablanca. Bogart quedaría olvidado en una semana. La película llegaba en el momento óptimo y tenía un contenido emocional del que habían carecido los anteriores papeles de Lance. El país estaba esperando un nuevo héroe, fuerte y varonil, con un toque de animalidad impredecible y un corazón de oro (para no mencionar sus inquebrantables simpatías por la causa de los aliados).
El argumento trataba de un hombre lobo algo confuso pero patriota —él, Lance Chandler— que en el curso de sus vagabundeos llega a una Casablanca ocupada por los alemanes. Allí causa tantos estragos como puede al enemigo, y también conoce a Brigitte, una hermosa combatiente de la Resistencia francesa que está pasando sus vacaciones en Marruecos. Brigitte resulta es a su vez una mujer lobo y Lance se enamora de ella. Incluso en el guion, la escena final en la que ambos aúllan desde lo alto de los tejados sobre un caos de tanques y artillería nazi destrozados hacía que Lance sintiera estremecimientos que le recorrían la espina dorsal. Si conseguía el tono interpretativo justo, el propio Hitler temblaría bajo las sábanas.
Zoltán añadió unos toques de plastilina a las mejillas y la frente de Lance, quejándose mientras trabajaba.
—Me hará el favor de no transpirar, señor Lance. Colocar el pelo es un trabajo delicado que requiere una superficie seca.
Lance se hundió en su butaca. Zoltán le recordaba al viejo gitano astuto de la película, el que con su maldición había convertido a su personaje en hombre lobo.
—¿Es que esta condenada secuencia de transformación va a durar todo el día? ¡Y yo ni siquiera voy a actuar después de los dos o tres primeros segundos! Tendido y callado, añadir más pelo, rodar unos cuantos fotogramas, otra vez tendido y callado y más pelo, y unos pocos fotogramas más. Con el calor que hace en el estudio. La plastilina quema y me destroza el cutis. El humo me escuece en los ojos. El pelo artificial pica.
Retorció el rostro de nuevo en la ensayada mueca de horror.
—¡Oh, Dios mío! ¡No, por favor! ¡Ahora no! Hum… ¡Ah, sí! ¡No dejen que me ocurra aquí! —Lance hizo una pausa y luego frunció el entrecejo—. Condenación, no es así. ¡Date prisa, Zoltán! Se me está olvidando el papel y estoy condenadamente harto de verte arrastrando los pies a mi alrededor. ¡Muévete!
Zoltán dejó caer el pincel de maquillar en el frasco de disolvente con sonoro tintineo. Colocó en jarras sus manos nervudas y miró irritado a Lance. La ardiente furia gitana de sus ojos oscuros era más expresiva que la de ningún villano que Lance hubiera contemplado en la pantalla de un cine.
—¡Usted me hace perder la paciencia, señor Lance! ¡Se acabó! ¡Puf! Ahora tendré que utilizar un atajo, un truco especial que solo yo conozco. ¡Tardaré apenas un minuto, pero haré de usted una estrella para siempre! Se lo garantizo. Ya no tendrá que sufrir por más tiempo mis fatigosos preparativos, ¡y yo tampoco tendré que sufrirle a usted! Las personas que están rodando la nueva película de Frankenstein en el plato diecisiete sabrán sin duda apreciar mi trabajo.
Lance parpadeó, atónito ante la furia del viejo gitano, pero dispuesto a aprovechar cualquier oportunidad que le permitiera salir de una vez del remolque del maquillador. Solo oyó las palabras «… haré de usted una estrella para siempre; se lo garantizo».
—¡Bien, pues hágalo, Zoltán! Tengo mucho trabajo por delante. El gran Lon Chaney nunca tuvo que sufrir estos retrasos, el se encargaba de su propio maquillaje. Mis espectadores están ansiosos por ver el nuevo significado que puedo aportar a la figura del hombre lobo.
—No les decepcionará, señor Lance.
Sin más preámbulos, Zoltán arrancó el fino pelaje que había aplicado ya con plastilina.
—No necesitará esto —masculló, y al aullar Lance por la brusquedad con que se había desprendido el preparado de su piel, añadió—: Es muy bueno el grito que ha conseguido, señor Lance. Parece realmente un hombre lobo.
Lance contestó con un gruñido.
Zoltán se puso a revolver el interior de una gran caja de cartón, colocada en un rincón de su abarrotado remolque; extrajo de ella un polvoriento frasco de cristal y desenroscó la tapadera metálica herrumbrada. En el interior había un líquido marrón de aspecto aceitoso, que se agitaba y enviaba a la superficie burbujas verdes. El anciano metió dos dedos en el mejunje y los sacó pringosos de líquido.
—¿Qué es? Puah, eso huele a… —Lance intentó apartarse, pero Zoltán le plantó los dedos en la mejilla y empezó a extender el líquido.
—Posiblemente no pueda identificar el olor, señor Lance, porque no sabe usted los ingredientes que he utilizado. Y seguramente no desea saberlo…, porque en ese caso le repugnaría que se lo aplicara por toda la cara.
Zoltán tomó de nuevo el frasco y sacó otra vez los dedos untados de líquido, que empezó ahora a extender por la frente de Lance.
—¡Uf! ¿Ha sacado eso de la cafetería del estudio? —Lance sentía un hormigueo en la piel, como si el líquido empezara a calar—. ¡Aj, mi cutis!
—Si le produce granos, siempre puede decir que se trata de un sacrificio hecho por su personaje. Les ocurre a todos los grandes actores. —Zoltán apartó la mano, y Lance observó que los dedos del anciano estaban limpios—. Se acabó. Está todo absorbido.
Volvió a enroscar la tapadera del frasco y lo depositó de nuevo en la caja de cartón. Lance tomó un pequeño espejo, esperando ver el efecto de su tan ensayada expresión de horror en un rostro cubierto de pelo, pero no había el menor signo de maquillaje.
—¿Qué ha pasado con el mejunje? Todavía apesta.
—Es un maquillaje especial. Funcionará cuando lo necesite.
La puerta se abrió y el ayudante de dirección mostró su carota roja jadeante.
—¡Lance, el señor Derwell quiere que te presentes inmediatamente en el plato! ¡Pronto! Tenemos que empezar a rodar.
Zoltán le dio un leve codazo en el hombro.
—He acabado con usted, señor Lance.
Lance se puso en pie, intentando no parecer perplejo para que Zoltán no pudiera reírse a sus expensas.
—Pero no veo ningún…
El viejo gitano sonreía con malicia.
—No necesita preocuparse por eso. Creo que la expresión que utiliza usted habitualmente en estos casos es: «Duro y a por ellos».
Lance se sentó al piano del night club e hizo chascar sus nudillos. Los extras y el resto de los actores ocuparon sus sitios. Por encima del plato pudo oír a los hombres subidos en las pasarelas que colocaban filtros azules sobre las luces para simular una noche de luna llena.
—¿Estás listo ahora, Lance? —dijo el director, colocando otro cigarrillo en su boquilla de marfil—. ¿O piensas que podemos hacer una pausa de otra hora más para tomarnos un café?
—No es necesario, señor Derwell, estoy listo. Cuando a usted le parezca, ¿vale? —Y acabó con un gruñido para mostrar su buena disposición.
—¡Todo el mundo a sus puestos!
Lance recorrió con los dedos el teclado del piano, «acariciando los viejos marfiles» como dicen los auténticos pianistas. No produjo ningún sonido. Por supuesto, Lance no sabía dar una sola nota, de modo que los encargados del utillaje cortaron las cuerdas del piano dejando al instrumento en misericordioso silencio, a pesar de todo el entusiasmo que pudiera poner Lance en aporrearlo. Luego, en la fase de posproducción, añadirían a la banda de sonido la hermosa melodía del piano.
—El hombre lobo en Casablanca, escena veintitrés, toma Primera.
La tablilla chascó.
—¡Acción! —gritó Derwell.
Se encendieron los focos, iluminando con intensa luz blanca el decorado. Lance se irguió ante el piano y empezó a canturrear y a hacer como que pulsaba las teclas.
En esta escena, el hombre lobo aceptaba un empleo de pianista en el night club donde había conocido a Brigitte, la combatiente francesa de la Resistencia en vacaciones. Mientras toca «As Time Goes By», el personaje de Lance levanta la vista y ve brillar la luna llena a través de una claraboya del local. Para no tener que interrumpir la filmación, Derwell había planeado tomar a Lance, ya maquillado, de espaldas mientras tocaba el piano, y no mostrar su rostro hasta que se suponía que había comenzado la transformación. Pero ahora Lance se presentaba sin ningún maquillaje visible… Se preguntó qué sucedería cuando Derwell se diera cuenta, pero no obstante se sumergió en su interpretación. Era problema de Zoltán, no suyo.
En el momento señalado, Lance se inmovilizó ante el teclado y forzó a sus dedos a temblar, mientras los miraba fijamente. En la banda de sonido, la música se detendría en mitad de una frase. La falsa luz de luna iluminó su rostro. Lance compuso su mejor expresión de horror.
—¡Oh, Dios mío! ¡No, por favor! ¡Otra vez no! ¡No dejes que ocurra AQUÍ!!! —Lance encogió los hombros, se deslizó a un lado y se derrumbó elegante y espectacularmente desde lo alto de la banqueta del piano.
A una señal, uno de los extras gritó. El camarero dejó caer un vaso, que se hizo añicos contra los baldosines.
En el suelo, Lance no podía dejar de estremecerse. Parecía que todo su cuerpo se estaba volviendo del revés. ¡Realmente había conseguido meterse dentro del papel! La cara y las manos le picaban, le ardían. Los dedos se engarfiaban, apretaba los puños, se sentía presa de una terrible angustia. La sentía realmente. Dejó escapar un gemido…, y tardó unos instantes en darse cuenta de que no estaba incluido en su papel.
Detrás de las cámaras, Lance podía ver a Riño Derwell gesticular encantado y mostrar sus pulgares en alto en silenciosa admiración por la actuación de Lance.
—¡Corten!
Lance procuró quedarse quieto. Tendrían que añadir la siguiente capa de pelo y de maquillaje. Zoltán aparecería, añadiría un postizo a sus cejas y pintaría sus uñas de negro con betún para el calzado.
Pero Lance sintió que las uñas se le alargaban y aguzaban hasta adquirir la forma de garras. En el dorso de la mano le crecía pelo. Las mejillas le temblaban y le ardían. Las orejas parecían más largas y puntiagudas, y sobresalían de la parte posterior de su cabeza. La cara se estiraba y los colmillos asomaban fuera de su boca.
—¡No, esperen! —gritó Derwell a los cámaras—. ¡Sigan rodando! ¡Sigan rodando!
—¿Has visto eso? —dijo el ayudante del director.
Lance intentó decir algo, pero solo pudo gruñir. Su cuerpo se puso rígido, a punto de estallar de ira. Le resultaba difícil concentrarse, pero alguna parte de su mente sabía lo que tenía que hacer. Después de todo, se había estudiado el guion.
Mientras se revolcaba por el suelo de la pista de baile del night club, Lance tironeó hasta que sus abultados músculos lupinos le reventaron las ropas. Con un rugido y un chorro de saliva salido de sus mandíbulas armadas de fuertes colmillos golpeó el taburete del piano hasta hacerlo astillas y lo lanzó a un lado.
Cuatro de los extras gritaron, a pesar de que nadie les había dado la señal para hacerlo.
Lance levantó en vilo el enorme piano mudo y lo arrojó a un lado. Las cuerdas cortadas del piano produjeron un sonido ronco y discordante, como el de una vieja afónica que intentara cantar. El barman se irguió, sacó una pistola y disparó cuatro veces en rápida sucesión, pero se trataba solo de cartuchos de fogueo, ni siquiera plata de fogueo. Lance dio un manotazo a la pistola, cogió al barman por el brazo y lo proyectó al otro lado del escenario, donde aterrizó en una convincente pose de hombre a quien han dejado sin sentido.
Lance Chandler se irguió bajo los focos, en el círculo azul que simulaba la luz filtrada por la luna llena, y lanzó un aullido de lobo tan perfecto que todo el mundo huyó aterrorizado del plato.
—¡Corten! ¡Corten! ¡Lance, es magnífico! —Derwell aplaudió entusiasmado.
Los focos se apagaron, dejando el decorado en ruinas bajo la iluminación normal en el estudio. Lance cayó al suelo, exhausto. Su cara se plegó y se contrajo, las orejas volvieron a su tamaño normal, la garganta seguía dolorida después del largo aullido pero los colmillos habían desaparecido dentro de la boca. Se llevó las manos a las mejillas, pero todo el pelo anormal había desaparecido.
Derwell corrió al escenario y le dio unas palmadas en la espalda.
—¡Ha sido increíble! ¡Un trabajo digno de un Oscar!
El viejo Zoltán lo observaba desde un rincón del plato, sonriente. Sus ojos oscuros brillaban. Derwell se volvió hacia el gitano y le aplaudió también.
—¡Maravilloso, Zoltán! No puedo creerlo. ¿Cómo has conseguido hacerlo?
Zoltán se encogió de hombros, pero su sonrisa desdentada se amplió.
—Maquillaje especial —dijo—. Un secreto gitano. Me alegra que haya funcionado. —Dio media vuelta y se dirigió hacia la salida de los estudios.
—¿Crees realmente que mi actuación se ha merecido un Óscar? —preguntó Lance.
Los demás actores saludaron a Lance con cierto temor; algunos le rehuyeron decididamente. La actriz que representaba el papel de Brigitte mantuvo la mirada fija en él, con las cejas alzadas en una expresión sugestiva. Derwell, después de filmar una toma perfecta de la secuencia de transformación, que él había previsto necesitaría varias, ordenó al personal auxiliar que reparara los daños causados por el hombre lobo, a fin de rodar de inmediato la gran escena de amor, como compensación para todos.
Zoltán no despegó los labios mientras aplicaba una espesa capa de pomada al rostro de Lance y rociaba sus cabellos con fijador. Lance ignoraba cómo había conseguido Zoltán su transformación, pero prefería no hacer preguntas. ¡Derwell había dicho que su actuación se merecía un Óscar! Se limitó a sonreírle y se concentró en la escena del beso a Brigitte. Lance siempre se las arreglaba para que las escenas con besos exigieran varias tomas. Disfrutaba de su trabajo y lo mismo (sin duda) les ocurría a sus compañeras de reparto femeninas.
Zoltán pintó con un lápiz de labios de un tono rojo oscuro la boca de Brigitte y luego aplicó una gruesa capa especial de cera para que la pintura no se corriera durante la apasionada escena.
—Muy bien —dijo Derwell, yendo a sentarse en la silla de tijera del director—; vosotros, empezad a miraros y a poner ojos dulces. ¡Todo el mundo a sus puestos!
Zoltán empaquetó su instrumental y se marchó del estudio. Dijo adiós al director, pero Derwell se limitó a hacerle un gesto distraído.
Lance miró fijamente a los ojos de Brigitte, luego movió las cejas en lo que esperaba resultara una invitación irresistible. Había poco diálogo en esta escena; él solo tenía que gruñir en tono bajo de cuando en cuando, y decir «Sí, amor mío» durante el beso.
Brigitte le miraba a su vez, parpadeando e incitándole con los grandes iris castaños de sus ojos.
—El hombre lobo en Casablanca, escena treinta y nueve, toma primera.
Lance inspiró profundamente a fin de que el beso pudiera prolongarse más tiempo.
—¡Acción!
Los focos iluminaron la escena.
En silencio, Brigitte y él se sonrieron; en la banda sonora se escucharía en aquel momento música romántica. Se inclinaron el uno hacia el otro. Ella tembló con emoción apenas contenida y, después de tomar aliento, dijo con un provocativo y seductor acento francés:
—Eres el tipo de hombre que siempre he buscado, el compañero de mis sueños. Bésame. Quiero que me beses.
Él se inclinó más hacia ella.
—Sí, amor mío.
Notaba como si sus articulaciones se hubieran convertido en agua helada. La piel le ardía y le cosquilleaba. La besó, apretándola contra su cuerpo y sintiendo que su pasión ascendía hasta un clímax incontrolable. Brigitte se apartó de un salto.
—¡Oh, Lance, me has mordido! —Y se llevó la mano a la gota de sangre que había aparecido en su labio.
Él sintió que sus manos se curvaban en forma de garras, las uñas se endurecían y ennegrecían, el pelo empezaba a brotar en todo su cuerpo. Intentó detener la transformación, pero ignoraba el modo de hacerlo. Cayó de espaldas.
—¡Oh, Dios mío! ¡No, por favor! ¡Otra vez no!
—¡No, Lance, no es en esta escena! —le susurró Brigitte.
Sus músculos se abultaban; el rostro se alargó hasta convertirse en un hocico largo y afilado, la garganta emitía rugidos y gruñidos. Miró a su alrededor en busca de algo que pudiera golpear. Brigitte gritó aunque el grito no estaba en el guion. Lance la empujó a un lado, arrancó de la maceta una de las palmeras ornamentales y la arrojó al otro lado del escenario.
—¡Corten! —gritó el director—. ¿Qué diablos ocurre? ¡No es más que una escena!
Los focos se apagaron. Lance sintió que el lobo se disolvía en su interior, dejándole sudoroso, jadeante y vestido con ropas que habían reventado por varios lugares embarazosos.
—¡Oye, Lance, no jodas, hombre! —dijo Derwell—. ¡Ve enseguida al guardarropa y consigue un traje nuevo, por el amor de Dios! Que alguien consiga otra planta y limpie este barullo. Traed el botiquín de primeros auxilios para el labio de Brigitte. ¡Vamos, a moverse todo el mundo! —Y Derwell sacudió la cabeza, desalentado—. ¿Por qué dejé escapar aquel contrato para hacer películas de propaganda para la Armada?
En lugar de dirigirse al guardarropa, Lance corrió al remolque del maquillaje de Zoltán. No sabía cómo iba a discutir con el gitano, pero si todos los demás argumentos fallaban, siempre le quedaba el recurso de noquear al vejestorio con un buen gancho al estilo de Craig Corwyn, el exterminador de submarinos.
Sin embargo, cuando llamó con los nudillos a la endeble puerta, esta se abrió de par en par. Había un papel colgado de una cuerda sujeta al picaporte. En la temblorosa caligrafía de Zoltán, leyó: ADIÓS, COMPAÑEROS, ES EL MOMENTO DE PARTIR. MI SANGRE GITANA LO RECLAMA.
Lance entró en el remolque.
—¡Vamos, Zoltán, sé que estás ahí!
Pero en verdad no sabía tal cosa y, de hecho, el interior del remolque estaba completamente vacío. Las botellas habían desaparecido de los estantes; los pinceles, las prótesis de látex, todo había sido empaquetado y sacado de allí. Zoltán también se había llevado la vieja caja de cartón del rincón, la que contenía el frasco de maquillaje especial para Lance.
En la silla del maquillaje, Lance encontró una sola hoja de papel dirigida a su nombre. La cogió y se quedó mirándola fijamente, moviendo los labios mientras leía.
«Señor Lance,
»Puede que mi preparado casero pierda su virtud con el paso del tiempo, como pronto descubrirá usted mismo con un poco de paciencia, o puede que no. Yo no lo sé.
Siempre he tenido miedo de utilizar mi maquillaje especial, hasta que le conocí a usted.
»No intente buscarme. Me he ido con el equipo de Frankenstein en las grandes llanuras, que se filmará en escenarios naturales, en Iowa. Estaré fuera por algún tiempo. El director Derwell me despidió, para ahorrarse tiempo y dinero. Pero no se preocupe, señor Lance, ya no volverá a necesitar que le maquillen.
»Le prometí que le convertiría en una estrella. Ahora, cada vez que iluminen su rostro los focos del rodaje, se transformará en un hombre lobo. Sin la menor duda, le contratarán en todas las películas de hombres lobo que se produzcan a partir de ahora. ¿Cómo iban a negarse?
»P. S.: ¡Hay que esperar que los hombres lobo no sean una moda pasajera! Ya sabe usted lo caprichosos que son los espectadores».
Lance Chandler arrugó el papel y luego volvió a alisarlo para poder romperlo en mil pedazos y, en esta ocasión, no necesitó la furia de ningún hombre lobo para hacerlo.
Se quedó mirando el remolque vacío del maquillaje, sintiendo que también su carrera había quedado rota en mil pedazos. No habría más papeles de Tarzán ni excitantes aventuras de Craig Corwyn. Sus esperanzas, sus sueños yacían en ruinas y el grito de angustia que salió de su garganta sonó como el lastimero aullido de un lobo.
—¡Me han encasillado!