Literatura de luis felipe valencia tamayo
griego sin excepción (relato)
Parado detrás de la ventana, tomaba un café y miraba el horizonte. Recién regresaba a casa y no quiso quitarse ni su gabardina gris ratón, ni sus cómodos zapatos negros; tampoc
griego sin excepción (relato)
Parado detrás de la ventana, tomaba un café y miraba el horizonte. Recién regresaba a casa y no quiso quitarse ni su gabardina gris ratón, ni sus cómodos zapatos negros; tampoco desabrochó la correa de su pantalón, algo desgastado por el paso del tiempo, y mucho menos desabotonó su camisa. Al salir de clase, su ritual siempre consistía en caminar tranquilamente hasta su casa, comprar un buen pan y deleitarse solitariamente con una taza de café que le repusiera el pensamiento y le hidratara tanto la garganta como el ánimo. Otros días prefería el chocolate y daba gracias a América por pintar el mundo con su sabor. El ascensor fallaba de cuando en cuando y a la suma de los kilómetros caminados entre aceras y cruces de avenidas debían adicionarse los escalones de siete pisos para llegar a la puerta de su morada. Parecía no cansarse: no se oía un solo jadeo, ningún reclamo por la lluvia o por el calor que hiciera, por la sofocante jornada o el frío de la noche; y por más que regresara sudando y oliendo a macho solo se quitaba la ropa cuando estaba decidido a recostar el cuerpo sobre la cama. Nunca antes. Dejaba los libros sobre una cómoda y directo a la cocina servía la bebida de un termo que alguna vez le obsequió una estudiante turca. Atravesaba su apartamento y se quedaba contemplando el mundo que lo rodeaba desde su ventana. Le gustaba pensar que el sol que se ocultaba a su derecha era el mismo que se movía de oriente a occidente, y no el que sedentario atestigua el movimiento de todo lo que le rodea, como en la versión copernicana de las cosas; miraba a la luna que se asomaba y se deleitaba en todos los amores que ella podía atestiguar. Cada vez que tenía posibilidad, el profesor simplemente contemplaba el paisaje que se veía desde su ventana, bebía lentamente la caliente libación e intentaba imitar los gestos que sin duda hubieran hecho los dioses en circunstancias semejantes.
Aunque todo lo que viera fuera lo mismo, no perdía la sorpresa por las casas que se habían mojado y los techos que se iban cayendo, por las aves que atravesaban el cielo buscando el lugar de sus sueños, por las montañas que se iban perdiendo en medio del progreso de las ciudades y los barrios que iluminaban a lo lejos sus alegrías y sus miserias como cocuyos de luces pálidas. Veía algo cierto: el cielo a nadie protegía. Todo lo que siempre había visto era la misma condición del hombre de estar sometido a las fatalidades de la vida cuando más seguro estaba de que todo iría bien. Por eso no le preocupaban que al frente se levantaran feos, y cada vez peores, edificios de veinte, treinta o cien pisos y le impidieran momentáneamente perder de vista lo mejor que el horizonte podía ofrecerle. En el mundo, todo ha solido ocurrir de la misma forma: los hombres desterraron a los animales, modificaron el ambiente y crearon sus pequeñas moradas, otros hombres llegaron y arrasaron lo pequeño para pensar en grande; los que pensaron en grande no dimensionaron que otros hombres llegarían y lo podrían ver todo aún más grande... hasta que el que se hizo pequeño para vivir fue el mundo. Y la naturaleza trataba de equilibrar las exageraciones. Tomando un café, o bebiendo un animoso chocolate, el profesor nunca se alejaba de la idea de que también lo que veía al frente era pasajero y que todo, por grande que fuera, podría tener su última vez sobre el suelo. Así respiraba, así tomaba aliento para adentrarse en la noche y animarse a vivir la vida que siempre quiso llevar.
Su memoria estaba llena de fechas, de hombres insignes que algo le dejaron de enseñanza, de mujeres que de un momento a otro se hicieron demasiado viejas o que murieron demasiado jóvenes, de anécdotas políticas, religiosas, de dioses y de hombres que vivieron para iluminar y oscurecer el paso del tiempo. Había visto los cambios del mundo y se consideraba sometido a las incontenibles transformaciones que el hombre daba a cada pequeña cosa, a todo aquello que se considerara una comodidad o estuviera respaldado por la orden de una mejor calidad de vida. Los dioses no quisieron hacerlo todo. Dejaron en las manos del ser humano el destino del mundo y el espectáculo de tal delegación era un oscilar constante entre el absurdo y el sentido; como el paso que hay entre el ruido y la música o entre la basura y el arte, todo lo que resulta obra de aquel delegatario es una pretensión de acercarse a la divinidad mientras todo se va reduciendo a polvo. Por ello, el profesor estaba dispuesto a refrendar su vida con el ánimo infatigable de quien lo vive todo en un día. Quería amar, soñar, y, si era posible, enseñarles a otros que en las paradojas de la vida del hombre sólo la belleza que cada cual encuentra logra dar un feliz, aunque pequeño, sentido a la existencia. Aunque fuese como el agua entre las manos, ese sentido podría atravesar el corazón de cualquiera, como cuando un hombre decide dedicarse a coleccionar imágenes de Marilyn Monroe o Audrey Hepburn aún a sabiendas de que ni siquiera sus retratos podrán soportar el paso del tiempo. Coleccionistas felices hacen una tierna parodia de la felicidad divina robando la sonrisa del Olimpo, que no es otro el fuego que a hurtadillas se ha mezclado entre las tristezas humanas.
Sin embargo, el profesor no tenía de la vida aquella inclinación por los recortes de prensa, ni por el retablo de vanidades que, decía él, componen el mundo que habita. Su felicidad no era otra que la aventura de un pasado en el que reposaron todas las cosas y se maravillaban todos los seres. Repetía la fórmula del poeta que decía «Hay que ser griego sin excepción» y, frente a sus estudiantes, se le llenaba la mirada de visiones de un mundo del que Grecia eran todas sus raíces. Se sentía griego en todo lo que definía su propio universo y contemplaba arrebatado los acontecimientos de la historia como si Hesíodo mismo reclamara una vez más que el hombre ha sido arrojado a la edad más miserable en la que fuera dado vivir. Ni siquiera edad de bronce, decía el profesor, edad de plomo, eso es lo que vivimos. No bastaba haber vivido en Grecia para tenerse como un griego más, no bastaba hablar griego, dar clases de griego, pensar en griego; Grecia es un arrebato de libertad que vivió la humanidad cuando todos estaban perdidos tratando de encontrarle sentido a sus caprichos. En ese arrebato está el modo de ser griego, decía a sus estudiantes. Piensen que el mundo es oscuro, que donde impera el desorden no asoma ninguna luz; que todos nos suponíamos libres y lo cierto es que no nos dábamos cuenta que éramos esclavos de nuestra ignorancia. Piensen en ello y recuerden que Grecia fue apenas un susurro que despertó a la humanidad de su condición natural de miope. Porque los dioses no lo hicieron todo.
Amaba ver el mundo con esos ojos, aunque colegas y estudiantes muchas veces lo sometieran al ridículo con preguntas —que eran más protestas— sobre un mundo que aún se redujera al modelo griego. ¿Cómo podríamos vivir, en pleno siglo veintiuno, a imagen y semejanza de Aristóteles?; lo de Cupido suena muy bien, ¿pero no es un abuso pensar que Eros, Afrodita y todos ellos intervienen más en los acontecimientos humanos que la fuerza de gravedad o la química?; usted nos habla de la libertad del pueblo griego, ¿y luego no aparece el mismo Platón vendido como esclavo?; ¿profesor, no es cierto que por personas como usted quemaron a muchos en la Edad Media?
A pesar de todo, de los colegas maliciosos y de los estudiantes que posaban de brillantes con preguntas incisivas, el profesor reía. Se repuso rápidamente de los primeros impactos que deja el mundo académico y se percató que esa misma Grecia que él quiso defender se defendía sola. Sin Grecia no entenderíamos siquiera que Aristóteles estaba equivocado, no sabríamos qué es el amor, ni qué representa la palabra libertad, tampoco comprenderíamos que la adopción que de ella hicieron romanos y cristianos fue una más de las formas en las que se la ha atacado. Si quería entenderse lo que significaba realmente ser griego había que mirar el Renacimiento, había que darse cuenta que lo que hace el espíritu griego no es que sus grandes personajes estuviesen equivocados sino que en el lugar donde se mecieron sus cunas se comenzaban a indagar libremente nuevos caminos del conocimiento y se abrían senderos para hallar el sentido del mundo. El error es lo que menos importa. Es lo que aprendemos de ellos, los griegos, incluso por sus errores. Ese espíritu, decía el profesor, fue el que guió a los grandes hombres del Renacimiento y revivió de sus condenas el teatro y el diálogo como formas de intervenir en el absurdo.
Poseído por ese mismo espíritu, solo podía ver el mundo poblado por entidades griegas. Sus actos repetían la condición de un hombre que ve el cielo estrellado y elabora la vida de dioses que protegen y abandonan a diestra y siniestra. En ocasiones, miraba desde su ventana todo lo que lo rodeaba y se pensaba a sí mismo como un buen Zeus que prodigaba protecciones a complacencia, ponía un aguacero a la distancia, pintaba un relámpago bajo el choque de las nubes, hacía ver un arco iris para los niños, levantaba faldas con el pensamiento y ponía obstáculos a los más intrépidos. Arrebatos que pensaba se producían por el café o el chocolate de su propia libación. El profesor no era un hombre enfermo, ni limitado, pero como todos los académicos que se pueden llegar a conocer en el camino de la vida, tenía vicios que resultan extraños para los demás. Fruto de sus viajes, sus desvelos, sus lecturas o simplemente su enamorado corazón por un mundo ya lejano, quería aparentar ser misterioso y rendir la soledad de su vida o la ausencia de un pasado que quisiera contar solo a aquellos que estuvieran dispuestos a ser pacientes. Pero era más el esfuerzo que hacía él por ser misterioso que lo que la gente está dispuesta a hacer por ser paciente. La sonrisa de una bella joven, el gesto sensual de una mujer madura, las caricias económicas de una prostituta, el temple vulnerable de la madre soltera y el orgullo de las bellas casadas bastaban para que su historia se fuera aflojando como una nube que estaba antes llena de agua. Pocas le creían sus aventuras, mas se dejaban engatusar con el simple tacto de su palabra y el hechizo que lanzaba su mirada. Decía tener hijos y hablaba de ellos con un desprendimiento no del todo inusual en nuestros días. No retenía el amor que tuvo por sus primeras mujeres como algo digno de recobrar. A medida que el tiempo se iba colando en sus relaciones se iba mostrando cuán insoportable se hace la vida compartiendo las sábanas. A pesar de ello, sabía también que la vida sin mujer es insufrible y que no podía abstraerse a la cruda sensación de que con las mujeres no hay vida y que mucho menos la hay sin ellas.
Por muy solo que mantuviera, no era extraño que a veces las mujeres se cruzaran entrando y saliendo por la puerta del edificio en toda una trama recreada por él y en las que ellas ni siquiera se daban por entendidas. A cada una la hacía más dulce al paladar festejándola como una más de las féminas que aparecían en las escenas del gran repertorio de diosas y hembras griegas. No le era posible hacerse a la idea de quedarse sólo con una. Creía que todas las mujeres son interesantes, sin excepción. No era cuestión de que hablaran bien o leyeran mucho, o tuvieran una acaudalada familia o fueran completamente arriesgadas. De lo que se trataba era de descubrir en cada una aquello que estaba dispuesta a hacer, algo que ni ellas mismas creyeran de sí y solo el hombre perspicaz pudiera ver allí oculto. Cuando pensaba sobre el asunto, se daba cuenta de que sus primeras mujeres estaban dispuestas a matarlo. Lo que hace interesantes a las mujeres no son ellas mismas, sino nuestra mirada, solía decir.
Esperaba visita. Y llegó poco después de que terminara de beber su café. El portero la anunció y el profesor lo único que hizo fue pasar su mano por la frente para secar su propio sudor. Escuchó el viejo ascensor subir lentamente mientras estaba en la puerta dispuesto a recibir a su invitada. Como todas, era una mujer interesante. Sabía de Grecia, no tanto como él, pero al menos distinguía bien entre dioses y héroes; no como otras que, contagiadas de cierto fanatismo por la figura de Hércules, confunden a los héroes con los dioses poniendo a estos como hijos de aquellos. La conoció precisamente en una de las sesiones que permiten realizar a los profesores de la universidad para dar a conocer los temas que trabajan a un minoritario público interesado en lenguas clásicas, libros que no se entienden o dioses insatisfechos. Fue ella quien lo abordó consultándole sobre el origen de la palabra Dios. El profesor se derramó en prosa sobre esos ojos que lo contemplaban y explicó con detalle los pasos que van de una lengua a otra, enfatizando el capítulo de Zeus a Theos y a Deus. Todo continuó en un restaurante cercano en el que ambos rieron hablando de cine y la adaptación de mitos griegos a la gran pantalla. A pesar de que parecían padre e hija —cuando no un abuelo y su nieta—, ninguno de los dos se amilanó y continuaron mirándose con dulzura más que familiar.
La imagen del profesor bajo la puerta de su apartamento semejaba la de un hombre alado que desplegaba sus alas. Parecía también un investigador privado que esperaba en el umbral de su oficina a la bella mujer que venía a darle aspavientos con un difícil trabajo de persecución del que ambos saldrían por lo menos acostándose. Y la joven llegó sonriendo, con una risa demasiado madura para sus escasos veinte años. Lo primero que él le dijo fue que ella no era tan fea como para ser tan puntual. Ella simplemente continuó sonriendo como respuesta. Él la abrazó con terneza y ella cayó de golpe arropada en la gabardina gris ratón que desprendía el olor a un hombre amable. Ella llevaba también su ropa de invierno cerrada con una bufanda verde que tenía como corbata. Su rostro no era del todo atractivo, pero algo había en su mirada que obligaba a todos los hombres a corresponderla con agrado. El profesor, como es usual, pensaba que toda mujer tiene algo digno de hacerla interesante y continuó sus cordiales atenciones recibiéndole su juvenil bolso y mostrándole los rincones de su morada. Del mismo termo que él servía sus bebidas, le sirvió un café. Desde el día en que se conocieron, la joven mostró ser una mujer preguntona interesada en todo lo que el hombre pudiera enseñarle. Así fue como él le contó la historia del hermoso termo; la ruta que habían soportado algunas bellas copas que coronaban un viejo aparador que se uniformaba con la mesa del comedor; los días y las maneras en que consiguió las pinturas de los dioses que adornaban su sala, las esculturas griegas que formaban un pequeño panteón, y el imponente cuerno que reposaba sobre la biblioteca.
Visto así, su apartamento parecía un anacronismo en el que solo los elementos de una vida culta, y por demás clásica, estaban dispuestos a la contemplación de todas las visitantes. Sin embargo, en medio de todo ello también podía verse una colección de películas y discos compactos que hacían juego con un gran televisor y un sistema de vídeo y audio soñados por un cinéfilo. De hecho, el profesor sabía que uno de los componentes de la seducción de hoy viene dado por el cine y la música. Zeus no alcanzaba a imaginar que en un mundo lejano los hombres ya no tuvieran que decir me gustas mucho y quiero tenerte en mi cama. Esa franqueza y ese desenfreno propios del alma olímpica para amar, hoy se reducían a una invitación a cine o a ver una película en casa. Zeus tampoco alcanzó a imaginar que los nombres de los héroes del panteón se redujeran ahora a una mezcolanza de imágenes sexuales en las que los juguetes, los condones y un sinnúmero de afrodisíacos dieran cuenta del comportamiento lascivo del Olimpo. En su nochero, el profesor guardaba versiones de los dioses en forma de caucho, con lubricante, con franjas para rozar el punto G o con espermicidas para mujeres que no estén planificando; de colores, de sabores, de olores, los dioses decoraban y daban mayor ánimo a sus entregas sexuales.
Había mujeres en las que el esfuerzo de seducción era mayor, las mismas que hicieron al antiguo dios transformarse en cisne o en águila; otras dependían un poco más del licor y de la algazara, por lo que el profesor podía fácilmente pasar por un sátiro. Siempre había que adoptar un papel. Zeus entraba en acción. Gentilmente adoptaba la fórmula con la cual hacerse querer de cualquier mujer y todo en el profesor era una metamorfosis mágica en la que ya no se podía reconocer al mismo hombre que durante el día daba clases a sus estudiantes y atendía cándidamente a los más impertinentes. Siempre bien dispuesto, añadía a su empresa seductora la caballerosidad, el respeto y la paciencia que duelen al conquistador del siglo veintiuno. Hacía muchos años había dejado lo de las juergas clandestinas y el alboroto en lugares en que jóvenes se tornan indecentes y viejos imprecisos, como cuando después de una terrible noche de tragos que parecía bacanal despertó en su propia casa con una bella mujer desnuda que tenía un miembro del tamaño de un frasco de salsa. No se acuerda bien cómo ocurrió aquello, pero sí supo que lo que había pasado sería irrepetible en todo el sentido de la palabra.
La joven lo miraba con admiración mientras bebía el café y él le relataba sus historias. Su excesiva atención presagiaba un gusto que haría mucho más sencillos los elementos de su hechizo. Él prendió su equipo de audio y consideró pertinente enseñarle a ella un poco de la música de su colección. Pasaron la vista por los discos de Aphrodite’s child, Demis Roussos y Vangelis. Ella solo había oído hablar y escuchado música del último, por lo que prefirió la nueva experiencia de escuchar los primeros. Con esa música completamente nueva para ella, él la llevó hasta su ventana donde ya con el cielo oscuro se veía un paisaje completamente distinto del de hacía unas horas. Muy cerca de ella, le indicaba al oído lo que se observaba desde allí. Ella lentamente se iba recostando sobre el cuerpo grande del profesor. Libre de la bufanda y de su abrigo, él descubrió en ella que no solo tenía una mirada maravillosa sino un trasero interesante. Todas las mujeres son interesantes. Hay que saber mirarlas, pensaba. Como un ángel con alas gris ratón, la fue abrazando por la espalda y ella cedió a las grandes manos del profesor que se fueron acomodando en su vientre. Ya se veían como un único cuerpo que tenía su reflejo en la ventana.
Si bien la modernización del mundo había traído consigo la sofisticación de la seducción y el lujo de tener el cine en la propia casa, el profesor lamentaba que, a la par con ello, las relaciones humanas hubieran entrado en una extraña dinámica de compraventa en la que todos ofrecen sus personalidades como un grato servicio. Los encantos, la seducción, el arte de amar habían sido relegados por las medidas, la ordinariez y la simple genitalidad. Si la Internet había entrado en el camino de un mejor conocimiento de lo que ocurre en el mundo, con la posibilidad de estar conectados en todo momento, el precio que se pagaba por ello resultaba demasiado alto para las relaciones que hombres y mujeres comenzaban a sostener. El misterio y la intimidad necesarios quedan al borde del abismo. En este nuevo mundo de las relaciones inmediatas nadie quiere comprender ni por un instante el sentido de la soledad. Todos sienten que esa palabra es demasiado peso, que es un sacrificio innecesario. Sin embargo, el bullicio no desorientaba al profesor, que veía la soledad reflejada en las insatisfacciones de tantos estudiantes y que entreveía las lágrimas que fluían en las noches en las que todos se conformaban solo con tener sexo bajo la mesa de un computador. Todos niegan la soledad, le temen, pero lo cierto es que no han comprendido el valor que tan magnífica palabra encierra, decía el profesor.
Para él, por el contrario, su soledad resultaba violentada cuando un viejo amor repuntaba en el correo electrónico reclamando una taza de café o una aparente ingratitud. Viejas amantes que hubiera preferido mantener en el olvido asomaban de vez en cuando en las novedades de su correo académico. Nadie puede ser completamente invisible en un mundo que empieza a estar totalmente conectado. Y como es usual, las personas que sí hubiera querido que le escribieran no daban ni siquiera una señal de vida con un hola, así fuera por navidad. Durante un tiempo fueron las cartas que se iban acomodando sobre el escritorio: alguna hija o hijo que querían verlo, una vieja mujer que le pedía una vez más un abrazo, alguna prostituta del pasado que necesitaba un préstamo. La basura se iba llenando con sobres y hojas de remitentes lejanos que él prefería con su silencio mantener distantes. Pero aparecer en una página de universidad, dejar abiertos todos los datos al día, con direcciones, teléfonos y correos electrónicos, cursos, horarios, conferencias, era algo que él no alcanzaba a imaginar. Reaparecieron las amantes más fastidiosas. Comenzaron a llamar las mujeres más tristes de su vida, llorando una vez más. Llegaban correos con invitaciones para ser parte de grupos y comunidades en línea que vendían un oasis de comprensión y fraternidad entre los hombres. El útil servicio que la universidad hacía con la organización de archivos digitales y correspondencia virtual se convirtió en una pesadilla para el profesor. Se hizo esclavo de tener que revisarlo para organizar sus listas, para registrar los trabajos, para pasar las notas y leer los cronogramas. Y en medio de todo, reaparecían aquellas mujeres que amó, a las que sin duda hizo daño por evitar entregarse con su propia vida para privilegiar la de ellas. La tecnología había hecho al seductor Zeus completamente vulnerable a las persecuciones de su pasado.
Mas cuando Zeus más se complacía, ese pasado no resultaba ser un pensamiento que apareciese por su mente. Abrazado a la joven tan solo se dedicaba a endulzarle el corazón y calentar su cuerpo con la voz tenue en el oído y las palabras precisas a su temblor. El profesor se hacía irresistible cuando habitaba las cumbres del Olimpo y sostenía en todo su espacio el siempre provechoso cuerpo de una mortal. Tardaba tanto en aproximar sus labios y se engolosinaba tanto con solo mirar que en un rapto casi irreal la joven simplemente caía por su propio peso buscando los besos del hombre que la abrazaba. Una vez más se repetía la dulce escena del amor que nace al borde de un bello mirador, con la luna que rendía homenaje a los tiernos besos y la música que parecía hacer volar los cuerpos cuando se abrazaban. Con sus dedos, el profesor se detuvo en cada centímetro del rostro de la joven. Ella lo miraba con magnífica dulzura, sin ocultar que estaba viviendo un amor inusitado en su vida. Los labios volvían a atraerse. Sus bocas sabían a café y ambos rieron al saborearse reflejándose en sus miradas que estaban pensando lo mismo. No había duda de que era él el amante que ella esperaba. Comenzó a levantar sus brazos y a recorrer como si fuese una ciega las líneas del rostro ya maduro del hombre que tan bien la besaba. Con sus dedos, peinó su cabello y volvía a tomarlo por la nuca para que una vez más volviera a acercar su cara a la suya. Él no podía estar menos satisfecho de la forma en que la joven daba a entender su presagio de amarlo: no era simplemente lo sencillo de su abrazo, sino lo regocijante que todo resultaba, como si un oráculo goloso y complacido de su bienestar le hubiera llevado a su morada las albricias de una flor que debía deshojar. En su mundo, como ocurría todas las noches que iba cayendo la gabardina con especial sensualidad, veía una vez más a Afrodita, la escuchaba decirle que lo quería por revivirla en sus clases: el panteón parecía unirse en torno suyo para decirle que su destino consistía en ser feliz en los brazos de cada mujer que pudiera amar.
La gabardina gris ratón cayó tal y como caen las toallas de las mujeres de las películas. No había apresuramientos. La joven lo desvestía al compás de sus dilatados suspiros. Él sentía que la fuerza de Eros revitalizaba sus miembros y una vez más deseaba que se cumpliera el destino para el que todas estas escenas han sido hechas. La desvestía y la besaba. Lo mismo que hacía ella con su cuerpo. Era tan fresca la piel, todo resultaba tan delicado que el profesor pensaba solo en cómo cuidar de un posible abuso de la fuerza de sus brazos a tan presta joven. Era como si el amor fuera natural para ella, como si no temiera lo que sin duda podría sobrevenir en brazos de un amante tan magnífico: desenfado y olvido. Todas sus prendas cayeron al suelo y en el piso del apartamento se configuró un mosaico, mezcla de prendas notablemente juveniles con otras singularmente académicas. Desnudos, tras bajarse mutuamente el último respaldo de apocamiento, él intentó besar una vez más sus labios, pero ella amablemente lo evitó invitándolo a recrearse con todo su cuerpo, a que hundiera sus manos en su espalda y degustara incansablemente sus senos, su cintura, sus piernas y su sexo. Él la tomó de la mano y la llevó a su cama. Dócil como un hada, ella recostó su cuerpo y dejó que él la contemplara. Una vez más se dio cuenta de que todas las mujeres son interesantes y que solo es dado saber cuán interesantes pueden ser enajenado en el reconocimiento de sus cuerpos desnudos. Cada vez que lo hacía, se daba cuenta por qué Zeus estaba dispuesto a tanto por compartir el lecho de una bella hembra.
Mientras besaba el cuerpo de la joven, se repetía a sí mismo que era un agraciado de los dioses. Se detenía en los dulces pies, palmaba las pantorrillas, besaba los muslos y dibujaba cada músculo con sus propias manos. Ascendía aún más y su boca brindaba un placer que creía nunca antes vivido por la joven. Ella ponía sus manos sobre la cabeza del profesor y revolvía su cabello con decisión agradeciéndole las sensaciones que todo su cuerpo experimentaba. Él era un hombre que olía a macho y ella una virgen que trasudaba un aroma sobrenatural: incluso su cuerpo tuvo para el profesor un sabor extraordinario. Era el aroma y el sabor de las diosas, ese pensamiento pasó por su mente. Sin embargo, a medida que la excitación de la joven se incrementaba, él sentía que la lengua se le hacía pesada y que se cansaba como si su corazón no soportara tanta dicha. Todo puede pensarse, pero él no consideraba siquiera que Zeus pudiera morir de un infarto. Continuó su tarea con las manos allí donde la lengua ya flaqueaba. Pero era inevitable la sensación de debilidad. En medio de las circunstancias, ambos parecían alcanzar sendos paroxismos.
El profesor se hizo a un lado seguro de que el malestar que comenzaba a experimentar se pasaría. Se sentía mareado y sin aire. La respiración le generaba náuseas en lugar de alivio y se le iban enfriando los pies. Los dioses no podían abandonarlo en tan bello momento. Y aunque sus pensamientos buscaban seres alados que le prestaran ayuda, solo tenía a la extasiada joven que yacía a su lado para pedirle auxilio. La llamó por su nombre con la voz entrecortada. Ella abrió los ojos para atender su llamada, pero lo miró como si fuese una mujer completamente distinta de la que había ingresado a su apartamento y se acababa de estremecer en su cama. A medida que su cuerpo volvía a ser un volcán que vuelve a la normalidad, la joven miraba con mayor frialdad a su generoso amante, acariciaba su cabeza y le decía en verdad puedes ser maravilloso, en verdad lo eres.
«No te diste cuenta quién fui yo todo este tiempo. Solo querías ver lo que quisiste ver. Todo lo que esta noche hemos pasado fue por tantos días un plan que nos dio vueltas en la cabeza. Tanto tiempo buscándote, todos estos años sin tener noticias tuyas, creyéndote vivo. No respondías una sola de las cartas que te enviábamos. Siempre como que no era contigo. Las cosas pudieron ser distintas, pero tú elegiste este destino. Tantas veces observando quién entraba a tu apartamento, tantas noches pendientes de tus cosas, ni qué decir lo que debimos hacer para defenderte de mujeres que solo querían hacerte daño. Tú jamás lo notaste. ¿Era tan difícil escribir y decirnos que no nos olvidabas?, ¿era tan difícil regalarnos una llamada? Tu voz bastaba para que te agradeciéramos cualquier palabra como un gesto de amor. Eres un hombre maravilloso, no me cansaré de recordarte de esa forma. Pero no soportábamos tu ausencia y es más sencillo saber que estás muerto, que nosotras fuimos el principio y el fin de lo que fuiste. Aún no sabes quién soy yo, ¿verdad?»
El profesor palidecía y trataba de respirar. No pudo responder, pero sí pudo mover su cara con el clásico gesto de negación. En la mirada, encontraba familiar a la joven desnuda a su lado; pero realmente no sabía de quién se trataba. Dijo agua, dame agua, por favor. Y ella se repuso diciendo que el agua solo lo haría padecer más.
«Soy tu hija —dijo ella sin inmutarse, como si hubiera preparado esa misma frase en incontables ensayos—. Podrás creer que esto es una fantasía, que estás soñando, que lo que ha ocurrido no es cierto, pero es la verdad y frente a ello no hay nada que puedas hacer. Mamá jamás me enseñó a verte como un padre que había olvidado a su hija. Mamá solo tenía ojos para recordar al hombre que la había seducido como ningún otro y la había perjudicado para mirar distinto a los demás. Siempre pensando que podías llevártelas a todas a la cama, demeritabas el amor que mi madre te brindaba y la hija que con tantos sufrimientos tuvo que sacar adelante. Pero olvidaste que el tiempo de hombres y mujeres es distinto y que donde vosotros veis el olvido nosotras atesoramos la venganza. De tantos amores que dejaste atrás, de tantas mujeres que abandonaste como una prenda que ya no se quiere usar, de tantos hijos, hermanos y hermanas mías que viven con tu sangre, nosotras nos adelantamos a tu propio destino. ¿No pensaste nunca que las cuentas de los padres las cobran los hijos y que allí donde las madres dejaron de lamentarse crecían unos hijos que también te necesitaban? No, tú parecías querer vivir en otro mundo, tan distante de todo que ni te dabas cuenta de lo que abandonabas. Creo, a pesar de todo, que también te quiero. Que no podría ser de otra forma. Mi madre te ama, tantas mujeres te han amado. No puedo quedarme aquí, como me ves y me has visto, sin saber qué es todo ese amor que tú emanas. ¿Te parece cruel lo que hago? Mira tu vida primero. Si de alguna forma puedo amarte es como hombre, no como padre, pues nunca te he conocido. Y mueres, tal y como mamá lo ha pensado, con el sabor de mi cuerpo en tus labios. Lamento que tus manos ya no vuelvan a tocar a ninguna otra mujer y que tus besos ya no brinden la oportunidad de llevar a un sitio divino a todas las mujeres que has tenido. Pero alguna debía ser la última. Fue mi oportunidad de saber de ti. De verdad eres un hombre maravilloso».
En el ambiente hubo un silencio entre los cuerpos y a escasos pasos se escuchaba una melodiosa voz que cantaba «A la hora del final, solo quiero tu mirar, con tu perfume alrededor». El aliento no le alcanzaba al profesor para decir siquiera sus últimas palabras, no tenía ni una pequeña fuerza para toser o vomitar el sabor que en la lengua le había dejado el cuerpo de la joven amante que lo despedía del mundo. Mas a pesar de las palabras escuchadas, de la pretendida lección que parecía quedar en todo ello, él moría tranquilo, casi contento. Su situación no era extraña a todo lo que en su mundo griego se recreaba, en sus clases y en su vida íntima. Pensaba en el Zeus que amaba a su madre, a su hermana y a sus propias hijas; pensaba en lo bien que se sentía cubierto por la muerte en una pequeña tragedia que se había ejecutado solo para él bajo un filtro amoroso más familiar a Medea que a la edad de plomo. Ahora podía entendérselas con un mundo para el que también había leído mucho y aún creía. Allá nuevas amantes renovarían su fe en el amor. A lo mejor por fin vería sin duda el rostro de Afrodita y tendría el honor de mirar el mundo abrazado a una diosa. Solo estas, y no otras ideas, atravesaron el pensamiento del profesor mientras miraba a su última amante. Con una breve sonrisa él se despidió del mundo. Con la convicción de que continuaría su obra, ella le cerró los ojos.
A los pocos días, la universidad rendía tributo al profesor. Las exequias tuvieron un número amplio de mujeres que se enteraron de lo ocurrido y, bebiendo café, murmuraban sobre lo que sabían del fallecido amante. Había muerto de un infarto, comentaban. Al parecer había tomado un afrodisíaco cuyo efecto no pudo soportar. Estaba con una muchacha que pudo haber sido su hija. La pobre estaba de psicólogo porque la situación la sacudió de una forma extrema.
Las noticias de la prensa fueron mucho menos prolijas. Murió reconocido profesor de griego de la universidad, decía en el titular; más abajo decía que de un infarto, fue hallado por una amiga suya. Las directivas invitan a las honras fúnebres.
Aunque todo lo que viera fuera lo mismo, no perdía la sorpresa por las casas que se habían mojado y los techos que se iban cayendo, por las aves que atravesaban el cielo buscando el lugar de sus sueños, por las montañas que se iban perdiendo en medio del progreso de las ciudades y los barrios que iluminaban a lo lejos sus alegrías y sus miserias como cocuyos de luces pálidas. Veía algo cierto: el cielo a nadie protegía. Todo lo que siempre había visto era la misma condición del hombre de estar sometido a las fatalidades de la vida cuando más seguro estaba de que todo iría bien. Por eso no le preocupaban que al frente se levantaran feos, y cada vez peores, edificios de veinte, treinta o cien pisos y le impidieran momentáneamente perder de vista lo mejor que el horizonte podía ofrecerle. En el mundo, todo ha solido ocurrir de la misma forma: los hombres desterraron a los animales, modificaron el ambiente y crearon sus pequeñas moradas, otros hombres llegaron y arrasaron lo pequeño para pensar en grande; los que pensaron en grande no dimensionaron que otros hombres llegarían y lo podrían ver todo aún más grande... hasta que el que se hizo pequeño para vivir fue el mundo. Y la naturaleza trataba de equilibrar las exageraciones. Tomando un café, o bebiendo un animoso chocolate, el profesor nunca se alejaba de la idea de que también lo que veía al frente era pasajero y que todo, por grande que fuera, podría tener su última vez sobre el suelo. Así respiraba, así tomaba aliento para adentrarse en la noche y animarse a vivir la vida que siempre quiso llevar.
Su memoria estaba llena de fechas, de hombres insignes que algo le dejaron de enseñanza, de mujeres que de un momento a otro se hicieron demasiado viejas o que murieron demasiado jóvenes, de anécdotas políticas, religiosas, de dioses y de hombres que vivieron para iluminar y oscurecer el paso del tiempo. Había visto los cambios del mundo y se consideraba sometido a las incontenibles transformaciones que el hombre daba a cada pequeña cosa, a todo aquello que se considerara una comodidad o estuviera respaldado por la orden de una mejor calidad de vida. Los dioses no quisieron hacerlo todo. Dejaron en las manos del ser humano el destino del mundo y el espectáculo de tal delegación era un oscilar constante entre el absurdo y el sentido; como el paso que hay entre el ruido y la música o entre la basura y el arte, todo lo que resulta obra de aquel delegatario es una pretensión de acercarse a la divinidad mientras todo se va reduciendo a polvo. Por ello, el profesor estaba dispuesto a refrendar su vida con el ánimo infatigable de quien lo vive todo en un día. Quería amar, soñar, y, si era posible, enseñarles a otros que en las paradojas de la vida del hombre sólo la belleza que cada cual encuentra logra dar un feliz, aunque pequeño, sentido a la existencia. Aunque fuese como el agua entre las manos, ese sentido podría atravesar el corazón de cualquiera, como cuando un hombre decide dedicarse a coleccionar imágenes de Marilyn Monroe o Audrey Hepburn aún a sabiendas de que ni siquiera sus retratos podrán soportar el paso del tiempo. Coleccionistas felices hacen una tierna parodia de la felicidad divina robando la sonrisa del Olimpo, que no es otro el fuego que a hurtadillas se ha mezclado entre las tristezas humanas.
Sin embargo, el profesor no tenía de la vida aquella inclinación por los recortes de prensa, ni por el retablo de vanidades que, decía él, componen el mundo que habita. Su felicidad no era otra que la aventura de un pasado en el que reposaron todas las cosas y se maravillaban todos los seres. Repetía la fórmula del poeta que decía «Hay que ser griego sin excepción» y, frente a sus estudiantes, se le llenaba la mirada de visiones de un mundo del que Grecia eran todas sus raíces. Se sentía griego en todo lo que definía su propio universo y contemplaba arrebatado los acontecimientos de la historia como si Hesíodo mismo reclamara una vez más que el hombre ha sido arrojado a la edad más miserable en la que fuera dado vivir. Ni siquiera edad de bronce, decía el profesor, edad de plomo, eso es lo que vivimos. No bastaba haber vivido en Grecia para tenerse como un griego más, no bastaba hablar griego, dar clases de griego, pensar en griego; Grecia es un arrebato de libertad que vivió la humanidad cuando todos estaban perdidos tratando de encontrarle sentido a sus caprichos. En ese arrebato está el modo de ser griego, decía a sus estudiantes. Piensen que el mundo es oscuro, que donde impera el desorden no asoma ninguna luz; que todos nos suponíamos libres y lo cierto es que no nos dábamos cuenta que éramos esclavos de nuestra ignorancia. Piensen en ello y recuerden que Grecia fue apenas un susurro que despertó a la humanidad de su condición natural de miope. Porque los dioses no lo hicieron todo.
Amaba ver el mundo con esos ojos, aunque colegas y estudiantes muchas veces lo sometieran al ridículo con preguntas —que eran más protestas— sobre un mundo que aún se redujera al modelo griego. ¿Cómo podríamos vivir, en pleno siglo veintiuno, a imagen y semejanza de Aristóteles?; lo de Cupido suena muy bien, ¿pero no es un abuso pensar que Eros, Afrodita y todos ellos intervienen más en los acontecimientos humanos que la fuerza de gravedad o la química?; usted nos habla de la libertad del pueblo griego, ¿y luego no aparece el mismo Platón vendido como esclavo?; ¿profesor, no es cierto que por personas como usted quemaron a muchos en la Edad Media?
A pesar de todo, de los colegas maliciosos y de los estudiantes que posaban de brillantes con preguntas incisivas, el profesor reía. Se repuso rápidamente de los primeros impactos que deja el mundo académico y se percató que esa misma Grecia que él quiso defender se defendía sola. Sin Grecia no entenderíamos siquiera que Aristóteles estaba equivocado, no sabríamos qué es el amor, ni qué representa la palabra libertad, tampoco comprenderíamos que la adopción que de ella hicieron romanos y cristianos fue una más de las formas en las que se la ha atacado. Si quería entenderse lo que significaba realmente ser griego había que mirar el Renacimiento, había que darse cuenta que lo que hace el espíritu griego no es que sus grandes personajes estuviesen equivocados sino que en el lugar donde se mecieron sus cunas se comenzaban a indagar libremente nuevos caminos del conocimiento y se abrían senderos para hallar el sentido del mundo. El error es lo que menos importa. Es lo que aprendemos de ellos, los griegos, incluso por sus errores. Ese espíritu, decía el profesor, fue el que guió a los grandes hombres del Renacimiento y revivió de sus condenas el teatro y el diálogo como formas de intervenir en el absurdo.
Poseído por ese mismo espíritu, solo podía ver el mundo poblado por entidades griegas. Sus actos repetían la condición de un hombre que ve el cielo estrellado y elabora la vida de dioses que protegen y abandonan a diestra y siniestra. En ocasiones, miraba desde su ventana todo lo que lo rodeaba y se pensaba a sí mismo como un buen Zeus que prodigaba protecciones a complacencia, ponía un aguacero a la distancia, pintaba un relámpago bajo el choque de las nubes, hacía ver un arco iris para los niños, levantaba faldas con el pensamiento y ponía obstáculos a los más intrépidos. Arrebatos que pensaba se producían por el café o el chocolate de su propia libación. El profesor no era un hombre enfermo, ni limitado, pero como todos los académicos que se pueden llegar a conocer en el camino de la vida, tenía vicios que resultan extraños para los demás. Fruto de sus viajes, sus desvelos, sus lecturas o simplemente su enamorado corazón por un mundo ya lejano, quería aparentar ser misterioso y rendir la soledad de su vida o la ausencia de un pasado que quisiera contar solo a aquellos que estuvieran dispuestos a ser pacientes. Pero era más el esfuerzo que hacía él por ser misterioso que lo que la gente está dispuesta a hacer por ser paciente. La sonrisa de una bella joven, el gesto sensual de una mujer madura, las caricias económicas de una prostituta, el temple vulnerable de la madre soltera y el orgullo de las bellas casadas bastaban para que su historia se fuera aflojando como una nube que estaba antes llena de agua. Pocas le creían sus aventuras, mas se dejaban engatusar con el simple tacto de su palabra y el hechizo que lanzaba su mirada. Decía tener hijos y hablaba de ellos con un desprendimiento no del todo inusual en nuestros días. No retenía el amor que tuvo por sus primeras mujeres como algo digno de recobrar. A medida que el tiempo se iba colando en sus relaciones se iba mostrando cuán insoportable se hace la vida compartiendo las sábanas. A pesar de ello, sabía también que la vida sin mujer es insufrible y que no podía abstraerse a la cruda sensación de que con las mujeres no hay vida y que mucho menos la hay sin ellas.
Por muy solo que mantuviera, no era extraño que a veces las mujeres se cruzaran entrando y saliendo por la puerta del edificio en toda una trama recreada por él y en las que ellas ni siquiera se daban por entendidas. A cada una la hacía más dulce al paladar festejándola como una más de las féminas que aparecían en las escenas del gran repertorio de diosas y hembras griegas. No le era posible hacerse a la idea de quedarse sólo con una. Creía que todas las mujeres son interesantes, sin excepción. No era cuestión de que hablaran bien o leyeran mucho, o tuvieran una acaudalada familia o fueran completamente arriesgadas. De lo que se trataba era de descubrir en cada una aquello que estaba dispuesta a hacer, algo que ni ellas mismas creyeran de sí y solo el hombre perspicaz pudiera ver allí oculto. Cuando pensaba sobre el asunto, se daba cuenta de que sus primeras mujeres estaban dispuestas a matarlo. Lo que hace interesantes a las mujeres no son ellas mismas, sino nuestra mirada, solía decir.
Esperaba visita. Y llegó poco después de que terminara de beber su café. El portero la anunció y el profesor lo único que hizo fue pasar su mano por la frente para secar su propio sudor. Escuchó el viejo ascensor subir lentamente mientras estaba en la puerta dispuesto a recibir a su invitada. Como todas, era una mujer interesante. Sabía de Grecia, no tanto como él, pero al menos distinguía bien entre dioses y héroes; no como otras que, contagiadas de cierto fanatismo por la figura de Hércules, confunden a los héroes con los dioses poniendo a estos como hijos de aquellos. La conoció precisamente en una de las sesiones que permiten realizar a los profesores de la universidad para dar a conocer los temas que trabajan a un minoritario público interesado en lenguas clásicas, libros que no se entienden o dioses insatisfechos. Fue ella quien lo abordó consultándole sobre el origen de la palabra Dios. El profesor se derramó en prosa sobre esos ojos que lo contemplaban y explicó con detalle los pasos que van de una lengua a otra, enfatizando el capítulo de Zeus a Theos y a Deus. Todo continuó en un restaurante cercano en el que ambos rieron hablando de cine y la adaptación de mitos griegos a la gran pantalla. A pesar de que parecían padre e hija —cuando no un abuelo y su nieta—, ninguno de los dos se amilanó y continuaron mirándose con dulzura más que familiar.
La imagen del profesor bajo la puerta de su apartamento semejaba la de un hombre alado que desplegaba sus alas. Parecía también un investigador privado que esperaba en el umbral de su oficina a la bella mujer que venía a darle aspavientos con un difícil trabajo de persecución del que ambos saldrían por lo menos acostándose. Y la joven llegó sonriendo, con una risa demasiado madura para sus escasos veinte años. Lo primero que él le dijo fue que ella no era tan fea como para ser tan puntual. Ella simplemente continuó sonriendo como respuesta. Él la abrazó con terneza y ella cayó de golpe arropada en la gabardina gris ratón que desprendía el olor a un hombre amable. Ella llevaba también su ropa de invierno cerrada con una bufanda verde que tenía como corbata. Su rostro no era del todo atractivo, pero algo había en su mirada que obligaba a todos los hombres a corresponderla con agrado. El profesor, como es usual, pensaba que toda mujer tiene algo digno de hacerla interesante y continuó sus cordiales atenciones recibiéndole su juvenil bolso y mostrándole los rincones de su morada. Del mismo termo que él servía sus bebidas, le sirvió un café. Desde el día en que se conocieron, la joven mostró ser una mujer preguntona interesada en todo lo que el hombre pudiera enseñarle. Así fue como él le contó la historia del hermoso termo; la ruta que habían soportado algunas bellas copas que coronaban un viejo aparador que se uniformaba con la mesa del comedor; los días y las maneras en que consiguió las pinturas de los dioses que adornaban su sala, las esculturas griegas que formaban un pequeño panteón, y el imponente cuerno que reposaba sobre la biblioteca.
Visto así, su apartamento parecía un anacronismo en el que solo los elementos de una vida culta, y por demás clásica, estaban dispuestos a la contemplación de todas las visitantes. Sin embargo, en medio de todo ello también podía verse una colección de películas y discos compactos que hacían juego con un gran televisor y un sistema de vídeo y audio soñados por un cinéfilo. De hecho, el profesor sabía que uno de los componentes de la seducción de hoy viene dado por el cine y la música. Zeus no alcanzaba a imaginar que en un mundo lejano los hombres ya no tuvieran que decir me gustas mucho y quiero tenerte en mi cama. Esa franqueza y ese desenfreno propios del alma olímpica para amar, hoy se reducían a una invitación a cine o a ver una película en casa. Zeus tampoco alcanzó a imaginar que los nombres de los héroes del panteón se redujeran ahora a una mezcolanza de imágenes sexuales en las que los juguetes, los condones y un sinnúmero de afrodisíacos dieran cuenta del comportamiento lascivo del Olimpo. En su nochero, el profesor guardaba versiones de los dioses en forma de caucho, con lubricante, con franjas para rozar el punto G o con espermicidas para mujeres que no estén planificando; de colores, de sabores, de olores, los dioses decoraban y daban mayor ánimo a sus entregas sexuales.
Había mujeres en las que el esfuerzo de seducción era mayor, las mismas que hicieron al antiguo dios transformarse en cisne o en águila; otras dependían un poco más del licor y de la algazara, por lo que el profesor podía fácilmente pasar por un sátiro. Siempre había que adoptar un papel. Zeus entraba en acción. Gentilmente adoptaba la fórmula con la cual hacerse querer de cualquier mujer y todo en el profesor era una metamorfosis mágica en la que ya no se podía reconocer al mismo hombre que durante el día daba clases a sus estudiantes y atendía cándidamente a los más impertinentes. Siempre bien dispuesto, añadía a su empresa seductora la caballerosidad, el respeto y la paciencia que duelen al conquistador del siglo veintiuno. Hacía muchos años había dejado lo de las juergas clandestinas y el alboroto en lugares en que jóvenes se tornan indecentes y viejos imprecisos, como cuando después de una terrible noche de tragos que parecía bacanal despertó en su propia casa con una bella mujer desnuda que tenía un miembro del tamaño de un frasco de salsa. No se acuerda bien cómo ocurrió aquello, pero sí supo que lo que había pasado sería irrepetible en todo el sentido de la palabra.
La joven lo miraba con admiración mientras bebía el café y él le relataba sus historias. Su excesiva atención presagiaba un gusto que haría mucho más sencillos los elementos de su hechizo. Él prendió su equipo de audio y consideró pertinente enseñarle a ella un poco de la música de su colección. Pasaron la vista por los discos de Aphrodite’s child, Demis Roussos y Vangelis. Ella solo había oído hablar y escuchado música del último, por lo que prefirió la nueva experiencia de escuchar los primeros. Con esa música completamente nueva para ella, él la llevó hasta su ventana donde ya con el cielo oscuro se veía un paisaje completamente distinto del de hacía unas horas. Muy cerca de ella, le indicaba al oído lo que se observaba desde allí. Ella lentamente se iba recostando sobre el cuerpo grande del profesor. Libre de la bufanda y de su abrigo, él descubrió en ella que no solo tenía una mirada maravillosa sino un trasero interesante. Todas las mujeres son interesantes. Hay que saber mirarlas, pensaba. Como un ángel con alas gris ratón, la fue abrazando por la espalda y ella cedió a las grandes manos del profesor que se fueron acomodando en su vientre. Ya se veían como un único cuerpo que tenía su reflejo en la ventana.
Si bien la modernización del mundo había traído consigo la sofisticación de la seducción y el lujo de tener el cine en la propia casa, el profesor lamentaba que, a la par con ello, las relaciones humanas hubieran entrado en una extraña dinámica de compraventa en la que todos ofrecen sus personalidades como un grato servicio. Los encantos, la seducción, el arte de amar habían sido relegados por las medidas, la ordinariez y la simple genitalidad. Si la Internet había entrado en el camino de un mejor conocimiento de lo que ocurre en el mundo, con la posibilidad de estar conectados en todo momento, el precio que se pagaba por ello resultaba demasiado alto para las relaciones que hombres y mujeres comenzaban a sostener. El misterio y la intimidad necesarios quedan al borde del abismo. En este nuevo mundo de las relaciones inmediatas nadie quiere comprender ni por un instante el sentido de la soledad. Todos sienten que esa palabra es demasiado peso, que es un sacrificio innecesario. Sin embargo, el bullicio no desorientaba al profesor, que veía la soledad reflejada en las insatisfacciones de tantos estudiantes y que entreveía las lágrimas que fluían en las noches en las que todos se conformaban solo con tener sexo bajo la mesa de un computador. Todos niegan la soledad, le temen, pero lo cierto es que no han comprendido el valor que tan magnífica palabra encierra, decía el profesor.
Para él, por el contrario, su soledad resultaba violentada cuando un viejo amor repuntaba en el correo electrónico reclamando una taza de café o una aparente ingratitud. Viejas amantes que hubiera preferido mantener en el olvido asomaban de vez en cuando en las novedades de su correo académico. Nadie puede ser completamente invisible en un mundo que empieza a estar totalmente conectado. Y como es usual, las personas que sí hubiera querido que le escribieran no daban ni siquiera una señal de vida con un hola, así fuera por navidad. Durante un tiempo fueron las cartas que se iban acomodando sobre el escritorio: alguna hija o hijo que querían verlo, una vieja mujer que le pedía una vez más un abrazo, alguna prostituta del pasado que necesitaba un préstamo. La basura se iba llenando con sobres y hojas de remitentes lejanos que él prefería con su silencio mantener distantes. Pero aparecer en una página de universidad, dejar abiertos todos los datos al día, con direcciones, teléfonos y correos electrónicos, cursos, horarios, conferencias, era algo que él no alcanzaba a imaginar. Reaparecieron las amantes más fastidiosas. Comenzaron a llamar las mujeres más tristes de su vida, llorando una vez más. Llegaban correos con invitaciones para ser parte de grupos y comunidades en línea que vendían un oasis de comprensión y fraternidad entre los hombres. El útil servicio que la universidad hacía con la organización de archivos digitales y correspondencia virtual se convirtió en una pesadilla para el profesor. Se hizo esclavo de tener que revisarlo para organizar sus listas, para registrar los trabajos, para pasar las notas y leer los cronogramas. Y en medio de todo, reaparecían aquellas mujeres que amó, a las que sin duda hizo daño por evitar entregarse con su propia vida para privilegiar la de ellas. La tecnología había hecho al seductor Zeus completamente vulnerable a las persecuciones de su pasado.
Mas cuando Zeus más se complacía, ese pasado no resultaba ser un pensamiento que apareciese por su mente. Abrazado a la joven tan solo se dedicaba a endulzarle el corazón y calentar su cuerpo con la voz tenue en el oído y las palabras precisas a su temblor. El profesor se hacía irresistible cuando habitaba las cumbres del Olimpo y sostenía en todo su espacio el siempre provechoso cuerpo de una mortal. Tardaba tanto en aproximar sus labios y se engolosinaba tanto con solo mirar que en un rapto casi irreal la joven simplemente caía por su propio peso buscando los besos del hombre que la abrazaba. Una vez más se repetía la dulce escena del amor que nace al borde de un bello mirador, con la luna que rendía homenaje a los tiernos besos y la música que parecía hacer volar los cuerpos cuando se abrazaban. Con sus dedos, el profesor se detuvo en cada centímetro del rostro de la joven. Ella lo miraba con magnífica dulzura, sin ocultar que estaba viviendo un amor inusitado en su vida. Los labios volvían a atraerse. Sus bocas sabían a café y ambos rieron al saborearse reflejándose en sus miradas que estaban pensando lo mismo. No había duda de que era él el amante que ella esperaba. Comenzó a levantar sus brazos y a recorrer como si fuese una ciega las líneas del rostro ya maduro del hombre que tan bien la besaba. Con sus dedos, peinó su cabello y volvía a tomarlo por la nuca para que una vez más volviera a acercar su cara a la suya. Él no podía estar menos satisfecho de la forma en que la joven daba a entender su presagio de amarlo: no era simplemente lo sencillo de su abrazo, sino lo regocijante que todo resultaba, como si un oráculo goloso y complacido de su bienestar le hubiera llevado a su morada las albricias de una flor que debía deshojar. En su mundo, como ocurría todas las noches que iba cayendo la gabardina con especial sensualidad, veía una vez más a Afrodita, la escuchaba decirle que lo quería por revivirla en sus clases: el panteón parecía unirse en torno suyo para decirle que su destino consistía en ser feliz en los brazos de cada mujer que pudiera amar.
La gabardina gris ratón cayó tal y como caen las toallas de las mujeres de las películas. No había apresuramientos. La joven lo desvestía al compás de sus dilatados suspiros. Él sentía que la fuerza de Eros revitalizaba sus miembros y una vez más deseaba que se cumpliera el destino para el que todas estas escenas han sido hechas. La desvestía y la besaba. Lo mismo que hacía ella con su cuerpo. Era tan fresca la piel, todo resultaba tan delicado que el profesor pensaba solo en cómo cuidar de un posible abuso de la fuerza de sus brazos a tan presta joven. Era como si el amor fuera natural para ella, como si no temiera lo que sin duda podría sobrevenir en brazos de un amante tan magnífico: desenfado y olvido. Todas sus prendas cayeron al suelo y en el piso del apartamento se configuró un mosaico, mezcla de prendas notablemente juveniles con otras singularmente académicas. Desnudos, tras bajarse mutuamente el último respaldo de apocamiento, él intentó besar una vez más sus labios, pero ella amablemente lo evitó invitándolo a recrearse con todo su cuerpo, a que hundiera sus manos en su espalda y degustara incansablemente sus senos, su cintura, sus piernas y su sexo. Él la tomó de la mano y la llevó a su cama. Dócil como un hada, ella recostó su cuerpo y dejó que él la contemplara. Una vez más se dio cuenta de que todas las mujeres son interesantes y que solo es dado saber cuán interesantes pueden ser enajenado en el reconocimiento de sus cuerpos desnudos. Cada vez que lo hacía, se daba cuenta por qué Zeus estaba dispuesto a tanto por compartir el lecho de una bella hembra.
Mientras besaba el cuerpo de la joven, se repetía a sí mismo que era un agraciado de los dioses. Se detenía en los dulces pies, palmaba las pantorrillas, besaba los muslos y dibujaba cada músculo con sus propias manos. Ascendía aún más y su boca brindaba un placer que creía nunca antes vivido por la joven. Ella ponía sus manos sobre la cabeza del profesor y revolvía su cabello con decisión agradeciéndole las sensaciones que todo su cuerpo experimentaba. Él era un hombre que olía a macho y ella una virgen que trasudaba un aroma sobrenatural: incluso su cuerpo tuvo para el profesor un sabor extraordinario. Era el aroma y el sabor de las diosas, ese pensamiento pasó por su mente. Sin embargo, a medida que la excitación de la joven se incrementaba, él sentía que la lengua se le hacía pesada y que se cansaba como si su corazón no soportara tanta dicha. Todo puede pensarse, pero él no consideraba siquiera que Zeus pudiera morir de un infarto. Continuó su tarea con las manos allí donde la lengua ya flaqueaba. Pero era inevitable la sensación de debilidad. En medio de las circunstancias, ambos parecían alcanzar sendos paroxismos.
El profesor se hizo a un lado seguro de que el malestar que comenzaba a experimentar se pasaría. Se sentía mareado y sin aire. La respiración le generaba náuseas en lugar de alivio y se le iban enfriando los pies. Los dioses no podían abandonarlo en tan bello momento. Y aunque sus pensamientos buscaban seres alados que le prestaran ayuda, solo tenía a la extasiada joven que yacía a su lado para pedirle auxilio. La llamó por su nombre con la voz entrecortada. Ella abrió los ojos para atender su llamada, pero lo miró como si fuese una mujer completamente distinta de la que había ingresado a su apartamento y se acababa de estremecer en su cama. A medida que su cuerpo volvía a ser un volcán que vuelve a la normalidad, la joven miraba con mayor frialdad a su generoso amante, acariciaba su cabeza y le decía en verdad puedes ser maravilloso, en verdad lo eres.
«No te diste cuenta quién fui yo todo este tiempo. Solo querías ver lo que quisiste ver. Todo lo que esta noche hemos pasado fue por tantos días un plan que nos dio vueltas en la cabeza. Tanto tiempo buscándote, todos estos años sin tener noticias tuyas, creyéndote vivo. No respondías una sola de las cartas que te enviábamos. Siempre como que no era contigo. Las cosas pudieron ser distintas, pero tú elegiste este destino. Tantas veces observando quién entraba a tu apartamento, tantas noches pendientes de tus cosas, ni qué decir lo que debimos hacer para defenderte de mujeres que solo querían hacerte daño. Tú jamás lo notaste. ¿Era tan difícil escribir y decirnos que no nos olvidabas?, ¿era tan difícil regalarnos una llamada? Tu voz bastaba para que te agradeciéramos cualquier palabra como un gesto de amor. Eres un hombre maravilloso, no me cansaré de recordarte de esa forma. Pero no soportábamos tu ausencia y es más sencillo saber que estás muerto, que nosotras fuimos el principio y el fin de lo que fuiste. Aún no sabes quién soy yo, ¿verdad?»
El profesor palidecía y trataba de respirar. No pudo responder, pero sí pudo mover su cara con el clásico gesto de negación. En la mirada, encontraba familiar a la joven desnuda a su lado; pero realmente no sabía de quién se trataba. Dijo agua, dame agua, por favor. Y ella se repuso diciendo que el agua solo lo haría padecer más.
«Soy tu hija —dijo ella sin inmutarse, como si hubiera preparado esa misma frase en incontables ensayos—. Podrás creer que esto es una fantasía, que estás soñando, que lo que ha ocurrido no es cierto, pero es la verdad y frente a ello no hay nada que puedas hacer. Mamá jamás me enseñó a verte como un padre que había olvidado a su hija. Mamá solo tenía ojos para recordar al hombre que la había seducido como ningún otro y la había perjudicado para mirar distinto a los demás. Siempre pensando que podías llevártelas a todas a la cama, demeritabas el amor que mi madre te brindaba y la hija que con tantos sufrimientos tuvo que sacar adelante. Pero olvidaste que el tiempo de hombres y mujeres es distinto y que donde vosotros veis el olvido nosotras atesoramos la venganza. De tantos amores que dejaste atrás, de tantas mujeres que abandonaste como una prenda que ya no se quiere usar, de tantos hijos, hermanos y hermanas mías que viven con tu sangre, nosotras nos adelantamos a tu propio destino. ¿No pensaste nunca que las cuentas de los padres las cobran los hijos y que allí donde las madres dejaron de lamentarse crecían unos hijos que también te necesitaban? No, tú parecías querer vivir en otro mundo, tan distante de todo que ni te dabas cuenta de lo que abandonabas. Creo, a pesar de todo, que también te quiero. Que no podría ser de otra forma. Mi madre te ama, tantas mujeres te han amado. No puedo quedarme aquí, como me ves y me has visto, sin saber qué es todo ese amor que tú emanas. ¿Te parece cruel lo que hago? Mira tu vida primero. Si de alguna forma puedo amarte es como hombre, no como padre, pues nunca te he conocido. Y mueres, tal y como mamá lo ha pensado, con el sabor de mi cuerpo en tus labios. Lamento que tus manos ya no vuelvan a tocar a ninguna otra mujer y que tus besos ya no brinden la oportunidad de llevar a un sitio divino a todas las mujeres que has tenido. Pero alguna debía ser la última. Fue mi oportunidad de saber de ti. De verdad eres un hombre maravilloso».
En el ambiente hubo un silencio entre los cuerpos y a escasos pasos se escuchaba una melodiosa voz que cantaba «A la hora del final, solo quiero tu mirar, con tu perfume alrededor». El aliento no le alcanzaba al profesor para decir siquiera sus últimas palabras, no tenía ni una pequeña fuerza para toser o vomitar el sabor que en la lengua le había dejado el cuerpo de la joven amante que lo despedía del mundo. Mas a pesar de las palabras escuchadas, de la pretendida lección que parecía quedar en todo ello, él moría tranquilo, casi contento. Su situación no era extraña a todo lo que en su mundo griego se recreaba, en sus clases y en su vida íntima. Pensaba en el Zeus que amaba a su madre, a su hermana y a sus propias hijas; pensaba en lo bien que se sentía cubierto por la muerte en una pequeña tragedia que se había ejecutado solo para él bajo un filtro amoroso más familiar a Medea que a la edad de plomo. Ahora podía entendérselas con un mundo para el que también había leído mucho y aún creía. Allá nuevas amantes renovarían su fe en el amor. A lo mejor por fin vería sin duda el rostro de Afrodita y tendría el honor de mirar el mundo abrazado a una diosa. Solo estas, y no otras ideas, atravesaron el pensamiento del profesor mientras miraba a su última amante. Con una breve sonrisa él se despidió del mundo. Con la convicción de que continuaría su obra, ella le cerró los ojos.
A los pocos días, la universidad rendía tributo al profesor. Las exequias tuvieron un número amplio de mujeres que se enteraron de lo ocurrido y, bebiendo café, murmuraban sobre lo que sabían del fallecido amante. Había muerto de un infarto, comentaban. Al parecer había tomado un afrodisíaco cuyo efecto no pudo soportar. Estaba con una muchacha que pudo haber sido su hija. La pobre estaba de psicólogo porque la situación la sacudió de una forma extrema.
Las noticias de la prensa fueron mucho menos prolijas. Murió reconocido profesor de griego de la universidad, decía en el titular; más abajo decía que de un infarto, fue hallado por una amiga suya. Las directivas invitan a las honras fúnebres.