Literatura de m. bonell gómez
ánima en pena (relato)
Don Ernesto Valles era, además de un importante editor, un erudito y bibliófilo de primera categoría. Hombre ya entrado en años, desgarbado, hasta un poco sucio, rehuía todo tr
el perseguidor inexistente (relato)
—Reconozco que en ese hombre no hay nada de terrible. Es más: al principio de su persecución me resultaba cómico. Bajito, regordete, con un bigotillo pretencioso y, no obstante
ánima en pena (relato)
Don Ernesto Valles era, además de un importante editor, un erudito y bibliófilo de primera categoría. Hombre ya entrado en años, desgarbado, hasta un poco sucio, rehuía todo trato social, excepto, naturalmente, el indispensable para la buena marcha de su negocio, y solo se encontraba a sus anchas entre libros y manuscritos raros, de los cuales tenía inacabable, y valiosa provisión tanto en su domicilio particular como en su despacho en la importante casa editora por él dirigido.
Una calurosa tarde del mes de agosto, hallábase don Ernesto en este último, es decir, en su despacho de la editorial, y como el trabajo profesional no apremiaba ni mucho menos, se entretenía en descifrar un pergamino del siglo XV, escrito, por supuesto, en latín, con letra bastante enrevesada. De pronto, con gran disgusto del erudito, llamaron a la puerta del despacho.
—¡Adelante! —gruñó—. ¿Qué tripa se os ha roto ahora? Aquí no se puede hacer nada sin que le interrumpan a uno treinta veces por minuto...
—Perdone usted, don Ernesto —replicó una de las mecanógrafas del establecimiento, muchacha atractiva y de una amabilidad (falsa) que casi casi estaba a punto de empalagar. La cual mecanógrafa era la que había llamado a la puerta—. Hay ahí afuera un joven que dice venir de parte de uno de sus corresponsales trayéndole una «primera edición» interesantísima.
—Bien, si es así hazle pasar. Y procura que no se nos moleste, Laurita.
—Descuide usted, don Ernesto—. Poco después hacía su aparición en el despacho, tan desordenado y antihigiénico como era de esperar de la idiosincrasia del editor bibliófilo, un joven no mal parecido y de una pulcritud y elegancia irreprochables que contrastaban con su visitado y el ambiente que le rodeaba.
—Buenas tardes, don Ernesto. Vengo de parte de uno de sus corresponsales, de quien, si usted no se ofende, prefiere guardar el incógnito. Me ha dado este libro para usted.
—¡Humm! A ver... Editorial «Hachette» de París, «Nouvelles» por Alfonso Karr, 1880. No está mal del todo... Pero desde luego, esta «primera edición» puede encontrarse con relativa facilidad. ¿Y para eso tanto misterio?
—Es que lo hay. Si se toma usted la molestia de hojear el libro, lo descubrirá inmediatamente.
No contestó el erudito enseguida. Limitóse a mirar por encima de las gafas a su interlocutor con una mirada de perpleja ironía. Acto seguido comenzó a hojear el volumen conforme se le rogara. En rápida catarata de papel se deslizaron las hojas bajo los dedos largos, amarillentos y ágiles de don Ernesto. Más de súbito tropezaron con la leve resistencia de un plieguecillo sin cortar. Y aquel plieguecillo semejaba excesivamente abultado. Algo se contenía en él indudablemente. Entraron nuevamente en función los dedos y esta vez también las uñas, cuya longitud y encorvamiento recordaban las garras de los animales de presa. Varias cuartillas plegadas y manuscritas surgieren de las entrañas del antiguo libro. Don Ernesto las desdobló, echándoles un rápido vistazo al que hubo de acompañar el característico gruñido:
—¡Humm!... Parece una carta...
—Sí, señor. Una carta es. Pero lea, lea usted la firma.
Así lo hizo don Ernesto poniendo una cuartilla tras otra hasta llegar a la última.
—¡Pedro Antonio de Alarcón!... Entintes se trata...
—... de una carta inédita del gran novelista español de mediados a finales del siglo catorce.
—Y esta carta...
—Justifica aquella famosa frase del autor de «El escándalo» y que siempre la tomamos todos sus lectores, de ayer y de hoy, un poco, un mucho, a beneficio de inventario: Creo en los fantasmas. Los he visto.
—¡Caramba! Eso debe ser muy interesante... Siéntese en donde pueda, pollo. Y veamos la carta.
El joven pulcro y bien parecido se acomodó mal que bien en cierto sillón cojitranco. Don Ernesto Vallés se afianzó las gafas y, sentándose a la par de su visitante en el silloncito giratorio que había detrás de la mesa despacho, se entregó a la lectura con verdadera fruición.
La carta del gran novelista hispano decía así:
«Señor Don Luis Núñez de la Torre.
»Guadix (Granada)
»Mi querido amigo y paisano: Aunque retrasado muy a mi pesar, pues el trabajo me absorbió por completo los pasados días, voy a corresponder a la tuya, y me atrevería a decir con creces. Has de saber, ¡oh! perínclito ex componente de «La Cuerda granadina» (por lo menos de un modo honorífico), que me dispongo a contarte en esta una historia en verdad extraordinaria muy de tu gusto además. Cuya historia no me es posible centrar en letras de molde por una serie de consideraciones y respetos que, sin hacértelas ni mencionártelas, tú comprenderás perfectamente cuando la hayas leído. Eres discreto: me consta. Por ello y tu afición a los «cuentos de miedo» (nadie mejor que tú paladeó «El amigo de la muerte», «La mujer alta», «El clavo» y demás narraciones inverosímiles debidas a mi empecatada pluma), serás el único en conocer algo extraño y terrible; algo que me conmueve aún como hombre y como artista y que me demuestra una vez más, si necesitara demostrarse lo inefable, la existencia de otra vida superior e independiente de la materia corruptible. Voy, pues, con la historia prometida... y discúlpame no ya este exordio, sino el tono ligeramente humorístico del principio de él. En el fondo no es más ni menos que el canturreo del niño en la oscuridad para ahuyentar, con sus notas desafinadas, el miedo...
»Vivo provisionalmente, como ya sabes demasiado, en las cercanías de la Plaza Mayor. Ahora bien, las noches pasadas, exactamente la del doce al trece de este mes de febrero en que estamos, regresaba ya tarde a mi domicilio y, todo hay que decirlo, con un humor de perros. Esto lo comprenderás fácilmente cuando te diga que había estado en una tertulia literaria, a las cuales rehuyo generalmente por propia conservación o poco menos, teniendo que soportar la cáustica oratoria de Leopoldo Alas «Clarín», quien se metió conmigo indirectamente al hacer la crítica de algunas de las obras de Campoamor y Núñez de Arce. Pero vamos a lo que importa. Me dirigía yo, como digo, a mi domicilio por la calle Mayor viniendo del centro, cuando al llegar a un trozo de calle particularmente solitario y oscuro, me crucé con cierta damisela vecina y amiga, amén de paisana, aunque tú no creo conozcas, pues no es de esa propiamente, sino de Granada. Llámase Matilde Jimeno y es una chica preciosa, una mujer de una vez, con cualidades intelectuales y morales no inferiores a su hermosura. No te la describo por no alargarme demasiado. Figúratela como quieras.
»Volví sobre mis pasos extrañado de verla sola a aquellas horas de la noche y saludándola la pregunté:
»—¿Qué ocurre, Matilde? Tenía entendido que estaba usted enferma, y ahora...
»—No me pregunte nada, don Pedro. Preciso estar en determinado sitio cuanto antes. Es cuestión de vida o muerte.
—Bien, Matilde. No le preguntaré a usted nada; pero me permitirá, hasta donde usted quiera y como quiera, que la acompañe. Una muchacha como usted, sola en medio de la noche, se expone a toda clase de peligros.
»—Creo que se equivoca, don Pedro; pero en fin, si quiere usted acompañarme, yo no se lo impido. Tampoco podría impedírselo aunque lo quisiera. Pues usted ya me vio.
»Aquellas palabras, dichas con una voz raramente musical a pesar de ser bisbiseadas más que dichas, sonaron a mis oídos, no sé por qué, misteriosas, enigmáticas... Habíamos llegado bajo la verdosa luz de un farol. ¿Fueron mis ojos deslumbrados por el tránsito de las tinieblas casi absolutas a la claridad o sufría yo alucinaciones? El caso es que me pareció observar que la señorita Matilde Jimeno, vestida con una especie de blanco peinador tan solo, se transparentaba. La extraña expresión del rostro, además, el pronunciar las palabras que transcritas quedan, aumentó mi vaga inquietud de enigmático misterio, obligándome muy a mi pesar a estremecerme todo. Decididamente son tan frías las calles de Madrid, pensé para tranquilizarme. Reponiéndome, no sé si del frío o de la emoción, con este pensamiento, repliqué por último:
»—¿Va usted muy lejos, Matilde? Esto si creo que se lo puedo preguntar...
»—A la calle de Amor de Dios, en su comedio...
»—Ese esta por Atocha... Al menos una de las entradas de la calle que acaba usted de mencionar. Y si es así, queda un poco lejos... Tomaremos un coche... siempre y cuando no tenga usted inconveniente y lo encontremos.
»—Como usted quiera.
»Desde luego debí ver mal o, como ya indiqué, estar alucinado: Matilde, otra vez en la semioscuridad de la calle, recuperaba su ser ordinario. Con todo, la aventura (si así puede calificarse) resultaba de lo más extraordinaria y fuera de lo corriente. ¡Una señorita honesta, sensata, vagando solitaria por la Villa y Corte en la fría oscuridad de una noche de febrero, vestida apenas y negándose a decir el motivo de su salida nocturna y el lugar exacto a dónde se encaminaba! Porque el comedio de la calle de Amor de Dios eran unas señas tan difusas... Interrumpió el curso de sus reflexiones la oportunísima llegada de un sitntn. Le detuve, le tomamos y a los pocos instantes marchábamos rumbo a la calle de Amor de Dios sin haber especificado el número al cochero, no sin asombro de su parte tanto por esta circunstancia como por cierto halo de extravagancia y anormalidad que seguramente nos rodeaba a Matilde y a mí.
»—Entre por Atocha —dije al auriga a indicación de mi compañera— y ya le señalaremos a dónde tiene que detenerse poco más o menos.
»El cochero se encogió de hombros, sin perder su expresión atónita, arreando el ético caballejo con un chasquido de la lengua. E insisto, a los pocos momentos nos poníamos en marcha.
»Matilde había caído en muda, sombría abstracción. No me atreví a turbar el silencio con alguna de las muchas preguntas que, no obstante la advertencia de la bella muchacha y mi propia voluntad, tenía a flor de labios. Por un momento, otro de los incomprensibles desde mi casual encuentro con ella en la noche, experimenté la sensación absurda de hallarme completamente solo en el vehículo que nos arrastraba, con dirección a un lugar remoto e indefinible, no ya de fuera de Madrid, si no del mundo... Reaccioné, volví a reaccionar, contra esta otra forma del miedo acaso, procurando concretar mis pensamientos acerca de mi encantadora paisana, mirándola de vez en vez de reojo, así como las razones que pudiera tener para obrar de la forma con que lo hacía. Y me vinieron a la imaginación las quejas de doña Pepita, su madre, contra la muchacha, sacada de quicio por causa de un amor inconveniente... Sí, este era el secreto de Matilde. Huía de su hogar para reunirse con el hombre indigno, según doña Pepita, que le tenía sorbido el seso. En cuyo caso, yo estaba desempeñando el poco lucido papel de cómplice y quizá tercero en aquellos amores.
Al llegar aquí en mis pensamientos, llegábamos también a la calle del Amor de de Dios.
»—Usted dirá, caballero —hizo observar el automedonte deteniendo el coche a medias e inclinándose hacia la ventanilla desde el pescante.
»—Aquí mismo, don Pedro.
»Y antes de que yo hubiera podido tenderle la mano para que bajase (en todo nuestro paseo a pie y en coche rehuyó, con una especie de ansiedad, el menor contacto material conmigo por leve e inocente que fuera) ya estaba de nuevo Matilde en la semipenumbra de una calle solitaria, destacando su belleza irreal de la blancura de aquella especie de peinador, su único atuendo por lo visto.
»—Y ahora, don Pedro, váyase usted... y se lo repito: no me haga ninguna pregunta. ¡Seguramente me sería imposible contestarla!
—No voy a hacerle ninguna pregunta, Matilde. Solamente decirle esto: Piense bien lo que hace y el compromiso en que me pone. Porque usted ha huido de su casa para reunirse con cierto galán.
»—Es verdad, don Pedro. Sin embargo se equivoca usted si cree que ese o ninguna otra cosa de este mundo, puede deshonrarme ya. Y en cuanto a usted, yo se lo afirmo, nadie pensará reprocharle nada.
»—Pero, Matilde...
—Adiós, don Pedro. Y gracias, gracias de todo corazón.
»Con rápido andar se alejó del coche y de mí. «Algo» paralizó mi voluntad mis movimientos... Vi blanquear su silueta en la oscuridad, alejándose. Luego, nada. Pareció desvanecerse al llegar frente al edificio vulgarísimo de una casa de vecindad ennoblecido, no obstante, por el misterio de la noche.
»—Señorito, ¿esto qué es? «Ella» pasó a través del portal cerrado. ¡Lo he visto con mis propios ojos!
»—Ha sido ilusión tuya, cochero. La señorita traía consigo sin duda una llave. Pero vamos de aquí. Hace frío.
»Me metí en el coche como un sonámbulo. De un modo automático asimismo, miré la hora. Era poco más de la una y media de la madrugada. Al día siguiente me enteré de que Matilde Jimeno había fallecido a consecuencia de unas calenturas infecciosas, sobre la una... ¡Es decir, que ya estaba muerta cuando me la encontré! Mi paseo a pie y en coche con el fantasma de la bella, desgraciada mujer, debió de durar una media hora. Desde luego y por doña Pepita, la madre de Matilde, supe el nombre del galán; el número exacto de la casa por él habitada en la calle del Amor de Dios. Fui a visitarlo con ánimo de que me confirmara la verdad o la mentira de la visita espectral de su novia. Pero no lo encontré en su casa, y posteriormente me he enterado de que profesó como religioso en una de las Ordenes mendicantes más rigurosas y estrechas. He aquí el epílogo de mi «narración inverosímil» vivida en la realidad. El mejor comentario de ella es la evocación de un hermoso rostro femenino expresando las dudas, inquietudes y tormentos del Purgatorio, pues el católico predomina en mí sobre el hombre de fantasía. Y te lo aseguro: No se trata de un fantasma, literario y materialista, de los tan gratos a aquellos que siguen las teorias disparatadas de Allan Kardec. Se trata de una pobre ánima en pena, equivocándose acerca del objeto de un amor e intentando ofrendarle a la criatura lo que el criador es debido. Pero si el Hijo del Hombre perdonó a la Magdalena «porque había amado mucho», ¿no habrá sido perdonada ya la pobre Matilde?—. Quiso, hasta consiguió, sobrepasar los límites humanos por despedirse del hombre a quién, con todo su corazón, amaba. Y ese esfuerzo, ese sacrificio, la acercó sin duda a Dios. Encomiéndala a Él, como yo la encomiendo... y hasta la próxima en que te daré nuevas familiares políticas y literarias, recibe con un fuerte abrazo de tu amigo ex corde, mis mejores deseos de que la salud de los tuyos y la tuya propia sean buenas,
Pedro Antonio de Alarcón.
Al término de su lectura, quedó unos momentos pensativo don Ernesto Vallés. Luego, algo así como la sombra de una sonrisa cruzó por su apergaminado rostro. Finalmente, con aire severo, el entrecejo fruncido, dirigió al joven bien parecido y pulcro, que espiaba los menores gestos del editor bibliófilo, las siguiente palabras:
—Muy interesante, sí, señor. Muy interesante. Pero ya no hace falta que me revele el incógnito de mi supuesto corresponsal ¡Es usted mismo que, si no estoy equivocado, se llama Luis Núñez de la Torre! Y ni siquiera es descendiente del amigo de Pedro Antonio de Alarcón, porque Pedro Antonio de Alarcón no tuvo nunca un amigo de ese nombre... ni por tanto, escribió la famosa carta donde se cuenta otro «cuento de miedo».
—Señor Vallés... Yo. ¿Cómo ha averiguado usted...?
—Amigo mío, los años, la experiencia A parte algunas impropiedades e inclusive anacronismos del lenguaje que pretende imitar, no con demasiada fortuna, el estilo de Pedro Antonio de Alarcón, hay un detalle, insignificante al parecer, el cual me puso en la verdadera pista.
—¿Y ese detalle...?
—El volumen no abierto del todo de Alfonso Karr. Alarcón era un admirador incondicional del novelista francés. Hasta en su juventud, el propio Alarcón lo dice, pretendió imitarle. ¿Cree usted, pollo, que siendo así como lo es no hubiera cortado todas y cada una de las páginas del libro a fin de leerle?
—Me maravilla, don Ernesto, Entonces yo...
—Usted es un escritor novel que no conseguía ser leído por mí, con todo y haberme enviado cinco o seis manuscritos para su examen y que quiso intrigarme con la supuesta carta de Pedro Antonio de Alarcon. Claro, yo podía enfadarme con usted y mandarle a tomar el fresco, caso de que lo encuentre. Pero amigo, su ingenia y su audacia merecen alguna recompensa Le prometo leer de cabo a rabo por lo menos uno de sus manuscritos.
—Gracias, don Ernesto. Crea usted que le quedo reconocidísimo.
—De nada, muchacho, de nada—. Además —se dijo el erudito con sonrisa «interior»—, esa famosa carta del amar de «El sombrero de tres picos» puede servirme para algo.
Una calurosa tarde del mes de agosto, hallábase don Ernesto en este último, es decir, en su despacho de la editorial, y como el trabajo profesional no apremiaba ni mucho menos, se entretenía en descifrar un pergamino del siglo XV, escrito, por supuesto, en latín, con letra bastante enrevesada. De pronto, con gran disgusto del erudito, llamaron a la puerta del despacho.
—¡Adelante! —gruñó—. ¿Qué tripa se os ha roto ahora? Aquí no se puede hacer nada sin que le interrumpan a uno treinta veces por minuto...
—Perdone usted, don Ernesto —replicó una de las mecanógrafas del establecimiento, muchacha atractiva y de una amabilidad (falsa) que casi casi estaba a punto de empalagar. La cual mecanógrafa era la que había llamado a la puerta—. Hay ahí afuera un joven que dice venir de parte de uno de sus corresponsales trayéndole una «primera edición» interesantísima.
—Bien, si es así hazle pasar. Y procura que no se nos moleste, Laurita.
—Descuide usted, don Ernesto—. Poco después hacía su aparición en el despacho, tan desordenado y antihigiénico como era de esperar de la idiosincrasia del editor bibliófilo, un joven no mal parecido y de una pulcritud y elegancia irreprochables que contrastaban con su visitado y el ambiente que le rodeaba.
—Buenas tardes, don Ernesto. Vengo de parte de uno de sus corresponsales, de quien, si usted no se ofende, prefiere guardar el incógnito. Me ha dado este libro para usted.
—¡Humm! A ver... Editorial «Hachette» de París, «Nouvelles» por Alfonso Karr, 1880. No está mal del todo... Pero desde luego, esta «primera edición» puede encontrarse con relativa facilidad. ¿Y para eso tanto misterio?
—Es que lo hay. Si se toma usted la molestia de hojear el libro, lo descubrirá inmediatamente.
No contestó el erudito enseguida. Limitóse a mirar por encima de las gafas a su interlocutor con una mirada de perpleja ironía. Acto seguido comenzó a hojear el volumen conforme se le rogara. En rápida catarata de papel se deslizaron las hojas bajo los dedos largos, amarillentos y ágiles de don Ernesto. Más de súbito tropezaron con la leve resistencia de un plieguecillo sin cortar. Y aquel plieguecillo semejaba excesivamente abultado. Algo se contenía en él indudablemente. Entraron nuevamente en función los dedos y esta vez también las uñas, cuya longitud y encorvamiento recordaban las garras de los animales de presa. Varias cuartillas plegadas y manuscritas surgieren de las entrañas del antiguo libro. Don Ernesto las desdobló, echándoles un rápido vistazo al que hubo de acompañar el característico gruñido:
—¡Humm!... Parece una carta...
—Sí, señor. Una carta es. Pero lea, lea usted la firma.
Así lo hizo don Ernesto poniendo una cuartilla tras otra hasta llegar a la última.
—¡Pedro Antonio de Alarcón!... Entintes se trata...
—... de una carta inédita del gran novelista español de mediados a finales del siglo catorce.
—Y esta carta...
—Justifica aquella famosa frase del autor de «El escándalo» y que siempre la tomamos todos sus lectores, de ayer y de hoy, un poco, un mucho, a beneficio de inventario: Creo en los fantasmas. Los he visto.
—¡Caramba! Eso debe ser muy interesante... Siéntese en donde pueda, pollo. Y veamos la carta.
El joven pulcro y bien parecido se acomodó mal que bien en cierto sillón cojitranco. Don Ernesto Vallés se afianzó las gafas y, sentándose a la par de su visitante en el silloncito giratorio que había detrás de la mesa despacho, se entregó a la lectura con verdadera fruición.
La carta del gran novelista hispano decía así:
«Señor Don Luis Núñez de la Torre.
»Guadix (Granada)
»Mi querido amigo y paisano: Aunque retrasado muy a mi pesar, pues el trabajo me absorbió por completo los pasados días, voy a corresponder a la tuya, y me atrevería a decir con creces. Has de saber, ¡oh! perínclito ex componente de «La Cuerda granadina» (por lo menos de un modo honorífico), que me dispongo a contarte en esta una historia en verdad extraordinaria muy de tu gusto además. Cuya historia no me es posible centrar en letras de molde por una serie de consideraciones y respetos que, sin hacértelas ni mencionártelas, tú comprenderás perfectamente cuando la hayas leído. Eres discreto: me consta. Por ello y tu afición a los «cuentos de miedo» (nadie mejor que tú paladeó «El amigo de la muerte», «La mujer alta», «El clavo» y demás narraciones inverosímiles debidas a mi empecatada pluma), serás el único en conocer algo extraño y terrible; algo que me conmueve aún como hombre y como artista y que me demuestra una vez más, si necesitara demostrarse lo inefable, la existencia de otra vida superior e independiente de la materia corruptible. Voy, pues, con la historia prometida... y discúlpame no ya este exordio, sino el tono ligeramente humorístico del principio de él. En el fondo no es más ni menos que el canturreo del niño en la oscuridad para ahuyentar, con sus notas desafinadas, el miedo...
»Vivo provisionalmente, como ya sabes demasiado, en las cercanías de la Plaza Mayor. Ahora bien, las noches pasadas, exactamente la del doce al trece de este mes de febrero en que estamos, regresaba ya tarde a mi domicilio y, todo hay que decirlo, con un humor de perros. Esto lo comprenderás fácilmente cuando te diga que había estado en una tertulia literaria, a las cuales rehuyo generalmente por propia conservación o poco menos, teniendo que soportar la cáustica oratoria de Leopoldo Alas «Clarín», quien se metió conmigo indirectamente al hacer la crítica de algunas de las obras de Campoamor y Núñez de Arce. Pero vamos a lo que importa. Me dirigía yo, como digo, a mi domicilio por la calle Mayor viniendo del centro, cuando al llegar a un trozo de calle particularmente solitario y oscuro, me crucé con cierta damisela vecina y amiga, amén de paisana, aunque tú no creo conozcas, pues no es de esa propiamente, sino de Granada. Llámase Matilde Jimeno y es una chica preciosa, una mujer de una vez, con cualidades intelectuales y morales no inferiores a su hermosura. No te la describo por no alargarme demasiado. Figúratela como quieras.
»Volví sobre mis pasos extrañado de verla sola a aquellas horas de la noche y saludándola la pregunté:
»—¿Qué ocurre, Matilde? Tenía entendido que estaba usted enferma, y ahora...
»—No me pregunte nada, don Pedro. Preciso estar en determinado sitio cuanto antes. Es cuestión de vida o muerte.
—Bien, Matilde. No le preguntaré a usted nada; pero me permitirá, hasta donde usted quiera y como quiera, que la acompañe. Una muchacha como usted, sola en medio de la noche, se expone a toda clase de peligros.
»—Creo que se equivoca, don Pedro; pero en fin, si quiere usted acompañarme, yo no se lo impido. Tampoco podría impedírselo aunque lo quisiera. Pues usted ya me vio.
»Aquellas palabras, dichas con una voz raramente musical a pesar de ser bisbiseadas más que dichas, sonaron a mis oídos, no sé por qué, misteriosas, enigmáticas... Habíamos llegado bajo la verdosa luz de un farol. ¿Fueron mis ojos deslumbrados por el tránsito de las tinieblas casi absolutas a la claridad o sufría yo alucinaciones? El caso es que me pareció observar que la señorita Matilde Jimeno, vestida con una especie de blanco peinador tan solo, se transparentaba. La extraña expresión del rostro, además, el pronunciar las palabras que transcritas quedan, aumentó mi vaga inquietud de enigmático misterio, obligándome muy a mi pesar a estremecerme todo. Decididamente son tan frías las calles de Madrid, pensé para tranquilizarme. Reponiéndome, no sé si del frío o de la emoción, con este pensamiento, repliqué por último:
»—¿Va usted muy lejos, Matilde? Esto si creo que se lo puedo preguntar...
»—A la calle de Amor de Dios, en su comedio...
»—Ese esta por Atocha... Al menos una de las entradas de la calle que acaba usted de mencionar. Y si es así, queda un poco lejos... Tomaremos un coche... siempre y cuando no tenga usted inconveniente y lo encontremos.
»—Como usted quiera.
»Desde luego debí ver mal o, como ya indiqué, estar alucinado: Matilde, otra vez en la semioscuridad de la calle, recuperaba su ser ordinario. Con todo, la aventura (si así puede calificarse) resultaba de lo más extraordinaria y fuera de lo corriente. ¡Una señorita honesta, sensata, vagando solitaria por la Villa y Corte en la fría oscuridad de una noche de febrero, vestida apenas y negándose a decir el motivo de su salida nocturna y el lugar exacto a dónde se encaminaba! Porque el comedio de la calle de Amor de Dios eran unas señas tan difusas... Interrumpió el curso de sus reflexiones la oportunísima llegada de un sitntn. Le detuve, le tomamos y a los pocos instantes marchábamos rumbo a la calle de Amor de Dios sin haber especificado el número al cochero, no sin asombro de su parte tanto por esta circunstancia como por cierto halo de extravagancia y anormalidad que seguramente nos rodeaba a Matilde y a mí.
»—Entre por Atocha —dije al auriga a indicación de mi compañera— y ya le señalaremos a dónde tiene que detenerse poco más o menos.
»El cochero se encogió de hombros, sin perder su expresión atónita, arreando el ético caballejo con un chasquido de la lengua. E insisto, a los pocos momentos nos poníamos en marcha.
»Matilde había caído en muda, sombría abstracción. No me atreví a turbar el silencio con alguna de las muchas preguntas que, no obstante la advertencia de la bella muchacha y mi propia voluntad, tenía a flor de labios. Por un momento, otro de los incomprensibles desde mi casual encuentro con ella en la noche, experimenté la sensación absurda de hallarme completamente solo en el vehículo que nos arrastraba, con dirección a un lugar remoto e indefinible, no ya de fuera de Madrid, si no del mundo... Reaccioné, volví a reaccionar, contra esta otra forma del miedo acaso, procurando concretar mis pensamientos acerca de mi encantadora paisana, mirándola de vez en vez de reojo, así como las razones que pudiera tener para obrar de la forma con que lo hacía. Y me vinieron a la imaginación las quejas de doña Pepita, su madre, contra la muchacha, sacada de quicio por causa de un amor inconveniente... Sí, este era el secreto de Matilde. Huía de su hogar para reunirse con el hombre indigno, según doña Pepita, que le tenía sorbido el seso. En cuyo caso, yo estaba desempeñando el poco lucido papel de cómplice y quizá tercero en aquellos amores.
Al llegar aquí en mis pensamientos, llegábamos también a la calle del Amor de de Dios.
»—Usted dirá, caballero —hizo observar el automedonte deteniendo el coche a medias e inclinándose hacia la ventanilla desde el pescante.
»—Aquí mismo, don Pedro.
»Y antes de que yo hubiera podido tenderle la mano para que bajase (en todo nuestro paseo a pie y en coche rehuyó, con una especie de ansiedad, el menor contacto material conmigo por leve e inocente que fuera) ya estaba de nuevo Matilde en la semipenumbra de una calle solitaria, destacando su belleza irreal de la blancura de aquella especie de peinador, su único atuendo por lo visto.
»—Y ahora, don Pedro, váyase usted... y se lo repito: no me haga ninguna pregunta. ¡Seguramente me sería imposible contestarla!
—No voy a hacerle ninguna pregunta, Matilde. Solamente decirle esto: Piense bien lo que hace y el compromiso en que me pone. Porque usted ha huido de su casa para reunirse con cierto galán.
»—Es verdad, don Pedro. Sin embargo se equivoca usted si cree que ese o ninguna otra cosa de este mundo, puede deshonrarme ya. Y en cuanto a usted, yo se lo afirmo, nadie pensará reprocharle nada.
»—Pero, Matilde...
—Adiós, don Pedro. Y gracias, gracias de todo corazón.
»Con rápido andar se alejó del coche y de mí. «Algo» paralizó mi voluntad mis movimientos... Vi blanquear su silueta en la oscuridad, alejándose. Luego, nada. Pareció desvanecerse al llegar frente al edificio vulgarísimo de una casa de vecindad ennoblecido, no obstante, por el misterio de la noche.
»—Señorito, ¿esto qué es? «Ella» pasó a través del portal cerrado. ¡Lo he visto con mis propios ojos!
»—Ha sido ilusión tuya, cochero. La señorita traía consigo sin duda una llave. Pero vamos de aquí. Hace frío.
»Me metí en el coche como un sonámbulo. De un modo automático asimismo, miré la hora. Era poco más de la una y media de la madrugada. Al día siguiente me enteré de que Matilde Jimeno había fallecido a consecuencia de unas calenturas infecciosas, sobre la una... ¡Es decir, que ya estaba muerta cuando me la encontré! Mi paseo a pie y en coche con el fantasma de la bella, desgraciada mujer, debió de durar una media hora. Desde luego y por doña Pepita, la madre de Matilde, supe el nombre del galán; el número exacto de la casa por él habitada en la calle del Amor de Dios. Fui a visitarlo con ánimo de que me confirmara la verdad o la mentira de la visita espectral de su novia. Pero no lo encontré en su casa, y posteriormente me he enterado de que profesó como religioso en una de las Ordenes mendicantes más rigurosas y estrechas. He aquí el epílogo de mi «narración inverosímil» vivida en la realidad. El mejor comentario de ella es la evocación de un hermoso rostro femenino expresando las dudas, inquietudes y tormentos del Purgatorio, pues el católico predomina en mí sobre el hombre de fantasía. Y te lo aseguro: No se trata de un fantasma, literario y materialista, de los tan gratos a aquellos que siguen las teorias disparatadas de Allan Kardec. Se trata de una pobre ánima en pena, equivocándose acerca del objeto de un amor e intentando ofrendarle a la criatura lo que el criador es debido. Pero si el Hijo del Hombre perdonó a la Magdalena «porque había amado mucho», ¿no habrá sido perdonada ya la pobre Matilde?—. Quiso, hasta consiguió, sobrepasar los límites humanos por despedirse del hombre a quién, con todo su corazón, amaba. Y ese esfuerzo, ese sacrificio, la acercó sin duda a Dios. Encomiéndala a Él, como yo la encomiendo... y hasta la próxima en que te daré nuevas familiares políticas y literarias, recibe con un fuerte abrazo de tu amigo ex corde, mis mejores deseos de que la salud de los tuyos y la tuya propia sean buenas,
Pedro Antonio de Alarcón.
Al término de su lectura, quedó unos momentos pensativo don Ernesto Vallés. Luego, algo así como la sombra de una sonrisa cruzó por su apergaminado rostro. Finalmente, con aire severo, el entrecejo fruncido, dirigió al joven bien parecido y pulcro, que espiaba los menores gestos del editor bibliófilo, las siguiente palabras:
—Muy interesante, sí, señor. Muy interesante. Pero ya no hace falta que me revele el incógnito de mi supuesto corresponsal ¡Es usted mismo que, si no estoy equivocado, se llama Luis Núñez de la Torre! Y ni siquiera es descendiente del amigo de Pedro Antonio de Alarcón, porque Pedro Antonio de Alarcón no tuvo nunca un amigo de ese nombre... ni por tanto, escribió la famosa carta donde se cuenta otro «cuento de miedo».
—Señor Vallés... Yo. ¿Cómo ha averiguado usted...?
—Amigo mío, los años, la experiencia A parte algunas impropiedades e inclusive anacronismos del lenguaje que pretende imitar, no con demasiada fortuna, el estilo de Pedro Antonio de Alarcón, hay un detalle, insignificante al parecer, el cual me puso en la verdadera pista.
—¿Y ese detalle...?
—El volumen no abierto del todo de Alfonso Karr. Alarcón era un admirador incondicional del novelista francés. Hasta en su juventud, el propio Alarcón lo dice, pretendió imitarle. ¿Cree usted, pollo, que siendo así como lo es no hubiera cortado todas y cada una de las páginas del libro a fin de leerle?
—Me maravilla, don Ernesto, Entonces yo...
—Usted es un escritor novel que no conseguía ser leído por mí, con todo y haberme enviado cinco o seis manuscritos para su examen y que quiso intrigarme con la supuesta carta de Pedro Antonio de Alarcon. Claro, yo podía enfadarme con usted y mandarle a tomar el fresco, caso de que lo encuentre. Pero amigo, su ingenia y su audacia merecen alguna recompensa Le prometo leer de cabo a rabo por lo menos uno de sus manuscritos.
—Gracias, don Ernesto. Crea usted que le quedo reconocidísimo.
—De nada, muchacho, de nada—. Además —se dijo el erudito con sonrisa «interior»—, esa famosa carta del amar de «El sombrero de tres picos» puede servirme para algo.
el perseguidor inexistente (relato)
—Reconozco que en ese hombre no hay nada de terrible. Es más: al principio de su persecución me resultaba cómico. Bajito, regordete, con un bigotillo pretencioso y, no obstante, influido por la humildad furtiva, grotesca, de su dueño... Suele vestir, además, un sobretodo oscuro, que le está grande y se toca con cierta especie de sombrero flexible, pasado de moda, que le viene, en cambio, pequeño. Sí. Resulta más bien ridículo que trágico mi inexplicable perseguidor. Pero, ahora, después de las experiencias de los últimos días... En fin, se lo contaré todo a usted, que tantas fantasías ha escrito y tantos misterios ha resuelto en el papel, sabrá sin duda orientarme... La muchacha estaba evidentemente nerviosa. Permanecía sentada ante mí, oprimiendo fuertemente contra su regazo el bolso, destacando su silueta juvenil, elegante, sobre el amplio sillón de cuero que, a mis instancias, acababa de ocupar. Verdaderamente era una chica atractiva, aunque sus facciones no tuvieran la corección clásica precisamente. En ellas resaltaban los ojos claros, de color indefinible, pues lo mismo podían ser verdes que azules; unos ojos de mirada peculiar, cargados de extraño magnetismo.
—La escucho a usted, señorita —dije para llenar la pausa creada (y ya alargándose demasiado), por mi interlocutora, luego de sus últimas palabras—. Aunque no tengo el gusto de conocerla, ni sé quién pueda haberme recomendado a usted como desvelador profesional de misterios, su caso promete ser interesante y, en lo que me sea posible, la ayudaré con mucho gusto...
—Gracias. Y ni mi nombre importa, ni nadie, sino su fama, me recomendó a usted... Bien. Vamos al asunto. Estoy aterrada, verdaderamente aterrada, por la persecución constante de ese misterioso desconocido...
—¿No se habrá enamorado de usted?
—No «puede» enamorarse ni de mí ni de nadie, porque EN REALIDAD, NO EXISTE.
—¿Y entonces?...
—¿Tengo yo apariencia de loca?
—Realmente no, señorita. Claro que está un poquitin nerviosa y...
—¿Un poquitín nerviosa? Estoy que salto, pero usted convendrá conmigo en que no es para menos... Sin estar loca, solamente yo veo a mi perseguidor inexistente. Ahora mismo estará abajo esperáronme Aguarde un poco—. La muchacha se levantó de su asiento, y cruzando el amplio despacho, se asomó al balcón que daba a la calle—. Sí, justamente como me figuraba Venga usted un momento aquí, don Miguel, Está allí, junto a aquel árbol... ¿Lo ve usted? ¿A que no lo ve usted?
Yo, en efecto, no veía a nadie junto al árbol designado por la muchacha.
—¿Y entonces? —repetí no sabiendo lo qué decir exactamente.
—Y entonces, don Miguel, ese es el problema que me permito plantearle: ¿Estando una persona en su sano juicio puede ver a otra que no ven las demás? Y de ser así, descartando también la hipótesis de una alucinación producida por cualquier tóxico, la de un fantasma en que no creo, ¿cómo explica usted lo que me sucede?
Quedé unos momentos pensativo (ahora el de la pausa larga era yo), meditando, mirando y considerando a mi visitante. Por último observé:
—Usted, señorita, debe ser sujeto apto para cualquier experiencia hipnótica. Todo el que puede hipnotizar, y su mirada de usted es magnética, puede ser fácilmente hipnotizado. Además, están sus nervios, esos nervios que si pudiera reprimir...
—En ese caso, ¿usted atribuye a sugestión, ajena desde luego a la mía propia, lo que me está ocurriendo? Es una teoría original.
—Y puede ser cierta. Un enemigo, un pretendiente despechado, la persigue a usted a través de ese fantasma tragicómico. De este modo la preocupa, la atormenta con la más sutil de las torturas mentales...
—Sí, eso debe ser. Mejor dicho, eso es, sin duda—. La muchacha pareció transfigurarse, serenándose casi por completo y aun sonriendo. Luego una nueva excitación se apoderó de ella; pero era el entusiasmo lo que la excitaba.
—Se me ocurre una idea, maestro. Su explicación acaba de inspirármela. ¿Por no me hipnotiza usted? Así sabremos...
—¡Oh, no, señorita, no me atrevo! Carezco en absoluto de condiciones para magnetizador. Pero si usted quiere, telefonearé a un médico amigo mío. Él, con más autoridad que nadie...
—De ninguna manera, don Miguel. Su amigo el médico, ¿no será acaso especialista en enfermedades nerviosas y mentales?
—Justamente.
—Siendo así, tanto si me hipnotiza como si deja de hipnotizarme, acabará declarándome loca, o por lo menos neurasténica. No. Tiene que ser usted... o nadie.
—Pero insisto, me faltan condiciones. Por otra parte, está el peligro de que no pueda despertarla, esto en el caso improbable de que consiguiese hacerla dormir...
—Usted no se apure, don Miguel. Yo le ayudaré—. Al mismo tiempo, y con sonrisa fascinadora, se levantó otra vez de su asiento, tendiéndome su bonita mano. Al principio no comprendí lo que se proponía. Sin embargo, me levanté a mi vez y le di asimismo la mano. Entonces me condujo frente al gran espejo que se halla en uno de los ángulos de mi despacho. La luz eléctrica se reflejaba allí un poco al sesgo fantásticamente. Las otras luces, las del crepúsculo vespertino, filtrándose por el balcón y combinándose extrañamente con la iluminación artificial, contribuían al misterio de la escena.
—Mire usted frente a sí, don Miguel... Yo haré lo mismo. Y cuando su mirada y la mía se crucen en el espejo... —Como en otras ocasiones ya, dejó adrede la idea incompleta. La obedecí con la conciencia todavía clara de que se estaban cambiando un poco los papeles, si era verdad lo de querer ser hipnotizada por mí. Después... ¿qué pasó después? Todavía me lo pregunto inútilmente. Las pupilas claras de la desconocida se fueron agrandando, agrandando... La luz eléctrica, reflejada en el espejo, los muebles, familiares y severos al mismo tiempo de mi despacho, fueron desapareciendo, borrándose de mi campo visual. Era ahora un raro lugar, un absurdo paisaje como del Polo, árido, frío, desnudo... un paisaje de pesadilla... Y no sé de dónde me vino una gran tristeza, una infinita desolación.
¿Cuánto tiempo hacía ya que estaba muerto y enterrado?
—Total: que aquella chica lo hipnotizó a don Miguel, ¿no es eso? Pero ¿para hipnotizarle? ¿Y cómo quedó el perseguidor inexistente?
El viejo maestro de la novela de misterio contemporánea, que me hacía sus confidencias en un antiguo y romántico café, se pasó la mano por la ancha frente, por los ojos fatigados que habían visto tantas cosas. Finalmente con acento cansino y burlón, hubo de replicarme:
—El perseguidor inexistente no existió nunca, ni siquiera para «ella»...
—¿Y lo hipnotizó a usted por equivocación, no? ¿Verdad que, en fin de cuentas, estaba loca?
—Ni estaba loca, ni me hipnotizó por equivocación. Lo hizo deliberadamente, razonablemente... Aquel día saqué del Banco veinte mil pesetas, que me hacían falta para realizar algunos pagos... «Ella» lo sabía, y dejándome dormido, escapó con el dinero, qu estaba en uno de los cajones de mi mesa despacho. Mis familiares y la servidumbre, la vieron marchar sin figurarse ni por asomo que acababa de robarme. Y es lástima que sea una ladrona. Era tan atractiva.
El viejo maestro suspiró cómicamente. Y yo le admiré más que nunca, con toda sinceridad, pues se necesita realmente ser un hombre superior para saber burlarse un poco de sí mismo.
—La escucho a usted, señorita —dije para llenar la pausa creada (y ya alargándose demasiado), por mi interlocutora, luego de sus últimas palabras—. Aunque no tengo el gusto de conocerla, ni sé quién pueda haberme recomendado a usted como desvelador profesional de misterios, su caso promete ser interesante y, en lo que me sea posible, la ayudaré con mucho gusto...
—Gracias. Y ni mi nombre importa, ni nadie, sino su fama, me recomendó a usted... Bien. Vamos al asunto. Estoy aterrada, verdaderamente aterrada, por la persecución constante de ese misterioso desconocido...
—¿No se habrá enamorado de usted?
—No «puede» enamorarse ni de mí ni de nadie, porque EN REALIDAD, NO EXISTE.
—¿Y entonces?...
—¿Tengo yo apariencia de loca?
—Realmente no, señorita. Claro que está un poquitin nerviosa y...
—¿Un poquitín nerviosa? Estoy que salto, pero usted convendrá conmigo en que no es para menos... Sin estar loca, solamente yo veo a mi perseguidor inexistente. Ahora mismo estará abajo esperáronme Aguarde un poco—. La muchacha se levantó de su asiento, y cruzando el amplio despacho, se asomó al balcón que daba a la calle—. Sí, justamente como me figuraba Venga usted un momento aquí, don Miguel, Está allí, junto a aquel árbol... ¿Lo ve usted? ¿A que no lo ve usted?
Yo, en efecto, no veía a nadie junto al árbol designado por la muchacha.
—¿Y entonces? —repetí no sabiendo lo qué decir exactamente.
—Y entonces, don Miguel, ese es el problema que me permito plantearle: ¿Estando una persona en su sano juicio puede ver a otra que no ven las demás? Y de ser así, descartando también la hipótesis de una alucinación producida por cualquier tóxico, la de un fantasma en que no creo, ¿cómo explica usted lo que me sucede?
Quedé unos momentos pensativo (ahora el de la pausa larga era yo), meditando, mirando y considerando a mi visitante. Por último observé:
—Usted, señorita, debe ser sujeto apto para cualquier experiencia hipnótica. Todo el que puede hipnotizar, y su mirada de usted es magnética, puede ser fácilmente hipnotizado. Además, están sus nervios, esos nervios que si pudiera reprimir...
—En ese caso, ¿usted atribuye a sugestión, ajena desde luego a la mía propia, lo que me está ocurriendo? Es una teoría original.
—Y puede ser cierta. Un enemigo, un pretendiente despechado, la persigue a usted a través de ese fantasma tragicómico. De este modo la preocupa, la atormenta con la más sutil de las torturas mentales...
—Sí, eso debe ser. Mejor dicho, eso es, sin duda—. La muchacha pareció transfigurarse, serenándose casi por completo y aun sonriendo. Luego una nueva excitación se apoderó de ella; pero era el entusiasmo lo que la excitaba.
—Se me ocurre una idea, maestro. Su explicación acaba de inspirármela. ¿Por no me hipnotiza usted? Así sabremos...
—¡Oh, no, señorita, no me atrevo! Carezco en absoluto de condiciones para magnetizador. Pero si usted quiere, telefonearé a un médico amigo mío. Él, con más autoridad que nadie...
—De ninguna manera, don Miguel. Su amigo el médico, ¿no será acaso especialista en enfermedades nerviosas y mentales?
—Justamente.
—Siendo así, tanto si me hipnotiza como si deja de hipnotizarme, acabará declarándome loca, o por lo menos neurasténica. No. Tiene que ser usted... o nadie.
—Pero insisto, me faltan condiciones. Por otra parte, está el peligro de que no pueda despertarla, esto en el caso improbable de que consiguiese hacerla dormir...
—Usted no se apure, don Miguel. Yo le ayudaré—. Al mismo tiempo, y con sonrisa fascinadora, se levantó otra vez de su asiento, tendiéndome su bonita mano. Al principio no comprendí lo que se proponía. Sin embargo, me levanté a mi vez y le di asimismo la mano. Entonces me condujo frente al gran espejo que se halla en uno de los ángulos de mi despacho. La luz eléctrica se reflejaba allí un poco al sesgo fantásticamente. Las otras luces, las del crepúsculo vespertino, filtrándose por el balcón y combinándose extrañamente con la iluminación artificial, contribuían al misterio de la escena.
—Mire usted frente a sí, don Miguel... Yo haré lo mismo. Y cuando su mirada y la mía se crucen en el espejo... —Como en otras ocasiones ya, dejó adrede la idea incompleta. La obedecí con la conciencia todavía clara de que se estaban cambiando un poco los papeles, si era verdad lo de querer ser hipnotizada por mí. Después... ¿qué pasó después? Todavía me lo pregunto inútilmente. Las pupilas claras de la desconocida se fueron agrandando, agrandando... La luz eléctrica, reflejada en el espejo, los muebles, familiares y severos al mismo tiempo de mi despacho, fueron desapareciendo, borrándose de mi campo visual. Era ahora un raro lugar, un absurdo paisaje como del Polo, árido, frío, desnudo... un paisaje de pesadilla... Y no sé de dónde me vino una gran tristeza, una infinita desolación.
¿Cuánto tiempo hacía ya que estaba muerto y enterrado?
—Total: que aquella chica lo hipnotizó a don Miguel, ¿no es eso? Pero ¿para hipnotizarle? ¿Y cómo quedó el perseguidor inexistente?
El viejo maestro de la novela de misterio contemporánea, que me hacía sus confidencias en un antiguo y romántico café, se pasó la mano por la ancha frente, por los ojos fatigados que habían visto tantas cosas. Finalmente con acento cansino y burlón, hubo de replicarme:
—El perseguidor inexistente no existió nunca, ni siquiera para «ella»...
—¿Y lo hipnotizó a usted por equivocación, no? ¿Verdad que, en fin de cuentas, estaba loca?
—Ni estaba loca, ni me hipnotizó por equivocación. Lo hizo deliberadamente, razonablemente... Aquel día saqué del Banco veinte mil pesetas, que me hacían falta para realizar algunos pagos... «Ella» lo sabía, y dejándome dormido, escapó con el dinero, qu estaba en uno de los cajones de mi mesa despacho. Mis familiares y la servidumbre, la vieron marchar sin figurarse ni por asomo que acababa de robarme. Y es lástima que sea una ladrona. Era tan atractiva.
El viejo maestro suspiró cómicamente. Y yo le admiré más que nunca, con toda sinceridad, pues se necesita realmente ser un hombre superior para saber burlarse un poco de sí mismo.