—¿Qué hace, madre? —Lo que tendrías que hacer tú. —Sí, pero... —Rasco la pared para que la cal penetre mejor. —Madre, se está usted matando inútilmente. Para cuatro días que uno ha de vivir... —Tú no llegarás a tantos. —Quiero decir que la vida son cuatro días y... —La tuya no durará ni dos.

Un hombre y una mujer jóvenes que pudieron haber sido algo en la vida, pero que se habían quedado en poco menos que nada, estaba ocurriéndoles algo muy chocante hallándose a muchas millas de distancia el uno del otro. No se conocían, pero no tardarían en conocerse en circunstancias muy dramáticas.

A principios del mes de agosto, en las primeras horas de la tarde, nadie se aventuraba a atravesar Earp, Arizona, de parte a parte a menos que estuviese borracho, se hubiera vuelto loco de repente, o, lo que es más grave, que estuviera enamorado. Caleb Carey estaba enamorado, o creía estarlo, que no es precisamente lo mismo. Debe declararse que en Earp no había un solo varón de veinte o treinta años que no se sintiera irremisiblemente atraído por Virginia Greene. Lo peor de todo era que ella adivinaba que no era precisamente amor lo que inspiraba en los hombres, sino algo muy distinto, y estaba dispuesta a seguir aguardando la llegada del que la hiciera sentir el dulce sentimiento afectivo.

Prado Castellanos Allentorn, más conocido como Meadow Castle en libros de bolsillo del Oeste, o Edmundo Rey en novelas de bolsillo 'femeninas' de los años 60.

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Charles Floyd, dueño de los Floyd Funeral Home, del condado de Emporia, Kansas, dijo a los hombres que le escuchaban, reclutados por su ayudante Sam, en medio de un silencio impresionante: —Vuestra parte en la «fiesta» será menos importante, pero la más efectiva, muchachos, ¡y cobraréis por adelantado, que es lo que debe interesaros más! Era una reunión de hombres mal vestidos, de caras patibularias y ademanes groseros, los cuales se miraron de uno en uno como si quisieran recordar sus caras y después algunos se humedecieron los labios.

—Nat, ya has perdido bastante. ¿Vamos? En torno a las mesas de tapete verde del saloon de San Antonio, Texas, se hizo el silencio, y el llamado Nat levantó la vacilante cabeza. —No debes entrar en lugares como éste, hermana —observó. —Tú tampoco deberías entrar. —¡Yo soy un hombre! —Yo soy tu hermana mayor. —Tienes sólo un año más que yo.

En realidad, Leslie no había salido nunca de Albuquerque, pero las jóvenes internadas en la Lanier School no sentían la necesidad de convivir con los externos, como ellas llamaban a los habitantes de la ciudad. En la Lanier School se enseñaba a las alumnas a ser unas verdaderas señoritas el día que abandonaran aquella residencia, tan grande como cualquiera de los ranchos —incluidos los pastizales— que rodeaban la ciudad. Pero teniendo en cuenta que la mayoría de las jóvenes internas en la Lanier School eran hijas de rancheros, tratantes de ganado y comerciantes ricos, las que lo quisieron —casi todas— aprendieron el manejo de las armas de fuego para saberse defender de los hombres…, de cierta clase de hombres.

Prado Castellanos Allentorn, más conocido como Meadow Castle en libros de bolsillo del Oeste, o Edmundo Rey en novelas de bolsillo 'femeninas' de los años 60. El dueño del garito, de unos sesenta años, alto, elegante, interceptó el paso del cazador de pieles finas que aquel mismo día acababa de regresar de Canadá con un buen cargamento de pieles, vendiéndolas como siempre al juez-peletero o peletero-juez de Kemmerer, el cual le advirtió, al pagarle una fuerte cantidad por la mercancía recibida.

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Edson se había dedicado a mil trabajos y se disponía a iniciar el mil y uno, aunque de momento ignoraba cuál sería. Mientras conducía el tiro de seis caballos de la diligencia del Transport Sage, miró de soslayo a su ayudante Tim, quien le sorprendió observándole y explotó: —¡Habla de una vez, condenado! Es tan difícil oírte decir algo como saber lo que estás pensando. —Este es mi último viaje, Tim. El ayudante miró atentamente al mayoral creyendo haber entendido mal. —Repítelo.

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Ran sabía que la paciencia tiene un límite. Y hasta él, que según algunos decían, tenía una gran paciencia, comprendió que había llegado el momento de decir basta ante lo que estaba presenciando. ¡Y lo dijo! —Basta, capataz Rod. Esto que está usted haciendo tiene un nombre en mi tierra. Y para que no vaya usted a imaginar que yo soy de algún país lejano, sepa que nací en Enid. El capataz Rod era joven, se sentía poderoso y daba o quitaba el trabajo a voluntad a los caballistas maduros, los cuales, en 1866, poco después del regreso a su hogar de los soldados, vivían con el corazón en vilo temiendo perder su trabajo para ser sustituidos por los jóvenes.

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—Arden no será como ninguno de nosotros, hijos. —Es como madre. —El valdrá más que nosotros, padre. Paul Eno y sus hijos Stan y Morris, de cincuenta, veintisiete y veinticinco años, respectivamente, miraban sin ser vistos por él al benjamín de la familia. El padre y los dos hijos mayores eran pelirrojos; Arden era moreno y tenía el cabello negro como Ophelia, su madre. Como ésta, también, tenía los ojos de color gris oscuro. El cazador y desbravador de caballos indómitos miró a sus hijos mayores.

—Cuando Donald Ryder le dice a un hombre que se descubra en su presencia, ese hombre debe descubrirse. ¡Bang! Un sombrero voló por los aires, dos manos de hombre volaron hacia arriba, por encima de su cabeza, y la valentía huyó del corazón del mismo hombre. —Cuando Donald Ryder dice que una mujer le gusta, esa mujer debe manifestarse feliz y contenta. ¡Ríe! En la cara hermosa de una sugestiva rubia no apareció ninguna sonrisa. —¡He dicho que rías!

—¿Quién soy yo? —Abre los ojos y te lo diré. —¡Oh! ¡Una mujer tan grande como tú y no sabe reconocer a un hombre si no le ve los ojos! —¡Yo soy una niña! —Tú, bueno; pero yo... —¡Tú eres un mocoso de doce años! —¡Ajá! ¿Lo ves como me has reconocido sin abrir los ojos? Eres una mentirosa. —¿Yo?

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RALPH BOOTH, dueño del «Wild Bull» de Bisbee, era un hombre bueno empeñado en parecer malo, cosa que conseguía plenamente cuando se lo proponía, que era casi siempre. Martin Kreis era el único de sus vaqueros que había descubierto el fondo de bondad del viejo, aunque sabía disimularlo muy bien. —Muchacho —díjole una mañana el ranchero al joven—, vas a encargarte de la conducción de un hato de sementales a Willcox. Te acompañarán cuatro o cinco piojosos de esos que lo único que saben hacer bien es emborracharse, escandalizar y asustar a las mujercillas. Tú apenas vales un centavo más que ellos, pero tienes la ventaja de que eres más serio. A Martin le asombró muchísimo el encargo. ¡Enviar ganado a Willcox! Era la cosa más extraordinaria que había oído en su vida, ya que esta población era el más importante centro ganadero de la Arizona meridional. —Seguramente le he entendido mal, patrón.

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Lauson Carnes estaba al borde de la desesperación. Sus grandes pupilas castañas, algo más claras que su cabello, inmovilizáronse en la línea del horizonte por donde estaba saliendo el sol. —¿En a que he podido ofenderos, Señor? Tragó el nudo que habíasele formado en la garganta, contempló el oro y los rubíes de los primeros rayos solares y volvió a decir en un susurro: —Ningún hombre, mujer o niño, han llorado nunca por mi causa; me conmueven las desgracias de mis semejantes y los animales tienen en mí a su defensor…

Prado Castellanos Allentorn, más conocido como Meadow Castle en libros de bolsillo del Oeste, o Edmundo Rey en novelas de bolsillo 'femeninas' de los años 60. El tratante en caballos Marvin Lewis y su hermano Stanley eran muy importantes y tan peligrosos como un tigre junto a la cuna de un niño llorón. Pero Werner no pensaba en el temor que inspiraban los Lewis, sino en las mil canalladas que les hacía a las mujeres, sobre todo a las hermosas, el más joven de los dos hermanos, que tenía veintiocho años.

Descorcharon la primera botella, vaciándola durante la comida. La segunda fue bebida a pequeños sorbos, después de la comida... De la tercera no se enteraron. Vino la noche, tío y sobrino se tendieron sobre sendos camastros, colocados expresamente en el reservado, durmiendo como benditos y roncando al unísono. A la mañana siguiente, sintiendo que la cabeza les daba vueltas, Just y Drew se echaron al coleto varias tazas de un café fortísimo, sin azúcar.

El agente del N. S. B. cerró la puerta y miró a su jefe, pero con el rabillo del ojo examinó fugazmente a la mujer sentada junto a la mesa. El jefe del Departamento hizo la presentación. —Le presento a la mejor redactora del «The Chicago Port», Fremont. Éste es nuestro mejor agente, Edith. Es raro que no hayan tenido ocasión de conocerse antes de ahora. Los dos presentados se inclinaron levemente. El agente se sonrió para sus adentros. Norman Spencer, el jefe del Departamento del N. S. B., era un buen diplomático. Cuando le convenía, sabía decir «nuestra mejor labor», «nuestro mejor cuchillo» «nuestro mejor espía»…

Prado Castellanos Allentorn, más conocido como Meadow Castle en libros de bolsillo del Oeste, o Edmundo Rey en novelas de bolsillo 'femeninas' de los años 60. Cecil se sonrió y Betty hizo una segunda comprobación que hasta entonces no había tenido ocasión de hacer; o sea, que Cecil tenía una doble hilera de dientes blanquísimos, regulares, deslumbrantes.

La joven castaña oscura, de ojos muy grandes, muy esbelta, irguió la cabeza y se encaró con un joven tres o cuatro años mayor que ella, el cual debía de ser de estatura aventajada, pues su caballo era muy alto y, sin embargo, los pies le colgaban muy abajo, pudiendo casi unirlos debajo de la panza del animal. Era rubio claro y tenía unos ojos castaños, claros también, que miraban con simpatía a la joven ranchera, de veintidós años.

Una serie de accidentes en distintas líneas aéreas, donde, curiosamente, se salvan los pilotos, es investigado por un agente especial.

Los tres jinetes descargaron sus revólveres en el cuerpo del buscador de oro, que en aquel momento acababa de apearse de su montura y se disponía a amarrarla a la pequeña entrada de su casa, en la que se hallaba su madre, quien pasó desde la más profunda alegría por la llegada del hijo amado, a la mayor desesperación al ver que éste hacia un gesto de dolor.

Un niño de cinco años, de bucles dorados y ojos azules que miraban valientemente lo que estaba ocurriendo, sabía que no debía llorar, y no lloró. Una vez vio un grabado representando un nutrido grupo de pieles rojas asaltando un fuerte y pasando a cuchillo a todos los blancos que encontraron allí, que eran personas mayores, mujeres y niños como él. En cambio, no comprendió ni la quinta parte de las palabras que pronunciaron los forajidos blancos en aquellos momentos, mientras asaltaban el rancho de sus progenitores.

Prado Castellanos Allentorn, más conocido como Meadow Castle en libros de bolsillo del Oeste, o Edmundo Rey en novelas de bolsillo «femeninas» de los años 60. El hombre encorvó sus anchísimos hombros y miró el suelo a sus pies. No llegó a cerrar los ojos porque se lo impidió Butter, el perro velludo, fuerte, valiente, leal. Enloe tenía dos grandes amores en el mundo: su sobrina y único familiar, y su perro Butter.

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Prado Castellanos Allentorn, más conocido como Meadow Castle en libros de bolsillo del Oeste, o Edmundo Rey en novelas de bolsillo 'femeninas' de los años 60. El joven doctor Jules Piltz, de veintiséis años, comenzaba a saber lo que se había propuesto su superior, empezaba a conocer Bakersfield, de ocho mil habitantes, y a comprender a una buena parte de estos habitantes y comenzaba a alegrarse de haber pedido el traslado a la ciudad del centro-sur de California. Jules era un batallador nato. Era médico porque podía combatir la enfermedad. Hubiera podido ser militar y pelear contra los enemigos de su patria, pero, afortunadamente, en la Unión ya no había guerra, y durante la guerra Jules fue un estudiante de Medicina.

Los dos chiquillos de Carson City, capital de Nevada, se miraron con desafío. Los dos eran rubios, pero la tonalidad del rubio germano y la del rubio eslavo son muy diferentes. El primero es más vivo, mientras que el segundo es más desvaído, más ceniciento. Lo mismo ocurría con el color de los ojos del hijo de alemanes y el del hijo de polacos; aunque ambos eran azules. Es sabido que el color azul de la pupila alemana en general es más intenso e igualmente más vivo que el de la pupila polaca. Karl Doenitz era muy alto, recto como un pino. Nicolaw Nicolaw era mucho más voluminoso que su rival, pero no tan alto. Los dos eran valientes y, por lo visto, aquella vez iba a haber una nueva confrontación entre ellos. ¿Qué motivaría la de aquel día, como no fuese la rivalidad ancestral entre los descendientes de los moradores de las llanuras germanas y eslavas?

Prado Castellanos Allentorn, más conocido como Meadow Castle en libros de bolsillo del Oeste, o Edmundo Rey en novelas de bolsillo 'femeninas' de los años 60. Pistol Pete no podía contestar y decirle a Elisa que él quería casarse, tenía necesidad de casarse, pero en primer lugar quería que la que tenía que ser su mujer le amara y se aviniera a las buenas a seguirle a todas partes, pues Pistol Pete no tenía una ciudad, una capital de condado asignada. Pistol Pete tenía como residencia todo Colorado, y como jefe, único y exclusivo, al gobernador de Colorado, el honorable Floyd Rogers, uno de los gobernadores más jóvenes de todos los estados y territorios de la Unión, ex condiscípulo del gran Pistol Pete.

La vida de Silver Carson cambió bruscamente de rumbo el día 12 de junio de 1870. Ello fue debido a una pequeñez. Pero lo cierto es que a veces las cosas más insignificantes ocasionan grandes cambios en la vida de un hombre. El responsable de que varios hombres resultasen muertos y Silver se viese en la obligación de poner tierra, es decir, arena por en medio, fue «Ant» (hormiga), un perro muy pequeño y casi del color de las hormigas, de tres años de edad, escandaloso y malo como la quina para todo aquel que se acercase a su dueño con malas intenciones.

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-¿No me habéis oído? He dicho que basta. Éstas fueren las palabras pronunciadas por Eric Webster al mismo tiempo que se volvía hacia la mesa de juego en la cual dos hombres estaban a punto de llegar a las manos ante la complacencia de algunos puntos, especialmente de uno de ellos, de mirada maligna. Al contrario que el joven, que se había expresado sin alzar la voz, acodándose en el mostrador del establecimiento de juego y bebidas, un hombre viejo, de gran talla, delgado y acerado, colocado entre aquél y un gigante de aspecto imponente, gritó con ademán descompuesto: —¡Cuando mi nieto dice que basta, es porque basta y sobra, muchachos! ¿Es que no comprendéis?

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Las largas piernas de Eli se movieron con 1a agilidad propia de los dieciocho años. Ningún hombre le podía alcanzar en la carrera, y él lo sabía. Pero «Cat», aunque apenas tenía ocho meses, era un caballo medio pura sangre, y al mismo tiempo que lanzaba un estridente resoplido, parecido al berrido de un becerro, sus cascos parecieron no tocar el suelo, llegando a la meta tres segundos antes que su amo y amigo, deteniéndose casi al mismo tiempo que este.

CUANDO ya habían pagado sus consumiciones y se disponían a salir de la taberna, los dos hombres iniciaron una conversación muy desagradable. —Esta es una ciudad de muertos. —Yo sólo veo vivos. —Pero no me negarás que parece haya quien tiene a los vivos tan atemorizados que parecen estar muertos. —¿Qué diferencia hay entre los vivos y los muertos? —Aparte de que los vivos se mueven y los muertos no, no veo ninguna. El tabernero se volvió de espaldas y los dos hombres se asomaron al umbral de la puerta de aquella taberna. Uno de ellos preguntó en voz alta a un transeúnte, el cual parecía estar únicamente para ser interrogado:

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