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Literatura de mercedes rueda
el favor de zeus (relato)
Decidió Zeus dedicar un día al descanso, al verdadero descanso. Descansar de ser el dios supremo, tan solo por un día. Y ese le pareció propicio. No llovía y resplandecía el so
el favor de zeus (relato)
Decidió Zeus dedicar un día al descanso, al verdadero descanso. Descansar de ser el dios supremo, tan solo por un día. Y ese le pareció propicio. No llovía y resplandecía el sol mañanero. Tampoco hacía calor, empezaba a sentirse el retorno de Perséfone, los brotes empezaban a aparecer con timidez pero junto a los persistentes marrones y pardos destacaban aún más. Pronto se llenaría el paisaje de color.
Contempló esos campos en los que solía cazar y eligió uno en el que la actividad de sus habitantes parecía poco afectada por el paso de los dioses, pues no quería encontrarse con ninguno en su día de asueto. Una pequeña aldea, sin la presencia de un rey que seguramente la gobernaba desde muy lejos, se empezaba a despertar a las orillas de un riachuelo. De las cabañas salían finas columnas de humo, el fuego se avivaba en los hogares calentando y esparciendo el olor a comida y pan por toda la estancia. En el exterior de una de ellas trabajaban juntos el herrero y el carpintero en la reparación de un carro. Los chiquillos corrían entre las casas, tiraban piedras a unas gallinas que corrieron zigzagueando a guarecerse en los pajares. Un grupo de patos pasó a ser el blanco de los proyectiles de los imaginarios guerreros. Los niños serían un problema. De todas formas, no pensaba acercarse a la población. Llamaría la atención entre tanta rutina. Hasta las hormigas debían de estar contadas en un sitio así.
Una chopera resguardaba el lugar de una tan temida como improbable crecida de aquella corriente que provenía de las nieves derretidas de alguna montaña. Resultaba, a la luz del amanecer, un sitio apetecible y propicio para reposar. Algunas mujeres cargadas con cestos de ropa se dirigían al agua, dispuestas a golpear la prendas contra la piedra. Evitaría el arroyo, demasiado complicado para el retiro.
Algo más lejos se extendían unos campos de trigo en los que trabajaban algunos hombres desperdigados entre sí. Caminaban detrás de sus arados mirando cómo el suelo se abría a su paso y sus manos absorbían el polvo de la tierra que se pegaba también al sudor de la piel, formando una película pastosa sobre ella. Acostumbraban a dejarse sorprender por Eos en su tarea, así aprovechaban el frío de la noche que dejaba la tierra dura y mojada, más fácil de arar. Un joven haraganeaba a la sombra de un solitario árbol, otros dos conversaban mientras azuzaban a los animales; seguramente uno de ellos sería el propietario del carro averiado en el pueblo. Más allá, un hombre de mediana edad marcaba el paso firme y constante, sin pausa, con la mirada fija entre las cabezas de los bueyes.
Zeus siguió vigilando su avance un tiempo. No se detenía ni cesaba de caminar. Algo estaría pensando mientras lo hacía. ¿Haría todos los días lo mismo? No podía tener tanto en qué pensar aquel hombre insignificante. Tenía una vida simple, en esa zona no corrían peligro de sufrir batallas ni siquiera escaramuzas, los habitantes del Olimpo no tenían ningún interés en este rincón y parecía que no faltaba la comida ni la tranquilidad. Seguramente dejaría la mente en blanco igual que hacían los bueyes delante de él.
Hablando de tranquilidad. En el borde del sembrado no había nadie. Era un buen sitio para relajarse. Allí tumbado, mirando el cielo, se estaba bien. Las pocas nubes que había no se movían apenas. Sin saber por qué, Hefesto le vino a la memoria. Quizá por el herrero del pueblo, quizá la visión de Helios allá arriba. Aquel ser contrahecho y malhumorado le daría más de un quebradero de cabeza. Más de uno, seguro. Aunque la que más le mantenía alerta era Hera. Ni contigo, ni sin ti. Una verdadera pesadilla, pero imprescindible, como la noche necesita del día para existir. Estaría preguntándose dónde se encontraba él, recurriendo a todos los informadores para preparar una nueva venganza con total impunidad, porque los dos sabían que no podría castigarla. Hera, como buena esposa, conocía su punto flaco y cómo presentar la situación a su favor sin que lo pareciera. Había acertado no acercándose al arroyo.
De nuevo volvía a ser Zeus. Era inútil intentar dejar de serlo. Se incorporó y levantó la vista. Allí seguía el hombre, igual que antes, sin cejar en su faena. Un nuevo surco empezaba a aparecer en la tierra al lado del anterior. El movimiento del conjunto de las bestias y su figura hipnotizaban la visión del dios hasta tal punto que pasaba el tiempo sin sentirlo.
Decidió al menos mirar los ojos de aquel individuo, captar la mirada que tenía en ese momento y conceder generosamente un único deseo, su deseo más íntimo, si era capaz de leer lo que aquel hombre tenía en su mente mientras trabajaba la tierra.
Para ello no podría adoptar una figura demasiado impresionante, no serviría un ejemplar formidable o hermoso, quizás más apropiado para su grandeza divina, no pretendía raptar ni seducir a nadie. Solo sorprender el gesto tal y cómo era. Tampoco sería apropiado un insignificante insecto si quería saber más de sus pensamientos. Empezaban a aparecer en busca de semillas pequeñas aves; podrían servir. Le daría la ocasión de situarse justo enfrente de él.
El gorrión resultaba demasiado vulgar, la golondrina podía llevar al equívoco en su delicadeza femenina, el colibrí rompería al instante la concentración del labriego…; no resultaba fácil. Una calandria. Era muy habitual en los campos como para que se fijaran en ella, tampoco delicada ni estridente, sin ser demasiado hermosa tenía una belleza pausada en su plumaje amarillo y blanco, la facilidad del macho en el movimiento en las alas y la cola le daba una extraña expresividad y le gustaba la variedad del canto del animal. Sea, una calandria.
Voló desde el extremo del campo a la grupa de una de las bestias. El hombre tardó en reparar en él. Su mirada se perdía más allá de las orejas de los bueyes. No era ensoñadora, ni el ceño estaba fruncido, no enfocaba nada en especial, estaba ausente en ese momento, parecía recordar algo más que desearlo, reviviéndolo en su mente. Resultaba imposible saber si era un grato recuerdo pues no sonreía, aunque tampoco debía de ser desagradable porque el gesto era relajado y no mostraba preocupación. Era el rostro impasible de las estatuas dormidas del Olimpo, solo sus ojos delataban la vida que palpitaba en él. Eran de color avellana, grandes y profundos, y parecían encontrarse muy lejos de allí.
De pronto la realidad volvió a ellos y se fijó en el pájaro con tanta intensidad que provocó un sobresalto en el ave.
—¿Qué haces tú aquí? Aquí no hay semillas, espera a que las pongan esta tarde.
Detuvo el arado y volvió la vista al trabajo que había realizado. Sacó del carro un pellejo con agua y se vertió parte del líquido en la cabeza. La piel volvió a su color tostado original. De pronto tomó conciencia del esfuerzo realizado y sintió en los brazos el cansancio acumulado de la mañana.
—También vosotros merecéis un descanso— dijo, refiriéndose a los bueyes.
Criaturas estúpidas e indiferentes. Ni siquiera agradecen la presencia del alimento con un atisbo de contento.
La calandria continuaba encima del lomo de uno de ellos. Parecía oír con claridad sus pensamientos.
—Esta tarde… ¡no sé cómo voy a hacerlo! Apenas me dará tiempo a arar la mitad del campo. ¡Ja! ¡Aquí quería ver yo a Timoleón, hablando de la ayuda de Deméter!
La evocación de la diosa le llevó de nuevo al lugar donde se encontraba antes de interrumpir la labor y otra vez su espíritu voló dejando su cuerpo inmóvil en el suelo, curiosamente en la misma postura que había tomado Zeus hacía un rato. La imagen de su mujer cobró fuerza en su pensamiento.
Acantha se pasaba la vida preguntando a cualquier forastero cosas de los dioses e imaginando sus andanzas. ¡Mujeres! Ese Timoleón la embaucaba con sus narraciones, la dejaba ensimismada todo el día y luego, al llegar a casa después de la labor, lo perseguía mientras guardaba el arado y lo mareaba con nombres y lugares que no entendía y que no lograba retener. Lo único que podía hacer era asentir con la cabeza y fingir recordar las alusiones a las que ella se refería continuamente. Si algo no soportaba era el gesto de decepción cuando preguntaba algo que se suponía que Acantha le había contado en otra ocasión.
De pequeño, le habían enseñado lo mínimo. Los dioses, en un lugar apartado como ese, no tenían tanta importancia. Solo aquellos que se ocupaban del campo y los grandes como Zeus, Hera, Posidón… ¡Menuda memoria! Se sabía de carrerilla los nombres de las plantas, distinguía las características de las aves que anidaban por esos parajes, incluso podía diferenciar las que regresaban a climas cálidos en pleno vuelo, pero era incapaz de recordar todos los seres, atributos, matrimonios, hijos y vidas de los dioses que Acantha recreaba en su cabeza día tras día. Su formación había sido la necesaria para sobrevivir. Su padre, el padre de su padre, y el padre de éste, todos hasta donde podía recordar, habían hecho siempre lo mismo: levantarse antes de las primeras luces, trabajar en el campo y volver rendidos a casa.
Los sacrificios se hacían en el templo, a dos días de camino. Nadie podía perder dos días de trabajo seguidos. Los animales comían y la tierra necesitaba cuidados. Ya no recordaba en qué época decidieron en el pueblo que solo los que no tenían fuerzas para trabajar presentasen los sacrificios necesarios al templo para recibir las lluvias, la luz y apaciguar el hielo y el granizo. Sencillamente, no eran necesarios. Tardaban más, sí, pero de esta manera nadie dejaba sus obligaciones y los dioses siempre parecían conformarse con ello. No eran un pueblo culto, de esas cabañas no saldría ningún Hércules, ninguna diosa iba a confiar a su hijo a esos vulgares campesinos, ninguna mujer era lo suficientemente hermosa para seducir a los habitantes del Olimpo. Ni siquiera Acantha. Por suerte para él y por desgracia para ella.
Aún recordaba la noche en la cual su esposa le pidió que le enseñara un cisne. ¡Un cisne! En el arroyo no existían los cisnes. Tuvo que preguntar al más anciano de los ancianos y confiar en su memoria, para saber el aspecto de tan fantástico animal. Las alas debían de ser tan amplias al abrirse que podían abarcar el ancho del riachuelo, al nadar las patas chocarían con el fondo y en poco tiempo acabaría con todos los peces que alimentaban a sus vecinos. Por más que le demostró a Acantha lo imposible que era tener un cisne, de lo caro que sería adquirirlo y lo improbable de encontrarlo, no se libró de sus miradas severas y de esos largos silencios.
Cuando Timoleón, como cada vez que volvía del templo, entraba en su casa y se sentaba al calor del fuego, ella dejaba todo, colocaba una piel de oveja en el piso, se arrodillaba en ella y le miraba bebiendo las palabras del viejo. No era hermosa pero su rostro se iluminaba con la luz de las llamas y sus ojos resplandecían de ilusión. Su cuerpo seguía a los pies de Timoleón, sentado en el suelo, pero su mente volaba muy lejos según avanzaba el relato del anciano. El sacerdote y la mujer formaban un conjunto que parecía rodeado por otro aire distinto al del resto de la casa.
A cierta distancia, apartado de los dos, él los observaba. Siempre elegía sin proponérselo la posición que le dejaba ver, a pesar de la espalda de Timoleón, la cara de su esposa. Casi toda su atención se centraba en ella. Podía ver cómo abandonaba el hogar y se abandonaba en las brumas del Olimpo. La perdía un poco cada vez, porque cuando volvía no era la misma. Dejaba parte de su dulzura en aquél lugar y su gesto se hacía más adusto por unos días.
Por la mañana, mientras él ataba a los animales al arado, veía cómo ella recogía la ropa sudada, llena de polvo y arena con una mueca de repugnancia y resignación. Se arreglaba el pelo y se lo untaba con aceite de lavanda, erguía la figura y aupaba con decisión el cesto apoyándolo en la cadera. Se colocaba la túnica, que normalmente llevaba cubriendo la cabeza por el frío de la mañana, de tal forma que con un estudiado movimiento al andar, a los pocos pasos de la casa, cayera sobre los hombros dejando en libertad la trenzada cabellera como en un descuido. Ese gesto le dejaba embobado, haciendo que llegara siempre el último a la faena. Acantha se dirigía al sendero de la chopera intentando disculpar su aspecto, riendo y uniendo su voz a las demás hasta confundirse con ellas en el camino. Cuando él atravesaba el agua por las maderas que hacían de puente para los carros, la veía arrodillada en la orilla algo apartada del resto golpeando la colada distraídamente y con la mirada ensimismada en el origen del riachuelo. No sabía leer las tablillas que Timoleón solía usar, pero sí aquello. Acantha esperaba que se produjera el prodigio. Apenas sí se daba cuenta del paso de la carreta y él se llevaba consigo esa imagen al campo.
La calandria extendió las alas para pasar de un buey a otro. Levantó la cola, la agitó y paseó por el lomo del animal. Parecía estar a gusto en la piel del bicho. Giraba la cabeza con movimientos nerviosos y rápidos. Debía de intuir la cercanía de una hembra. Pronto sería la época del apareamiento y tendría que competir con saltos y cantos con otros machos para captar la atención de su compañera.
Volvió a tomar el arado y azuzó a las bestias. Estas emprendieron el paso con la lentitud que le tenían acostumbrado al tercer o cuarto estallido del látigo contra la tierra. Volvieron a detenerse y lo agitó con más fuerza, lo que acabó convenciéndoles de que siguieran.
El ave se situó demasiado cerca del cuello de uno de ellos y provocó que el animal meneara la cabeza con desagrado. La calandria no dejó que el movimiento la asustara y se retiró tozudamente hacia los cuartos traseros, provocando una sonrisa en el hombre. No quería a esos animales, los soportaba porque los necesitaba y el hecho de que se sintieran incómodos sin contribuir a ello le producía una extraña satisfacción. ¡Cuántas veces era el suelo el que recibía los golpes que se merecían aquellos dos perezosos! Pero no podía lastimarlos, había que seguir con la labor.
Cargó con el peso del arado y lo empujó con fuerza para evitar que se arrepintieran de nuevo. Fijó la vista en el horizonte. Ya se confundían la tierra con el cielo allá a lo lejos y el sol empezaba a lucir rabioso, pero el agua había refrescado su cabeza y debía terminar la labor si quería sembrar a tiempo. Llevaban esperando varios días a que parara la lluvia, con miedo de que el frío trajera algo más que agua y se malograra la cosecha. Habían esperado demasiado y la luna empezaría a esconderse pronto. Entonces sería demasiado tarde para la siembra. Aún así, tendrían que rogar a los dioses que protegieran los campos y Timoleón volvería al templo.
De nuevo sus pensamientos volvieron a Acantha. La nueva ofrenda de los sacrificios haría que esperase con ansiedad la vuelta de los enviados. El hecho de que la aldea fuera pobre hacía que se distanciasen lo máximo las idas al templo y para cuando marchaban, Acantha ya había desechado la idea de la visita inesperada de algún dios.
Los cinco días que tardaba en ir y venir Timoleón eran realmente dichosos. Ella volvía a ilusionarse esperando las nuevas historias, pero sin nada que imaginar toda su ilusión se centraba en él. Lo recibía de buen humor y paseaban antes de caer la noche por los campos. Le gustaba presumir ante ella de saber nombrar las aves por sus trinos, como hacían en los tiempos que ambos eran apenas unos niños, hasta que llegaba la oscuridad y él procuraba volver a casa antes de que en la negrura empezaran a asomar los dioses. Nunca lo conseguía. Aunque Acantha no sabía a ciencia cierta cuáles brillaban exactamente y dónde, cuando la veía dirigir la mirada al cielo su alma se emponzoñaba de cierta tristeza.
Se sucedían los días y, según se iba acercando la noche anterior a la que calculaba que volverían los emisarios, los nombres de los pájaros dejaban de tener interés y ella buscaba con más insistencia el cielo oscurecido.
¿Qué noticias traería Timoleón de su visita? Zeus seguramente sería el centro del relato. Casi siempre lo era. Timoleón tenía predilección por el todopoderoso Zeus y notaba el efecto que sus palabras provocaban en su oyente. Eran conocidas por todos las proezas de Hércules y Teseo desde hacía tiempo, pero Timoleón las reservaba para las horas tempranas en las que contaba con un público más joven y entusiasta.
Ahora, empujando el arado, recordaba que de joven también él había participado en juegos que recreaban los trabajos del héroe de todo griego, aunque sin el entusiasmo que ponían los demás en la empresa. Cuando volvía al hogar, le esperaban las mismas faenas y no tenía nada de extraordinario limpiar el establo, cambiar la paja o recoger los huevos que ponían las gallinas. Por supuesto, no lo reconocía ante sus compañeros de correrías, pero no daba tanta importancia al hecho de conquistar una colina o trepar a una encina armado de un palo. Le daba igual representar el papel de Hércules o de Euristeo, aunque fingiera molestarse cuando le tocaba este último. Le divertía estar con sus amigos, estuviera Hércules o no por medio.
Con el tiempo, empezó a sustituir en su memoria los detalles de las aventuras por los conocimientos que iba adquiriendo del campo y dejó de entender conversaciones y expresiones de los demás. Se sentía más a gusto solo en la chopera que conocía como la palma de su mano y cuando supo todo de ella, siguió inspeccionando los alrededores. Conocía cuevas escondidas donde los topos guardaban a sus crías y cuando había que cazar sabía dónde encontrar las mejores madrigueras de las liebres salvajes.
A pesar de que no le llamaba la atención, siguiendo la costumbre, se sentaba al anochecer con los demás jóvenes junto al fuego cuando Agatón, el predecesor de Timoleón, se disponía a propagar las enseñanzas que los sacerdotes del templo estimaban necesarias para la formación de los futuros súbditos de los dioses. Desde niño había seguido dócilmente a la mayoría. Nunca se había planteado hacer lo contrario, le agradaba la normalidad del anonimato y la mediocridad porque le gustaba vivir como vivía y nunca buscó problemas con nadie. Agatón, más perspicaz que Timoleón, buscaba en los ojos de sus oyentes algún atisbo de duda o desinterés que perseguir y abortar con sus enseñanzas. Alguna vez le había sondeado intentado que a solas se confirmaran sus sospechas de que la devoción a los dioses que fingía procesar no era tan profunda. A fuerza de no parecer más listo ni más inteligente que los demás, consiguió convencerle de que en vez de dudas era ignorancia lo que se escondía en aquella falta de entusiasmo, pero el viejo era muy listo y se mantenía alerta. Por alguna oscura razón se obstinaba en perseguirle e interrogarle. Las noches en que se ponía en pie entre el auditorio se aprovechaba de su figura imponente y de su potente voz para dar fuerza a la narración. Gesticulaba de forma ostentosa con los brazos, el fuego y sus sombras conferían a su rostro una máscara de misterio y cada uno de los allí presentes sentía su mirada constantemente sobre él. Pasaba de uno a otro y el gesto cambiaba imperceptiblemente. El temor, el entusiasmo, el orgullo que provocaba en los demás se desvanecía cuando sus ojos se cruzaban con los suyos y aparecía la alarma y la duda que intentaba escrutar en su alma. Por ese motivo, le temía y procuraba no levantar ninguna sospecha. Se convirtió en un experto imitador del más entusiasta organizador de los juegos infantiles, siempre a su sombra, procurando esconder en ella su desconfianza hacia el mundo divino. Envuelto en la algarabía y el tumulto de los demás conseguía mantener lejos al tozudo anciano.
De todos los relatos que en su niñez solía traer Agatón solo recordaba con toda claridad uno. Aquel día se disponía a representar la misma farsa de siempre, con tanta facilidad que ya no le suponía ningún esfuerzo. Ya contaba con catorce años y era más consciente del riesgo que corría pues, aunque la vista de Agatón no era tan aguda, era más propenso a imaginar fantasmas donde ni siquiera los había. Con la edad se había vuelto más irascible y parecía que su único fin era segar toda vacilación que pudiera ofender a los dioses. Sus relatos versaban sobre la venganza, el poder y el castigo y los preferidos eran aquellos en los que los dominios de Hades eran protagonistas. Abundaban las descripciones de los parajes donde la pena, la tristeza, el dolor y el olvido desterraban cualquier sentimiento. Quizá la edad y la certeza de la cercanía de su muerte lo llevaran a olvidar la admiración que siempre había tenido por Teseo, Hércules y tantos héroes. A pesar de la severidad con la que Agatón adornaba las historias, el mundo más allá del Aqueronte a él se le antojaba más cruel pero, en cierto modo, más real. Allí los dioses no eran tan omnipotentes, estaban en cierto modo encerrados en las sombras y alejados de aquellos que campaban por sus respetos en la orilla más luminosa. El egoísmo y la crueldad no se disfrazaban de hermosos animales ni engañaban a inocentes almas con argucias. Incluso su interés era menos fingido en los gestos que Agatón empezaba a representar junto al fuego y atendía al baile que el anciano lentamente y con una voz cada vez menos potente, pero más misteriosa, representaba.
Aquel anochecer dedicó apenas unas cuantas frases a la inicial felicidad de Orfeo y Eurídice; al menos a él le pareció corto, pues hubiera querido que se extendiera más y comprobar si aquellos latidos que notaba en su pecho cuando se encontraba con aquella niña de ojos oscuros, eran la señal definitiva de un amor tan inmenso como el que se profesaron aquellos. Recordaba el escalofrío que le produjo la fatal mordedura de la serpiente y cómo Orfeo, desesperado por la pérdida de su adorada Eurídice, con un dolor tan profundo y auténtico fue capaz de conmover con su canto al insensible Caronte en su barca y estremecer a las Moiras hasta el punto de hacerlas interrumpir su trabajo. Consiguió que el mismo señor de ese oscuro reino se rindiera ante tanta tristeza. Vivió como propio, con inusitada fuerza, el deseo de mirar a Eurídice después de recuperarla. ¡Cómo no hacerlo si tantas veces él mismo se había propuesto no mostrar interés por aquella joven Acantha que le espiaba la mirada con insistencia en cualquier esquina y otras tantas había fracasado en su resistencia a corresponderla! Igual que Orfeo sufría la burla de los dioses, ella, al comprobar que no le era indiferente, volvía a ignorarle para su desesperación.
Cuando por fin se celebraron los esponsales sintió la misma felicidad que Orfeo debió sentir dedicando su música, como él su vida, a aquella criatura, aunque siempre supo que ella, al igual que Eurídice, seguiría teniendo un pie sumergido en el mundo de los dioses pero que él la amaría siempre con esa intensidad a pesar de ello.
Sí, aquel día las palabras de Agatón captaron por fin toda su atención y se grabaron en su memoria como la marca que llevaban los bueyes en el final del lomo...
Allí, encima de aquella señal del herrero, seguía la calandria. De pronto sintió cómo lo observaba de manera curiosa. Sólo por un instante. Enseguida, el animal volvió la cabeza con un tic nervioso hacia las orejas del buey, luego al horizonte. Parecía mirarle de reojo haciéndose la desentendida con disimulo mal fingido. No parecía dispuesta a emprender el vuelo con ese calor. Quizás estaba oteando alguna lombriz que llevarse al gaznate. Curioso pájaro.
Sí, sin duda sería una nueva andanza de Zeus la que ocuparía el tiempo que Timoleón y Acantha dedicarían la próxima sesión junto al hogar. El todopoderoso Zeus. Podía adoptar esas fabulosas formas de las que se valía para actuar cerca de los hombres y mujeres. Con un soberbio toro raptó a Europa, no con estos bueyes perezosos. Con ellos no podría avanzar ni tan siquiera hasta el bosque que comenzaba junto al campo labrado y mucho menos con alguna celeridad.
El águila acompañaba a Zeus mostrando su magnificencia. Nunca había visto un ave así, no había ninguna por estos parajes. Sabía por los relatos que era un ave magnífica como ninguna, de una belleza cruel y salvaje. También sabía que no podía cantar, aunque tampoco le debía de hacer falta. No tenía que atraer la atención de la hembra, solo con su porte era suficiente para lograr aparearse y la soledad en la que vivía hacía el canto innecesario a la hora de advertir a sus congéneres de algún peligro. Por otra parte, ¿qué peligro podía acechar a un ave que tenía en su almuerzo desde pequeños ratones hasta animales de gran tamaño? Su graznido era tan temido como inútil. Tenía todo el poder en el cielo y en la tierra.
Sí, Zeus la había elegido por eso. Por su poder. Pero ¿habría sido consciente de todo lo demás al adoptarla? Puede que incluso el dios se sintiera así en algún momento. Solo en su trono. ¿Sería esa la razón por la que buscaba con tanta frecuencia mujeres y diosas que pronto dejaban de interesarle?
Siempre se había preguntado por la frialdad que llevaba implícita la divinidad. Esa era la duda que Agatón intuía en él en su juventud y que buscó con tanta insistencia desenmascarar sin éxito. El viejo era astuto y el joven, a veces, pensó que detrás de esa persistencia en perseguir todo lo que amenazara la fe en los dioses se escondía el recuerdo de su propia inseguridad cuando él mismo oía las mismas historias de boca de otro emisario a la luz del mismo fuego.
Había reflexionado mucho sobre ello y no había otra explicación al silencio de su mirada cuando pidió despedirse de él una vez que la enfermedad invadió su cuerpo. No había ningún motivo por el cual le llamara al borde de su lecho en aquel momento, no era familiar suyo ni de su mujer, ni siquiera había entre los dos la más mínima simpatía o amistad y le sorprendió que le requiriera con terquedad. Fue un acto de lástima o quizá quiso cancelar la deuda por el preciado relato de Orfeo, el caso es que acudió a aquella habitación que ya olía a muerte.
El enfermo seguía teniendo la mente lúcida y el habla, aunque débil, audible. Le indicó con la mano que se acercara justo a los pies del camastro, donde la luz de las velas podía iluminarlo con mayor intensidad. Esperaba que dijera algo, pero él sólo lo miró. Durante un rato que se le antojó eterno, aquellos ojos hundidos en casi un pellejo sin carne lo escrutaron como le hubiera gustado hacerlo cuando estaba sentado entre sus compañeros y no tenía tiempo para detenerse en él y dejar de gesticular para el resto de los asistentes. Y en ese momento supo con certeza que el viejo adivinaba lo que con tanto celo había guardado para sí. No sabía si aquel entrecerrar los ojos se debía al cansancio o a los pensamientos del moribundo. A lo mejor la razón para llamarlo era comprobar que sus sospechas eran ciertas, aunque ya no tuviera fuerzas para solucionarlo. Quizá pensaba que la respuesta a sus dudas era imposible o quizá creyera que ese camino lo debía transitar él mismo con el tiempo. Nunca lo supo, porque nada dijo. Se limitó a asentir y a concluir la visita cerrando los párpados con gesto de aprobación. Enseguida volvió a abrirlos pero lo ignoró y se dirigió a la mujer que lo atendía pidiéndole agua. No volvió a dirigirse a su antiguo alumno y este se fue con más paz de la que tenía cuando apenas unos instantes antes había traspasado el umbral de la cabaña.
Tampoco dejó nunca que Acantha sospechara lo que realmente sentía por sus adorados dioses. Al entusiasmo con el que la mujer le repetía las palabras de Timoleón, le acompañaban escenificaciones de pasajes o gestos. Cuando paseaban y ella se veía impulsada a recordar el último relato, movía las manos para dar más énfasis a la acción, fingía desmayos, sorpresa, alegría o dolor como una consumada actriz. La mirada cobraba un encanto distinto a cuando cocinaba o secaba la ropa al sol, se iluminaba con la emoción de imaginar toda la belleza que solo ella era capaz de apreciar y transmitir del mundo de los dioses. Únicamente hablaba de la grandeza, del poder, de gestas y proezas. Recreaba paisajes llenos de hermosura, de exuberantes y desconocidas vegetaciones, regados por ríos abundantes y mares misteriosos que escondían en sus aguas sirenas y ninfas. Y él solía asentir y fingía el mismo interés que tanto había perfeccionado a lo largo de su vida. Además, en su caso, no era difícil aparentarlo, pues lo que realmente captaba su atención era ella. Sus movimientos, sus ojos, su voz le eran tan preciosos que aunque hubiera hablado en el idioma de algún pueblo desconocido, aunque le hubiera contado la más absurda de las fantasías, su cara habría mostrado la misma fascinación. Aunque le contara las mismas historias que ya tenía olvidadas y que pronto, ante el asombro de Acantha que volvería pacientemente a repetírselas, también olvidaría; no importaba. Lo que él quería guardar en su memoria era esa figura que se animaba llena de vida para él.
No, si supiera el concepto que tenía de las divinidades que con tanta devoción veneraba, sabía que la perdería como a Eurídice, así que vivía como siempre, fingiendo, pero para él era suficiente y se contentaba con esa vida.
Nuevamente la calandria se movió inquieta como afianzando con sus patas su posición. Parecía dudar entre seguir allí o echar a volar al resguardo de la sombra del único árbol que había en esa parte del sembrado. El bosque resultaba un lugar tentador para el descanso o para buscar la mejor rama para asentar el refugio para la noche, pero no parecía decidida a emprender el vuelo. Era extraño que un pájaro tan inquieto permaneciera tanto tiempo en el mismo sitio. Le gustaba observarlos y casi todos se comportaban siguiendo un patrón determinado aunque no lo hicieran en grupos, incluso en solitario: las mismas aves solían tener las mismas costumbres. Era frecuente, cuando el sol se situaba en el horizonte, que asomaran en los campos las que buscaban pequeñas lombrices o insectos, y cuando el calor se hacía más intenso las rapaces vigilaban desde lo alto el movimiento de posibles presas. Pero como ahora, cuando el sol llegaba a su punto más alto y la sombra se escondía en los pies, solían evitar el calor buscando amparo en la solitaria encina o en los castaños que poblaban el bosque. Desde luego, aquel pájaro no seguía ninguno de esos impulsos. Siempre existirían excepciones.
Él mismo era un buen ejemplo. Se comportaría siempre como un buen griego, pues estaba orgulloso de serlo y no sabía vivir de otra forma, aunque el destino había querido que su vida se desarrollara en aquel lugar, lejos de una gran polis. Contribuiría al sacrificio que requería el enviado al templo, realizaría el ritual de la ofrenda al dios que Acantha eligiera agradar en el pequeño altar que construyera en su día a las puertas de su casa, viajaría a Delfos para consultar al Oráculo sobre su descendencia si su mujer se lo propusiera, en su juventud cuidó de su condición atlética a fin de presentarse para ir a los juegos de varios años, en su muerte llevaría una moneda que le aseguraría el paso del barquero y para todos sus vecinos vigilaría con esmero todos los ritos que mantendrían contentos a los dioses y asegurarían la felicidad y prosperidad de la comunidad.
Pero las historias contadas en su niñez habían dejado un regusto demasiado amargo para negárselo también a sí mismo. Ante la admiración que provocaban en los demás, él no dejaba de sentir temor por esas criaturas que usaban el mundo para su capricho y deseo. Tenían el poder de castigar a los hombres o usarlos cuando a ellos les movía sus apetencias sin importarles las consecuencias. Deslumbraban y dominaban, jugaban a su antojo con las pobres vidas de los hombres para satisfacer sus caprichos, sin ninguna razón ni fin en ellos. Aquellos que podían devorar a sus propios hijos pero eran incapaces de enternecerse con sus primeros pasos o enorgullecerse con sus balbuceos; esos que buscaban el placer del deseo y sin embargo no tenían ninguna voluntad de defender a la mujer que se lo brindaba; saciaban su venganza en los débiles que ningún daño les podían infringir y de forma artera engañaban creando ilusiones para convertir a hombres y mujeres en actores que jugaban los papeles preparados para sus fines, ellos les involucraban en sus peleas y en sus celos arrastrándolos casi siempre a su desgracia.
Claro, todo eso no se podía siquiera decir en alto ni aun en la soledad de ese campo. Sólo en las horas junto al arado y con esas dos bestias insensibles podía permitirse el lujo de dar rienda suelta en sus pensamientos a su particular venganza y desprecio.
Si alguna vez en su fuero interno había deseado formular un deseo, paradójicamente habría sido que no se cumpliera el sueño de Acantha: que los dioses permanecieran lejos de sus vidas y que solo fueran meras historias, que siguieran inspirando los majestuosos templos y la belleza de las esculturas, que los hombres plasmaran en sus pinturas sus hazañas para que ella no dejara de imaginarlas, pero solo eso. No quería que su destino dependiera del humor o el capricho de aquellos seres, ni siquiera que supieran su nombre.
Esta vez la calandria revoloteó nerviosa de un lomo a otro. Parecía decidirse al fin a tomar una dirección u otra. Por fin levantó el vuelo y se dirigió al bosque perdiéndose en la espesura.
El hombre siguió con su labor, como todos los días, y Zeus lo contempló en la distancia, recordando la promesa que había hecho y de la que probablemente el Oráculo avisó a Agatón en alguna visita. Esta historia no sería contada alrededor de un fuego aunque haría que el Olimpo se estremeciera.
Tendría que pagar el precio, aunque retrasaría todo lo que pudiera el vencimiento porque nunca un pensamiento le resultaría tan caro.
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