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Literatura de miriam h.
amenaza (relato)
Existen numerosos recursos para condimentar los cada día más frecuentes episodios de lujuría. Limitarse a la propia anatomía es un error de principiante. Algo imperdonable para
locura (relato)
Los colores no habían cambiado, penetraba la luz en la habitación con su habitual ritmo y olor, la mañana se colaba sin permiso por entre las rendijas de la persiana. Domingo.
los juegos del placer (libro)
Tres relatos sobre la sexualidad, sobre los descubrimientos, sobre revoluciones privadas e íntimas.
revolución (relato)
En el sector de la pornografía, el término “cougar” significa un encuentro sexual entre un jovencito (o al menos el de un hombre con aspecto de jovencito) y una mujer madura (c
amenaza (relato)
Existen numerosos recursos para condimentar los cada día más frecuentes episodios de lujuría. Limitarse a la propia anatomía es un error de principiante. Algo imperdonable para un hombre que ha pasado los cuarenta. Los prejuicios son dañinos, tóxicos y portadores de aburrimiento. Innovar es importante, dejar a una lado todos esos tabús anacronicos es vital para conquistar la satisfacción sexual. Hay que jugar, participar sin ataduras, o con todas las posibles. El sexo es vida y, como tal, puede resultar insoportable o una aventura espectacular. Todo depende del prisma y de las convicciones de cada individuo. Yo juego, con todas las fichas que están a mi alcance. Nunca pensé que podía disfrutar por el simple hecho de lucir una preciosa cola de caballo cuyo soporte se introduce en mi cavidad anal. Troto un poco por el pasillo, huyendo del vaquero que quiere darme caza, aunque nunca consigo escapar. Él, mi marido, me monta sin quitarme la cola de caballo que encargamos por internet después de un profundo estudio del catálogo. Duele un poco, sobre todo al principio. Pero el placer, como siempre, acaba por imponerse. No hay que mirar todos estos juguetes como una amenaza, como un objeto invasor que despoja al sexo de toda su naturalidad y viveza. Nada más lejos de la realidad. Son complementos, potenciadores del sabor, especias, ornamento, útiles herramientas que se convierten en joyas imprescindibles, máquinas prodigiosas capaces de hacer temblar a la más experimentada. Horacio se adentró en el mundo de los “artefactos” con un recelo innegable, tenía miedo a perder su condición de protagonista, miedo a perder su papel de dueño de mis orgasmos, miedo a un pedazo de goma. Ridículo. Poco a poco, gracias a un programa de doce pasos, adaptado del mundo de la toxicomanía y su tratamiento, conseguí que sus fobias se convirtiesen en filias. Y una nueva época dorada tiñó nuestros encuentros en fuegos de artificio excitantes y adictivos. Ahora Horacio ya no está y yo no puedo dejar de pensar en todas aquellas travesuras cubiertas de inexperiencia y nerviosismo. Aquellos momentos de juventud recuperada, de pasión irrefrenable. Una deliciosa etapa que ahora escribo para no olvidar. Momentos míticos, instantes ígneos.
— Te has vuelto loca si piensas que vas a convencerme para hacer eso. No soy maricón, Amalia.
— No seas retrógrado, no seas tan básico.
— Me siento cómodo en el siglo dieciocho.
— Venga, vamos a probarlo.
— No vas a meterme eso por el culo. ¿Cómo quieres que te lo explique?
— Mira, cariño, esto es un strap-on. Y está diseñado para hacer que te vuelvas completamente loco.
— Me sobra con ver la etiqueta con el precio pegada a la caja.
— Razón de más para darle uso, sería una pena tirar así el dinero.
— No me jodas.
— Es de lo que trato de convecerte.
— Qué graciosa, Amalia, qué graciosa.
— ¿Qué miedo tienes? ¿El dolor? ¿La homofobia?
— Un poco de cada.
— ¡Venga, Horacio! ¿De verdad piensas que por introducirte algo en el ano, tu condición sexual varía en modo alguno?
— Sí.
— Pues estás completamente equivocado. ¿Sabías que la esponja anal está repleta de terminaciones nerviosas únicas, capaces de hacer que te corras de una manera que ni siquiera eres capaz de imaginar?
— Yo es que prefiero correrme como hasta ahora. Soy muy tradicional.
— Yo acepté.
— Sabía que ibas a jugar esa carta.
— La tuya es más gorda que esta cosita.
— No vas a conquistarme con palabras amables.
— Fíjate qué realismo. ¿No te apetece?
— Sí, parece deliciosa, con todas esas venas.
— Es hipoalergénica. Otro punto a su favor.
— ¿Y eso cómo va? ¿Te pones el cinturón ese y me metes esa monstruosidad por el culo? ¿Y qué sacas tú con eso?
— Placer.
— ¿Placer? Es un jodido trozo de plástico.
— El placer del dominio físico.
— ¿Y no prefieres echar un pulso? Te prometo que me dejo ganar.
— Venga, no te hagas de rogar. Sé que en lo más hondo de tu intestino, sientes curiosidad. No te niegues a la realidad.
— No me niego a nada.
— Pero antes dúchate. Y hazlo bien.
— ¿Qué estás diciendo, Amalia? No vas a salirte con la tuya.
— Y llévate esto, te hará falta.
— ¿Qué es esa cosa?
— Un enema. Es para vaciar y limpiar bien tu túnel del amor.
— Estás enferma.
— ¿Crees que yo no lo usé?
— Yo qué sé. Dijiste que ibas a ducharte, no sabía que estabas metiéndote cosas por el culo, cariño.
— Lo estaba limpiando para tí. Para evitar sorpresas desagradables.
— Prefería cuando te dolía la cabeza, la verdad.
— Venga, no seas tonto, a la ducha. Campeón.
Le gustó, por supuesto. Se convirtió en su juego predilecto. Ay, Horacio, nadie puede comprender cuánto te echo de menos. El amor es lucha, conflicto, negociación. Sin adornos, sin poesía, eso es otra cosa. Amor es mojar las bragas por tu marido, después de veinte años compartiendo cama y miseria, después de derrotas y pérdidas. Horacio y yo lo teníamos, lo sentíamos en nuestras extrañas entrañas, en nuestra manera de saludarnos al llegar a casa, en nuestro cifrado lenguaje, en nuestras invenciones más pervertidas y perversas. Yo siempre fui el detonante, pero él era la explosión. Yo incitaba, el sumergía nuestras horas en la novedad. No sin antes protestar y ofrecer la negación como única respuesta. Siempre sucumbía ante mi poder de seducción, mi argumentario era irrebatible, mis ofertas apetecibles. Eso es el amor, una masa heterogénea de devoción y entrega, una mezcla contradictoria de afirmaciones negativas, una paradoja constante y circular. Yo era curiosa, inquisitiva, una pionera. Él, un guarro sin paliativos.
Aquella mañana sucedió una de esas tragedias que cada par de años conmociona a los telespectadores. Accidentes macabros, colisiones imposibles, desbordamientos, epidemias, genocidios descubiertos cuando ya han preescrito, catástrofes de tal magnitud que no basta con enviar un sms para colaborar con los damnificados. Hacen falta tres. Ocurrió algo que nunca debió ocurrir. Una amenaza intangible se cernía sobre nuestros peinados de peluquería, Horacio bajó el volumen de la televisión y se acercó despacio hacia mí, su rostro parecía permanecer oculto bajo una máscara inocua, genérica. Y rodeados por aquel clima dramático, después de escuchar decenas de veces que estábamos en peligro invisible, lo dijo.
— Creo que ha llegado el momento. Vamos a hacerlo, voy a travestirme. Para ti — su dicción fue perfecta, su rostro un monolito, su tono fuerte, seguro, estaba convencido. Una hora más tarde comencé a llamar a mi marido por el nombre de Vanesa. Yo me convertí en Ernesto, el férreo profesor de latín, siempre distante y detallista, el enésimo docente autómata. Vanesa había suspendido el último examen de recuperación, sus vacaciones soñadas dependían de la nota en sintaxis y morfología. Una pésima calificación fue lo que obtuvo. Vanesa suplicó de rodillas. Instantes después mi marido, Vanesa, recibió una serie infinita de azotes. El maquillaje se deshacía sobre su cara sudorosa, la emoción y el dolor cálido en sus muslos elevó la temperatura de su cuerpo hasta conseguir que decenas de negras lágrimas descendiesen por su mejilla. Finalmente, tras demostrar ciertos conocimientos inéditos en semántica, consiguió su anhelado aprobado. Mención honorífica. Esa fue nuestra primera experiencia con los roles transgenéricos. La tragedia de la que hablaban todos los medios de comunicaicón pronto se vio reducida a una anécdota silenciada por ciertas desafortunadas declaraciones de cierto futbolista de talla mundial. Todo seguía igual, bajo amenanza. Pero Vanesa pudo disfrutar de esa acamapada que llevaba planeando desde los primeros compases del segundos trimestre.
Ahora Horacio pertenece al reino del que nadie puede aprehender nada y conocer menos aún, ese país del que ningún viajero retorna, como decía aquel. Ahora, marchita es mi condición, y solo puedo sonreir ante aquellas escenas traviesas y valientes que juntos protagonizamos, porque la escasa diversión es el motor de cada despertar, esos fugaces momentos en los que no impera la razón y lo adecuado, son los que en el ocaso vital prevalecen y brillan con mayor intensidad. No las derrotas, no las caídas, ni siquiera la muerte. Todo eso es demasiado ordinario como para merecer evaluación y recuerdo. Las más tórridas y explícitas fantasias convertidas en realidad, los juegos más sucios y privados; eso sí que merece ovación y recuerdo. Aunque sea póstumo. Nacimos por el sexo, del sexo y para el sexo. Aferrarnos a otro clavo es estúpido e hipócrita, buscar otro sentido es un arriesgado deporte carente de gloria. El placer impera y dicta, aunque sea bajo la más incierta amenaza.
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locura (relato)
Los colores no habían cambiado, penetraba la luz en la habitación con su habitual ritmo y olor, la mañana se colaba sin permiso por entre las rendijas de la persiana. Domingo. En el suelo, frío como un despertar solitario, una improvisada alfombra de ropa trataba de ofrecer un aspecto más acogedor y cálido a la habitación. Un bote de lubricante casi vacío descansaba sobra un par de calcetines deportivos. Febrero. Y la ciudad comenzaba su danza ordinaria sin reparar en la escena aquí descrita. Un hormiguero ajeno y aséptico, automatizado y desprovisto de alma.
— Buenos días, fanático del canibalismo — Sonia bostezó entre la segunda y la tercera palabra, enfatizando la pausa, rebelando un filamento de saliva que unía la parte superior de su boca con la parte inferior, algo que detestaba por encima de cualquier otra cosa, pero que, por suerte, ignoraba en aquel instante crucial en el que se dirigió a él, nada menos que a él. Un domingo, de Febrero, por la mañana.
— ¿Has descansado? — preguntó Edgar, todavía con los ojos cerrados.
— Lo suficiente. ¿Y tú? — el interés que demostraba Sonia era sincero, practicamente vital.
— Apenas, la almohada es horrible, es como dormir sobre un trozo de corindón, es letal — respondió Édgar, llevándose una de sus enormes manos a la nuca en señal de dolor. Y queja.
— Lo siento, yo duermo cómoda en cualquier parte — explicó ella, insegura. El silencio instauró su caduco reino en aquel cubículo alquilado, la luz persistía en su avance, imparable, como un batallón rebelde, siempre dispuesto a plantar cara. Édgar se levantó y deambuló por la habitación como un beagle retado, rastreando cada trozo de tela en busca de ese objeto requerido. Después de unos frustrados instantes, encontró el premio por el que había abandonado el templo adornado con sábanas. Sacó uno de los cigarrillos, lo encendió y echó hacia atrás su cabeza para disfrutar de la prolongada e intensa calada. Lanzó una nube amenazante.
— ¿No te importa que fume, verdad? — preguntó por fin. Allí, de pie, con el cigarrillo colgando de sus labios, al más puro estilo detective de los años veinte, desnudo, depilado hasta en los lugares más inaccesibles. Su físico se inspiraba en aquellas viejas esculturas renacentistas, había sido esculpido por el más eficaz cincel contemporáneo; una dieta atroz y largas sesiones de gimnasio. Édgar tenía treinta y siete años y una escasa consideración con la propiedad ajena.
— ¿Dónde piensas tirar la ceniza? — Sonia miró con desprecio al cigarrillo, como si fuese el causante de todos los males que azotan al ser humano. En cierto modo, así lo creía.
— ¿Quieres que fume en la ventana? Hace un frío de cojones — desafío aceptado. Guante lanzando y recogido debidamente. Y nada más, el silencio volvió a coser los labios de ambos. Sonia se levantó, por fin, y cubrió su cuerpo con algo parecido a un albornoz, algo arcaico que ya no se atrevía a tirar a la basura. Elevó la persiana más allá de lo recomendable y descubrió un gris cielo cubierto de ceniza. Todo fuego se convierte en grises virutas muertas. Sonia lanzó un suspiro con la fuerza de una protesta, se giró hacia Édgar y comenzó un débil baile mudo, un movimiento, una sutil cadencia que hacía bailar sus pechos desnudos. Por unos instantes se sintió estúpida, siempre ocurría así. Poco a poco, la apatía del amargo despertar se fue convirtiendo en seducción y armonía. La mejor manera de salir de aquel agujero existencial, negro e insípido, consistía en provocar una erección matutina a ese desconsiderado que dejaba caer la ceniza directamente al suelo. Sin música danzó. Él, consciente del significado de aquellos movimientos, adoptó el papel acordado. Debía ignorarla, hacerse de rogar durante unos cuantos minutos de súplica camuflada. Sonia, desde el otro lado del ficticio cuadrilatero, llevó sus dedos más útiles a ese diminuto vértice en el que todo lo bueno y placentero de la existencia confluía. Y sin avsio previo, Sonia pronunció la palabra.
— Lógica — dijo con su tono más severo, a través de la garganta prestada de un dictador. Así lo dijo y no de otra manera.
— Ama, mi ama. Por fin ha venido — Édgar se sentó como se sienta un cachorro asustado, con las piernas flexionadas y los brazos estirados para apoyar sus manos contra el suelo, a la espera de órdenes.
— Cállate, chucho asqueroso. Has dejado la habitación hecha un desastre, no puedo dejarte solo. Ven aquí — la voz de Sonia era firme y segura, seca, imperativa. Édgar agachó la cabeza, condujo la mirada a las más hondas profundidades del subsuelo y se arrastró unos centímetros hacia atrás.
— Te he dicho que vengas. Aquí, aquí, aquí — gritó ella. Édgar insistió en su tímido retroceso, sus muslos, su culo, su ano, todo se estaba cubriendo con una fina capa de gris, la ceniza que había dejado caer ahora se adhería a su piel como si de un vestido humillante se tratase. Sonia fue hasta él, con paso marcial, frenética, harta de ver como sus dictados eran desobedecidos. Agarró a Édgar del pelo y tiró de él con fuerza hasta dejar su cabeza pegada a sus pies descalazos, la empujó hacia abajo, sin misericordia.
— Bésame los pies como tu sabes, así, a lametazos. Lávalos, venga. Lame, lame, lame — órdenes cortas, órdenes comprensibles. Él lo hizo, con los ojos cerrados.
— Abre esos ojos de mierda que tienes. Y mírame mientras lavas mis pies, quiero ver tus despreciables ojos de rata — Sonia hablaba a través de siglos de desidia y rutina distorsionada, a través de paredes de hormigón decoradas con fotografías de fracasos pasados, a través de la historia entera del hombre, a través de la histeria colectiva. Él acató.
— Eres un perrito bueno porque eres un perrito asustado — continuó ella, dueña de la creación, ama de las constelaciones, maestra de ceremonias domésticas nunca confesadas. Él ladró, espontáneamente, de esa manera jueguetona, pidiendo atención y juego, pidiendo acción.
— Ah. ¿Quieres jugar, eh? Tienes que pedírmelo con más ganas — las indicaciones de Sonia no conocían la abstracción. Édgar ladró, como si llevase una semana entera encadenado y sin probar bocado, alimentándose tan solo de desesperación y hambre. El rostro de Sonia se convirtió en el pálido lienzo de una sonrisa memorable, un arco dibujado con el talento de un genio universal apareció en el lugar que ocupaban sus labios. Ahí estaba, ese algo, esa quimera inmaterial que justificaba cada plato fregado, cada aparcamiento perdido, esa sensación de trascendencia que daba sentido a cada decepción, a cada lista de la compra, todos esos momentos de tedio resignado quedaban mudos e invisibles. El poder, el placer, la autoridad, el eje de toda vida radicaba en esa frágil ecuación. Y Sonia lo sabía. Édgar también. Sometido a los deseos de una mujer a la que no conocía más allá de ese zulo amable y pervertido, esa habitación en la que el tiempo dejaba de existir y las obligaciones laborales eran unicamente materia de la ciencia ficción, con Sonia todos los deberes y los balances trimestrales se convertían en amnesia y devoción. Todo era más sencillo vestido con la piel de un perro sumiso y temeroso de la mano de su dueña. Sin preguntas, sin presiones, sin índices de rentabilidad. Édgar ladraba con un ritmo imposible, desesperado y demencial.
— Muy bien, chico, muy bien. Ahora calla y sígueme — Sonia comenzó a trazar círculos aleatorios por la reducida área disponible que ofrecía la habitación. Édgar, a cuatro patas, le seguía con la lengua fuera, jadeando. Esperando la detonación. Sonia se sentó, por fin, sobre el borde de la cama. Abrió sus piernas todo cuanto pudo y dejó caer su espalda y su cabeza contra el cómodo colchón de viscoelástica, el mejor campo de batalla de cuantos había poseído.
— A comer — nada más, no hizo falta decir nada más. Édgar se lanzó a saciar su apetito. En lugar de boca empleó sus fauces, su lengua era un delirio. Rodeó el clítoris con sus labios, colocándolos de la misma manera en la que los colocaba cuando sostenía un cigarrillo. Comenzó a dibujar una compleja forma poligonal que hacía que Sonia enloqueciese en menos de un minuto, era una movimiento ampliamente estudiado, llevado a la practica de modo sistemático. La experiencia de un perro viejo, solía decir Sonia. Y por fin, el clímax, el apotesosis, el ascenso a los cielos, la explosión colorista no se hizo esperar demasiado. El primero de una larga serie de orgasmos consecutivos y próximos entre sí. Cuando dejó de temblar, al acabar las convulsiones, se levantó de la cama y dio por acabada la sesión.
— Locura — la palabra salió disparada, como una bala, como un cañonazo directo al corazón del enemigo.
— Ama, mi ama. ¿Ya se ha ido? — respondió él, siguiendo el código, el guión, las pautas establecidas. Y la apatía volvió a asentarse como el polvo cae sobre la costumbre y la sonrisa. Édgar buscó su ropa y se vistió tan rápido como pudo, le dolía la espalda, las rodillas.
— Joder, tenía que echar gasolina, hoy no salgo hasta medianoche — protestó Édgar al sucumbir al grito de atención del reloj. Sonia volvió a la ventana, presa del agravio vital que sacudía sus huesos, sus músculos, sus cinco décadas de piel y órganos se reflejaban en el cristal, el beso de la vida real se mostraba como lo que ciertamente era; locura.
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los juegos del placer (libro)
Tres relatos sobre la sexualidad, sobre los descubrimientos, sobre revoluciones privadas e íntimas.
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revolución (relato)
En el sector de la pornografía, el término “cougar” significa un encuentro sexual entre un jovencito (o al menos el de un hombre con aspecto de jovencito) y una mujer madura (con más de treinta años y una dieta torpe cualquier actriz puede interpretar estos papeles). Suelen ser escenas de una profundidad intelectual superlativa. Mamá descubre el amigo de su hijo masturbándose en el cuarto de baño y ella acude presta con las bragas en la mano y su sonrisa vertical bien abierta. La enfermera titulada ayuda al pobre paciente después de la complicada operación de fimosis. La profesora de matemáticas castiga al alumno rebelde succionándole los testículos con tal fuerza que parece que en cualquier momento el muchacho puedo sufrir una castración oral. Ese tipo de historias. Yo soy una cougar, no profesionalizada, pero una experta en la materia. Me gustan jóvenes por todos los motivos imaginables. Resistencia, fuerza, impetu, velocidad. No hay nada mejor que una erección instantánea, de las que no precisan de un cargamento químico adicional para alcanzar su codiciado diámetro y tenacidad. Los chicos de ahora son más creativos que mis contemporáneos, son más abiertos a nuevas experiencias, carecen de esa vocación de tribunal de la inquisición que tanto se llevaba antes. Ese hombre casposo y aburrido camina hacia el abismo de su extinción. Él arriba, ella abajo, la función concluye con su explosión final. Eso se acabó, el egoísmo, la falta de atención, el desconocimiento anatómico; todo ello forma parte del pasado generacional. Octavio, mi más recurrente compañero de cama, es un gran defensor del orgasmo clitoridiano. Lo fomenta, lo cultiva, invierte horas en ello. Octavio, con sus veinte años, ha comprendido el significado real del sexo; es una retribución, una simbiosis, un intercambio justo de favores. Los viejos postulados han caído bajo el peso de su propio anacronismo. Sé que nada se ha inventado ultimamente, sé que los griegos clásicos idearon gran parte de las prácticas que ahora nos resultan novedosas. Sin embargo, su normal aplicación, después de tantos siglos de represión, resulta ser, ni más ni menos, una auténtica revolución. Un tabú lo es hasta que alguien pronuncia la palabra en cuestión en público. Una prohibición lo es solo si se le otorga esa categoría. Una perversión deja de serlo en el momento en que paladeamos sus virtudes. Juzgar con mirada despectiva es la más vieja y fea de las costumbres del hombre, lo desconocido es idiosincrasicamente maligno. Afortunadamente, la sangre joven ha aprendido la lección que la hisoria y la propia evolución ha impartido durante todos estos años silenciados y tapiados. La liberación sexual no llegó con los años sesenta, aquello era otra cosa. La liberación sexual, la que afecta a la gran masa social, se manifiesta de forma individual. Por ello no puede ubicarse en un punto concreto de la historia. Poco a poco, con el tiempo, todas las camas serán democráticas y abiertas, pero es una conquista íntima, nunca global. La juventud tiene en sus manos la llave que abrirá todas esas puertas, la maza que derribe muros y vetos. Por eso solo me acuesto con veinteañeros, por la revolución.
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