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Literatura de montimer levitan
la tercera huella (relato)
El persistente repiqueteo del timbre de la puerta irritó al profesor Sanders; provocó en él unas exclamaciones poco correctas y casi profanas; le preocupó, le disgustó y casi l
la tercera huella (relato)
El persistente repiqueteo del timbre de la puerta irritó al profesor Sanders; provocó en él unas exclamaciones poco correctas y casi profanas; le preocupó, le disgustó y casi le indispuso. Sin embargo, dejó que el timbre continuara sonando.
Sanders se paseaba de un lado a otro por su estudio, lleno de infinitos y variados papeles y oscurecido por las persianas echadas. En un esfuerzo frenético para no oír el incesante repiqueteo del timbre se tapó los oídos con las manos, pero las odiosas vibraciones continuaban taladrándole el cerebro. Las baterías eléctricas sufrían también con aquel desgaste; ya el incesante clamor comenzó a convertirse en zumbidos y tintineos. Pronto, muy pronto, las leyes benévolas de la física agotarían las baterías y el timbre enmudecería por completo.
El repiqueteo cesó y el profesor Sanders cayó en un sillón, agotado, desesperadamente necesitado de calma y reflexión.
Las baterías, meditó, costarían cinco chelines por elemento, y, además, necesitaría un electricista para instalarlas.
Esos desconsiderados reporteros acabarían con su dinero como habían acabado con su paciencia.
Se levantó maquinalmente. No acertaba a comprender por qué sus reflexiones habían acabado con tanta brusquedad. Buscó un motivo plausible. Aquella débil convulsión le recordaba algo... algo prometido, alguna cosa que debía hacer, algún compromiso que cumplir.
Obedeciendo a un impulso inconsciente, se dirigió hacia la puerta principal y la abrió, con aire distraído. Entró un elegante joven de unos veintidós años. Luego Sanders cerró la puerta con llave.
—Se lo agradezco mucho, profesor —saludó el visitante.
—Hay algo que debo hacer —le dijo con confianza el profesor—. Pero no acierto a recordar que es. El maldito timbre sonó tres veces y eso me trajo a la memoria el recuerdo de algo... mas no acierto a comprender qué.
—Prometió dejarme entrar cuando le diese la señal.
—¿Sí? —el profesor se mostró ingenuamente sorprendido—. ¡Ya sabía que era algo! Bien, ya estás dentro. Abrí la puerta sin darme cuenta, porque uno de esos salvajes reporteros podría haberse «colado»; son muy charlatanes; debería dictarse una ley muy severa contra ellos.
Sanders, de cabellos grises, con gafas y luenga barba, olvidando la presencia del joven, habría declamado largo y amargamente de no haberse interpuesto Guy Steel en tono amistoso.
—No debe usted culpar a los reporteros. Ha originado usted una gran conmoción con su grandiosa obra. La gente está interesada, quiere saber más acerca de usted, y el deber del reportero es averiguarlo para satisfacer al público.
Replicó el profesor:
—No me interesa ver mi nombre y mi trabajo lanzados en sus periódicos sensacionalistas. Me satisface que las publicaciones científicas traten seriamente del asunto; además, todavía no he enviado mi manuscrito a los editores.
El profesor abrió marcha en dirección al estudio, aunque Guy Steel no necesitaba ningún guía, pues había estado en la casa muchas veces en sus años de estudiante. Era una especie de protegido del viejo y excéntrico pedagogo, que llevaba una vida solitaria en su casita. Guy había sabido establecer una verdadera intimidad que le permitía frecuentar el estudio, aunque el profesor Sanders era hombre tímido y pocas personas poseían su confianza o amistad.
Preguntó el joven:
—¿Por qué tiene echadas las cortinas?
—Para que esa plaga de reporteros crea que no estoy en casa —respondió el profesor—. Esos periodistas no piensan; simplemente molestan. Veamos, tú no eres periodista, ¿verdad?
—Trabajo en asuntos comerciales —aclaró el joven—. Usted sabe, profesor, que al oír hablar tanto de su labor maravillosa, me atreví a confiar en nuestra antigua amistad para venir directamente a informarme. Lo expliqué en mi nota, ¿no lo recuerda?
—¡Lástima de tiempo perdido! Hubieras podido ser un eminente hombre de ciencia en lugar de mezclarte con esos papelotes entrometidos.
—En el mundo tan necesario es el hombre de ciencia como el más modesto de los periodistas. Además, yo no tendría paciencia para trabajar mucho tiempo en un asunto problemático. ¿Cuánto tiempo tardó en elaborar su sistema para clasificar a los criminales mediante sus huellas dactilares?
—Diecinueve años; todo el tiempo que me quedaba libre de mi enseñanza durante estos años. Debía trabajar para ganarme la vida, muchacho; a no ser por esto, en menos de diez años habría conocido el mundo los maravillosos resultados.
—¡Diecinueve años! ¿De modo que era así como empleaba su tiempo libre? Todos suponían que hacía usted alguna traducción importante o algo por el estilo. ¡Y ha estado trabajando incansable sobre el libro más grande del siglo, sin que nadie supiese ni una palabra!
—El secreto era esencial. Cuando un hombre empieza a trabajar por rutas, que marcan un cambio radical en las nociones aceptadas generalmente, el mundo se ríe y se mofa de su trabajo. La burla del público ignorante nunca llega a un verdadero hombre de ciencia: es el ridículo, la burla de los compañeros de ciencia lo que hiere y desanima. Ahora comprenderás por qué no hablé a nadie, ni siquiera a ti, de mi trabajo.
—En primer lugar, ¿cómo se le ocurrió la idea?
—Dos hombres sentaron los fundamentos: Galton y Lombroso.
—¿Galton? ¿El pariente del introductor de la eugenesia?
—El mismo. Su trabajo verdaderamente notable consistió en sistematizar la observación de que no existen dos personas que posean idéntica huella dactilar. Luego, Lombroso, el famoso antropólogo italiano, demostró al mundo científico que las señales exteriores determinan con frecuencia la criminalidad. La forma de la cabeza revela al mundo, al asesino. Pero Lombroso no llegó la bastante lejos; no creó un sistema que funcionase. Todo lo que hizo fue combinar la teoría de Galton con la propia. Mi obra consiste en demostrar que las líneas de los pulgares, que difieren en cada persona, significan algo así como la forma del cráneo. Tardé diecinueve años en alcanzar el éxito; pero al fin este me ha sonreído. He reducido las teorías de Lombroso a un sistema práctico, siguiendo las líneas de Galton.
Mi sistema permite afirmar si un hombre es un criminal con solo medir y clasificar la huella de su pulgar. Además, puede determinarse qué ruta seguirá el criminal. Existe una diferencia clarísima entre la huella de un ladrón y la de un asesino. Puede descubrirse con relativa facilidad la diferencia existente entre un hombre capaz de provocar un incendio premeditado y otro capaz de un estupro. Puede comprobarse el grado de crueldad que se usará en el crimen y si se cometerá con pasión, sangre fría, sigilo o astucia.
Después de estas palabras, Sanders y Guy permanecieron callados durante un buen rato.
Se observaban mutuamente con los ojos acostumbrados a la luz borrosa del estudio.
El profesor, que había dado sus explicaciones con singular entusiasmo, esperaba que se le dirigiesen preguntas; no comprendía que nadie escuchase la más sencilla conferencia o discurso suyo sin formular preguntas.
Guy Steel habló, por fin:
—Los pulgares del niño, ¿son iguales a los que poseerá cuando llegue a adulto?
—Los dibujos del pulgar no cambian nunca.
—¿Entonces es posible afirmar si un recién nacido será un asesino?
—Con tanta seguridad como puede decirse su sexo.
—Bien, no le dejaré ver las huellas de mis pulgares.
El profesor se quitó las gafas y jugueteó con ellas antes de responder.
—Encontrarás que algunos de nuestros mejores amigos son asesinos. Algunos no han matado a nadie todavía, probablemente, pero lo harán con el tiempo, tan cierto como un objeto tirado al aire caerá a tierra con determinada velocidad. Las leyes psicológicas son tan fijas como las físicas.
—Pero debe existir la probabilidad de que ocurran excepciones o errores.
—Ninguna. La ciencia que permite excepciones o errores no es ciencia.
El profesor se detuvo a recalcar el aserto.
—He logrado formular una ciencia nueva. He estudiado las huellas dactilares de diez mil criminales y he encontrado una sola excepción evidente. Era un viejo que cumplía cadena perpetua por un asesinato del tipo más brutal. Sin embargo, su huella dactilar era la de un hombre inocente. Pude examinar la documentación de su proceso y descubrí que las pruebas en contra eran puramente circunstanciales. Aquel hombre era inocente; y de no haber tenido que revelar mi sistema prematuramente para liberar al pobre viejo, hubiera intervenido en el asunto con el gobernador. Quizá hubiese demostrado su inocencia, pero habría puesto en peligro mi sistema, que es infalible.
Steel sonrió.
—Desde luego, profesor Sanders, creo todo cuanto me dice, aunque es difícil creerlo. Sí, en realidad, ha conseguido sus propósitos, la obra de usted es la más grande del siglo. Sería imposible que un delincuente escapase.
—Podrían cortarse los pulgares, pero la ausencia de estos sería considerada prueba irrefutable de culpabilidad, después de que mi sistema hubiese substituido a las nociones anticuadas del procedimiento criminal actualmente en uso.
Steel se dirigió hacia el pupitre y jugueteó nerviosamente con varios artículos esparcidos por él, mientras hablaba.
De pronto manifestó:
—Profesor: ¡haría una prueba para mí! ¿Si le trajera cinco o seis huellas de otros tantos pulgares, me diría si sus propietarios son criminales o no?
—¿Pides una prueba final? Bien, no puedo objetar nada, aunque hiere mi vanidad. Tráeme las huellas y te convencerás.
Sonó el timbre de la puerta, vibrante y persistente.
—Ya están otra vez molestando —lamentó Sanders.
—¿Por qué no desconecta el timbre, si le molesta su llamada?
—Es una buena idea. ¿Cómo se hace?
—Yo mismo lo arreglaré —ofreció Steel, dirigiéndose hacia el lugar donde el timbre atormentador no dejaba de sonar.
—Te enseñaré dónde...
El profesor se detuvo en seco, buscando algo en el pupitre. Se registró todos los bolsillos y luego rebuscó a ciegas por la superficie del pupitre.
Murmuró:
—No las encuentro.
—¿Qué sucede? —preguntó Steel, al volver de la cocina.
—Es inútil; no logro encontrarlas. Las dejé en alguna parte.
—¿Las gafas?
—Sí, no las encuentro.
—Aguarde un momento que encenderé la luz.
—¡No, por favor! Nada de luces. Los periodistas advertirían mi presencia aquí y no me dejarían en paz. Prefiero no distinguir la punta de mi nariz por no tener gafas. Antes soportaría la ceguera completa que a esos malditos reporteros.
—Miraré, pero no puedo ver mucho aquí.
Steel registró el cuarto, la mesa escritorio, las sillas, revolvió libros y papeles, más las gafas continuaron sin aparecer.
—No importa —suspiró Sanders—. Si no las encuentro ahora, mañana, al arreglar el cuarto, la señora Jones dará con ellas. Ella siempre lo encuentra todo.
—Como guste. Bien, he de marcharme ahora. Volveré mañana con las impresiones digitales. Y muchas gracias por la entrevista.
—¡Por la puerta trasera! ¡Por aquí no, si me aprecias un poco! ¡Sal por detrás! —gritó Sanders, al advertir que el joven avanzaba hacia la puerta principal. Y, asiendo el brazo del joven, entró en la cocina, buscó a ciegas la llave, abrió la puerta y, de un empujón, echó a la calle al visitante; tanta prisa tenía por cerrar la puerta con llave.
Sanders regresó a tientas al estudio y reanudó la búsqueda de las gafas. Fue una empresa larga y exasperante y, además, fútil. El tacto, con la ayuda de unos ojos muy cortos de vista, casi miopes, no reveló ninguna pista.
El desconcertado profesor paseó sin objetivo de un lado a otro del cuarto hasta caer postrado en el suelo, junto a un sillón.
No hizo la menor tentativa para levantarse, pero de vez en cuando se registraba maquinalmente todos los bolsillos.
Presa de desesperación e inutilizado por la falta de visión, se reconcilió con la idea de esperar sus gafas hasta la mañana siguiente, en que la señora Jones, que le arreglaba la casa todos los días, las encontraría sin duda alguna.
Pero hasta entonces tendría que sufrir; debería abstenerse de trabajar; solo le quedaba el recurso de pensar.
A las ocho de la mañana del día siguiente sonaron tres fuertes golpes en la puerta.
El profesor se levantó y acercóse, vacilante, a la puerta principal, que abrió.
—Guy, ¿eres tú?
—Buenos días, profesor —fue la respuesta cordial—. ¿Ha encontrado las gafas?
—¿Si las he encontrado? No. La señora Jones las encontrará, sin duda, en cuanto llegue.
—¡Caramba! —exclamó Guy Steel, cerrando con llave la puerta tras sí—. ¿Ha mirado bien por todas partes?
—No creo haber dejado ni un rincón sin mirar.
Se dirigieron al estudio. Steel guiando al profesor por el brazo y empujándole con suavidad.
—Busquemos por última vez —sugirió Guy, empezando enérgicamente a mirar en todos los rincones posibles e imaginables.
—Será inútil —fue la respuesta pesimista—. Debiera tener un par de reserva, pero nunca he podido ahorrar lo necesario para adquirirlas.
El joven, arrodillado, palpaba el suelo entre el pupitre y la pared.
Triunfalmente anunció:
—No necesitará un par de reserva, ¡Aquí están!
Había lágrimas en los ojos del viejo profesor cuando limpiaba las gafas con un pañuelo. Poniéndoselas, miró al joven.
—Gracias, muchacho. Recobrar las gafas es como volver a la vida. No puedes imaginarte lo desolado que me siento cuando no puedo leer ni escribir ni ver. Realmente me parece ser casi un cadáver. Celebro que hayas venido.
—También estoy satisfecho de haber llegado con tanta oportunidad. Ahora que ha recobrado sus gafas puede hacer las pruebas que me prometió.
—¿Las pruebas que te prometí?
—¿No recuerda? Dijo que me revelaría el carácter de los dueños de cinco o seis huellas dactilares del pulgar. Aquí tengo cinco.
—¿Dónde están? Las examinaré al instante.
Sanders se sentó ante el pupitre, encendió la luz y colocó a su alcance diversos instrumentos.
—¿No cree preferible levantar un poco las cortinas? —inquirió Steel, al colocar encima del pupitre un pedazo de papel conteniendo las reproducciones de cinco huellas dactilares.
—¡No! ¡No! Esos periodistas pueden rondar por los alrededores.
Sanders miró el papel. Se le veía intrigado.
—Estas huellas no han sido impresas sobre papel ahumado. Ahumar el papel, presionar en él y pasarlo por goma laca. Tú sabes cómo.
—Estas fueron hechas de ese modo, pero hice sacar láminas. Se obtendrá el mismo resultado.
El profesor tenía sus dudas acerca de la nitidez de las impresiones, pero estaba dispuesto a examinarlas.
Empezó a medir: ángulos, curvas, relaciones, longitudes; todo lo que debía determinarse y registrarse.
Durante dos horas tuvo la atención fija en las impresiones, sin pronunciar palabra.
La señora Jones intentó arreglar el estudio, como de costumbre, pero el joven, cruzando la habitación de puntillas, la obligó suavemente a que saliera. Con heroico esfuerzo pudo resistir su curiosidad para no estorbar los cálculos del profesor. Al fin acabaron las mediciones.
Señalando un montón de cuartillas que había en un lado de la mesa escritorio, el profesor explicó:
—Aquí está el manuscrito de mi libro La Determinación de los Criminales. Refiriéndonos a los gráficos que he preparado, todo resultará muy sencillo. Hechas las mediciones, resta un simple trabajo de clasificación. Tomemos la número uno primero.
Consultó varios gráficos y buscó la particular combinación de mediciones de su clase.
—La número uno pertenece a un hombre inocente. Jamás cometerá ningún crimen o violencia. Tal vez algunos actos de ratería, a la cual casi todos estamos expuestos en un momento de debilidad.
Efectuó la misma rutina de clasificación con la huella número 2.
—Número 2, idéntica clasificación que la número 1. Tomaremos la número 3... La número 3 es un asesino, un asesino a sangre fría, que matará por razones lógicas.
Steel, que había anotado los veredictos de los dos primeros, no anotó nada relacionado con la número 3. Preguntó:
—¿Está seguro de referirse a la huella número 3?
—Esa misma.
—Quizá las haya confundido.
—¡Nunca digas a un hombre de edad y experiencia que puede confundirse en una operación tan sencilla! No afirmo que este hombre haya cometido ya un asesinato. Simplemente insinuó la posibilidad de que lo ha hecho o lo hará.
—Pero es imposible.
—¿Por qué imposible? —interrogó Sanders—. Todo es posible. ¿Conoces al hombre?
—Sí.
—¿Y crees que su reputación es tal que nunca llegará a ser asesino?
—Sé que es un hombre tan pacífico e inocente como el que más haya sido. Todos sus actos son de una bondad extrema.
—Sin embargo, ha matado a un hombre a sangre fría o lo matará en el porvenir.
—Pero él... ¡Cómo, profesor Sanders! ¡Es absolutamente estúpido! El hombre es... cómo...
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Terminó con una risa.
—Lamento haber descubierto a uno de tus amigos. Ese es el castigo que todos sufrimos para conseguir una certeza científica.
—Bien, si existe alguna certeza en este mundo, es la de que el propietario de la huella número 3 ni es criminal ni nunca lo será.
—¿Quién es, pues, el hombre en cuyo aspecto externo depositas más confianza que en la verdad científica?
—Usted.
El profesor Sanders miró a Guy Steel un momento. Había oído la palabra, pero el significado le resultaba incomprensible.
—¿Yo? —preguntó, calmosamente, con trágica simplicidad.
—¡Oh, profesor, es una tontería!
—¿Era mi huella dactilar?
—Sí; pero...
—Puede haber alguna equivocación; mas no lo creo. Nunca se me ha ocurrido probar mis métodos en mí mismo. Para estar seguro, probemos de nuevo. Tomaré la impresión en papel ahumado para estar seguro.
El profesor se acercó a la mesa adosada a todo un lado de la pared, sobre la cual se veían diversos instrumentos del laboratorio de psicología, colocó una tira de papel preparado sobre un tambor, encendió tres mecheros de gas, hizo girar el tambor y pronto tuvo la capa de hollín que el experimento requería. Sacó el papel e imprimió el pulgar en un ángulo. No pasó la impresión por goma lacada para hacerlo permanente, ni tampoco lavó la mancha de su pulgar, sino que comenzó a trabajar inmediatamente en las mediciones.
Mientras el profesor trabajaba sin nervosismo alguno, Steel permaneció tras él, al parecer clavado en su sitio. Fueron recogiendo los datos necesarios. El profesor consultó con mayor interés su manuscrito. Los dos hombres casi suspendieron el aliento mientras Sanders clasificaba la impresión digital.
Una vez efectuadas todas las comprobaciones, el profesor respiró hondo, colocó el manuscrito a un lado y, en voz queda, pronunció:
—No hubo error.
—O bien las reglas tienen alguna excepción.
—Mi sistema es infalible. No existen excepciones.
—No tengo otro remedio que revelarle la verdad, profesor. Publiqué esas cinco huellas dactilares en el periódico de anoche y se anunciaba en él que usted nos daría las interpretaciones.
—¿Publicado? ¿Por qué?
—Soy un periodista y nuestra interviú me ha merecido un ascenso.
—¿Es esta la clase de negocios a que te dedicas?
—Sabía que no me concedería la entrevista si le confesaba la verdad.
—No comprendo por qué hiciste eso.
El profesor meditó unos segundos antes de continuar.
—¿Dices que prometiste publicar en tu periódico los resultados?
—Simularé la interpretación de su huella y la de los números 4 y 5.
—Es verdad. No he examinado las dos últimas.
Se enfrascó de nuevo en los gráficos, practicó la debida clasificación y anunció:
—La 4 es de un jefe, astuto, deliberado, audaz. La número 5 corresponde a un asesino idiota; matar por matar.
—Muchas gracias —dijo Steel, guardándose el cuaderno y el lápiz.
—¿Publicas los nombres bajo las impresiones?
—Sí; se publicaron anoche los nombres. Hay algo exacto en su sistema, pues los dos últimos hombres acaban de ser condenados por los crímenes de que usted les acusa y los dos primeros son preeminentes hombres de negocios. Inventaré una interpretación de su huella, profesor, a menos que me proporcione otra más veraz.
El profesor se levantó al instante y exclamó, con voz agitada:
—¡Inventar, falsificar una interpretación! Publicarás los resultados que te he dado.
—No podría hacer tal cosa —replicó el joven—. Aparecerá usted como un asesino o un simulador.
—Has prometido al público que yo informaría sobre cinco huellas dactilares. Tienes el ineludible deber de dar a los lectores mis informes como te los entregué.
—¿Pero no comprende lo que eso significaría para usted?
—Comprendo, sí. Pero los personalismos no pueden impedir el cumplimiento del deber. Ahora, Steel, adiós. Tengo que pensar.
Guy Steel salió apesadumbrado del cuarto. Ningún chirrido de la puerta al cerrarse anunció su partida.
El profesor Sanders se sentó en su pupitre y meditó. No desayunó ni almorzó. En realidad, no se percataba del pasar del tiempo. Pensó en los diecinueve años de labor constante sobre una sola idea, en los interminables días y noches que pasó recogiendo, clasificando y analizando el material para dar fin a su grandiosa obra. Conquistó poca de esa publicidad seductora que el mundo acostumbra a confundir con el éxito, pero no le importaba la fama en vida; quería la fama perdurable, eterna. Buscaba la gloria imperecedera perteneciente al que amplía y enriquece el tesoro del conocimiento humano.
¡Diecinueve años... y luego el éxito!
Acarició una idea convirtiéndola en una ciencia maravillosa. Redujo las investigaciones de casi dos décadas a los límites de un solo volumen. Aunque el libro no había sido enviado a los editores (lo sería en breves días), los hombres de ciencia de todo el mundo ya lo atacaban, defendían y discutían.
El sabio y el profano esperaban con igual interés la aparición del libro; la expectación general fue el resultado inmediato de un anuncio que Sanders hiciera a uno de sus colegas.
Los periódicos habían averiguado de alguna manera algo sobre los sorprendentes descubrimientos del profesor y habían informado al público, procurando luego satisfacer con interpretaciones imaginarias la curiosidad que despertaron.
La fama había sido lanzada sobre el profesor. Ya la vida prometía serle más fácil. La Universidad le aumentaba el sueldo, los derechos de autor serían sin duda de estimables proporciones, los Magazines ofrecían sumas asombrosas por artículos originales sobre la nueva ciencia. Sería compensado por los años magros pasados.
En lugar de ser el ermitaño marchito, sería el sabio festejado. La fama, agradable y compensadora, le acompañaría mientras viviese y el nombre imperecedero sería su recompensa después de la muerte.
Su mente volvió sobre el incidente de la mañana.
El profesor Sanders, el creador del sistema infalible para determinar la criminalidad por medio de las huellas dactilares del pulgar, era un asesino... Podría ser. Después de todo, un individuo no es dueño de su destino. Si el mundo le considerase asesino, estaría satisfecho; diría, entre burlas y risas:
—¡Ah, es un sistema maravilloso! El único inconveniente que tiene es que falla al aplicarse a su inventor.
Esto desprestigiaría el sistema, provocaría la hilaridad a costa del eminente pedagogo que malgastó tontamente su vida erigiendo el armazón de una ciencia que se desmoronaba al someterse a una prueba final.
Unas horas después sabía que se había cometido el robo.
—Pues no tratéis de averiguar más —dijo el soberano—. Yo mismo he sido cómplice en ese delito. Figuraos que hasta le he sostenido la escalera al ladrón...
El mundo científico sonreiría con burlona ironía y luego dedicaría su atención a otros asuntos. El profesor Sanders quedaría olvidado de todos, excepto de los humoristas. Se estremeció al pensarlo; era más de lo que podía soportar. Anheló la fama eterna, y para conquistarla con gusto sacrificó cuanto la vida tiene de amable y placentero. Y ahora... ahora, cuando sus más secretas ambiciones, sus más queridas esperanzas y sueños casi se convertían en realidad, el fracaso más rotundo ennegrecía el futuro.
—¿Cómo se encuentra esta tarde, profesor?
Las palabras le sobresaltaron al romper la cadena de sus pensamientos como si fuesen un rayo.
—Creí que te habías marchado, Guy.
—Regresé hace un instante. No contestó usted a mí llamada y entonces entré. Vine a pedirle perdón por la pesada broma que le jugué.
—No te preocupes. Mientras no sabía que eras un periodista, no me importaba hablarte.
—Me refiero a haber cogido sus gafas.
—Encontraste las gafas, no las cogiste.
—Me avergüenza el decírselo, pero las cogí. Se me ocurrió en un momento infortunado que sería una magnífica broma probar el sistema con el mismo inventor. Jugueteaba usted con las gafas y simplemente pensé que tal vez encontraría en ellas sus huellas dactilares. Logré cogerlas del pupitre y luego me las llevé. Las líneas de su pulgar estaban allí y mandé copiarlas; y esta mañana le hice creer que encontré las gafas en el suelo.
Bajó la mirada, arrepentido, apenado por la fechoría.
—Sé que me perdonará, pero...
El profesor Sanders no respondió en el acto. Miró al joven que tenía ante él, al joven a quién tomara cariño de estudiante, al hombre cuya visita disfrutara el día anterior. Una sonrisa, el más vago vestigio de una sonrisa, iluminó su rostro, al hablar en tono lánguido:
—Cuando tomaste mis gafas ayer, me arrojaste entre los muertos durante muchas horas, durante el breve período de fama. Mi muerte parcial sirvió tu propósito; tu muerte total servirá el mío.
Sacó un revólver de un cajón inferior, arma anticuada, perteneciente a generaciones pasadas, y apuntó a Steel.
—El sistema exige, como prueba final, que yo sea asesino. Unas fuerzas que yo no puedo controlar mandan que yo mate a alguien. Tú, muchacho, me has producido más dolor que cualquier otra persona. Por consiguiente, es lógico que te mate.
—¡Dios santo! —chilló Guy Steel, recobrando al fin el uso de la voz.
Pero no dijo nada más.
La bala le atravesó el corazón. Cayó desplomado sin un gemido.
El profesor Sanders miró por última vez a Guy, dirigiéndose a la puerta principal, abriola y gritó al mundo:
—¡Asesino!
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