Literatura de nina kiriki hoffman
desatada (relato)
El niño, Joe, mamaba todavía cuando Amelia sintió la proximidad del cambio en el primer escalofrío de apetencia por lo prohibido, en la intuición de que iba a transformarse en
desatada (relato)
El niño, Joe, mamaba todavía cuando Amelia sintió la proximidad del cambio en el primer escalofrío de apetencia por lo prohibido, en la intuición de que iba a transformarse en la cosa que temía y odiaba. Miró por la ventana de la sala de estar del apartamento. Las cortinas blancas estaban abiertas de par en par, mostrando una noche que había llegado tan silenciosamente como las primeras nieves. Las sombras se espesaban en torno a los edificios, mezclándose en algunos lugares con el calor amarillento de las luces de las calles. Ahora que pensaba en ello Podía advertir el sabor a metal frío del crepúsculo en el aire otoñal. Pronto aparecería la luna sobre la cima de la colina Poe dominaba la ciudad. Durante la primera de sus tres noches de plenitud, la luna tendría sobre ella un efecto débil; sería capaz de resistirse al cambio durante algún tiempo. Pero no toda la noche.
¿Dónde estaba la canguro?
Suavemente, Amelia apartó a Joe, volvió a cubrir su pecho con el sujetador y se abotonó la blusa. Se levantó de la silla metálica plegable y llevó al bebé al pequeño cuarto ropero donde había colocado su cuna tres meses antes.
El embarazo la había protegido de los cambios de la luna y creyó que también durante la lactancia se vería libre de ellos. Había rezado para que aquel estremecedor cambio maternal de su cuerpo erradicase para siempre el otro cambio, el indeseado. Así había sido durante un año. Por si acaso, desde el nacimiento de Joe había cuidado de contar con una canguro cada vez que llegaba una nueva luna llena. Como era natural, la primera vez que realmente necesitaba una canguro, la canguro se retrasaba.
¿A quién podía llamar? Miró por encima del hombro el teléfono. Primero a la canguro. Después, tal vez al hombre que se había trasladado al apartamento de abajo hacía dos semanas. Normalmente, a Amelia le resultaba difícil conversar con extraños, sobre todo si eran hombres, pero algo en su vecino le inspiraba confianza: el olor tal vez, un aroma húmedo, como un sudor rancio que impregnara el vello corporal, que ella habría rechazado como poco limpio de no ser por su extraño atractivo. Habían charlado tres veces delante de los buzones de la entrada. Él había acariciado la cabeza de Joe con una mano suave y a Joe no le molestó.
¿Qué pensaría mamá de ella si se enteraba de que estaba considerando siquiera la posibilidad de pedir a un extraño que cuidara a su hijo?
Rechazó la idea. Si mamá estuviera viva y supiera simplemente que Amelia tenía un bebé, renegaría de su hija.
Colocó a Joe en su cuna y colgó encima de ella la caja de música. A la luz de las estrellas que salía de su interior, petirrojos y azulejos de plástico subían y bajaban a los acordes de la canción de cuna de Brahms. El niño miraba embelesado los pájaros. Amelia lo arropó cuidadosamente en su manta.
Era un bebé tan dócil… Apacible, tranquilo, poco exigente. Tal como ella misma había sido de pequeña, al decir de su madre. Tal como había sido durante toda su infancia.
Besó la frente de Joe.
El cambio hizo presa en sus pechos, aplastándolos contra el tórax, y su cuerpo empezó a agitarse para absorber y redistribuir los tejidos. Salió del cuarto ropero y se tendió sobre la alfombra raída de la pequeña sala de estar, con los ojos cerrados, la mente absorta en el cambio, tratando de atrasarlo. Cuando el hambre se apoderara finalmente de ella, ¿estaría Joe a salvo?
Kelly Patterson se sentó encima de la ropa sucia tirada sobre el sillón y contempló su apartamento. En las dos semanas transcurridas desde que se mudó allí, había conseguido convertirlo en un caos semejante al de cualquier otro lugar en el que hubiera vivido antes: latas de cerveza aplastadas mezcladas con bolsas vacías de patatas fritas y calcetines sucios por el suelo, un surtido completo de camisas y pantalones tejanos sucios esparcidos por todos los muebles y un par de bandejas con restos de comida amontonadas sobre la lámpara de la mesita, que mostraba en su superficie de madera los círculos dejados por la humedad de las latas. El polvo que se llevaba a casa desde la obra donde trabajaba, depositado en las vueltas de los pantalones y pegado a las suelas de las botas, se mezclaba con todo lo demás, pero su limpio olor a bosque no podía rivalizar con el olor a rancio que invadía el aire, matizado pero no disminuido por el aroma a cerveza agria.
Por la mañana, todo quedaría limpio y dispuesto para comenzar de nuevo. Por muchas energías que empleara en la lucha contra su yo animal, este siempre respondía al reto y lo superaba con creces.
Kelly se rascó la mejilla con barba de tres días. La noche en que le mordió Sonya la imprevisible —olvidó que le había advertido que no fuera a su casa aquella noche, y él tenía un nuevo álbum que era imprescindible que ella escuchase—, la noche en que le había mordido, él experimentó muchas pesadillas, pero ninguna comparable con esta realidad. ¿Quién podría adivinar que en algún punto de su desaliñada personalidad se agazapaba una criatura escrupulosa?
Quizá lo mejor sería dejar de insultarse a sí mismo, limpiar a habitación de una vez y ver lo que hacía su alter ego cuando desaparecían de su horizonte las labores del hogar. Un ataque de licantropía en la edad adulta: ¡le resultaba todavía tan nuevo y extraño! Había montones de experiencias que todavía no había probado. Por ejemplo, ¿qué haría en los bosques? Tal vez deberla colocar un par de mantas, picadillo de cordero y un plato para perros en el jeep, viajar hasta los bosques y comprobarlo… si no esa noche, al día siguiente. Pero nunca había sabido orientarse en el bosque. ¿Qué pasaría si se perdía? Un cuarentón desnudo y perdido, al amanecer. ¡Vaya espectáculo!
Suspiró. Se puso en pie, se acercó a las cortinas y las apartó ligeramente para espiar a través de la rendija la noche que se aproximaba.
Oyó el golpe de una puerta que se cerraba en el piso superior y luego tamborileo de tacones. ¿Qué le ocurría a Amelia la ratona? Pelo castaño de ratón, ojos oscuros de ratón y el mismo deseo ratonil de pasar la vida inadvertida. ¿Había ido alguien a visitarla y lo estaban celebrando? Procuró imaginar la apariencia que debía de tener el padre del niño y no lo consiguió; Amelia era un muro andante de mírame y no me toques aunque se ablandaba ligeramente cuando él le hablaba del pequeño. ¿Quién habría podido acercársele tanto? Parecía una proeza el mero hecho de que hubiera tentado a alguien…
El cálido fuego de plata corrió por su interior, partía del corazón y avanzaba hacia las extremidades, viajando como una llama a través de la línea de bocas de gas de un hornillo. Sus dedos se engarfiaron sobre la cortina. Bebió un largo trago, que alimentó el fuego interior de plata. Los olores se hicieron más agudos, y los sonidos más intensos. Supo que en alguna parte de la habitación había una rata a la que muy pronto se entretendría en cazar y comer; podía oír cómo roía el pedazo de pizza abandonado en un rincón.
Oyó a Amelia, en el piso de arriba, llamándole por su nombre. Por su nombre de pila. Algo debía de ir mal; en circunstancias normales, no podía imaginar que llamara a un varón de más edad que ella por su nombre de pila.
Se mordió el labio, el dolor interrumpió el cambio y apagó el fuego de plata. Era la Primera Noche, la del cambio más débil; podría reprimirlo, al menos por algún tiempo. Aferró el pomo de la puerta principal. Por algún tiempo. ¿Qué ocurriría si el cambio le sobrevenía en la casa de Amelia? Sería un susto mortal para ella. Y, sin la menor duda, le acarrearía complicaciones a él.
—¡Kelly! —gritó Amelia.
Abrió la puerta y se asomó al exterior. Al otro lado del rellano estaba asomado Peter, el fisgón. Peter frunció el entrecejo a Kelly y cerró suavemente su puerta. Kelly suspiró y corrió escaleras arriba.
Amelia tenía en la mano el teléfono, pero no podía marcar el número porque el cambio se había apoderado ya de ella. De cualquier forma era demasiado tarde. Si la canguro no había salido aún de su casa, no podría llegar a tiempo.
Muy pronto el cambio haría desaparecer a Amelia, que perdería todos sus sentimientos normales, sus controles, cuidados y preocupaciones. Empezaría a merodear en busca de víctimas. Antes de que eso ocurriera, tenía que conseguir que alguien cuidara de Joe.
La parte inferior de su cuerpo estaba paralizada y, entre sus piernas, empezaba a asomar una pequeña cola. Apretó los puños, clavó los codos y consiguió volver a introducir la cola en su interior.
—¡Kelly! —gritó.
El cambio susurraba en el interior de su mente: olvida las inhibiciones, sigue tus impulsos, sal a la noche y hazla tuya. Tus pies están hechos para rondar y el deseo es tu amo.
El pomo de la puerta dio un chasquido y empezó a girar.
Ella jadeaba debido al esfuerzo. Podía sentir cómo se le adelgazaban las caderas, le cambiaban de forma los hombros. Su piel hervía y empezaba a crecerle pelo en el pecho, los brazos, las piernas y la espalda.
Kelly, el desordenado Kelly, entró en el apartamento.
—¿Melia? —dijo, y se arrodilló a su lado.
Ella abrió el puño lo bastante para aferrarse a su brazo.
—Joe —dijo, con una voz que el cambio hizo más ronca y rasposa—. ¿Cuidarás de Joe por mí?
—Yo, bueno… —dijo él. Su rostro parecía amable y su olor había cambiado aunque seguía siendo igual de atractivo; ella sintió en la palma de la mano el calor que corría por el interior de aquel hombre—. De acuerdo —dijo finalmente, con una nota aguda.
Ella gritó. Todos sus músculos quedaron agarrotados y la mantuvieron inmóvil mientras el cambio se completaba y se convertía en el monstruo.
Iba a ocurrir. Kelly iba a cambiar delante de alguien por Primera vez desde que Sonya le había hablado en mitad de la transformación. Pero esta vez no iba a importar, porque…
Se preguntó quién o qué había mordido a Amelia.
Ella estaba convirtiéndose en algo que no parecía ser un animal. Su forma externa era humana.
Se estremecía, jadeaba y sudaba profusamente delante de él. El dolor y la repulsión le deformaban el rostro.
El cambio no le afectaba a él de esa manera. Para él, era algo tan bueno como el sexo.
Amelia se retorcía. Él tuvo la vaga sensación de que debía atenderla de algún modo —¿ponerle una toalla húmeda en la frente?, ¿o qué otra cosa?—, pero su propio cambio de plata irrumpió en su interior con una fuerza tal que ya no pudo retenerlo más.
Sonriente, Adam se incorporó. Miró su regazo y frunció el entrecejo. Maldita Amelia, estúpida zorra. ¿Por qué no se había puesto las ropas de él? ¿Cómo podía ser tan descuidada para dejar que se despertara vestido con una falda? ¿Ni siquiera le preocupaba cómo se sentía? Agarró la falda con las dos manos y la tironeó hasta arrancársela del cuerpo, disfrutando de la fuerza de sus brazos. Y la blusa, tan obviamente femenina, de color rosa pastel, tan suave y vaporosa como la misma zorra, ¡fuera con ella también!
Había algo cálido a sus espaldas. Entrecerró los ojos. ¿Qué había ocurrido desde la última vez? Se volvió y vio un gran perro negro de orejas puntiagudas, erguido sobre sus cuatro patas, mirándole cono ojos amarillos. Las garras resultaban divertidas —eran demasiado grandes—, pero antes de que les pudiera echar un buen vistazo, se le acercó. Un borde de su belfo negro se alzó, mostrando un colmillo. No hizo el menor ruido.
—Chucho —dijo, con voz dubitativa.
El perro dio otro paso hacia él.
Se puso en pie, y los jirones de la falda quedaron esparcidos a sus pies. Se arrancó la blusa y la dejó caer, luego se quitó de golpe las bragas de algodón de Amelia.
—No sabía que se hubiera comprado un perro —dijo al perro. No estaba seguro de cómo comportarse con él, de todas formas. ¿Conservaría aún bastante olor de ella como para confundirlo? Alargó una mano, el perro la olisqueó y luego retrocedió un paso.
—Mira, me marcho —dijo—. Solo tardo el tiempo de vestirme.
El perro se sentó, mirándole con fijeza.
Fue a su cuarto ropero, al cuarto ropero en el que ella guardaba un mísero guardarropa para él. Pero sus ropas habían desaparecido. Música infantil salía de pájaros artificiales colocados sobre una jaula sin cubierta superior, y una luz amortiguada emanaba de algo de color anaranjado. El cuarto olía a leche, polvos de talco y meados.
—¡Cristo!
Había un bebé en la jaula, un niño pequeño que le miraba con ojos enormes. ¿Cómo había podido ella tener un niño? Un niño en su cuarto ropero. ¡Un bebé y un perro! Tendría que tomar una decisión terminante. Ella podía seguir desbarajustando cosas a su alrededor, aprovechándose de que él estaba durmiendo. No era justo.
Dio un paso hacia la cuna y el perrazo gruñó en tono bajo. Lo miró: se le estaba erizando el pelo a lo largo de la espina dorsal. Se encogió de hombros y se dirigió al dormitorio; allí encontró sus ropas amontonadas de cualquier manera en un rincón del armario de ella. Zorra estúpida, había arrugado su camisa favorita. Se dio un puñetazo en el muslo, preguntándose si ella podría sentirlo. Le dolió demasiado como para repetirlo.
El perro le vigilaba desde la puerta del dormitorio. De nuevo le enseñó su afilado colmillo. Se vistió a toda prisa.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo—. ¡Ya me voy! Es solo un minuto. —Encontró los calcetines negros en el cajón de la ropa interior y los mocasines (no los había cepillado en todo el mes, ¿cómo era posible?) en el armario, en medio de un montón de zapatos de ella. El perro gruñó cuando registró el bolso de Amelia—. Necesito dinero para salir, ¿no? —le preguntó. El gruñido bajó de volumen, pero continuó. Adam no hizo caso. Amelia tenía veintiséis dólares en el monedero, y un permiso de conducir borroso con una foto donde aparecía con cabello corto. Si le paraban, decía siempre que era una imitadora disfrazada de hombre. Se parecía a ella lo suficiente para que le creyeran, cosa que no dejaba de resultarle inquietante. ¡Era tan poco atractiva! Pero la mayor parte de culpa venía de la actitud que tomaba, siempre encorvada y con los ojos bajos; su guardarropa estaba repleto de tonos oscuros y de colores neutros.
Cogió las llaves de la mujer. Al pasar junto al perro gruñón, le tiró una patada, pero falló. El gruñido se convirtió en un ladrido seco. Se lanzó contra su pierna pero luego se echó atrás, y le siguió a dos pasos de distancia hasta que llegó a la Puerta.
Buenas noches, mamón —le dijo mientras cerraba con llave la puerta desde afuera—. Así te tragues una bañera entera de agua.
El hombrecillo oscuro con gafas espiaba ante su puerta en el apartamento del piso de abajo, como siempre solía hacer. Adam le envió un beso frunciendo los labios. Todo valía en las noches de Adam; cuanto más feo y repulsivo, tanto mejor. El hombrecillo metió la cabeza y cerró la puerta de golpe. Adam sonrió.
Amelia estaba tendida, inmóvil, con los ojos cerrados. Las odiosas ropas que llevaba se tensaban en las caderas y el pecho; podía oler a alcohol y por lo menos dos perfumes diferentes en la camisa de Adam; el cuello de la camisa, en la zona próxima a la mejilla, desprendía perfume a lápiz de labios. Sintió crecer la náusea en su estómago y supo que muy pronto tendría que correr al cuarto de baño a arrojarlo todo: la conciencia de lo que aquel monstruo había hecho la noche anterior (en realidad no podía recordarlo, pero sabía que se trataba de algo horrible), y los restos de cualquier cosa que él hubiera comido y bebido.
Tragó saliva dos veces y advirtió un ruido extraño en la habitación.
Alguien respiraba.
El terror se infiltró en su aliento, en su corazón. Sus manos se aferraron a la sábana.
La respiración continuó, inmutable.
De modo que él lo había hecho. Finalmente se había traído a casa a una de sus víctimas. Pasó un momento terrible preguntándose que podría haber en su estómago, además de comida normal y bebida. Su garganta se rebeló; no pudo seguir conteniéndose por más tiempo. Se puso en pie y un instante después estaba encerrada en el cuarto de baño y había recorrido la distancia que la separaba del inodoro, donde lo soltó todo.
Cuando acabaron las bascas y se hubo soltado los botones que más la torturaban de la ropa de Adam, se lavó la cara en la pila del baño. Algo empezó a preocuparla de repente; había olvidado una cosa de suma importancia, pero era incapaz de pensar, con un extraño en su habitación. Descolgó su bata de ruso del gancho de la puerta y se la puso sobre las ropas medio desabrochadas; luego abrió poco a poco la puerta, y miró.
Un hombre dormía encogido en su cama, un hombre desnudo. Una pierna larga y flaca pendía plegada sobre la colcha, y un largo brazo ceñía la cabeza de cabello oscuro; el resto del cuerpo estaba hecho un ovillo, encogido sobre sí mismo. Respiraba con suavidad, no roncaba del modo que ella imaginaba que roncaban todos los hombres.
¿Qué iba a hacer ahora?
Buscar ropa decente, vestirse a toda prisa, coger su bolso y huir del apartamento. Tal vez si esperaba el tiempo suficiente, el hombre se iría y ella podría regresar y encerrarse dentro. Pero él sabía dónde vivía ella…
¿Y si…?
¿Qué pasaría con Joe?
El bebé hambriento empezó a llorar justo en aquel momento. Amelia vio con los ojos desorbitados que el hombre de la cama bostezaba y se desperezaba, y que luego se volvía a mirarla.
Era Kelly, el señor Patterson del piso de abajo; él sabía quién era ella: aquel primer pensamiento la paralizó.
Joe, acostumbrado a que se le atendiera de inmediato cada vez que emitía un sonido, alzó el volumen de sus lloros.
El señor Patterson se sentó, bostezó y se tapó la boca con el dorso de la mano.
—Probablemente tiene hambre —dijo—. Anoche no pude encontrar nada para alimentarlo.
—Qué es…, qué es… —Ella se tapó los ojos con las mangas de la bata.
—Bueno, discuuulpe —se apresuró a decir el señor Patterson. Un minuto más tarde, añadió—: Puede abrir los ojos otra vez. Estoy tapado con una sábana.
Lágrimas amargas rodaban por las mejillas de Amelia. Se bajó las mangas de la bata y le miró de reojo para comprobar si seguía acostado, pero no era así. Se había enrollado la sábana a la cintura, ocultando de ese modo a su vista la parte monstruosa de su anatomía.
—¿Por qué no va vestido? —le preguntó con vocecita de niña pequeña.
—¿No recuerda nada de lo que pasó anoche? —Ella sacudió la cabeza, avergonzada. Las lágrimas se agolpaban de tal modo a sus ojos que le impedían ver—. Espere un momento, no he empezado bien. Anoche no ocurrió nada entre nosotros, Amelia. Salvo que usted quería que alguien cuidara del niño durante la Noche del Cambio, y supongo que yo fui la única persona a la que pudo pedir ayuda.
—¿La Noche del Cambio? —susurró ella.
—Algunos la llaman Noche de la Luna.
—La Noche de la Maldición —sorbió una lágrima que se había posado en su labio, y le miró a través de su confusión—. ¿Cómo ha sabido lo de la Noche de la Maldición?
Él desprendía un olor a algo apetitoso para el desayuno; ella no entendió su respuesta.
—Yo también cambio.
Joe aumentó ligeramente el volumen de sus lloros. Amelia se introdujo la manga de la bata en la boca y mordió con fuerza. ¿Con qué clase de monstruo había dejado al niño la noche anterior? Cruzó la sala de estar a la carrera hasta el cuarto ropero de Joe. Tenía la cara roja y lacrimosa, pero cuando ella le tomó en sus brazos, se calló en seguida. Ni siquiera parecía mojado. Fue hasta el sillón metálico, se sentó, colocó a Joe sobre su regazo y le ofreció un pecho. Él chupó como si se estuviera muriendo de hambre.
El señor Patterson salió del dormitorio, envuelto en su sábana como en una toga. Vio que le estaba dando de mamar a Joe, se tapó los ojos con una mano y se agachó para recoger sus ropas, cuidadosamente dobladas sobre la alfombra.
—¿Qué fue lo que la mordió? —dijo, vuelto de espalda.
—No lo sé —ella advirtió la desesperación de su propia voz, y deseó haberse callado. Su madre le había enseñado a no dejar nunca que un hombre se diera cuenta de su desesperación.
—¿Durante cuánto tiempo ha estado cambiando?
—Desde que tenía doce años —dudó un instante—. Dejó de ocurrirme mientras estuve embarazada de Joe.
—¿Cuántos años tiene ahora?
—Veintiuno.
—¿Sabe en qué se convierte?
Ella se estremeció.
—En un monstruo —dijo, y luego, en un susurro—. En él.
—¿Recuerda haber sido él? Yo recuerdo haber sido mi otro yo. En cierto modo, no soy tan diferente del otro como usted.
—No consigo recordar nada de lo que él hace. Solo sé que es repugnante.
—Oh —dijo el señor Patterson. Después de una larga pausa, añadió—: Me vestiré en su cuarto de baño, ¿de acuerdo? Creo que será mejor no dar a Peter el fisgón motivos para hablar.
Cuando se hubo ido, Amelia envolvió a Joe en un pañal extra mientras seguía dándole de mamar, de modo que no quedara visible ninguna parte secreta de su propio cuerpo. Se sentía tan desesperada, que intentó ir demasiado deprisa y Joe acabó por atragantarse.
Pasados un par de minutos, el señor Patterson volvió a aparecer. Ahora que estaba vestido y ella bien tapada pudo volver a mirarle.
—Señor Patterson —dijo en voz baja. Su preocupación por Joe le hacía difícil hablar.
—Dígame, Amelia.
—¿En qué se transforma usted?
—En un lobo. Una especie de lobo, digamos. Es algo mucho más normal que su cambio, me imagino.
—¿He dejado a mi hijo con un lobo? —El calor de Joe contra su pecho, su boca ávida contra el pezón, la tranquilizaron—. ¿Cómo he podido hacer una cosa así?
Él alzó las cejas, pero no respondió.
Por supuesto, el monstruo de ella era capaz de hacer cualquier cosa.
—¿Cómo pudo cambiarle los pañales?
—Fue bastante complicado —dijo Kelly. Luego echó una mirada al reloj de pared colgado sobre la mesa plegable donde ella hacía todas sus comidas—. Se me hace tarde, Amelia. Tengo que pasar por mi apartamento a recoger algunas cosas e ir a trabajar. Estaré en casa después de las cinco… Más o menos tres horas antes de que salga la luna. Entonces podremos charlar.
Su mano aferró el pomo de la puerta. Joe, abrigado y seco, descansaba en brazos de ella.
—Gracias, señor Patterson —dijo Amelia, y bajó la mirada.
Cerró la puerta con cerrojo apenas se hubo marchado, sin estar segura de si deseaba volver a hablarle alguna vez. Él había visto la peor parte de ella… si es que era en realidad parte de ella y no una criatura extraña que se apoderaba de su cuerpo tres noches de cada mes, que es lo que siempre se repetía a sí misma y como vivía la experiencia en su interior.
Tal vez, si se daba mucha prisa, conseguiría cargar todo lo que realmente necesitaba en su furgoneta Volkswagen y marcharse lejos, muy lejos de allí. Todavía le quedaba algo de dinero de la herencia de su madre, lo bastante para el depósito inicial y el pago de seis meses de alquiler de otro piso de renta limitada y para las provisiones necesarias en ese tiempo. Después, Joe sería ya bastante grande para pasar el día en una guardería y ella podría encontrar algún trabajo por horas.
Pero seguía en pie el problema de encontrar una canguro para Joe antes de la próxima noche.
Joe dormitaba apoyado en su pecho. Lo depositó suavemente en la cuna y cerró casi por completo la puerta del cuarto ropero; luego corrió al teléfono.
¿Qué le habría ocurrido a la chica que tenía que venir la noche anterior? Amelia había dejado a Joe con ella algunas veces cuando tenía que salir de compras y no podía llevarse a Joe. El teléfono de la chica estaba expuesto en el tablero de anuncios de la lavandería en seco; la chica resultó limpia y bien dispuesta, y no puso objeciones a la idea de quedarse a pasar la noche entera con el bebé, si fuera necesario. Las noches en que vino Patty no había habido Cambio; Amelia salió a ver una película, volvió enseguida a casa y despidió temprano a Patty.
Buscó el número en el bloc donde tenía apuntados los teléfonos y llamó.
—¿Patty? —preguntó cuando contestó una voz joven.
—Patty no está —dijo la voz, sin aliento—. Tuvo un accidente.
—Vaya por Dios, ¿está herida?
—Sí, muy grave. ¡Chocó con un coche cuando iba en bicicleta! Tiene conmoción. La llevaron al hospital.
—¡Cuánto lo siento! Espero que se encuentre bien ya.
—Eso esperamos —dijo la voz, en tono de duda.
—Lo siento mucho —repitió Amelia. No le pareció el momento adecuado para pedir a la voz que le recomendara otra canguro—. Lo siento —dijo otra vez—. Adiós.
—Adiós —dijo la voz.
No podía dejar a Joe con alguien desconocido para ella y menos estando por medio… él, Adam.
Habría querido saber el número de teléfono del lugar donde trabajaba el señor Patterson. Dirigió una mirada al cuarto ropero donde dormía Joe y luego se sentó en el suelo, con los codos apoyados en el asiento de una de las sillas, y la barbilla entre las manos. Tenía que pensar.
Kelly iba cargado con una bolsa llena de comida china preparada cuando llamó a la puerta de Amelia, de vuelta del trabajo. La puerta se abrió apenas una rendija para que ella pudiera mirar afuera, luego solo lo justo para dejarle pasar al interior. Él se quedó observándola sobresaltado, mientras la muchacha corría de nuevo el cerrojo. Había hecho algo con su largo cabello castaño: se lo había recogido en una especie de moño pretendidamente sofisticado. Además se había maquillado —demasiado—, y vestía un camisón. Era un camisón de franela largo hasta los pies, pero la falda tenía una abertura que llegaba hasta más arriba de la rodilla, las mangas estaban remangadas por encima del codo, y no se había abrochado los botones del escote.
La miró con cierta aprensión. Ella le devolvió la mirada, y luego bajó los ojos. Su labio inferior, pintado de rosa, tembló.
—Me temo… —dijo Amelia.
Kelly fue hasta la mesa y empezó a sacar de la bolsa diversas cajas de cartón blanco, servilletas y palillos chinos.
—¿Ha cenado ya?
—No, señor Patterson.
—En ese caso, venga aquí y siéntese. Llámeme Kelly. Anoche lo hizo.
—Anoche estaba desesperada.
—Ahora mismo tiene también un aspecto bastante desesperado.
Ella se sentó en la segunda silla y rehuyó su mirada.
—Se me ha ocurrido una gran idea —dijo con una vocecita minúscula—. Resulta que mi canguro ha tenido un accidente y he pensado… —Él le tendió un par de palillos y un cartón de arroz frito con gambas. Del cartón recién abierto salía un olor apetitoso. Amelia lo dejó sobre la mesa y se quedó mirando los palillos, todavía protegidos por su funda de papel—. Quiero decir que pensaba pedirle que cuidara de Joe otra vez, pero sin duda tiene usted cosas mucho más importantes que hacer. De modo que se me ha ocurrido…
Él abrió otros dos cartones y esperó.
—Sé cómo puedo librarme de Adam —dijo ella.
—¿Cómo?
—Quedándome embarazada. —Los ojos de Amelia buscaron los de él y al instante se desviaron. Después de un silencio, añadió—: No sé cómo ocurrió la otra vez. Ni cómo ni quién, Pero se me ha ocurrido…
Kelly tragó saliva. Dejó transcurrir un minuto largo antes de hablar.
—Sabe que esa no es una solución a largo plazo. No querrá pasarse el resto de su vida embarazada, ¿verdad? —Ella tenía un olor muy atractivo; lo había advertido cada vez que estaba a su lado. Aquel olor era una invitación dirigida a él incluso cuando todo el resto de la persona de Amelia parecía lucir un cartel de Prohibido Pasar. De modo que sabía que lo que ella le estaba pidiendo no era un imposible, pero probablemente iba a resultar muy incómodo para los dos—. Además, no se puede planear así como así un embarazo. A veces cuesta mucho tiempo y mucho trabajo.
Ella cerró los ojos. Se había pintado los párpados de un tono plateado y las pestañas de negro; demasiado de las dos cosas, pero la mano que aplicó el maquillaje era firme y experta.
—¿Podrá mantener dos hijos?
Amelia aspiró profundamente y soltó el aire. Parecía una niña pequeña jugando a las mamás. Abrió los ojos y se quedó mirándole, viva imagen del desconcierto.
—No lo sé —dijo al fin—. Hay instituciones de beneficencia, ¿no es así?
—Mire —insistió él, inclinándose un poco más hacia ella, sobre la mesa donde los platos chinos humeaban suavemente—. No puede comprometer su vida entera solo porque quiere…, quiere deshacerse de esa pequeña fracción de su tiempo. Solo tres noches de cada treinta y todos los días libres. ¿Qué significa eso? Nada más que el cinco por ciento del mes. No me diga que no puede soportarlo.
Era un discurso repetido, él se lo había escuchado a Sonya la imprevisible. Parecía hacer mucho tiempo de aquello. Se preguntó por qué le había trastornado tanto, entonces, el tema. Todo funcionaba bien, siempre y cuando durante el cambio se concentrara en pensar que lo que realmente necesitaba hacer durante la noche era vigilar su apartamento y cuidar de lo que había en él. No se había dedicado a demasiadas exploraciones, pero se figuraba que, en el futuro, tendría a su disposición un montón de tiempo.
—Usted no sabe las cosas que hace él —dijo Amelia, con los ojos brillantes de lágrimas.
—Actúa como un imbécil —dijo Kelly.
—Es mucho peor.
—¿Cómo lo sabe? —Ella apretó los labios y desvió la mirada—. Usted sí que lo recuerda.
—Le lavo la ropa.
Kelly alargó el brazo a través de la mesa y le tocó la mano.
—Amelia, ¿lo recuerda?
—No —dijo, y sus facciones se tensaron. Luego añadió, en un susurro—: Tal vez —y, más alto—: Todo lo que hace, lo hace para torturarme. Sabe todas las cosas que odio y las hace, una tras otra. Cosas en las que ni siquiera me atrevo a pensar. Cosas que me hacen devolver la comida. Cosas de las que mi madre me dijo que harían que Dios me matara en el acto.
¿Su madre? ¿Qué tenía que ver su madre en este asunto?
—Aun así, son solo tres noches de cada veintinueve días, más o menos.
—¿Seguiría pensando igual si le dijera que he asesinado a gente en mis Noches de la Maldición? ¿Qué mato a tres personas al mes?
—Eh…, no; por supuesto, supongo que tiene razón.
Ella miró hacia la ventana. Todavía había luz en el exterior. En la calle, unos niños jugaban a algo que provocaba gritos, carreras y el rebote de un balón contra el asfalto o la pared.
—Señor…, Kelly, ¿me ayudará?
—Sigo sin creer que esa sea la solución definitiva, Melia.
—Tal vez se me ocurra alguna mejor, si consigo este primer aplazamiento.
Antes de que asomara la luna estaban sentados desnudos el uno al lado del otro sobre la alfombra de la sala de estar y esperaban sin saber de qué forma llegaría el cambio. Joe había sido alimentado, envuelto en pañales limpios y colocado en su cuna, mientras los pájaros daban vueltas sobre su cabeza. Las notas de la canción de cuna llegaban amortiguadas hasta ellos desde el interior del cuarto ropero.
—No sé —dijo Amelia. Tenía levantadas las rodillas y el pelo suelto, de modo que ocultaba todo lo que habría tapado un traje de baño aunque él había visto y tocado ya buena parte de lo que escondía—. Quizá si empiezo a actuar de una forma más parecida a…, a la de él, no volverá más. Quizá si me gustara hacer lo que él hacía, no volvería nunca porque ya no podría hacerme daño con su forma de actuar.
—¿Crees que es posible? ¿Qué llegará a gustarte? Ella le dirigió una mirada de refilón.
—Hueles bien —dijo. Un silencio—. Casi me ha gustado —añadió—. No debería gustarme, sé que no debería. Mamá decía… Pero me parece que…
La llama de plata se encendió en las entrañas del hombre Era la Segunda Noche, la noche en la que la resistencia era imposible. Por un instante intentó forcejear, pero el intento le provocó un dolor agudo. Se relajó y dejó que ocurriera.
La luz de la luna que entraba por la ventana abierta bañó la habitación. El lobo y la mujer se miraron. Ella levantó una mano y él la lamió. Ella le acarició la cabeza.
—Creo que conseguiré aprender —dijo Amelia.
¿Dónde estaba la canguro?
Suavemente, Amelia apartó a Joe, volvió a cubrir su pecho con el sujetador y se abotonó la blusa. Se levantó de la silla metálica plegable y llevó al bebé al pequeño cuarto ropero donde había colocado su cuna tres meses antes.
El embarazo la había protegido de los cambios de la luna y creyó que también durante la lactancia se vería libre de ellos. Había rezado para que aquel estremecedor cambio maternal de su cuerpo erradicase para siempre el otro cambio, el indeseado. Así había sido durante un año. Por si acaso, desde el nacimiento de Joe había cuidado de contar con una canguro cada vez que llegaba una nueva luna llena. Como era natural, la primera vez que realmente necesitaba una canguro, la canguro se retrasaba.
¿A quién podía llamar? Miró por encima del hombro el teléfono. Primero a la canguro. Después, tal vez al hombre que se había trasladado al apartamento de abajo hacía dos semanas. Normalmente, a Amelia le resultaba difícil conversar con extraños, sobre todo si eran hombres, pero algo en su vecino le inspiraba confianza: el olor tal vez, un aroma húmedo, como un sudor rancio que impregnara el vello corporal, que ella habría rechazado como poco limpio de no ser por su extraño atractivo. Habían charlado tres veces delante de los buzones de la entrada. Él había acariciado la cabeza de Joe con una mano suave y a Joe no le molestó.
¿Qué pensaría mamá de ella si se enteraba de que estaba considerando siquiera la posibilidad de pedir a un extraño que cuidara a su hijo?
Rechazó la idea. Si mamá estuviera viva y supiera simplemente que Amelia tenía un bebé, renegaría de su hija.
Colocó a Joe en su cuna y colgó encima de ella la caja de música. A la luz de las estrellas que salía de su interior, petirrojos y azulejos de plástico subían y bajaban a los acordes de la canción de cuna de Brahms. El niño miraba embelesado los pájaros. Amelia lo arropó cuidadosamente en su manta.
Era un bebé tan dócil… Apacible, tranquilo, poco exigente. Tal como ella misma había sido de pequeña, al decir de su madre. Tal como había sido durante toda su infancia.
Besó la frente de Joe.
El cambio hizo presa en sus pechos, aplastándolos contra el tórax, y su cuerpo empezó a agitarse para absorber y redistribuir los tejidos. Salió del cuarto ropero y se tendió sobre la alfombra raída de la pequeña sala de estar, con los ojos cerrados, la mente absorta en el cambio, tratando de atrasarlo. Cuando el hambre se apoderara finalmente de ella, ¿estaría Joe a salvo?
Kelly Patterson se sentó encima de la ropa sucia tirada sobre el sillón y contempló su apartamento. En las dos semanas transcurridas desde que se mudó allí, había conseguido convertirlo en un caos semejante al de cualquier otro lugar en el que hubiera vivido antes: latas de cerveza aplastadas mezcladas con bolsas vacías de patatas fritas y calcetines sucios por el suelo, un surtido completo de camisas y pantalones tejanos sucios esparcidos por todos los muebles y un par de bandejas con restos de comida amontonadas sobre la lámpara de la mesita, que mostraba en su superficie de madera los círculos dejados por la humedad de las latas. El polvo que se llevaba a casa desde la obra donde trabajaba, depositado en las vueltas de los pantalones y pegado a las suelas de las botas, se mezclaba con todo lo demás, pero su limpio olor a bosque no podía rivalizar con el olor a rancio que invadía el aire, matizado pero no disminuido por el aroma a cerveza agria.
Por la mañana, todo quedaría limpio y dispuesto para comenzar de nuevo. Por muchas energías que empleara en la lucha contra su yo animal, este siempre respondía al reto y lo superaba con creces.
Kelly se rascó la mejilla con barba de tres días. La noche en que le mordió Sonya la imprevisible —olvidó que le había advertido que no fuera a su casa aquella noche, y él tenía un nuevo álbum que era imprescindible que ella escuchase—, la noche en que le había mordido, él experimentó muchas pesadillas, pero ninguna comparable con esta realidad. ¿Quién podría adivinar que en algún punto de su desaliñada personalidad se agazapaba una criatura escrupulosa?
Quizá lo mejor sería dejar de insultarse a sí mismo, limpiar a habitación de una vez y ver lo que hacía su alter ego cuando desaparecían de su horizonte las labores del hogar. Un ataque de licantropía en la edad adulta: ¡le resultaba todavía tan nuevo y extraño! Había montones de experiencias que todavía no había probado. Por ejemplo, ¿qué haría en los bosques? Tal vez deberla colocar un par de mantas, picadillo de cordero y un plato para perros en el jeep, viajar hasta los bosques y comprobarlo… si no esa noche, al día siguiente. Pero nunca había sabido orientarse en el bosque. ¿Qué pasaría si se perdía? Un cuarentón desnudo y perdido, al amanecer. ¡Vaya espectáculo!
Suspiró. Se puso en pie, se acercó a las cortinas y las apartó ligeramente para espiar a través de la rendija la noche que se aproximaba.
Oyó el golpe de una puerta que se cerraba en el piso superior y luego tamborileo de tacones. ¿Qué le ocurría a Amelia la ratona? Pelo castaño de ratón, ojos oscuros de ratón y el mismo deseo ratonil de pasar la vida inadvertida. ¿Había ido alguien a visitarla y lo estaban celebrando? Procuró imaginar la apariencia que debía de tener el padre del niño y no lo consiguió; Amelia era un muro andante de mírame y no me toques aunque se ablandaba ligeramente cuando él le hablaba del pequeño. ¿Quién habría podido acercársele tanto? Parecía una proeza el mero hecho de que hubiera tentado a alguien…
El cálido fuego de plata corrió por su interior, partía del corazón y avanzaba hacia las extremidades, viajando como una llama a través de la línea de bocas de gas de un hornillo. Sus dedos se engarfiaron sobre la cortina. Bebió un largo trago, que alimentó el fuego interior de plata. Los olores se hicieron más agudos, y los sonidos más intensos. Supo que en alguna parte de la habitación había una rata a la que muy pronto se entretendría en cazar y comer; podía oír cómo roía el pedazo de pizza abandonado en un rincón.
Oyó a Amelia, en el piso de arriba, llamándole por su nombre. Por su nombre de pila. Algo debía de ir mal; en circunstancias normales, no podía imaginar que llamara a un varón de más edad que ella por su nombre de pila.
Se mordió el labio, el dolor interrumpió el cambio y apagó el fuego de plata. Era la Primera Noche, la del cambio más débil; podría reprimirlo, al menos por algún tiempo. Aferró el pomo de la puerta principal. Por algún tiempo. ¿Qué ocurriría si el cambio le sobrevenía en la casa de Amelia? Sería un susto mortal para ella. Y, sin la menor duda, le acarrearía complicaciones a él.
—¡Kelly! —gritó Amelia.
Abrió la puerta y se asomó al exterior. Al otro lado del rellano estaba asomado Peter, el fisgón. Peter frunció el entrecejo a Kelly y cerró suavemente su puerta. Kelly suspiró y corrió escaleras arriba.
Amelia tenía en la mano el teléfono, pero no podía marcar el número porque el cambio se había apoderado ya de ella. De cualquier forma era demasiado tarde. Si la canguro no había salido aún de su casa, no podría llegar a tiempo.
Muy pronto el cambio haría desaparecer a Amelia, que perdería todos sus sentimientos normales, sus controles, cuidados y preocupaciones. Empezaría a merodear en busca de víctimas. Antes de que eso ocurriera, tenía que conseguir que alguien cuidara de Joe.
La parte inferior de su cuerpo estaba paralizada y, entre sus piernas, empezaba a asomar una pequeña cola. Apretó los puños, clavó los codos y consiguió volver a introducir la cola en su interior.
—¡Kelly! —gritó.
El cambio susurraba en el interior de su mente: olvida las inhibiciones, sigue tus impulsos, sal a la noche y hazla tuya. Tus pies están hechos para rondar y el deseo es tu amo.
El pomo de la puerta dio un chasquido y empezó a girar.
Ella jadeaba debido al esfuerzo. Podía sentir cómo se le adelgazaban las caderas, le cambiaban de forma los hombros. Su piel hervía y empezaba a crecerle pelo en el pecho, los brazos, las piernas y la espalda.
Kelly, el desordenado Kelly, entró en el apartamento.
—¿Melia? —dijo, y se arrodilló a su lado.
Ella abrió el puño lo bastante para aferrarse a su brazo.
—Joe —dijo, con una voz que el cambio hizo más ronca y rasposa—. ¿Cuidarás de Joe por mí?
—Yo, bueno… —dijo él. Su rostro parecía amable y su olor había cambiado aunque seguía siendo igual de atractivo; ella sintió en la palma de la mano el calor que corría por el interior de aquel hombre—. De acuerdo —dijo finalmente, con una nota aguda.
Ella gritó. Todos sus músculos quedaron agarrotados y la mantuvieron inmóvil mientras el cambio se completaba y se convertía en el monstruo.
Iba a ocurrir. Kelly iba a cambiar delante de alguien por Primera vez desde que Sonya le había hablado en mitad de la transformación. Pero esta vez no iba a importar, porque…
Se preguntó quién o qué había mordido a Amelia.
Ella estaba convirtiéndose en algo que no parecía ser un animal. Su forma externa era humana.
Se estremecía, jadeaba y sudaba profusamente delante de él. El dolor y la repulsión le deformaban el rostro.
El cambio no le afectaba a él de esa manera. Para él, era algo tan bueno como el sexo.
Amelia se retorcía. Él tuvo la vaga sensación de que debía atenderla de algún modo —¿ponerle una toalla húmeda en la frente?, ¿o qué otra cosa?—, pero su propio cambio de plata irrumpió en su interior con una fuerza tal que ya no pudo retenerlo más.
Sonriente, Adam se incorporó. Miró su regazo y frunció el entrecejo. Maldita Amelia, estúpida zorra. ¿Por qué no se había puesto las ropas de él? ¿Cómo podía ser tan descuidada para dejar que se despertara vestido con una falda? ¿Ni siquiera le preocupaba cómo se sentía? Agarró la falda con las dos manos y la tironeó hasta arrancársela del cuerpo, disfrutando de la fuerza de sus brazos. Y la blusa, tan obviamente femenina, de color rosa pastel, tan suave y vaporosa como la misma zorra, ¡fuera con ella también!
Había algo cálido a sus espaldas. Entrecerró los ojos. ¿Qué había ocurrido desde la última vez? Se volvió y vio un gran perro negro de orejas puntiagudas, erguido sobre sus cuatro patas, mirándole cono ojos amarillos. Las garras resultaban divertidas —eran demasiado grandes—, pero antes de que les pudiera echar un buen vistazo, se le acercó. Un borde de su belfo negro se alzó, mostrando un colmillo. No hizo el menor ruido.
—Chucho —dijo, con voz dubitativa.
El perro dio otro paso hacia él.
Se puso en pie, y los jirones de la falda quedaron esparcidos a sus pies. Se arrancó la blusa y la dejó caer, luego se quitó de golpe las bragas de algodón de Amelia.
—No sabía que se hubiera comprado un perro —dijo al perro. No estaba seguro de cómo comportarse con él, de todas formas. ¿Conservaría aún bastante olor de ella como para confundirlo? Alargó una mano, el perro la olisqueó y luego retrocedió un paso.
—Mira, me marcho —dijo—. Solo tardo el tiempo de vestirme.
El perro se sentó, mirándole con fijeza.
Fue a su cuarto ropero, al cuarto ropero en el que ella guardaba un mísero guardarropa para él. Pero sus ropas habían desaparecido. Música infantil salía de pájaros artificiales colocados sobre una jaula sin cubierta superior, y una luz amortiguada emanaba de algo de color anaranjado. El cuarto olía a leche, polvos de talco y meados.
—¡Cristo!
Había un bebé en la jaula, un niño pequeño que le miraba con ojos enormes. ¿Cómo había podido ella tener un niño? Un niño en su cuarto ropero. ¡Un bebé y un perro! Tendría que tomar una decisión terminante. Ella podía seguir desbarajustando cosas a su alrededor, aprovechándose de que él estaba durmiendo. No era justo.
Dio un paso hacia la cuna y el perrazo gruñó en tono bajo. Lo miró: se le estaba erizando el pelo a lo largo de la espina dorsal. Se encogió de hombros y se dirigió al dormitorio; allí encontró sus ropas amontonadas de cualquier manera en un rincón del armario de ella. Zorra estúpida, había arrugado su camisa favorita. Se dio un puñetazo en el muslo, preguntándose si ella podría sentirlo. Le dolió demasiado como para repetirlo.
El perro le vigilaba desde la puerta del dormitorio. De nuevo le enseñó su afilado colmillo. Se vistió a toda prisa.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo—. ¡Ya me voy! Es solo un minuto. —Encontró los calcetines negros en el cajón de la ropa interior y los mocasines (no los había cepillado en todo el mes, ¿cómo era posible?) en el armario, en medio de un montón de zapatos de ella. El perro gruñó cuando registró el bolso de Amelia—. Necesito dinero para salir, ¿no? —le preguntó. El gruñido bajó de volumen, pero continuó. Adam no hizo caso. Amelia tenía veintiséis dólares en el monedero, y un permiso de conducir borroso con una foto donde aparecía con cabello corto. Si le paraban, decía siempre que era una imitadora disfrazada de hombre. Se parecía a ella lo suficiente para que le creyeran, cosa que no dejaba de resultarle inquietante. ¡Era tan poco atractiva! Pero la mayor parte de culpa venía de la actitud que tomaba, siempre encorvada y con los ojos bajos; su guardarropa estaba repleto de tonos oscuros y de colores neutros.
Cogió las llaves de la mujer. Al pasar junto al perro gruñón, le tiró una patada, pero falló. El gruñido se convirtió en un ladrido seco. Se lanzó contra su pierna pero luego se echó atrás, y le siguió a dos pasos de distancia hasta que llegó a la Puerta.
Buenas noches, mamón —le dijo mientras cerraba con llave la puerta desde afuera—. Así te tragues una bañera entera de agua.
El hombrecillo oscuro con gafas espiaba ante su puerta en el apartamento del piso de abajo, como siempre solía hacer. Adam le envió un beso frunciendo los labios. Todo valía en las noches de Adam; cuanto más feo y repulsivo, tanto mejor. El hombrecillo metió la cabeza y cerró la puerta de golpe. Adam sonrió.
Amelia estaba tendida, inmóvil, con los ojos cerrados. Las odiosas ropas que llevaba se tensaban en las caderas y el pecho; podía oler a alcohol y por lo menos dos perfumes diferentes en la camisa de Adam; el cuello de la camisa, en la zona próxima a la mejilla, desprendía perfume a lápiz de labios. Sintió crecer la náusea en su estómago y supo que muy pronto tendría que correr al cuarto de baño a arrojarlo todo: la conciencia de lo que aquel monstruo había hecho la noche anterior (en realidad no podía recordarlo, pero sabía que se trataba de algo horrible), y los restos de cualquier cosa que él hubiera comido y bebido.
Tragó saliva dos veces y advirtió un ruido extraño en la habitación.
Alguien respiraba.
El terror se infiltró en su aliento, en su corazón. Sus manos se aferraron a la sábana.
La respiración continuó, inmutable.
De modo que él lo había hecho. Finalmente se había traído a casa a una de sus víctimas. Pasó un momento terrible preguntándose que podría haber en su estómago, además de comida normal y bebida. Su garganta se rebeló; no pudo seguir conteniéndose por más tiempo. Se puso en pie y un instante después estaba encerrada en el cuarto de baño y había recorrido la distancia que la separaba del inodoro, donde lo soltó todo.
Cuando acabaron las bascas y se hubo soltado los botones que más la torturaban de la ropa de Adam, se lavó la cara en la pila del baño. Algo empezó a preocuparla de repente; había olvidado una cosa de suma importancia, pero era incapaz de pensar, con un extraño en su habitación. Descolgó su bata de ruso del gancho de la puerta y se la puso sobre las ropas medio desabrochadas; luego abrió poco a poco la puerta, y miró.
Un hombre dormía encogido en su cama, un hombre desnudo. Una pierna larga y flaca pendía plegada sobre la colcha, y un largo brazo ceñía la cabeza de cabello oscuro; el resto del cuerpo estaba hecho un ovillo, encogido sobre sí mismo. Respiraba con suavidad, no roncaba del modo que ella imaginaba que roncaban todos los hombres.
¿Qué iba a hacer ahora?
Buscar ropa decente, vestirse a toda prisa, coger su bolso y huir del apartamento. Tal vez si esperaba el tiempo suficiente, el hombre se iría y ella podría regresar y encerrarse dentro. Pero él sabía dónde vivía ella…
¿Y si…?
¿Qué pasaría con Joe?
El bebé hambriento empezó a llorar justo en aquel momento. Amelia vio con los ojos desorbitados que el hombre de la cama bostezaba y se desperezaba, y que luego se volvía a mirarla.
Era Kelly, el señor Patterson del piso de abajo; él sabía quién era ella: aquel primer pensamiento la paralizó.
Joe, acostumbrado a que se le atendiera de inmediato cada vez que emitía un sonido, alzó el volumen de sus lloros.
El señor Patterson se sentó, bostezó y se tapó la boca con el dorso de la mano.
—Probablemente tiene hambre —dijo—. Anoche no pude encontrar nada para alimentarlo.
—Qué es…, qué es… —Ella se tapó los ojos con las mangas de la bata.
—Bueno, discuuulpe —se apresuró a decir el señor Patterson. Un minuto más tarde, añadió—: Puede abrir los ojos otra vez. Estoy tapado con una sábana.
Lágrimas amargas rodaban por las mejillas de Amelia. Se bajó las mangas de la bata y le miró de reojo para comprobar si seguía acostado, pero no era así. Se había enrollado la sábana a la cintura, ocultando de ese modo a su vista la parte monstruosa de su anatomía.
—¿Por qué no va vestido? —le preguntó con vocecita de niña pequeña.
—¿No recuerda nada de lo que pasó anoche? —Ella sacudió la cabeza, avergonzada. Las lágrimas se agolpaban de tal modo a sus ojos que le impedían ver—. Espere un momento, no he empezado bien. Anoche no ocurrió nada entre nosotros, Amelia. Salvo que usted quería que alguien cuidara del niño durante la Noche del Cambio, y supongo que yo fui la única persona a la que pudo pedir ayuda.
—¿La Noche del Cambio? —susurró ella.
—Algunos la llaman Noche de la Luna.
—La Noche de la Maldición —sorbió una lágrima que se había posado en su labio, y le miró a través de su confusión—. ¿Cómo ha sabido lo de la Noche de la Maldición?
Él desprendía un olor a algo apetitoso para el desayuno; ella no entendió su respuesta.
—Yo también cambio.
Joe aumentó ligeramente el volumen de sus lloros. Amelia se introdujo la manga de la bata en la boca y mordió con fuerza. ¿Con qué clase de monstruo había dejado al niño la noche anterior? Cruzó la sala de estar a la carrera hasta el cuarto ropero de Joe. Tenía la cara roja y lacrimosa, pero cuando ella le tomó en sus brazos, se calló en seguida. Ni siquiera parecía mojado. Fue hasta el sillón metálico, se sentó, colocó a Joe sobre su regazo y le ofreció un pecho. Él chupó como si se estuviera muriendo de hambre.
El señor Patterson salió del dormitorio, envuelto en su sábana como en una toga. Vio que le estaba dando de mamar a Joe, se tapó los ojos con una mano y se agachó para recoger sus ropas, cuidadosamente dobladas sobre la alfombra.
—¿Qué fue lo que la mordió? —dijo, vuelto de espalda.
—No lo sé —ella advirtió la desesperación de su propia voz, y deseó haberse callado. Su madre le había enseñado a no dejar nunca que un hombre se diera cuenta de su desesperación.
—¿Durante cuánto tiempo ha estado cambiando?
—Desde que tenía doce años —dudó un instante—. Dejó de ocurrirme mientras estuve embarazada de Joe.
—¿Cuántos años tiene ahora?
—Veintiuno.
—¿Sabe en qué se convierte?
Ella se estremeció.
—En un monstruo —dijo, y luego, en un susurro—. En él.
—¿Recuerda haber sido él? Yo recuerdo haber sido mi otro yo. En cierto modo, no soy tan diferente del otro como usted.
—No consigo recordar nada de lo que él hace. Solo sé que es repugnante.
—Oh —dijo el señor Patterson. Después de una larga pausa, añadió—: Me vestiré en su cuarto de baño, ¿de acuerdo? Creo que será mejor no dar a Peter el fisgón motivos para hablar.
Cuando se hubo ido, Amelia envolvió a Joe en un pañal extra mientras seguía dándole de mamar, de modo que no quedara visible ninguna parte secreta de su propio cuerpo. Se sentía tan desesperada, que intentó ir demasiado deprisa y Joe acabó por atragantarse.
Pasados un par de minutos, el señor Patterson volvió a aparecer. Ahora que estaba vestido y ella bien tapada pudo volver a mirarle.
—Señor Patterson —dijo en voz baja. Su preocupación por Joe le hacía difícil hablar.
—Dígame, Amelia.
—¿En qué se transforma usted?
—En un lobo. Una especie de lobo, digamos. Es algo mucho más normal que su cambio, me imagino.
—¿He dejado a mi hijo con un lobo? —El calor de Joe contra su pecho, su boca ávida contra el pezón, la tranquilizaron—. ¿Cómo he podido hacer una cosa así?
Él alzó las cejas, pero no respondió.
Por supuesto, el monstruo de ella era capaz de hacer cualquier cosa.
—¿Cómo pudo cambiarle los pañales?
—Fue bastante complicado —dijo Kelly. Luego echó una mirada al reloj de pared colgado sobre la mesa plegable donde ella hacía todas sus comidas—. Se me hace tarde, Amelia. Tengo que pasar por mi apartamento a recoger algunas cosas e ir a trabajar. Estaré en casa después de las cinco… Más o menos tres horas antes de que salga la luna. Entonces podremos charlar.
Su mano aferró el pomo de la puerta. Joe, abrigado y seco, descansaba en brazos de ella.
—Gracias, señor Patterson —dijo Amelia, y bajó la mirada.
Cerró la puerta con cerrojo apenas se hubo marchado, sin estar segura de si deseaba volver a hablarle alguna vez. Él había visto la peor parte de ella… si es que era en realidad parte de ella y no una criatura extraña que se apoderaba de su cuerpo tres noches de cada mes, que es lo que siempre se repetía a sí misma y como vivía la experiencia en su interior.
Tal vez, si se daba mucha prisa, conseguiría cargar todo lo que realmente necesitaba en su furgoneta Volkswagen y marcharse lejos, muy lejos de allí. Todavía le quedaba algo de dinero de la herencia de su madre, lo bastante para el depósito inicial y el pago de seis meses de alquiler de otro piso de renta limitada y para las provisiones necesarias en ese tiempo. Después, Joe sería ya bastante grande para pasar el día en una guardería y ella podría encontrar algún trabajo por horas.
Pero seguía en pie el problema de encontrar una canguro para Joe antes de la próxima noche.
Joe dormitaba apoyado en su pecho. Lo depositó suavemente en la cuna y cerró casi por completo la puerta del cuarto ropero; luego corrió al teléfono.
¿Qué le habría ocurrido a la chica que tenía que venir la noche anterior? Amelia había dejado a Joe con ella algunas veces cuando tenía que salir de compras y no podía llevarse a Joe. El teléfono de la chica estaba expuesto en el tablero de anuncios de la lavandería en seco; la chica resultó limpia y bien dispuesta, y no puso objeciones a la idea de quedarse a pasar la noche entera con el bebé, si fuera necesario. Las noches en que vino Patty no había habido Cambio; Amelia salió a ver una película, volvió enseguida a casa y despidió temprano a Patty.
Buscó el número en el bloc donde tenía apuntados los teléfonos y llamó.
—¿Patty? —preguntó cuando contestó una voz joven.
—Patty no está —dijo la voz, sin aliento—. Tuvo un accidente.
—Vaya por Dios, ¿está herida?
—Sí, muy grave. ¡Chocó con un coche cuando iba en bicicleta! Tiene conmoción. La llevaron al hospital.
—¡Cuánto lo siento! Espero que se encuentre bien ya.
—Eso esperamos —dijo la voz, en tono de duda.
—Lo siento mucho —repitió Amelia. No le pareció el momento adecuado para pedir a la voz que le recomendara otra canguro—. Lo siento —dijo otra vez—. Adiós.
—Adiós —dijo la voz.
No podía dejar a Joe con alguien desconocido para ella y menos estando por medio… él, Adam.
Habría querido saber el número de teléfono del lugar donde trabajaba el señor Patterson. Dirigió una mirada al cuarto ropero donde dormía Joe y luego se sentó en el suelo, con los codos apoyados en el asiento de una de las sillas, y la barbilla entre las manos. Tenía que pensar.
Kelly iba cargado con una bolsa llena de comida china preparada cuando llamó a la puerta de Amelia, de vuelta del trabajo. La puerta se abrió apenas una rendija para que ella pudiera mirar afuera, luego solo lo justo para dejarle pasar al interior. Él se quedó observándola sobresaltado, mientras la muchacha corría de nuevo el cerrojo. Había hecho algo con su largo cabello castaño: se lo había recogido en una especie de moño pretendidamente sofisticado. Además se había maquillado —demasiado—, y vestía un camisón. Era un camisón de franela largo hasta los pies, pero la falda tenía una abertura que llegaba hasta más arriba de la rodilla, las mangas estaban remangadas por encima del codo, y no se había abrochado los botones del escote.
La miró con cierta aprensión. Ella le devolvió la mirada, y luego bajó los ojos. Su labio inferior, pintado de rosa, tembló.
—Me temo… —dijo Amelia.
Kelly fue hasta la mesa y empezó a sacar de la bolsa diversas cajas de cartón blanco, servilletas y palillos chinos.
—¿Ha cenado ya?
—No, señor Patterson.
—En ese caso, venga aquí y siéntese. Llámeme Kelly. Anoche lo hizo.
—Anoche estaba desesperada.
—Ahora mismo tiene también un aspecto bastante desesperado.
Ella se sentó en la segunda silla y rehuyó su mirada.
—Se me ha ocurrido una gran idea —dijo con una vocecita minúscula—. Resulta que mi canguro ha tenido un accidente y he pensado… —Él le tendió un par de palillos y un cartón de arroz frito con gambas. Del cartón recién abierto salía un olor apetitoso. Amelia lo dejó sobre la mesa y se quedó mirando los palillos, todavía protegidos por su funda de papel—. Quiero decir que pensaba pedirle que cuidara de Joe otra vez, pero sin duda tiene usted cosas mucho más importantes que hacer. De modo que se me ha ocurrido…
Él abrió otros dos cartones y esperó.
—Sé cómo puedo librarme de Adam —dijo ella.
—¿Cómo?
—Quedándome embarazada. —Los ojos de Amelia buscaron los de él y al instante se desviaron. Después de un silencio, añadió—: No sé cómo ocurrió la otra vez. Ni cómo ni quién, Pero se me ha ocurrido…
Kelly tragó saliva. Dejó transcurrir un minuto largo antes de hablar.
—Sabe que esa no es una solución a largo plazo. No querrá pasarse el resto de su vida embarazada, ¿verdad? —Ella tenía un olor muy atractivo; lo había advertido cada vez que estaba a su lado. Aquel olor era una invitación dirigida a él incluso cuando todo el resto de la persona de Amelia parecía lucir un cartel de Prohibido Pasar. De modo que sabía que lo que ella le estaba pidiendo no era un imposible, pero probablemente iba a resultar muy incómodo para los dos—. Además, no se puede planear así como así un embarazo. A veces cuesta mucho tiempo y mucho trabajo.
Ella cerró los ojos. Se había pintado los párpados de un tono plateado y las pestañas de negro; demasiado de las dos cosas, pero la mano que aplicó el maquillaje era firme y experta.
—¿Podrá mantener dos hijos?
Amelia aspiró profundamente y soltó el aire. Parecía una niña pequeña jugando a las mamás. Abrió los ojos y se quedó mirándole, viva imagen del desconcierto.
—No lo sé —dijo al fin—. Hay instituciones de beneficencia, ¿no es así?
—Mire —insistió él, inclinándose un poco más hacia ella, sobre la mesa donde los platos chinos humeaban suavemente—. No puede comprometer su vida entera solo porque quiere…, quiere deshacerse de esa pequeña fracción de su tiempo. Solo tres noches de cada treinta y todos los días libres. ¿Qué significa eso? Nada más que el cinco por ciento del mes. No me diga que no puede soportarlo.
Era un discurso repetido, él se lo había escuchado a Sonya la imprevisible. Parecía hacer mucho tiempo de aquello. Se preguntó por qué le había trastornado tanto, entonces, el tema. Todo funcionaba bien, siempre y cuando durante el cambio se concentrara en pensar que lo que realmente necesitaba hacer durante la noche era vigilar su apartamento y cuidar de lo que había en él. No se había dedicado a demasiadas exploraciones, pero se figuraba que, en el futuro, tendría a su disposición un montón de tiempo.
—Usted no sabe las cosas que hace él —dijo Amelia, con los ojos brillantes de lágrimas.
—Actúa como un imbécil —dijo Kelly.
—Es mucho peor.
—¿Cómo lo sabe? —Ella apretó los labios y desvió la mirada—. Usted sí que lo recuerda.
—Le lavo la ropa.
Kelly alargó el brazo a través de la mesa y le tocó la mano.
—Amelia, ¿lo recuerda?
—No —dijo, y sus facciones se tensaron. Luego añadió, en un susurro—: Tal vez —y, más alto—: Todo lo que hace, lo hace para torturarme. Sabe todas las cosas que odio y las hace, una tras otra. Cosas en las que ni siquiera me atrevo a pensar. Cosas que me hacen devolver la comida. Cosas de las que mi madre me dijo que harían que Dios me matara en el acto.
¿Su madre? ¿Qué tenía que ver su madre en este asunto?
—Aun así, son solo tres noches de cada veintinueve días, más o menos.
—¿Seguiría pensando igual si le dijera que he asesinado a gente en mis Noches de la Maldición? ¿Qué mato a tres personas al mes?
—Eh…, no; por supuesto, supongo que tiene razón.
Ella miró hacia la ventana. Todavía había luz en el exterior. En la calle, unos niños jugaban a algo que provocaba gritos, carreras y el rebote de un balón contra el asfalto o la pared.
—Señor…, Kelly, ¿me ayudará?
—Sigo sin creer que esa sea la solución definitiva, Melia.
—Tal vez se me ocurra alguna mejor, si consigo este primer aplazamiento.
Antes de que asomara la luna estaban sentados desnudos el uno al lado del otro sobre la alfombra de la sala de estar y esperaban sin saber de qué forma llegaría el cambio. Joe había sido alimentado, envuelto en pañales limpios y colocado en su cuna, mientras los pájaros daban vueltas sobre su cabeza. Las notas de la canción de cuna llegaban amortiguadas hasta ellos desde el interior del cuarto ropero.
—No sé —dijo Amelia. Tenía levantadas las rodillas y el pelo suelto, de modo que ocultaba todo lo que habría tapado un traje de baño aunque él había visto y tocado ya buena parte de lo que escondía—. Quizá si empiezo a actuar de una forma más parecida a…, a la de él, no volverá más. Quizá si me gustara hacer lo que él hacía, no volvería nunca porque ya no podría hacerme daño con su forma de actuar.
—¿Crees que es posible? ¿Qué llegará a gustarte? Ella le dirigió una mirada de refilón.
—Hueles bien —dijo. Un silencio—. Casi me ha gustado —añadió—. No debería gustarme, sé que no debería. Mamá decía… Pero me parece que…
La llama de plata se encendió en las entrañas del hombre Era la Segunda Noche, la noche en la que la resistencia era imposible. Por un instante intentó forcejear, pero el intento le provocó un dolor agudo. Se relajó y dejó que ocurriera.
La luz de la luna que entraba por la ventana abierta bañó la habitación. El lobo y la mujer se miraron. Ella levantó una mano y él la lamió. Ella le acarició la cabeza.
—Creo que conseguiré aprender —dijo Amelia.