Un jefe de «gang» pierde la protección de sus compañeros de latrocinio. El F. B. I., le sigue la pista. Él se desespera y emprende una fuga cobarde, hu¬yendo de las pistolas que le amenazarán de un instante a otro. Recurre a sus amistades, a los que temblaban anteriormente en su presencia y ahora le niegan un asilo. Es el rey del crimen, destronado, pasando la angustia que sufrieron muchas de sus víctimas... A la desesperada, es una obra cumbre en su género, por la descrip¬ción tan profunda que hace el autor de un espíritu atormentado por el miedo a la muerte. Detalles, hechos, violencias, asesinatos, todo pintado por una magnífica pluma que sabe calar en los sentimientos humanos.

EL gigante «cop» le contemplaba con sonrisa desdeñosa mientras se acercaba hasta donde él estaba prestando servicio, en una de las aceras de Pacific Street. Cuando el muchacho estuvo a su lado, extendió una de sus manazas y lo detuvo con un gesto entre amistoso y burlón.

ESTABA sentado Ready ante una mesita, bajo el tibio sol, en la terraza del Café Miramar, en la Promenade des Anglais. Ante él tenía la copa de «whisky» con seltz, el platillo de almendras saladas, y en las manos, un número del «New York Times», edición parisién, que leía aburridamente, cuando se levantó precipitadamente, sonriendo, mientras veía acercarse a un hombre alto, fuerte, bien vestido, llevando en el brazo una trinchera.

Un hombre que es calificado de pistolero cien por cien, realiza una serie de hechos en un ambiente escalofriante y conmovedor a la vez, donde docenas de tipos viven y mueren con la amargura de haber luchado en defensa del delito.

Un agente del F. B. I. es secuestrado por los contrabandistas de armamentos. Un boss de inteligencia maquiavélica, logra, mediante un modernísimo invento, hacer que declare cuáles son los planes del F. B. I. El suero de la verdad ejerce su efecto delator y el agente es tachado de traidor por sus propios jefes y compañeros.

En una iglesia de la vecina Yuma, un reloj de torre había dado las dos de la madrugada. La noche era tranquila, con cielo nublado. La prisión de Yuma, Prisión Territorial, cercana a la frontera con California, y a unos cuarenta kilómetros de la de México, se llamaba también “Prisión de los Desesperados”. Toda la escoria del Estado que no se ahorcaba, iba a parar allí para una larga reclusión. Y no era nada extraño que quien pudo escapar del patíbulo, yendo a parar a la prisión, muriera allí a manos de otros reclusos. Era imponente la mole de piedra de la prisión, con su alta muralla, por encima de la cual, día y noche, por el pasadizo, hacían guardia los centinelas. Las puertas al exterior tenían varios rastrillos con verjas de hierro, y tras ellos, hombres armados vigilaban.

Vio con desconsuelo que todas las direcciones estaban ya agotadas, y los donantes más que «exprimidos» con reiteradas visitas. No era prudente hacer aquello de agobiarlos con peticiones tan repetidas. Y, sin embargo, había que llevar dinero a la congregación. Muchos niños negros tenían que comer; muchas pobres mujeres necesitaban medicinas, cuidados, antes de tener sus hijitos, y después atender a los recién nacidos; muchos niños iban a la escuela de la congregación y después había que darles de comer. También necesitaban comer las demás monjas, que trabajaban infatigablemente por caridad y amor a Dios en remediar desgracias, atender a desvalidos...

El «gángster» más sanguinario de todos los tiempos, Bandolino Rocco, cuyas fechorías sólo fueron emuladas por Alfonso Capone y O'Bannion, se enfrentó al más famoso de los agentes especiales del F. B. I. y...

Un bravo negro, confidente del F. B. I., busca sin descanso a un peligroso jefe rebelde en Puerto Rico. El negro oposita a la muerte voluntariamente, con el noble fin de poder entrar en la Academia del F. B. I. El jefe rebelde se resiste y...

Rory Paget era alto, muy delgado, y llevaba su sombrero flexible bastante echado sobre el rostro. La gabardina parecía sobrarle por todas partes y la llevaba cruzada sobre el cuerpo huesudo, ceñida por el cinturón. Al andar, la prenda parecía una capa de caballero antiguo: tan colgante le quedaba. Burt Randell era pequeñito y también delgado, aunque al lado de Rory pareciera gordo.

Un matón que «ejecuta» con escalofriante serenidad y crueldad cuantas sentencias le son confiadas por gentes cobardes, por personas que desean deshacerse de enemigos sin salir de la sombra... El F. B. I. desea llevar a la fatídica silla eléctrica al perverso asesino, pero...

AQUELLA noche, hacia las diez y media, el operario de la Bell Telephone que había estado reparando algunos circuitos averiados, en postes, de la carretera, tomó un camino entre dos pequeñas colinas para acortar distancia y llegar más pronto al pueblo de Stone Mountain, donde se alojaba en tanto tuviera trabajo por allí.

Como un reguero de pólvora se extendió en la ciudad la terrible noticia: el señalado por «la marca trágica» no tenia salvación. El terror más espantoso hizo presa en las masas, amenazando el orden público y po niendo en peligro la seguridad del Estado. El F. B. I., con aplomo y serenidad, jugándose la vida a cada instante, fué desenredando la criminal trama...

CONRAD Wogel siempre solía llegar a su casa, sita en el 756 de la Ochenta y Seis East Street, en el Germane District, del norte de Manhattan, antes que su hijo Frite, aquel bala perdida de Frite, que tantos sinsabores le estaba dando con su conducta.

En aquella mañana del mes de octubre de 1946 se estaba discutiendo en el Senado la propuesta presidencial de otorgamiento de un empréstito de 300 millones de dólares al que aún no era oficialmente reconocido Gobierno de Israel. Ya la Cámara de Representantes había otorgado su conformidad el día anterior a tal concesión, sin ningún voto en contra.

A la sombra de las palmeras, en la salida de Robertson Street con el muelle seis de la Naval Base, donde estaban ancladas varias unidades de guerra y transporte, el calor era menor, pero Peter Tao seguía dándose aire con un gran abanico chino de delgada hoja de palma, espantando al mismo tiempo las pesadas moscas, que se obstinaban en querer entrar a través de la cubierta de transparente plástico hasta los caramelos de frutas y refrescantes, los cacahuetes tostados con azúcar, las pajaritas de maíz y los envases de barquillo para los helados. Tenía frente a él, al otro lado de la verja del muelle, la vista amplia del mar, de color plateado, que cabrilleaba bajo el sol. Y muchas de las naves ancladas, con los marineros yendo de un lado a otro.

O. C. Tavin seudónimo del escritor Octavio Cortés Faure con estilo enrevesado, chirriante y peleado con la puntuación.

En una populosa ciudad norteamericana se desarrollan acontecimientos que alcanzan renombre nacional por la importancia de las personas que intervienen. Al F. B. I. le corresponde actuar, y lo hace, como siempre, con su eficacia característica.

EN el reloj del edificio del Metropolitan Oil Company, cuya esfera enorme es visible desde casi toda la ciudad, sobre la gran torre del rascacielos, dieron las dos de la madrugada. Las campanadas, largas, sonoras, vibraron unos cuantos segundos. En el coche, Marlowe miró su cronómetro de pulsera, y lo puso en hora con el del Metropolitan Oil. Luego se volvió hacia los cuatro hombres, tres de los cuales estaban en el asiento posterior y el otro a su lado, al volante. El vehículo estaba parado en la esquina de la plaza Central Park, esquina a 9th Street.

El avión «D. C. 6 B» de la Atlantic Air Line, que hacía el servicio de Amsterdam-Nueva York, con escalas en Islandia y Terranova, estaba ya a la vista del aeródromo internacional de Idlewild. Desde la torre de mando del aeropuerto neoyorquino se observaba su toma de tierra, que fué completamente normal. Minutos después, el aparato llegaba lentamente ante el edificio central y se detenía.

La secretaria del Cónsul americano en Viena desaparece misteriosamente en una ciudad controlada con mano de hierro por la Gestapo. Esa noche la mujer portaba una cartera de mano y en ella algunos documentos secretos, además de las claves que se utilizaban para descifrar los comunicados con Washington. Un agente especial del F.B.I. en Paris se trasladará a Viena para investigar el paradero de la joven americana, afiliada como miembro secreto de la Liga Antinazi en contra del invasor alemán y simpatizante de los judíos.

Una lucha se entabla entre la conciencia del protagonista y el miedo a la silla eléctrica. Toma la resolución trágica…

La protagonista absoluto del libro es una mujer, no una investigadora del FBI, como ya podíais imaginaros, sino la esposa del inspector jefe del FBI en Chicago. La novela comienza con una cita de Johann Gottlieb Fichte, Y la cita viene que ni pintada con el argumento de la novela, ya que nuestra protagonista, Patricia, la leal esposa de Douglas Petz, inspector jefe del FBI en Chicago, sospecha que su marido se trae turbios negocios con un mafioso llamado Adamowsky, motivo por el cual espía a escondidas sus conversaciones. Horrorizada, descubre que sus sospechas están más que fundadas, ya que de la conversación que escucha escondida en el despacho de su marido se desprende que Douglas está involucrado en todo tipo de negocios sucios: alcohol, drogas, prostitución, asesinatos e incluso espionaje militar, y que no sólo recibe sobornos a cambio de mirar para otro lado, sino que incluso recibe favores de señoritas de dudosa reputación como contraprestación adicional. Dividida entre el amor que siente por su marido y su recta conciencia y profundo patriotismo, Patricia decide fingir que no sabe nada, y utilizar todo tipo de artimañas para estropear los criminales planes de su marido, sin atreverse a denunciarlo, pues está convencida de que todavía hay tiempo para que vuelva al camino correcto, con su ayuda, la de Dios, y la de los buenos ciudadanos de los Estados Unidos de América.

Eran poco más de las diez de la noche, pero ya las calles del pequeño pueblo de Sanderson, al sur de Tejas, a unas cincuenta millas de la frontera mejicana, formada por el río Grande, o río Bravo, nombre mejicano, estaban casi desiertas. Solamente el saloon tenía sus luces nocturnas, con un farol a cada lado de la entrada para indicar que estaba abierto. Había otra luz encendida, de un quinqué, en la calle principal, casi frente al saloon y muy cerca de la oficina del sheriff. Era en el almacén general, comercio propiedad de Norman Baruch. La luz se veía en el interior de una habitación, la oficina o despacho de Baruch, el cual, después de cerrar la tienda, se quedaba un buen rato trabajando para hacer sus cuentas, facturas, pedidos. El despacho tenía una ventana, con reja, que daba a la calle.

EN la margen derecha del Dong-Nai, de color plomizo sus aguas lentas, y sentado sobre una roca, en la colina Mang-Pree, que hacía de parque natural en las afueras de la ciudad, contemplaba con cierta nostalgia cómo el «New York» se iba alejando hacia la desembocadura del río, en busca del Mar de la China. El buque había desembarcado dos días antes veinticinco aviones para las fuerzas francesas y otro material de guerra. Ahora partía de nuevo hacia San Francisco, hacia la querida América, que tanto echaba de menos, no obstante llevar solamente en Saigón seis meses, el capitán Braband, el triste paseante del parque Mang-Pree.

SEGUIDO del agente especial Shanstone, penetró él inspector Costen, del F. B. I., en su casa con aire cansado, abatido. Fué hasta un sillón en el «hall», y se sentó pesadamente, haciendo un gesto para que el joven Shanstone le imitase.

PARADO en la acera, Ted no sabía qué hacer ante lo que estaba viendo. Varios muchachuelos, a prudente distancia, rodeaban al hombre blanco y al muchacho negro, intérpretes de aquella brutal escena. Los muchachos eran negros, como también lo era el que estaba sufriendo, gritando de dolor, los bestiales golpes que le propinaba el hombre blanco, alto, fornido, de rostro enérgico, casi brutal. Y el caso es que el hombre golpeaba con el cañón de una pistola que empuñaba.

El coche sedán Cadillac Fleetwood, negro, nuevo, de último; modelo, se detuvo suavemente ante la ancha puerta del taller de reparaciones de Capper, sito en la 60 East Street, muy cerca del ruidoso puente de Queensboro.

Ben Keeping penetró en el saloon, el único en el pueblo, de Río Grande City, una localidad enclavada a orillas del río Grande, que separaba Méjico de Estados Unidos, en Tejas precisamente. Río Grande City no era grande por aquella época, 1893. Pero era importante. Había ganadería, ranchos, granjas, zonas de cultivos diversos. Y sobre todo, el negocio preponderante, reservado a unos pocos, era el contrabando. La marihuana era el oro que circulaba de mano en mano. Un tráfico sigiloso, callado, que se extendía más y más conforme pasaba por numerosas manos de distribuidores, internándose lejos. El local del saloon era grande, con numerosas mesas y un mostrador amplio. Al fondo, un pequeño escenario donde actuaban los «artistas».

En la oscuridad de la gran ciudad, una silueta humana se desliza con fines sangrientos. Nadie sabe lo que va a ocurrir de un instante a otro. Pero todos temen ser señalados como víctimas de..

O. C. Tavin seudónimo del escritor Octavio Cortés Faure con estilo enrevesado, chirriante y peleado con la puntuación. LOS tres jinetes, dos hombres y una mujer, detuvieron sus caballos ante la galería cubierta de la casa principal del rancho, un edificio de doce plantas, sólido, de madera y piedra. Los visitantes se bajaron de sus cabalgaduras y miraron con curiosidad el edificio, el jardín, bien cuidado, en forma de plazoleta, con bancos, los árboles de sombra, y más allá unas talanqueras y varios pabellones.

El «pullman» de la Western Pacific San Francisco-Nueva York corría a toda máquina por la áspera Utah, llegando ya a la capital, Salt Lake City. En el vagón-mirador trasero del convoy, Elisa fumaba y leía aburridamente un «magazine». A veces dejaba de leer para contemplar distraídamente el agreste paisaje montañoso, que desfilaba raudamente, con instantes de oscuridad cuando pasaban por los túneles.

Es el relato más escalofriante que se ha conocido, por la fuerza dramática de sus escenas cuajadas de tensión emotiva. Un agente especial del F. B. I. avanza temerario en las redes de la intriga, con la «Germán Luger» al frente y con el propósito de morir en el ataque final...

IBAN a dar las dos ya, y Evelyn se dispuso a recoger sus efectos para salir de los Almacenes Adams, donde estaba empleada, lo más rápidamente posible. De no ser así, los restantes empleados y dependientes, en número superior a doscientos, se agolparían tumultuosamente para asaltar el autobús de la línea H, y ya era sabido que en esta clase de lucha, las mujeres eran las que siempre se quedaban en tierra.