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Literatura de oscar schisgall
en el jardín de kashla (relato)
En un asombro que bordeaba la consternación, el señor Currie, el notario, dejóse caer en su sillón y miró, boquiabierto, a su visitante. —¿Pero dice de veras que su mujer ejerc
en el jardín de kashla (relato)
En un asombro que bordeaba la consternación, el señor Currie, el notario, dejóse caer en su sillón y miró, boquiabierto, a su visitante.
—¿Pero dice de veras que su mujer ejerce sobre usted una fuerza semejante? —preguntó incrédulamente.
—Mil veces mayor de lo que usted puede imaginarse.
Temblando de desesperación, Roger Byrd casi sollozó al pronunciar estas palabras. Sus puños se cerraron furiosamente, y uno de ellos golpeó repetidamente la mesa del notario, como deseando descargar su condensada energía En la profundidad de sus dilatados ojos ardían las llamas de una indescriptible angustia. Su aspecto era el del hombre que lucha por contener la explosión del histerismo.
Nerviosamente el señor Currie tragó saliva y se humedeció los labios.
—Nunca había oído nada semejante —murmuró al fin.
Byrd inclinóse hacia delante, con la mirada fija en los ojos del notario.
—¿No ha oído hablar nunca de hipnotismo? —preguntó desafiador.
—Sí, claro, pero no llevado hasta semejante extremo... Todo eso está más allá de mi capacidad de comprensión.
El señor Currie se pasó una mano por la ardorosa frente, deslizándola luego por la blanca cabellera. Luego se rascó la barbilla y, al fin, preguntó:
—¿Por qué no me cuenta cómo cayó víctima de semejante influencia? Le confieso que estoy completamente desconcertado. Si quiere que le aconseje tendrá que hablarme con más claridad.
Roger Byrd se levantó tan violentamente, que la silla estuvo a punto de caer al suelo. Permaneció callado un momento, y al fin empezó:
—La cosa ocurrió por primera vez en Calcuta, hace dos años.
—Fue allí donde conoció a su mujer, ¿verdad?
—Sí. Ya sabe usted que realizamos un viaje a través de la India...
—Recuerdo que fue usted allí para huir del escándalo de su asunto con la Royler.
Byrd se volvió, dirigiendo una centelleante mirada al notario. Una ola de rubor inundó su rostro. Levantó una mano, cual si quisiera hacer callar al otro, y al fin:
—Señor Currie, le ruego olvide mi pasado. Tengo bastantes preocupaciones para no querer recordar las pasadas.
—Perdóneme.
Byrd dio unos pasos, con la mirada fija en la alfombra, y por fin prosiguió:
—En Calcuta encontré a un norteamericano amigo mío. Él fue quien me habló por primera vez de los maravillosos poderes de Kashla. Él los llama poderes místicos. Kashla tenía una tiendecita en la plaza del mercado, donde, por una cantidad de dinero, entretenía a los turistas demostrándoles su poder hipnótico.
»Fui a verla. Adopté esa expresión de superior cinismo que adoptan los turistas. Iba dispuesto a descubrir el engaño. Pensé encontrar una vieja bruja, vestida de harapos y cubierta de porquería.
»Mi primera sorpresa me la llevé al ver a Kashla. Era joven y hasta hermosa. Conversamos agradablemente; reímos. Usted ya sabe cómo son los jóvenes. Como es natural, yo seguía sin creer en sus poderes místicos. Y... ella ofreció demostrarme lo que era capaz de hacer.
Byrd hizo una pausa. Se pasó una mano por los labios. Por un momento cerró los ojos, como si quisiera conjurar o alejar algún horrible recuerdo.
Pasó el silencio y con voz entrecortada Roger Byrd prosiguió:
—Clavó en mis ojos su mirada. Eran unos ojos negros, señor Currie. ¡Unos ojos terribles! Llameaban. Me abrasaban. Me hacían vacilar. No sé lo que ocurrió. Todo cuanto sé es que dos horas más tarde, al recobrar el sentido, me encontré en mi cama, en el hotel.
Los dos hombres se miraron por encima de la mesa. El señor Currie se acarició una vez más el cabello y humedeció los labios.
—¿Permaneció en trance hipnótico durante ese tiempo?
—Sí. Fui a casa completamente hipnotizado. Ella controló mi voluntad desde su tienda. Como es natural volví allí a expresarle mi admiración. ¿Y sabe qué me dijo? «He subyugado tu mente y tu voluntad; por lo tanto, si lo deseo, serás mío».
—No puede ser —replicó el notario.
—¿No? Está bien, escuche. Yo pensé mismo que usted. Me reí de ella. Me contestó que todo cerebro dominado por ella quedaba suyo para siempre. Y ofreció demostrármelo. Me aseguró que a las siete de la noche siguiente, fueran cuales fueran los planes que y hubiera formado, estaría en su tienda.
»Daba la casualidad que a aquella hora y en aquel día estaba yo invitado a cenar con unos amigos. No tenía miedo a Kashla. En realidad a la tarde siguiente casi me había olvidado de ella y a las seis y media llegué a la casa donde estaba invitado. Recuerdo claramente haber oído al mayordomo anunciar mi nombre. Incluso recuerdo que empecé a caminar hacia el comedor, mientras hablaba con un importante indio. De pronto...
»Algo ocurrió. Mis ideas se oscurecieron. No puedo decir lo que hice ni cómo lo hice. Pero cuando recobré el sentido eran, exactamente, las siete. Y estaba en la tienda de Kashla, sentado frente a ella, que se reía como una loca.
Visiblemente afectado, el señor Currie alargó la mano para coger un cigarrillo. Encendió una cerilla y la conservó hasta que casi le quemó los dedos. Entonces la tiró sin haber encendido el cigarro.
—¿Y no ha perdido nunca su poder sobre usted? —preguntó.
—¡Nunca! —declaró Byrd—. Cuando supo que yo era rico, que tenía una gran fortuna en América del Norte, decidió casarse conmigo. Lo decidió ella, ¿me entiende? Yo traté de huir. Incluso llegué hasta Bombay, cuando un día, en el momento de ir a pagar el pasaje para embarcarme, perdí, de pronto la conciencia. Lo primero que descubrí, al volver en mí, fue encontrarme en Calcuta, en la tienda de Kashla, que se reía a carcajadas.
—¿Y viajó desde Bombay a Calcuta sin darse cuenta de ello?
—No me cree, ¿verdad? Es igual. Continúo. Fui hasta ella sumido en un trance hipnótico. En ese estado me muevo tan racionalmente y con tanta seguridad como si obrase por mi propia voluntad y cuenta. Solo que obro al dictado de ella.
—Pero a pesar de eso se casó...
—¿Qué otra cosa podía hacer? ¡Ella quiso casarse!
—¿Cómo? ¿Qué fue ella quien se quiso casar?
—Desde luego. Me obligó. Hizo que yo lo deseara. Y yo, que hubiera podido escoger entre doce millonarias americanas, me decidí por una pitonisa india de la plaza del mercado de Calcuta. ¿Cree que lo hubiese hecho voluntariamente?
El notario trataba de coordinar sus ideas. Cierto que Roger Byrd había sido desde pequeño un carácter impulsivo. No tenía nada de extraño que le dominase un hipnotizador o hipnotizadora, puesto que siempre habíase distinguido por su debilidad de carácter.
—Comprendo —dijo al fin—. Usted desea que le obtenga el divorcio o, al menos, un anulamiento del matrimonio...
—¡Sí! Estoy harto de ser un esclavo. Me obligó a que la instalase en mi propia casa y casi todos los criados se marcharon. Entonces ella hizo venir criados indios. Hizo decorar de nuevo gran parte de las habitaciones, y ahora, más que una casa moderna, vivo en un museo oriental. ¡Le aseguro que estoy harto de todo! Me veo obligado a hacer todo cuanto ella quiera. Si no lo hago voluntariamente lo hago dominado por su voluntad. Le aseguro, señor Currie, que si no consigo librarme de esa mujer acabaré suicidándome.
—Vamos, vamos —dijo el notario, tratando de calmar a su cliente—. No diga esas cosas.
—Usted no puede comprenderme. No ha vivido como yo, durante dos años convertido en un esclavo mental. Ni siquiera puedo escapar. Me haría volver. La distancia no significa nada para ella...
Durante unos minutos reinó un profundo silencio en la habitación. El señor Currie dirigióse hacia la izquierda, podía divisar a menos de un cuarto de milla la blanca residencia de Roger Byrd, imponente casa visible a través de una cortina de álamos alineados con militar precisión.
Pero el notario no pensaba en lo que veía... Sus pensamientos estaban enfocados hacia el carácter de su cliente.
La amistad que profesaba a Byrd estaba basada en una vieja intimidad familiar, más que en la estima o el respeto personal. Roger Byrd no tenía nada que inspirase admiración. En los últimos diez años habíase visto envuelto en no menos de seis escándalos femeninos. Estos asuntos le habían costado fabulosas sumas de dinero; el último de ellos le obligó a escapar a la India huyendo de la ira de Edwina Royler. El resultado de tal huida había sido su desastroso matrimonio.
De estos recuerdos el notario fue arrancado por la brusca pregunta de Byrd.
—Bien. ¿Qué debo hacer?
Currie volvióse hacia él, jugueteando con la cadena de su reloj, Lentamente contestó:
—No... sé. Se trata de un caso nuevo; poco corriente. Necesitaría tiempo para reflexionar.
—¡Pues piense deprisa! —exclamó Byrd, levantándose—. Hace dos años que sufro, y me hace el efecto de que he sufrido dos siglos.
Cuando, unos minutos antes de las diez, Roger Byrd regresó a su casa, halló a su mujer, que le esperaba, sonriente en el jardín.
No podía negarse que dicha jardín, trazado y cuidado al estilo oriental, por orden de Kashla, era una verdadera maravilla. Las más extrañas y perfumadas flores crecían en él, causando el asombro de la vista y del olfato.
Un riachuelo artificial serpenteaba por el jardín, cruzado por puentecillos de proporcionado arco. En realidad, habíase convertido en un lugar de atracción, y muy a menudo los transeúntes se detenían para ver las glorias que Kashla había conseguido crear en su jardín. Multitud de mariposas revoloteaban por allí, intoxicándose en las flores. En los árboles había gran número de pájaros exóticos que parecían vivir en plena libertad.
Kashla, estaba sentada en un sillón de mimbres, vestida enteramente de blanco, y ni el mismo Byrd pudo dejar de reconocerle una extraordinaria belleza.
Kashla era hermosa, con esa enloquecedora belleza que solo pueden conseguir las mujeres de Oriente. Su cabello tenía un negro intenso y brillante, como las plumas de los cuervos que a veces volaban sobre su jardín. Lo llevaba peinado muy tirante, sobre las orejas, y reunido en un grueso moño en la nuca.
Nunca utilizaba cosméticos ni pinturas; su suave cutis, aunque de un tinte oliváceo, estaba siempre pálido. Pero era la suya una extraña palidez. No era natural. A veces Byrd pensaba en la muerte.
En realidad, Kashla no era una mujer sana. Frágil, de pequeña estatura; su vigor mental había sido desarrollado con grave detrimento de su resistencia física. Por ello nunca se entregaba a ninguna labor que significara cansancio corporal. Todo lo más daba unos cortos paseos por el jardín, por el cual vagaba como un fantasma.
Como otras mujeres débiles era aficionada a los tónicos y a las medicinas, muchas de las cuales estaban preparadas a base de recetas orientales. Pero nada de esto afectaba lo más mínimo a su vigor mental, que le servía para gobernar a su marido con toda la energía de su fantástico poder.
Cuando Byrd entró en el jardín, Kashla le llamó con un ligero movimiento de su blanca mano.
—¿Has estado paseando? —preguntó amablemente, con una voz que, a pesar de lo gutural, resultaba armoniosa.
Byrd asintió.
—¿Y no has olvidado lo que tienes que hacer hoy, Roger?
En los últimos dos años, Kashla había aprendido a hablar perfectamente el inglés, pero conservando un acento que hacía las delicias de todos los que la escuchaban, excepto Byrd.
Este clavó la vista en los pies y murmuró:
—Hoy tengo que regalarte el nuevo auto.
—¡Ah! Veo que no te has olvidado. ¿Y te marcharás pronto?
—Enseguida.
No tenía ningún deseo de comprar el auto que Kashla deseaba. Sin embargo, comprendía la locura de protestar. Si no accedía voluntariamente a los deseos de Kashla, tendría que someterse a sus órdenes, y le resultaba menos humillante hacer lo primero que verse sometido a la mágica influencia de su mujer.
—Entonces vete, Roger —dijo la india, indicando con un ademán la casa.
Byrd murmuró algo y entró en el edificio para prepararse al inevitable viaje a la ciudad.
Tan grande había sido su ansia al ir a casa de Currie que no se había entretenido afeitándose. Entró en el cuarto de baño y, distraídamente, se quitó la camisa. Mientras se enjabonaba el rostro observó por la ventana a Ozul, el jardinero, indio que Kashla había traído para cuidar de sus flores. Era un hombrecillo menudo que no parecía tener otro interés en el mundo que el cuidado del jardín. En aquel momento estaba cortando la hierba. Aquel hombre, que parecía ver mucho más allá de lo posible y que lo sabía todo, apenas hablaba de otra cosa que de Botánica.
—¡Qué gente me ha metido en casa! —gruñó Byrd, mientras se enjabonaba.
Frente a él, en un estante de mármol, estaban las múltiples medicinas de Kashla. ¡Cómo odiaba Byrd todo lo perteneciente a su mujer!
Uno de los frascos estaba casi vacío; contenía un líquido casi negro en el cual Kashla tenía una gran fe. Byrd ignoraba lo que era. Algún preparado fantástico traído de la India. Su mujer lo tomaba dos veces al día. A las nueve de la mañana y a las cuatro de la tarde.
Mientras se afeitaba pensó en las características de la medicina. Solo quedaba para una toma. Habría que ir a buscar más enseguida. ¿Qué podía haber en aquel preparar? Tenía todas las características del yodo...
De pronto Roger dejó de afeitarse. Quedó con los ojos muy abiertos y la mirada fija en el espejo.
¡Parecía yodo!
Se ha dicho que por la mente del hombre que se está afeitando pasan mil fantasías. Byrd jamás hubiera podido decir cómo se le ocurrió aquello. Fue una súbita inspiración.
Ciertamente era un pensamiento horrible. Frenético, empezó a examinarlo desde todos los puntos.
¿Qué ganaría aunque el señor Currie lograra anular su matrimonio? Aunque obtuviera el divorcio. ¿Terminaría esto con el poder de Kashla? ¡No! La india había prometido permanecer dueña, eternamente, del cerebro de Byrd. Y al decir eternamente se refería hasta la muerte.
¡Hasta la muerte! La muerte era lo único que podía cortar el lazo que ligaba su subyugado cerebro al hipnótico poder de Kashla.
La frente se le perló de gotas de sudor que resbalaron hasta mezclarse con la espuma del jabón. La muerte. El tónico parecía yodo... En el armarito había yodo... muerte...
Mil distintos pensamientos se entremezclaron en su cerebro. La gente diría que Kashla había tomado por equivocación una gran dosis de yodo puro. Mucha gente había muerto por equivocarse de botella. Esto no tenía nada de nuevo. ¡Y qué sencillo! Podía quitar aquello y cambiarlo por una dosis igual de yodo. Como de costumbre, Kashla se lo tomaría de un trago. Y luego...
¡El fin de aquella tiranía! El fin de la esclavitud. ¡Libertad! ¡Qué magnífica idea!
Rápidamente, exultante de alegría ante la perspectiva de ganar su libertad, Byrd vació en el lavabo la botella de la medicina y vertió dentro de ella una cantidad de yodo. ¡Yodo que abrasaría las entrañas de su odiada enemiga!
¡Ya estaba!
Roger Byrd quedóse inmóvil, ante el espejo, con los ojos brillantes. Tenía todo el cuerpo bañado en sudor. Mientras estaría comprando el auto, su mujer se retorcería, agonizando.
¿Y las consecuencias? Le tenía sin cuidado. No le importaba cuál sería su explicación. Cualquier cosa era preferible a seguir viviendo en aquella forma.
El forense declararía que Kashla había ingerido un veneno por equivocación. ¿Qué otra cosa podía decir?
¡Pero quedaba un peligro! ¿No descubrirían que el yodo había sido colocado en aquella botella de tónico? ¿No trataría de averiguar la Policía cómo ocurrió semejante confusión?
Durante varios minutos, Roger reflexionó sobre este peligro no tenido en cuenta.
Más su cerebro funcionaba con febril velocidad. En un momento ideó una explicación maravillosa, que llevó hasta sus labios una sonrisa de orgullo.
Rompió el cuello del frasco de yodo, vertió en el lavabo el resto de la tintura y tiró a un recipiente metálico el frasco roto.
¡Ya tenía una excelente coartada! Una coartada que le libraría de toda sospecha de asesinato premeditado. Si se le interrogaba podría decir: Sí, echó yodo en aquel frasco. ¿Por qué? Pues al ir a dejar la navaja tropecé con la botella de yodo y la rompí. Pero no se perdió todo. Un poco quedó en el fondo. Vi un frasquito vacío y eché en él el yodo». ¿Vacío? Claro que lo estaba.
¿Y quién dudaría de él?
Roger Byrd sonrió ante la perspectiva de verse libre de la tiranía de su mujer. Tal vez le detuvieran bajo la sospecha de homicidio, pero con un buen abogado, tal vez el mismo Currie, y su plausible explicación, además del prestigioso apellido de su familia... ¡Todo se achacaría a un desgraciado accidente!
—¡Libertad! —murmuró Roger...
De pronto, al mirar de nuevo por la ventana, descubrió a Ozul, el jardinero, empujando la segadora mecánica. ¿Habría estado Ozul mirando por la ventana?
—Imposible —se contestó Byrd—. Ha estado trabajando. No sabe, siquiera, que estoy aquí. No tengo por qué preocuparme.
Partió enseguida hacia Nueva York y dedicó el resto de la tarde a meticulosa elección de un auto. Eran las seis cuando al fin regresó a su casa y por el camino, un reventón le retrasó media hora más. Por fin, casi a las ocho, llegó a la vista de su imponente casa. Dirigió su coche hacia el garaje.
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De pronto, en medio de sus alegres pensamientos, lanzó una exclamación de asombro y detuvo en seco el auto.
¡Allá, en el mismo lugar donde se sentara aquella mañana, encontrábase, sonriéndole dulcemente, su mujer!
Un terror loco le invadió mientras Kashla, levantándose, acudía a su encuentro.
—¿Es este el auto nuevo? —preguntó la india, examinando el coche.
Byrd afirmó con la cabeza.
—Muy hermoso —musitó Kashla, y acentuando su sonrisa, prosiguió—: Veo, esposo mío, que te sorprende encontrarme aún viva.
El tono de Kashla, unido al intenso perfume de las flores del jardín, hizo vacilar la razón de Roger. Sudaba copiosamente, y con ademán fatigado se pasó una mano por la frente.
—¿Qué quieres decir? —preguntó al fin, ligeramente retador.
—¿Por qué hemos de fingir inocencia? ¿Por qué hemos de engañarnos? Ozul te vio por la ventana.
—¡Ozul me vio...!
—Claro. Observó cómo trasteabas con las botellas. Por lo tanto, obré cuerdamente y no tomé mi tónico. Ozul me es muy leal, ¿sabes?
La sonrisa de Kashla era ahora burlona.
—No te critico, esposo mío —siguió—. He sido muy dura contigo. Pero cuando uno trata de asesinar, debe sufrir un castigo.
Tembloroso. Byrd quiso librarse de toda culpa, tartamudeando:
—Fue un accidente... Rompí la botellita...
—No fue ningún accidente —replicó Kashla—. Y serás castigado. Te diré cómo. El señor Currie te espera en su casa.
—¿Currie...?
—Sí. Me ha dicho ya que deseas librarte de mí.
Mentalmente, Roger calificó de idiota a su notario.
Con toda su meliflua suavidad, Kashla siguió:
—No quiero que vayas a la cárcel. ¿De qué me serviría un marido preso? Pero quiero que tu amigo Currie sepa lo que hoy has intentado hacer. Después de eso creo que no hará nada por ayudarte.
Byrd retrocedió, tembloroso de miedo. Tenía los ojos desorbitados.
—¡No puedo decírselo! —exclamó.
—Claro que puedes. Y debes. No tengas miedo. No te mandará a la cárcel. Respeta demasiado a tu familia. Solo quiero que sepa lo que has estado a punto de hacer.
—No puedo —repitió Byrd.
—Debes.
—No... no...
Y en aquel momento, los ojos de Kashla se redujeron hasta convertirse en dos chispas que parecían abrasarle el cerebro. Byrd sintió que le invadía un irresistible sopor. Comprendió que estaba bajo el dominio de su mujer, que aprovechaba su fantástico poder para hacerle confesar ante el notario.
Roger Bird obedeció al fin.
No pudo dejar de hacerlo. Y mientras Kashla permanecía en el jardín, él entró en la casa y dirigióse al salón oriental.
Allí estaba Currie acompañado de dos hombres. Byrd no sintió ninguna curiosidad por saber quiénes eran. Las palabras se fueron formando, contra su voluntad, y como el que recita una lección aprendida, empezó:
—Señor Currie, hoy he intentado asesinar a mi mujer. Sustituí su tónico por veneno.
Y en cuanto hubo pronunciado estas palabras, Roger sintió que en su interior se verificaba un cambio. El poder que había estado atenazando su cerebro desapareció. Volvió a sentirse dueño de sí mismo. Miró lleno de asombro al notario que, seguido de los dos hombres, habíase precipitado sobre él y le estaba sacudiendo de los brazos y con voz alterada inquiría:
—¿Ha hecho usted eso?
Momentáneamente, Byrd sintió miedo. Al fin, haciendo un esfuerzo, musitó:
—De todas formas, Ozul se lo habrá ya dicho, ¿no? Ella le habrá obligado.
—¡El jardinero juró que no sabía nada! —dijo Currie.
Esto hizo fruncir el ceño de Byrd. ¿Le habría engañado Kashla?
—Mi mujer me dijo que él lo sabía.
Currie se echó hacia atrás y miró desconcertado a los otros dos hombres. Luego miró con más fijeza a Byrd.
—¿Su esposa le dijo eso? —preguntó—. ¿Cuándo?
—Pues... hace un momento, en el jardín.
Currie se humedeció los labios. Lentamente sus manos se levantaron hasta los hombros de Roger.
—¿Está usted loco? —susurró—. Su esposa se envenenó a las cuatro y media de esta tarde.
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