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Literatura de paul pen
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el apetito (relato)
El niño abrió la nevera convertida en despensa. Alicia oyó, a sus espaldas, cómo su hijo investigaba las estanterías llenas de latas de conserva, desplegaba envoltorios de embutidos y abría los cajones de verduras llenos ahora de frutos secos, la recomendación de la radio fue comprarlos sin cáscara para ahorrar espacio.
—Mamá, tengo hambre —dijo.
—Ya lo sé, mi vida —Alicia vio una lágrima rodar por su mejilla en el reflejo que le devolvía la ventana. La secó con un dedo.
—¿Cuándo vamos a poder salir? —añadió el niño.
Alicia hubiera querido contestar que no lo sabía, pero la desesperación se apoderó de su voz y redujo la respuesta al crepitar de la saliva en su garganta. Ofreció una mano abierta a su hijo, como haría para invitarlo a dar un paseo si el mundo exterior no fuera lo que se veía a través de la ventana. Cuando el niño se acercó, lo cargó sobre su cadera, creándole un asiento con el brazo. Carlitos se enganchó al cuello de mamá y, como si fuera una pinza, colocó una pierna sobre la tripa de ella y la otra por su espalda. El roce de ese pie avivó el dolor en los glúteos de Alicia. Ella rodeó a su hijo con un brazo, sin quejarse. Al palpar las costillas del niño, cada vez más presentes, se le estremeció el alma. Desde la altura del octavo piso observaron las hogueras en el parque. Habían empezado a encenderse cuando las farolas dejaron de funcionar. Un peatón incauto, o ya rendido, caminaba sin ganas ni rumbo, sorteando los obstáculos desperdigados por el suelo. Su jersey era de un color azul celeste tan vivo que resultaba fuera de lugar rodeado de tanta muerte.
—¡Un helicóptero! —gritó el niño. Señaló las luces del aparato que sobrevolaba el cielo nocturno, la punta de su dedo índice clavada en el cristal.
Alicia vio cómo un segundo hombre seguía al peatón del jersey azul. Un hambriento. Se aproximaba a él escondiéndose tras los troncos de los árboles que flanqueaban el camino del parque. El avance inestable del peatón facilitó el acercamiento del que iba al acecho, que se colocó detrás de su presa antes de que esta mirara hacia atrás. Y cuando lo hizo, ya era tarde. Alicia se volvió para apartar al niño de la ventana y de sus vistas. Lo dejó en el suelo.
—¡Era un helicóptero! —repitió Carlitos, con los brazos en alto—. ¡Era un helicóptero! ¡Era un helicóptero!
Ella lo dejó celebrar para que su emoción acallara los gritos que surgieron en el parque. Ver su amplia sonrisa, esa curva de la felicidad plena que solo experimentan los niños, la llenó de orgullo. Porque ella había defendido a esa personita antes incluso de que llegara al mundo. Y ahora el tiempo le había dado la razón. ¿Y si hubiera hecho caso a su familia? ¿O al padre de la criatura? ¿Qué sentido habría tenido su vida si en ella no hubiera aparecido Carlitos? Ni siquiera era capaz de imaginarlo. Hubo un tiempo en el que el consejo que todos le daban parecía el más apropiado para una niña que se había quedado embarazada sin querer, de su primer novio, a los quince años. Incluso el doctor de cabecera deslizó por encima de su mesa el folleto de una clínica de interrupción del embarazo. Requirió de una convicción no muy habitual en una adolescente defender su derecho a conservar el bebé. Un bebé que no llegó a conocer a su padre y que recibió en la frente el beso de despedida de sus abuelos en cuanto su madre alcanzó la mayoría de edad. Dos semanas después de cumplir los dieciocho, con el niño en brazos y un contrato de tres meses en el Burger King, Alicia abandonó un hogar familiar infestado de miradas de reproche y lenguas chasqueando en constante desaprobación. Besó la sien del crío, mientras se alejaba, para evitar girarse y desandar el camino cuando su madre comenzó a llorar, suplicándole que se quedara. Tres años después, aquel estudio en el octavo piso de un edificio de la periferia se había convertido en un nuevo hogar para ella y Carlitos, gracias al ascenso a encargada que consiguió en la hamburguesería. Pero justo cuando Alicia sentía, por primera vez, que había tomado el control de su vida, las personas habían empezado a comerse unas a otras. Y el mundo se había ido al garete.
—¡Quiero ver el helicóptero!
Alicia afinó el oído más allá del frenético traqueteo del rotor de la aeronave, tratando de discernir si aún se escuchaban los gritos del peatón incauto. Cuando comprobó que no, volvió a cargar al niño. Esta vez fue el gemelo de su pierna izquierda el que ardió de dolor. Se asomaron a la ventana. Carlitos abrió la boca, asombrado por el despliegue luminoso del helicóptero. Ella distinguió el jersey azul celeste que vestía el peatón, ahora desgarrado sobre un parche de tierra en el césped. Apenas una manga conservaba el color original, el resto de la prenda teñido de un rojo que empezaba a oscurecerse por la coagulación. El presente robándole el color al pasado. Alicia aprovechó para recomponer un trozo de cinta aislante que se había despegado del cristal. Era importante no alterar la palabra que podía leerse desde el otro lado de la ventana: AYUDA.
—Mira, mamá, mira —gritó el niño, retorciéndose de excitación entre sus brazos.
—Sí, hijo, sí —respondió ella sin mirar, arreglando el adhesivo que tendía a despegarse por la condensación que se formaba en el cristal.
—¡Mamá!
La explosión la pilló por sorpresa. Un fogonazo anaranjado iluminó el parque por completo. Un pitido estalló en sus oídos. Un temblor ascendió desde la tierra, a través de los cimientos del edificio, y penetró por sus pies hasta sacudirle la cabeza. El cristal de la ventana se meneó dentro del marco —sonó como el timbrazo de un visitante impaciente—. Sin entender qué estaba ocurriendo, Alicia protegió al niño en su pecho y se tiró al suelo. Carlitos le gritó unas palabras que quedaron ensordecidas por el pitido en sus oídos. Ella abrió y cerró la boca, batiendo la mandíbula hacia los lados para destaponarlos. Antes de conseguirlo, leyó las palabras en los labios de su hijo: “se ha caído el helicóptero”. El niño tiró de la camiseta de su madre para que se levantara, impaciente por ver el espectáculo que acontecía al otro lado de la ventana. Ella lo abrazó más fuerte, obligándolo a permanecer a resguardo. Cuando el suelo dejó temblar, aflojó la presión. El tono agudo que enmudecía la realidad acabó por disiparse.
—¡Se ha caído el helicóptero! —repitió Carlitos.
Varias alarmas de automóviles habían saltado en los alrededores del parque. La luz anaranjada del fuego se proyectaba en el techo del apartamento. Las llamas crepitaban allá fuera como un enorme manto de hojas secas atacado a saltos por un grupo de colegiales. Cuando volvieron a asomarse, descubrieron una columna de humo negro levantándose desde detrás de otro edificio de viviendas, a donde habría ido a estrellarse el helicóptero. El olor a goma quemada se coló a través de las paredes. El niño observó la escena sin diferenciarla de la de una película, los ojos bien abiertos esperando el siguiente efecto especial. El resplandor del fuego iluminó su rostro, resaltando sus facciones cada vez más marcadas, los pómulos más salidos, la barbilla más prominente. La cara del hambre. Cuando Alicia reparó en los dos parches de sombra que se formaban en los ojos de su hijo —ojos brillantes, llenos de curiosidad como los de cualquier niño—, no pudo contener las lágrimas, que brotaron sin que diera tiempo a secarlas. Si hubo una promesa que Alicia se hizo mientras abandonaba la casa de sus padres, esa fue la de proveer a su hijo, por sí misma, de todo lo necesario: techo, comida y educación. Incluso pronunció la promesa en voz alta, para que la oyera el bebé, cuando se subió al coche de la amiga que fue a recogerla ese día: “puedo ser joven, puedo estar sola, pero te aseguro, Carlitos, que no te va a faltar de nada”. Y Alicia había mantenido la promesa. Luchando contra el orgullo, el miedo y el saldo de su cuenta ING Direct. Durante años había utilizado esas palabras que dijo al aire en el asiento trasero de un viejo utilitario como mantra para superar los momentos más difíciles de la maternidad en soltería. Las susurró cada noche del primer año que ella y Carlitos ocuparon la habitación más pequeña de un piso compartido con cuatro estudiantes de Erasmus que nunca respetaron el descanso del crío. Las recordó cuando al entregar los formularios de una solicitud de ayuda del Gobierno a madres solteras, una funcionaria le dijo que iba a hacer lo posible para que se la denegaran, aduciendo que sus impuestos no tenían por qué servir para pagar la inconsciencia de una adolescente salida. Repitió el mantra en su mente cuando un joven disfrazado de comercial, con traje pasado de moda y maletín desgastado en las esquinas, le lanzó un Whopper abierto a la cara, delante del montón de gente que hacía cola en la caja, por no haberle quitado la cebolla. Y lo repitió una vez más cuando su propio jefe la obligó a pedir perdón al joven del traje, teniendo ella la cara aún manchada de ketchup, lechuga y mayonesa. Usó la misma promesa la pasada Navidad, al teléfono, cuando rechazó el dinero que su padre le ofrecía y acabó por preparar la cena de Nochebuena, para ella y Carlitos, con ingredientes que robó de la hamburguesería: cenaron patatas fritas, ensalada y aros de cebolla, y fueron doce nuggets, no doce uvas, lo que tomaron con las campanadas. Después de todo lo que habían superado, Alicia no soportaba ver a su hijo acusando los estragos del hambre.
—¿Por qué lloras, mamá? ¿Por el helicóptero?
Ella negó, sonriendo, mientras se sorbía la nariz. Carlitos le secó las pestañas con un dedo:
—¿Es porque te siguen doliendo los dedos?
—Ya casi no —respondió ella—. Aunque aún siento que los tengo.
El niño acarició el pulgar que sobresalía entre el vendaje, el único dedo que ella conservaba en la mano izquierda. La gasa seguía blanca y seca, lo cual era buena señal. Los primeros días se empapaba de rojo enseguida, como empapado estaba el jersey azul celeste de ahí fuera, retorcido entre dos bancos del parque.
—¿Es porque tú también tienes hambre? —preguntó Carlitos.
Fueron las tripas de él las que rugieron en respuesta. El niño se llevó las manos a la barriga, avergonzado, pero cuando mamá se rio, dejó explotar la carcajada contenida. La risa desvaneció las sombras de su rostro, llenándolo de la vivacidad propia de un niño sano. Alicia abrazó a su hijo recordando una vez más la promesa que le hizo en un coche.
—Voy a prepararte la cena, ¿vale? —le dijo al oído.
—¿Una cena de verdad?
—De las que te gustan.
El niño gritó de alegría, pero, sobre su hombro, la cara sonriente de su madre se transformó como la efigie de un busto de cera acercándose a un fuego.
—Vamos, tú vete a jugar —le dijo al oído.
Carlitos salió disparado hacia el otro lado del estudio, a menos de cinco pasos. De debajo de la cama en la que ambos dormían sacó una caja llena de muñecos y piezas de Lego. En el lateral, Alicia leyó: ¡Construye tu propia ciudad! Al otro lado de la ventana, otra ciudad iba a necesitar ser reconstruida. Si acaso quedaba alguien para hacerlo. El pensamiento aceleró su pulso como ocurría cada vez que sufría un ataque de pánico, lo cual era cada vez más frecuente.
Tres golpes sonaron contra la puerta del apartamento.
Alicia saltó a la cama donde jugaba su hijo. Cruzó un dedo sobre sus labios para hacerlo callar. El niño repitió el gesto como si fuera un juego, ignorando la amenaza que suponían los golpes. Alicia le tapó la boca con la mano. Hubo dos embestidas, de un cuerpo entero, contra la puerta. Carlitos percibió el terror en los ojos de su madre. Cuando ella dejó de respirar, el niño la imitó. En absoluto silencio, escucharon el movimiento al otro lado de la puerta. Dos puñetazos más sacudieron la madera. Carlitos empezó a tiritar. Alicia lo abrazó, esforzándose por no temblar ella también. Oyeron un sonido metálico, parecido al cascabeleo de un juego de llaves. Después algo entró en la cerradura. Se movió a un lado y a otro, intentando girarla. Se sacudió allí dentro. Con más violencia cada vez. Hasta que se produjo un chasquido metálico. Alicia cerró los ojos. Pensó que aquel hambriento había conseguido abrir la puerta. Que entraría en el apartamento y se alimentaría allí mismo, sobre la cama, de ella y de su hijo, salpicando de sangre las piezas de Lego. Tan solo pidió una cosa al Dios en el que no creía: que el hambriento se saciara con ella y no necesitara comerse al niño.
—¡Mierda! —susurró una voz en el descansillo.
Alicia abrió los ojos. La puerta seguía cerrada. El chasquido metálico habría sido el de la horquilla, o lo que usara como ganzúa, partiéndose en dos. Identificó además que la voz era femenina.
—¡Déjanos en paz! —gritó Alicia. Impulsada por la rabia, se dirigió a la puerta y le dio una patada. Sin darse cuenta usó la pierna que tenía vendada. Creyó que el dolor en el gemelo la haría caer, pero encaró la puerta, respirando rabiosa entre los dientes. Gotas de saliva perlaron la mirilla, el pomo, la cerradura. Una madre defendiendo su camada—. ¡Que nos dejes!
Se produjo un silencio. Una pausa en el enfrentamiento. Hasta que la voz al otro lado habló de nuevo. Y no sonó amenazadora sino desesperada.
—Tengo tanta hambre… —dijo.
Alicia relajó el puño cerrado y los músculos de su cuello. El tono plañidero en las palabras de la mujer le permitieron empatizar con su situación. Entender que si estaba intentando forzar la puerta de una casa cualquiera, dispuesta a entrar sin saber a qué iba a enfrentarse, era porque el hambre había anulado cualquier pensamiento racional.
—Necesito comer algo —sollozó la voz.
—Nosotros también tenemos hambre —respondió Alicia.
—Pero vosotros podéis comer comida normal. Yo he cogido esta… —pronunció la palabra con asco—: esta cosa, este… apetito.
—Por favor, vete.
La mujer golpeó la puerta.
—Tengo hambre.
—Déjanos en paz.
—Quiero comer algo.
—Vete, por favor. Estás asustando a mi hijo.
A través de la puerta, Alicia oyó cómo la mujer tragaba un repentino exceso de saliva. Relamiéndose.
—Dame al niño —gruño la voz—. Dámelo a él. Con él tengo para aguantar otro mes.
Una arcada revolvió el estómago de Alicia. Lágrimas calientes inundaron sus ojos.
—Vete —ordenó—. Por favor, vete. Hay gente en el parque, gente sana que se ha rendido —ignoró el sentimiento de culpa que le provocó el chivatazo—. Pero no me hagas esto. Mi hijo nos está oyendo.
Transcurrieron varios segundos.
Hubo otra pequeña explosión en la calle.
Alicia oyó un hondo suspiro al otro lado de la puerta.
—Allí fuera yo no puedo hacer nada —murmuró la mujer mientras se alejaba por el descansillo—, los otros son más fuertes que yo. No puedo más con esta… —su voz se perdió en las escaleras.
Carlitos bajó de la cama. De puntillas, se acercó a su madre y la abrazó a la altura de la cintura. Ella tomó aire. Lo dejó escapar en un suspiro que no la alivió.
—Venga, ya está. Ya pasó —trataba de sonar tranquila—. Tú sigue jugando, que yo iba a preparar la cena.
—¡Por fin!
Carlitos se subió de un salto a la cama. Las piezas salieron disparadas con el rebote del colchón. El niño rio mientras Alicia regresaba al baño y se encerraba con el pestillo puesto. Solo allí podía escuchar la radio sin asustar a Carlitos. Las televisiones habían cancelado su programación hacía dos semanas, pero aún se podían encontrar emisiones radiofónicas en algunas frecuencias de la onda media. El único contacto con el mundo exterior. Recorrió el dial. Cada vez que la antena captaba el murmullo de una voz humana, Alicia contenía la respiración para escuchar con detenimiento, deseando oír la noticia de que todo había terminado. De que algún equipo de científicos de la universidad de Oxford, Harvard, o la maldita Sorbona, había encontrado por fin la cura a lo que la propia comunidad científica había denominado como el apetito. Un hambre incontrolable que se había ido despertando en algunos individuos de la especie humana. Con la particularidad de que ese apetito solo podía saciarse con carne de la propia especie. Canibalismo contagioso había sido el término utilizado durante los primeros días en noticias de prensa o mesas de debate de programas matutinos. Lo habían pronunciado, con cierta incredulidad, varias presentadoras de magacines televisivos, quienes habían tratado el asunto como si fuera cualquier otra epidemia de las que no llegaban al primer mundo, poniendo cara de preocupación al oír la explicación académica de algún invitado experto en medicina o psicología, pero olvidándose del tema en cuanto pasaban a la sección de corazón. Investigaciones posteriores demostraron que el canibalismo no era contagioso sino espontáneo, surgía de pronto en cualquier individuo, y el fenómeno quedó definitivamente bautizado como el apetito. Algunos afectados se negaron a comer y acabaron muriendo de inanición. Otros optaron por el suicidio. La mayoría defendieron su derecho a vivir. Sentada en el filo de la bañera —apoyando los muslos, no los glúteos—, Alicia detuvo el dial. Había encontrado voces. Quizá anunciarían, por fin, la noticia de una salvación. Pero no. Como ocurría cada vez más a menudo, las voces pertenecían a predicadores, conspiranoicos o agitadores que, hablándole a un micrófono encerrados en un sótano o un ático, hacían lecturas religiosas, sociales y políticas del apetito. Fanáticos católicos lo consideraban un castigo de Dios por la vida de pecado a la que había sucumbido la humanidad, legalizando el divorcio, el aborto, el matrimonio homosexual. Economistas desquiciados apuntaban a alguna conspiración de los bancos y la industria farmacéutica para solucionar de un golpe la situación general de crisis. Pacifistas radicales veían en la universalización de la hambruna una justa retribución kármica por la indiferencia con la que el mundo había dejado morir desnutrida a tanta población africana. Oradores más optimistas defendían que la humanidad no estaba enfrentándose a su extinción, sino a un nuevo renacer. Que en el fondo siempre supimos que la especie humana acabaría por destruirse a sí misma y que eso era lo que estaba ocurriendo: nos autofagocitábamos como tantas veces intuimos que ocurriría, solo que lo hacíamos de una manera mucho más literal que lo que habíamos imaginado. La persona que hablaba ahora por la radio culpaba al Gobierno de no haber gestionado correctamente el brote de la epidemia.
—¿A qué Gobierno vas a culpar? —susurró Alicia—. Esto ha pasado en todo el mundo.
Abrió el espejo sobre el lavabo mientras la voz en el transistor recordaba uno de los protocolos que se puso en marcha a la primera semana de emergencia: alimentar con cadáveres a los afectados por el apetito. Los suicidios y las huelgas de hambre que siguieron algunos afectados dejaron claro que el apetito por sí mismo no convertía a los hambrientos en bestias inconscientes que atravesaran puertas o saltaran a la yugular de la gente. Los hambrientos eran solo personas con hambre: seguía siendo decisión suya anteponer su supervivencia a la del prójimo. El problema es que la mayoría lo hacían. Con la intención de reducir el número de asesinatos que asolaban los núcleos poblacionales, se ofreció gratuitamente a los hambrientos, en hospitales y centros de salud, carne de personas recién fallecidas. A los familiares se les privó de enterrar dignamente a sus seres queridos, destinados a convertirse en alimento por orden judicial. Un sufrimiento, el de esas familias, que no sirvió para nada porque pronto los afectados por el apetito revelaron otra característica aterradora de su condición: la carne de los muertos no saciaba su hambre. Necesitaban víctimas vivas. El descubrimiento coincidió con un aumento de los casos en progresión exponencial y no hubo protocolo alguno que pudiera contener la hecatombe. Encerrarse en casa con la mayor cantidad de provisiones y reducir al mínimo el contacto humano fueron las últimas recomendaciones oficiales para quienes siguieran sanos. Y eso es lo que habían hecho Alicia y Carlitos. Seguir las instrucciones de una claudicación. “El apetito es el meteorito y nosotros los dinosaurios”, bramó la voz en la radio, “los gritos que oímos en las calles son el réquiem con que se despide la especie que un día dominó el planeta”.
Alicia apagó el aparato.
En los estantes del pequeño armario sobre el lavabo había cajas de paracetamol, ibuprofeno y amoxicilina: los medicamentos que recomendaron comprar antes del encierro. Se tomó una pastilla de cada uno. Después cogió el bote de agua oxigenada. Y varios rollos de gasa. Cerró la puerta de espejo. Suspiró a su reflejo, atravesándose a sí misma con la mirada. Convenciéndose de que hacía lo único que quedaba por hacer. Lo que haría cualquier madre en su situación.
—Mamá, he construido un avión —gritó Carlitos desde fuera—. A lo mejor podemos escapar volando de aquí.
Ella quiso sonreír pero lo que hizo fue llorar. Se tapó la boca para que Carlitos no la oyera. Cambió la función de la radio a CD y presionó play. Subió el volumen. Los gorgoritos de Adele en Someone like you disfrazarían sus gemidos. Se puso de puntillas para alcanzar el toallero alto. Al que no llegaba el niño ni subido a una silla. Cogió la toalla negra. La depositó en el lavabo. Al desplegarla, descubrió un cuchillo y una bandeja. El halógeno del techo se reflejó en la hoja, que aún tenía alguna mancha de la última vez que la usó. Deshizo el vendaje de su mano izquierda. Las heridas ya no sangraban, pero no tenían buen color. Los glúteos curaron mucho mejor, aunque fueron más difíciles de cortar y las heridas seguían resultando incómodas. Lo ocurrido con el gemelo prefería no recordarlo. Alicia cogió un nuevo rollo de gasa. Lo ató con fuerza a su antebrazo, reduciendo el bombeo de sangre a la mano mutilada, la cual empapó de agua oxigenada. Esta vez no serían solo los dedos, tendría que llegar más abajo de la muñeca. El pulgar iba a ser una gran pérdida, pero no podía soportar que a Carlitos se le marcaran tanto las costillas. Mordió con ganas la esquina de una toalla de manos. Después apoyó la cuchilla dos centímetros por delante del torniquete.
Fuera del baño, Carlitos disparaba proyectiles imaginarios entre dos de las piezas de Lego, como si fueran aviones en pleno combate. Los efectos sonoros de su boca, las alarmas de los coches que seguían silbando en el exterior y la canción de Adele sonando a todo volumen, acallaron cualquier grito que Alicia profiriera. Mientras bizqueaba frente a dos piezas que no terminaban de encajar, con la lengua asomada por un lado de la boca, al niño le sonaron las tripas.
—¡Mamá! —gritó.
Carlitos dejó a un lado el avión de Lego y fue a la cocina a buscar algo que picar, igual que había hecho al inicio de la tarde. En el primer cajón encontró una caja de galletas. Un retortijón de sus tripas pareció celebrar el hallazgo. Cogió una Oreo y, como había hecho tantas veces a lo largo de su infancia, separó las dos cubiertas para descubrir el relleno. Chupó la crema de vainilla, la nariz se le arrugó. Probó a masticar el chocolate, tampoco le gustó. Escupió la galleta en el cubo de basura. En otro cajón encontró varios botes de pepinillos. No se molestó en probarlos. Abrió la nevera convertida en despensa. Repasó las provisiones que Alicia había almacenado atendiendo a las recomendaciones de la radio: los frutos secos, el embutido, las latas de conserva. Y las decenas de cajas de Froot Loops que no mencionaron en la radio pero que ella compró especialmente para el niño, para que el dibujo del tucán y los aros de fruta multicolor le alegraran cada mañana durante los días que durara el encierro. Carlitos metió la mano en una de las cajas, buscó la abertura de la bolsa de plástico y excavó un puñado de aros. Se los metió a la boca. El sabor azucarado de los cereales dibujó una mueca de desagrado y sorpresa en su rostro: no lograba entender por qué toda la comida se había puesto mala. Los escupió en el fregadero. Ese gesto, el del niño escupiendo sobre el fregadero un puñado de los que habían sido hasta entonces sus cereales favoritos, fue el que anunció a Alicia, hacía tres semanas, la peor de las noticias. El primer indicio quedó reforzado más tarde cuando se encontró al niño de rodillas junto a la papelera del baño, mordisqueando las uñas que ella se había cortado la noche anterior.
Carlitos cerró la nevera de un portazo. Se sentó en el suelo de la cocina, se cruzó de brazos y empezó a llorar. Como los niños que lloran por la noche en la planta infantil de un hospital, Carlitos estaba enfadado con una enfermedad que no sabía que tenía.
—Está todo malo —balbuceó—, tengo mucha hambre.
El berrinche duró hasta que oyó abrirse la puerta del baño. Mamá apareció frente a él. Estaba pálida, empapada en sudor. Alicia tuvo que apoyarse contra la pared para sobrellevar el mareo.
—Vamos a cenar, cariño.
Una sonrisa amaneció en la cara de Carlitos, que se levantó de un salto y se asomó al contenido de la bandeja negra que le ofrecía mamá. Con dos dedos, cogió un pedazo de carne. Se lo metió en la boca. Lo saboreó con los ojos muy abiertos.
—¿De dónde lo has sacado? He estado buscando por toda la cocina —masticó con ansia un segundo trozo—. Qué rico mamá, qué hambre tenía. ¿Tú no quieres?
Alicia observó a su hijo disfrutando de cada bocado. Eso era suficiente para aliviar el peor de los dolores. Con una sonrisa, recordó la promesa que le había hecho al niño cuando todavía era un bebé.
—No hijo, es todo para ti.
El vendaje a presión de la mano que escondía tras la espalda empezó a gotear sobre el suelo.
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el aviso (libro)
Arenas de la Despernada es una tranquila localidad residencial de la sierra madrileña. Pero tras su plácida apariencia se esconde un misterioso enigma. Un día se produce un robo en una tienda y David, uno de los clientes, es tiroteado de gravedad al tratar de salvar a un niño. Su mejor amigo, Aarón, corroído por la culpa, investiga el asalto, intrigado por el hecho de que treinta años atrás ocurrió otro muy similar en la misma tienda.
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el brillo de las luciérnagas (libro)
El protagonista de esta historia sería un niño como cualquier otro si no llevara toda su vida encerrado en un sótano impenetrable junto a sus padres, sus dos hermanos y su abuela. Todos están horriblemente desfigurados por un misterioso incendio del que nadie habla. Pero la vida oculta de la familia va a cambiar: su hermana acaba de dar a luz, el Hombre Grillo acecha peligrosamente en las sombras y él recibe la visita de unas misteriosas luciérnagas, cuyo potente brillo le animará a intentar escapar del sótano en busca de la verdad.
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la casa entre los cactus (libro)
Elmer y Rose han creado una familia perfecta entre los enormes cactus de un remoto paisaje desértico, un hogar lleno de amor para sus cinco hijas, todas con nombres de flor: Edelweiss, Iris, Melissa, Dahlia y Daisy. Pero la inesperada llegada de Rick, un excursionista en busca de refugio, revoluciona a las hermanas. Y cuando Elmer y Rose descubren que el muchacho no es quien dice ser, el enfrentamiento que librarán —una lucha entre la verdad y la mentira, la justicia y el crimen— destapará terribles secretos que cambiarán para siempre la vida de todos ellos.
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la metamorfosis infinita (libro)
Se llama Alegría. Tiene diecinueve años y toda la vida por delante. Esta noche ha quedado para salir con sus compañeras de academia. Se viste frente al espejo con la camiseta extragrande que deja al descubierto su hombro, mostrando el tatuaje de su mariposa favorita. En la cocina, se despide de su madre. Viven solas en un apartamento de la periferia, el primer hogar que han logrado construir tras un pasado marcado por la violencia. Ahora, después de muchos años, por fin están en paz. Lo que ninguna de las dos sabe es que el beso con el que se despiden en la cocina es el último que van a darse.Volviendo a casa de madrugada, Alegría se encuentra con un grupo de hombres en un callejón. Un supuesto coqueteo escala hasta la agresión. En el hospital, la madre de Alegría tan solo llega a tiempo de escuchar el sonido más terrible al que puede enfrentarse una madre: el último latido del corazón de su hija. La muerte de Alegría sacude a un país indignado con el asesinato de otra mujer. Masivas manifestaciones piden una pena ejemplar para los Descamisados, apodo con el que la prensa ha bautizado al grupo de agresores. Pero el juicio culmina con una injusta sentencia.Esta vez, la madre de Alegría no va a agachar la cabeza frente a la violencia. Otra vez no. Sola, planea una venganza contra los asesinos, inspirada en el fenómeno natural que tanto fascinaba a su hija: la metamorfosis de las mariposas. Para llevarla a cabo, necesitará ayuda. Y la encontrará en un grupo de desconocidos con los que mantiene un vínculo tan inesperado como asombroso.
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otel y la sangre del muerto (libro)
Dos cuentos asombrosos e inquietantes que muestran la magnífica habilidad de Paul Pen para crear historias de suspense. En «Otel» Lorena ha emprendido un largo viaje en coche desde Madrid hasta Asturias para sorprender a su novio en el día de su cumpleaños. De momento nada ha salido bien, y mientras apura las últimas gotas de gasolina del depósito, perdida en mitad de un temporal que amenaza con dejarla atrapada en cualquier cuneta de estas carreteras secundarias y sin cobertura en su móvil, no puede dejar de pensar en esas películas ««Psicosis, El resplandor»» que tanto les gusta ver juntos en el sofá de casa, tiernamente arropados bajo una manta. Después de muchas reticencias, Lorena se resigna a aceptar la mano que le tiende un decadente letrero luminoso al que se le ha fundido una de sus letras: OTEL, y alquilar una de sus habitaciones hasta que amanezca. En «La sangre del muerto», un grupo de adolescentes a quienes su última aventura nocturna se les ha ido de las manos, prestan declaración en comisaría… ¿Quién miente? ¿Alguno dice la verdad?
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trece historias. best seller (libro)
Un angustioso relato sobre éxitos literarios. Hace ya media hora que la biblioteca echó el cierre. Rosario archiva los últimos préstamos y borra enfadada los subrayados que ha dejado en varias novelas el camarero de la universidad. Hasta que descubre que no son simples subrayados. Ni los ha hecho él. La vida de esa joven corre peligro. Ahora, la de Rosario, también. Cuando alza la mirada, encuentra al camarero de nuevo en la puerta.
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trece historias. canela (libro)
Una historia nauseabunda sobre la pérdida. Hace muchos años que Soledad se quedó sola en su pequeño apartamento, acompañada únicamente por su perra Canela. De su marido conserva la mancha que una tos mortal dejó en los pies del crucifijo sobre la cama. De su hijo fallecido, la foto de su primera comunión, una foto que a veces le habla. La muerte del animal acabará enfrentando a la anciana a la soledad más absoluta. Y las consecuencias serán monstruosas.
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trece historias. el apetito (libro)
Una historia indigesta sobre el amor de una madre. Un hambre incontrolable se ha despertado en algunas personas, hambre que solo puede saciarse con carne humana. La gente ha empezado ya a comerse unos a otros, pero Alicia y su hijo Carlitos subsisten encerrados en casa. Todo irá bien mientras a ellos no les afecte el canibalismo contagioso que se va extendiendo por todo el mundo. Claro que hay cosas que no se pueden evitar y males contra los que solo puede luchar el amor de una madre.
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trece historias. el asesino de la conciencia tranquila (libro)
Una inusual crónica sobre un asesino con moral. Cuando Clara Hormigos se enfrenta a un segundo crimen firmado con la carátula de un disco sobre el pecho de la víctima, la investigadora siente la emoción de hallarse ante un asesino en serie activo en Madrid. Con el sexto cuerpo, la emoción se transformará en desesperación. Y eso que aún no sabe que lo que hay detrás de esos asesinatos puede hacer tambalear la moralidad el sistema judicial. Y su propia estabilidad.
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trece historias. el hermano invisible (libro)
Un cuento de terror sobre la nostalgia. Ángel se opone por completo a la mudanza que han planeado sus padres. Igual que se opone a aceptar el accidente que lo separó de su hermano gemelo para siempre. Pero negarse a la mudanza y a la verdad han dejado de ser una opción para la madre de Ángel. Es hora de que ella descanse y de que su hijo descubra la sobrecogedora realidad de aquel accidente.
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trece historias. el niño de porcelana (libro)
El rechazo de sus compañeros de clase no fue lo más doloroso de su infancia. Fue la vez que Martín le pisó la cabeza contra el suelo en el patio del colegio. Ni siquiera escuchar la ópera más bella en la fortaleza de su habitación servía ya de consuelo. Cuando quince años después se vuelva a encontrar con Martín, muchas cosas habrán cambiado. Incluyendo la sed de venganza, que será aún peor.
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trece historias. especímenes (libro)
Un relato enfermizo sobre secretos familiares. La vida de Dolly y Preston es perfecta en el rancho. Papá les deja faltar al colegio, cocinar pastel de moras, hacer guerras de pan rallado en la cocina. Él cada vez trae más dinero a casa vendiendo aberraciones animales al Museo de lo Extraño del pueblo. Pero ahora mamá lleva días sin aparecer y la tranquilidad del hogar corre peligro: nadie debe saber lo que ocurre realmente allí arriba, entre los campos de trigo.
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trece historias. la noria (libro)
Tras treinta años de infeliz matrimonio, Mara ha heredado de su marido la atracción de feria que suponía su medio de vida: la noria. De él se enamoró un verano, cuando Jaime era un joven feriante y ella una muchacha con ganas de escapar. Del matrimonio ha salido viuda, con sueños y huesos rotos y al cargo de una atracción que detesta. Hoy, una ramita de romero de Damaris, la gitana de la feria, va a ofrecer a Mara la increíble oportunidad de regresar al verano de 1985 en el que aceptó la propuesta de matrimonio de Jaime. Era el año en que «The NeverEnding Story» sonaba sin descanso en los coches de choque. ¿Tomará esta vez Mara la decisión correcta? ¿O acaso el destino es imposible de cambiar?
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trece historias. la viuda (libro)
Una emocionante historia sobre miedos infantiles. Todos los niños del pueblo temen a la mujer encorvada que vive con un muñeco hinchable en la casa de las persianas bajadas. Según los mayores, por las noches se adentra en las habitaciones para inflar a los niños hasta hacerlos explotar. Vicente y sus amigos están hartos de vivir con miedo y planean asaltar la casa de la viuda para desinflar el muñeco. Solo uno de ellos completará la expedición, recibiendo una lección de vida que lo cambiará para siempre.
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trece historias. sirena de dos colas (libro)
Una asfixiante historia sobre la obsesión. Sara trabaja en una cafetería. Sonríe siempre al recibir la visita del chico que viene después del gimnasio. Lo que no sabe es que desde una mesa la observa, diariamente, otro hombre. Un hombre que hará lo impensable por conocerla. Por hacer que se aprenda su nombre para escribirlo en el vaso de papel en el que le entrega el café. Y por explicarle por qué el logo de esa cafetería es una sirena de dos colas.
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trece historias. una bandera plateada (libro)
En la noche del primer contacto entre civilizaciones interplanetarias, dos familias asisten, frente al televisor, a la retransmisión del evento. Los padres, las madres y los niños ondean la pequeña bandera plateada que se ha convertido en símbolo universal de la pacífica bienvenida. Lo que acabará apareciendo en la pantalla es mucho más sorprendente de lo que ellos esperaban.
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trece historias. violeta (libro)
Una asombrosa historia sobre la supervivencia. Víctor y Violeta escapan a través del bosque. No pueden llegar tarde a la extracción. Policías, perros y una muchedumbre enfurecida persigue a la pareja para evitar que logren su objetivo. El amor antinatural entre un hombre blanco y una mujer de piel morada ha sido considerado una amenaza para todos. Pero nadie sabe lo que Víctor y Violeta están intentando realmente…
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trece historias. vurjhant (libro)
Un novelista de éxito espera a ser operado en quirófano. Va a someterse a un procedimiento de cirugía cerebral. Sobre la camilla, recuerda las situaciones aterradoras a las que enfrentó tantas veces a sus personajes. Ahora es él quien está muerto de miedo. Su fobia al instrumental médico promete convertir la intervención en un infierno. Lo que no sabe es la magnitud que alcanzará ese infierno.
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un matrimonio perfecto (libro)
Crees que conoces a tu pareja. Crees que tu matrimonio es perfecto. Pero todos tenemos secretos. Y la verdad siempre emerge, aunque la ahogues. La verdad nunca muere, aunque la mates. Frank y Grace forman el matrimonio perfecto. Pero cuando emprenden junto a sus dos hijos un viaje en autocaravana a través de los Estados Unidos, no pueden imaginar que se dirigen a un encuentro inesperado, capaz de destruir a la familia y poner sus vidas en peligro mortal.
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