Literatura de rafael ruano cerdá
pantaleón tarsillo el tempestario (relato)
Eran tiempos difíciles. Oscuros. La superstición, hija regalada de la ignorancia, como una gran sábana negra, espesa y pegajosa, envolvía Europa. La caza de brujas, habituales
pantaleón tarsillo el tempestario (relato)
Eran tiempos difíciles. Oscuros. La superstición, hija regalada de la ignorancia, como una gran sábana negra, espesa y pegajosa, envolvía Europa.
La caza de brujas, habituales desde tiempos atrás, se acrecentaba. Los progroms contra los judíos eran constantes. La mujer, por hechos mínimamente comparables a los de los hombres, era acosada, maltratada y ajusticiada. Los sabios, solo por discrepar con la autoridad religiosa oficial eran enmudecidos, o por la cárcel o por la hoguera.
Ayudaban poco actitudes tales como que Calixto III, el Papa de Roma en aquel año de 1456, en un arranque de valentía, exorcizara públicamente a un extraño cuerpo celeste -hoy llamado Halley- por aparecer sin su permiso en el cielo, propiedad indiscutible de la Iglesia, y pretendiera arrojarlo con sus admoniciones inmisericordes a los pálidos abismos por considerarlo embajador de Satanás.
Y aunque la Iglesia de Roma había hecho y hacía todo lo posible por acabar con lo que tachaba de superchería ridícula, denostando toda manifestación visible o audible de los misteriosos hijos de la Madre Naturaleza, castigando incluso con la muerte a quienes les prestaran atención, estos seguían mostrándose, bien porque se les invocara, bien porque les apeteciera.
Pero en aquella época, no todo eran supersticiones vanas, según transmitía la Iglesia a través de sus correligionarios. Los hombres, aun teniendo confundidas sus mentes por los mensajes constantes y las amenazas que recibían, seguían aceptando «cosas» sobre las que nadie se atrevía a dar explicaciones razonadas, especialmente aquellos imbuidos de tan «racionales» mentes. Las tradiciones ancestrales pues, como alfaguara que no se agota, seguían manando con fuerza.
Entre los límites de los ríos Ucero, Lobos y el padre Duero, en una comarca rica en monasterios, como San Pedro de Arlanza, Silos, Santa María de Huerta, amén de otros eremitorios de menor importancia, y algo cercana al santuario templario de San Bartolomé y al pueblo de Vencejos del Ucero, una pequeña aldea hoy desaparecida, donde se dice y se cuenta que pernoctaron el Cid Campeador y sus mesnadas en camino a Zaragoza, se registró un curioso sucedido que refrenda lo comentado y que, si se busca, se puede hallar escrito en las polvorientas alacenas de la biblioteca del ilocalizable monasterio de San Juan de Otero, siempre iluminadas por lamparillas perpetuas alimentadas por el oleum vitri de los alquimistas, entre las tapas de un códice camuflado entre muchos otros y que, si se abre, debe hacerse con especial cuidado, pues sus hojas de papiro son frágiles como los sueños.
Pues bien.
Érase que se era que, en aquel remoto lugar, las lluvias de aquel otoño habíanse hecho tan frecuentes que todo lo plantado de huerta amenazaba con pudrirse por efecto de tanta humedad. Los campos estaban enfangados y caminos y senderos intransitables, así como piletas y aljibes, todos llenos y rebosando. De resultas, las gentes no podían trabajar la tierra, no podían recolectar las huertas, no podían transportar mercancías para negociar en los pueblos vecinos y no podían zafarse de catarros y enfriamientos, llevándose la aviesa Parca a muchos por pulmonía. Hasta podría decirse que las piedras más compactas rezumaban agua si se les golpeaba.
Fue esta grave circunstancia la que obligó a todo el pueblo a reunirse de una vez por todas en el claustro porticado de su pequeña iglesia y tratar el tema con toda la enjundia que requería.
Después de inacabables dimes y diretes, donde mucho se habló de cosas no venidas a cuento, se llegó por fin a la conclusión de que tanta frecuencia de chaparrones, algunas veces con la compañía de contumaces granizos, no podía provenir de la voluntad del cielo, sino más bien del retorcido atrevimiento del demonio y de sus innombrables compinches. Por lo que, una vez aunadas las intenciones, resueltos, optaron por acabar con tan incómoda situación a través de soluciones que de allí mismo debían salir.
El señor cura, que a requerimiento de los vecinos más creyentes se había trasladado a propósito desde el importante pueblo de Ucero, dado que en la iglesia del pueblo se custodiaba una de las más bellas reliquias, habida y envidiada en muchos kilómetros y pueblos a la redonda, la pluma exquisitamente blanca y celestial del ala derecha del arcángel San Gabriel, El ángel de la Anunciación, propuso hacer con ella tantas procesiones como fueran necesarias por las calles y caminos de toda la comarca, hasta conseguir, por tan repetitiva exposición divina, espantar para siempre a tan porfiada borrasca.
Era aquella reliquia, se decía, milagrosa por demás, el divino regalo que Nuestro Señor hizo a un esforzado guerrero oriundo de estas tierras, por defender como pocos, en valor y fervor, el buen nombre de la Cristiandad. Formó parte aquel de la primera cruzada ida a Palestina a liberar los Santos Lugares y, visitando en Nazaret la casa que habitó en su primera infancia el Salvador, a indicación de un ángel que se le apareció en aquel momento, la halló acomodada en un rincón. Después, por haber vuelto sano y salvo a su hogar gracias a esa pluma que siempre llevó en su faltriquera, la dejó en aquella ermita por entonces abandonada y, habitándola, se convirtió en su custodio hasta que le llegó la hora de su muerte.
Mas del alfarero Deodoro, hombre viejo y de vueltas de casi todo y por tanto conocedor de lo que es la vida —por vista, pues había viajado y estado en varias guerras contra los moros, y por oídas, ya que frente a su torno, las gentes que pasaban le contaban muchas cosas buenas y malas—, que además de modelar el barro era diestro en pescar en el río, herrar a bestias y malhechores, remendar el calzado y también, como pocos, diestro en el arte de robar su miel a las abejas, y que por tantos conocimientos acumulados hacía de alcalde, surgió una opción de lo más insólita. Buscar a un conjurador de tormentas, del cual él sabía, y sujetarse a su ciencia para solucionar tan colosal complicación.
Decía el viejo que aquel sujeto que conocía, de nombre Pantaleón Tarsillo, residía más allá de la extremadura, por donde, y mucho más lejos, había ganado justa nombradía por la gran cantidad de entuertos en los que se había visto envuelto con Busgosos, Diaños, Trasgos y muchos otros más, seres amorales de la Naturaleza en fin, en cuyos pleitos siempre había salido victorioso, además de deshacer tormentas a través de su voluntad y de efectivas exhortaciones hechas gracias al conocimiento que le había transmitido un antiguo maestro frailón, eremita cántabro ya fallecido, conocedor de antiquísimos saberes llegados a él desde tiempos de los druidas celtas y que residió en las oscuras y frondosas selvas del valle de Cabuérniga, allá por su montañosa tierra, al que la Iglesia nunca pudo clavar la uña, pues sabio como era, se decía de él que se trasladaba a lomos de grandes pájaros a ocultos lugares cuando intuía que se le iba a aherrojar.
Y que, en definitiva, todo el problema y su solución consistían en buscarlo, hallarlo y traerlo, para acabar de una vez por todas con aquel mal fario.
Aquella segunda opinión, que dejó con la boca abierta a muchos de los congregados por lo que tenía de fábula, consiguió, aparte de hacerles pasar del silencio más expectante al más súbito de los aplausos, su general aprobación. Aquella insólita solución se llevó, por fantástica e irreal, los parabienes de la gran mayoría de los reunidos.
Pero el cura no se rindió. Obstinado, como debe ser cuando las divinas leyes de su Iglesia se ponen en entredicho, se opuso por completo a fórmula tan disparatada y, como buen manipulador de sentimientos, a continuación dejó ver su tristeza por evidenciar que no se había pedido lo que para él era lo más efectivo, lo más cercano y lo más lógico, como era la ayuda de Dios. Después de un estudiado silencio durante el cual recorrió su lacerante mirada por los rostros de todos los reunidos, les trasladó de forma meliflua pero firme que hacer lo que decía el herrero se enfrentaba descaradamente con lo prohibido por la Iglesia de Cristo.
Mas el pueblo, que de religión, expiaciones, confesiones y prédicas estaba de vuelta y revuelta, y mucho más de procesiones y rogativas interminables, insistió en su gran mayoría por inclinarse a la segunda opción.
Sobra decir, aunque se diga, que la insistencia del clérigo, recurrente en hacer ver lo próximo que se estaba al pecado y por tanto al anatema, y de resultas al fuego infernal por el indiscutible resquebrajamiento de la fe, arrancó por el temor que suscitó que su propuesta fuera aceptada. No obstante, muchos ciudadanos dejaron claro que si el párroco, al que algunos no le tenían muchas simpatías, fallaba en su intento, se buscaría al tempestario.
Finiquitado el asunto, al día siguiente antes del salir el sol, todos los vecinos, desde la puerta de la iglesia donde el señor cura ya había dado las instrucciones precisas de cómo se iba a desarrollar la procesión, peripuestos con sus mejores ropas y tras una engalanada peana sobre la que estaba situada el arca de cristal donde se podía ver claramente la extraordinaria pluma colocada sobre roja almohadilla de terciopelo, llevando delante de ella en posición bien visible una cacerola puesta del revés que venía a decir claramente que ya no querían más agua, con la aquiescencia de las figuras bíblicas de piedra que observaban silentes desde los capiteles, salieron en procesión con el clérigo al frente, armado este de la Biblia, un bello hisopo de plata y un buen número de rogativas para recitarlas al viento.
Envueltos por aromas de incensarios, agitados sin descanso por briosos monagos, lanzáronse a recorrer todas las calles del pueblo y de allí, todos los caminos y sendas transitables de la comarca. El cura, delante, abrigado con un grueso coleto por encima de la sotana y sobre él, un sobrepelliz de algodón y una generosa capa pluvial por si acaso, entonaba rosario y plegarias, mientras los parroquianos que le seguían por detrás le contestaban en una letanía repetitiva y machacona.
Fueron por un camino, después por otro y a eso de la hora nona, sin parar ni para comer, casi agotados por tanto andar, subir y bajar, sorprendentemente, al girar una curva se dieron de frente y a muy poca altura con una amenazadora nube, negra como un tizón, que parecía estar jugando, meciéndose sobre las copas de unos no muy altos pinos y que casi se podría decir que estaba allí esperándoles. Quedaron los procesionarios parados, mirándose unos a otros con estupefacción ante visión tan sorprendente, mas su sorpresa aumentó hasta el infinito cuando aquel apretado bolo, dando la sensación de haberlos visto, descendió suavemente como una culebra por los recios troncos y se posicionó en mitad del camino en clara actitud de desafío, dispuesto a no dejarlos seguir.
Mas el cura no se dejó intimidar. No era precisamente de esos que se dejan crucificar a las primeras de cambio, no en vano estuvo en la batalla de la toma de Antequera cortando cabezas de moros infieles. Así que blandiendo el crucifijo como si fuera recia espada toledana, tomando aquello como un remedo de la batalla de Clavijo e invocando a Santiago Bonaerges, exigió apretar el paso. Persignándose repetidas veces arreció con sus oraciones, secundándole gritón el exacerbado populacho.
Apenas avanzaron, aquella apretujada masa gaseosa que parecía alegrarse por entrar en combate por cómo se removía, como si fuera dirigida por el mismo Belcebú, envolviéndolos sibilina, descargó sobre ellos una borrasca tan intensa, con tanta agua, viento y pedrisco, que toda aquella manifestación religiosa, recibiendo con sorprendente puntería tremendas cascarrinadas en sus cabezas y chapoteando barro con los pies, en menos que canta un gallo, se desperdigó por todas direcciones buscando cobijo tras ribazos o bajo las copas de árboles próximos, unos, y los otros, los más ágiles, huyendo rápido de allí con tanta premura como si la vida les fuera en ello.
Al día siguiente, el derrotado ejercito popular, entre estornudos y algún estremecimiento por enfriamiento, convocó nuevo pleno vecinal decidido a dar al diablo el hato y el garabato de una vez por todas, aceptando sin más dilación por razón de que no había otra mejor expectativa, la ofrecida por el cacharrero, con el voto en contra del trasquilado sacerdote que, erre que erre, seguía diciendo que tal decisión era como salir de Gomorra para meterse en Sodoma. Que actuar así era, ni más ni menos, vender el alma a Satanás para derrotar a Lucifer.
Pero el pueblo estaba harto de tanta lluvia, tanto que, a pesar de la posible y velada excomunión del señor cura encastillado en su opinión de no recurrir a métodos paganos, plantearon la inmediata búsqueda del deseado desfacedor. Tenazmente decididos por acabar con aquel supuesto maleficio, un buen número de mozos, a pie unos y otros subidos en sus mulas, salieron al día siguiente por todos los caminos en grupos de a dos, a buscar a tan famoso agorador.
Y busca que te busca, mirando por aquí o por allí, preguntando a unos y a otros, consiguieron encontrarlo vagabundeando por los hayedos que faldean los riscos rojizos de la peña Oroel, el cerro de Berdún y el monasterio de San Juan de la Peña, rebuscando hierbas medicinales y otras algo extrañas, sorprendiéndose aquellos al ver que, cuando cortaba las ramitas con minuciosidad de cirujano para evitar dañar la planta más allá de lo imprescindible, a continuación la acariciaba y le agradecía su ofrenda.
La entrada en el pueblo del conjurador y sus buscadores fue controvertida. Los sencillos, los de comer poco y siempre lo mismo, lo recibieron con alegría. A su paso le daban regalos, una patata, una manzana, un ramito de tomillo; mientras los pequeñuelos, siempre bulliciosos como es natural en ellos, bailaban escandalosos a su alrededor. Los orondos, los que comen bien y variado, le recibieron serios flanqueando al cura, quien desde el pórtico de la iglesia esperaba ceñudo.
Paróse ante ellos el hechicero y su vocinglera comitiva, viendo como el sacerdote bajaba la escalera y se subía a una silla que un sirviente, observando a Pantaleón, colocó delante de él cuando quedó parado.
Sin mediar palabras, le espetó: «¡Te conjuro por Jesús Cristo, nuestro único Dios! ¡Azazel, sal de este hombre y huye de aquí, antes de que su furia caiga sobre tu cabeza!» Después, viendo el cura que nada sucedía, mirando a sus feligreses y dándoles a entender que el exorcismo iba a resultar complicado, recordando a Marcos el evangelista, dijo bien alto para que todos lo oyeran y de paso percibieran que, aún así, él estaba capacitado: «¡Esta casta no puede ser expulsada sino con gran oración y ayuno!»
Más Pantaleón, que no daba crédito a lo que veía, sin arredrarse preguntó al religioso: «¿Acaso me estáis exorcizando?»
Mas el aludido, sin responderle, inició sin más el rezo de una letanía que apenas podía entenderse, aspergiéndole con un manojillo de hierbas de San Juan con una mano y con la otra de hinojo, mojándolos repetidamente en un pequeño y humilde caldero, ahora santificado por el instante que pudiera durar tan extraña ceremonia al estar lleno con agua bendita, y que era sostenido al hombro por el acólito que estaba a su lado para que el exorcista no tuviera que inclinarse a mojar las hierbas. Después, recitando otras inaudibles plegarias asimismo exorcizantes, impuso sus manos sobre la cabeza de aquel hombre.
Cuando acabó, sin terciar palabra entre ellos, el cura quedó parado, expectante, mirando fijo al hechicero, haciendo tiempo por ver su reacción y confiando verle descompuesto en un mísero montoncito de ceniza.
Pantaleón, hombre sabio, porque por eso era mago, seguía quieto haciéndole el juego al eclesiástico, quien algo nervioso porque nada sobrevenía, continuaba esperando una reacción feliz para sus intereses.
Cuando por el tiempo que pasó quedó claro que nada iba a suceder, el tenido por nigromante, harto conocedor de la condición humana, consciente de que aquel hombre estaba henchido de defectos, como casi todos los que componemos esta triste Humanidad, viendo en él no solo el octavo pecado capital, que como todos sabemos es el de vanagloria, sino que también estaba embebido de soberbia y poder, amén de otros que percibió sutilmente, como el de lujuria y de gula, y de resultas el de ignorancia, tal vez la mayor y más inexcusable de todas las imperfecciones, hizo un vigoroso gesto con su mano elevándola por encima de su canosa cabeza y un hermoso caballo blanco que nadie hasta entonces había visto se aproximó majestuoso y, relinchando sumiso, se colocó a la vera del sacerdote.
«¡Os lo regalo!» Fue lo único que dijo aquel hombre, mirándole con ojos de fuego.
No se sustrajo el clérigo ante semejante obsequio y, pasando de exorcismos, ¡Ah, la corrosiva vanidad que lo muele todo!, mirando a su alrededor, puso su pie sobre el estribo y asiéndose al agarre de la silla subió majestuoso a su grupa.
Observando triunfante de arriba abajo al regalador, pues en aquel gesto apreció el cura una señal de sometimiento, giró con la brida al caballo hacía la derecha e inclinándose sobre su cabeza acarició suavemente su cuello. Entonces, asió un fino rebenque que colgaba de la silla. Una preciosa fusta con incrustaciones de pedrería en su puño para dominar a aquella bestia. Y elevándola, sabiéndose poderoso, la bajó para golpear con fuerza sobre el flanco del animal.
Cuando Pantaleón, que esperaba esa acción, vio que sucedió, pasando del gesto cordial al autoritario, exclamó: «¡Malhalla, hijo de Esceva! ¡Vete! ¡Vete lejos! ¡Muy lejos! ¡Y tú, Bruto, no lo traigas nunca más por aquí!»
Recibiendo a la vez latigazo y mandato, aquel hermoso corcel salió de allí con tanta rapidez, que en menos que se tarda en decir amén, desapareció de la presencia de todos.
Ajeno a lo que estaba sucediendo en el pueblo, cuando al tiempo y casualidad que después de encerrar a su ganado en el aprisco, volvía gavilla al hombro el pastor Renato a recogerse en su chamizo en lo alto del pequeño cerro que dominaba la aldea, cosa que hacia por precaución antes de la hora sexta para así resguardarse en su hogar antes de que, como todas las tardes, se repitieran los ya familiares aguaceros, escuchó y vio subir por la dificultosa cuesta que unía al pueblo con el otero donde vivía una caterva de gentes, compuesta de escandalosos zagalejos y rumorosos rezadores, que con su «tole tole» empujaban, además de su entusiasmo, una pesada carreta, ayudando y dando así más prisa al jumento que la arrastraba.
Quedó parado y sorprendido el pastor viendo aquella curiosa comitiva que, ignorándole, aun pasando por delante de él, al llegar a unos veinte o treinta metros frente a su choza y al lado de una fuente, pararon el carro y con presteza bajaron cuerdas y palos, amén de unos estrambóticos aparejos que depositaron cuidadosamente en el amplio calvero.
Enigmático, el cabrero, enfundado en gorda pelliza, prestaba curiosa atención a toda aquella parafernalia. Veía Renato cómo otros mozos que detrás venían portaban más utensilios y que a instrucción de un desconocido personaje, centro y admiración de todos los allí reunidos, los iban colocando en los sitios que él señalaba. Allí disponían una mesa y acá hundían unos palos bien fijos al suelo, separados notablemente en su base y juntos en sus partes más altas. Después, sobre el vértice que formaban sus puntas al cielo, engancharon una negra campana.
Con prisa, como si tuviera que adelantarse a algo muy importante, aquel sujeto revestido con una deshilachada estola daba órdenes acá y acullá.
Era aquel individuo de edad madura, de pelo bastante largo y canoso, cojitranco del pie derecho y de ojos profundos e intensos, el deseado tempestario. Ese del que Renato había oído hablar, pero que en su momento no le dio más importancia que la precisa, pues para él su rebaño estaba antes.
Aquel enigmático sujeto que ahora observaba, y por lo que oía tenía por nombre Pantaleón, mientras daba sus órdenes, protegía con gran cuidado, porque así lo dijo, junto a un ejemplar del libro de San Cipriano, una vasija con agua que aseguraba haber sido recogida por él en el río Jordán y que tuvo durante tres noches seguidas sobre la tumba donde fue enterrado nuestro Cristo Jesús, allá en la lejana Tierra Santa. Esta vasija a la vista de todos la iba llenando personalmente y ceremonioso con cantos rodados que le trajeron de una cercana rambla. Después, libro y jarra los dejó colocados sobre un rudimentario altar que de forma provisional allí mismo ordenó disponer.
Mandón, dirigía con su derecha a modo de sable sarraceno a siete obedientes chavalucos armados de potentes ondas ponerse delante, entre él y un barreño grande colmado de ramas y hojas secas de laurel, mientras cuatro fornidos mozos, siguiendo sus órdenes, le ataban la cintura con una recia maroma, fijándola después con firmeza a un roble próximo, quedándose —por disposición muy concreta del tempestario— muy cercanos a él por si acaso al conjurar era succionado por el nubero.
Movido por una casi infantil curiosidad, dejó Renato a buen cubierto la madera que llevaba y, tomando rápidamente asiento sobre un pulido pedrusco que muchas veces utilizaba como silla, decidió ser espectador de tan singular representación.
Una vez todo en su sitio y cada uno en su lugar, según así lo dispuso el mago, trazó un círculo perfecto con una larga vara de avellano, se colocó en su centro y, dando con ella un palmetazo en la mano, lanzó una orden terminante y los en aquel lugar concitados, sin excepción, quedaron quietos, con sus miradas fijadas en el cielo y en los nubarrones que los iban cubriendo.
Del alboroto se había pasado al mayor de los silencios. Todos estaban expectantes. Nadie se movía. Apenas respiraban. Apenas parpadeaban. Como cazadores pendientes de la presa que en momentos fuera a ponerse a tiro de flecha.
En aquel palpable mutismo, viniendo del noroeste y puntual como todas las tardes, ajenas a lo que les esperaba, unas oscuras nubes, amasándose en el cielo por manos invisibles, fueron tomando cómoda posición sobre los prados, bosques y labrantías de aquella comarca, amenazando, por el cariz y negrura que iban adquiriendo, en verter por enésima vez cascadas de agua y piedra.
Como previendo lo que iba a suceder —cosa que acontecía ya desde incontables y repetidas tardes— y adelantándose a las húmedas intenciones de aquel confiado nubarrón de finos contornos exquisitamente blancos y núcleo pavorosamente negro, el arcano Pantaleón Tarsillo, presunto hacedor de mil y un extraños conjuros, a un momento que consideró como el más idóneo y desde el lugar que instaló como atalaya guerrera, con atronadora voz, gritó poniendo a todos los presentes sus pelos de punta:
«Abocana, mala guedeja,
mientres te digo esta queja,
revuelve por el collau.
¡Escampla nube y nublau!»
Y como la nube quedó parada como no entendiendo, siguió el tempestario con otra formula no menos mágica:
«Por los santos de la tierra y del cielu,
por sus hechos y lo que dicen
y nel ara de la cruz todos están,
Paternoste, sácanos de este mal.»
Pareció que aquel oscuro celaje quedaba estupefacto ante tan inesperada diatriba paralizando de pronto su suave discurrir por el cielo. Apenas acabó el hechicero su breve imprecación, como general que dirige a un disciplinado ejército, a su señal, un furibundo mozo principió a tirar con fuerza del cordel que se unía al badajo de aquella encumbrada campana, produciendo un rápido y rítmico repique, envolviendo en aquel nervioso tañido a todo ser viviente, visible y no visible, desde más abajo del pisado suelo hasta más allá de la más alta nube.
No había hecho más que empezar el nervioso rebato, cuando aquellos siete mozalbetes con cruces de ceniza sobre sus frentes, a otra orden señalada del oficiante, sin darse tregua lanzaron con sus precisas ondas piedras y más piedras tomadas del bendecido recipiente hacía el bruno nubarrón, al tiempo que el alcalde prendía fuego al laurel depositado en su receptáculo, manando hacía el espacio fosca y espesa humareda.
Viendo que todo se iba produciendo según lo establecido, reanudó el vigoroso tempestario su conjuro. Tomando de su bolsillo un cuchillo que puso en alto y visiblemente del revés y en su mano izquierda guarnecida con ataduras de tomillo, romero y ruda empapadas de agua bendita, hizo a modo de cortar cruces en el aire, dirigidas a cada una de las cuatro partes del mundo, mientras reanudaba su retahíla.
«¡Yo te vuelvo a conjurar por las cuatro palabras que Dios mismo habló a Moisés: “Uriel, Seraph, Josafa Ablaty, Agla Caila”, para que ceda tu fomento ya! Por Adonay, Jesús Autem, Jesús superautem. Superautem Jesús. Lagarot, Aphonidos, Paatia, Urat, Condion, Lamacron, Iodón, Arpagón, Atamar, veniat Serabani. ¡Aléjate, aléjate, aléjate…!»
Entusiasmados todos por la seguridad que derramaba Pantaleón el del reducido tarso, gritaban, golpeaban y zaherían a aquella en apariencia insensible nube.
Sorprendentemente y a la vista de todos, ésta comenzó a retorcerse sobre si misma. Se encrespaba, se rizaba, remolineaba, bajaba y subía. Sobre los congregados precipitóse violentamente una arisca ventolera que levantaba y removía todo lo que allí estaba. Truenos ensordecedores y luminosos relámpagos salían de su seno. El recipiente de agua bendita cayó al suelo. El Ciprianillo se estrelló contra la cara del alcalde. El conjurador era arrebatado con vehemencia hacía la nube succionado de forma irresistible, mientras que dos mozos ya aleccionados afianzaban con energía la cuerda que rodeaba su cintura al recio árbol y los otros dos lo sujetaban de sus ropas, aunque no podían evitar ser izados con el tempestario al espacio, pero que gracias al fuerte cabo no iban mas allá de tres o cuatro metros. De resultas de todo, durante un tiempo aquello se convirtió en el acabose, en la batalla de Covadonga, en la toma de Troya, en la quema de Roma.
Mas de pronto, ante la general sorpresa de los congregados, mientras salían de sus entrañas rabiosos rayos que caían sobre árboles y alguno sobre aquel calvero, además de gordos chinarros de pedrisco, una increíble y gutural voz repleta de injuria coreaba su congoja: «¡Marranos, malditos, ya os deja Xuan Cabrito...!» Vieron todos como el portentoso tifón giraba violentamente hacia el sur.
Dejando tras de sí un fuerte olor a azufre, esta, que era seguida con expectación por todos los presentes, sin recatarse lo más mínimo paró su frenética marcha sobre una montaña a tres o cuatro jornales de donde estaban y sobre ella descargó rabiosa toda el agua y la piedra que allí no pudo volcar.
Los reunidos quedaron sobrecogidos, interrogándose entre sí y volviendo sus miradas, las fijaron con admiración incapaz de describirse en el hombre sorprendente que había montado aquel desaguisado.
El cielo en aquel momento se abrió esplendoroso, limpio y más azul que nunca. Aquella tarde no llovió. Tampoco granizó. El Sol se consolidó y sus cálidos rayos calentaron a personas, animales y plantas por primera vez desde ya bastantes días.
Fue maravilloso. Todos cantaban y reían. Tomados de las manos formaron una improvisada rueda dejando en su interior al magnifico encantador y a su alcalde, a los que daban vítores y agradecimientos. Felices y cansados, con los estómagos calientes por el vino que, sin saber cómo, corrió con generosidad, fueron tomando el camino de bajada al pueblo. Los mozos y mozas hablando, los críos escandalizando y el alcalde y el conjurador tratando del estipendio que este debía recibir y que sería casi con seguridad algunas sacas de grano y puede que también alguna que otra oveja o gorrino.
Renato, que en primera fila había seguido con gran estupefacción lo sucedido, siguió sentado en su pedrón hasta que el silencio dominó el lugar. Después, con lentitud, como si saliera de un siniestro sueño, se levantó mirando atentamente a su alrededor y, santiguándose varias veces y dando gracias a Dios, con temor y mirando atrás por si acaso, se metió en su casa.
El sabía, pues aunque no era viejo ya tenía bastantes años para haber visto y oído cosas extrañas, de la existencia de poderosos seres, habitantes del Mundo Borroso e hijos de la Madre Naturaleza que en muchas ocasiones se habían dejado ver por los hombres, bien amistosos, bien agresivos, pero nunca imaginó que el encontronazo entre hombre y engendro pudiera llegar a tanto.
Mas enfrascado en tan insólitos pensamientos llegó la noche y el pastor, después de tomar su frugal cena y de rezar sus oraciones en la humilde barraca, rodeado de algunas ovejas que le proporcionaban la adecuada calefacción, se dispuso a descansar.
Estaba empujando la puerta para atrancarla, cuando a sus oídos llegaron unos lastimeros ayes que le pareció provenían de la fuente, a unos veinte metros de allí. Movido por la curiosidad, allá se encaminó y en la penumbra, viendo malamente por la escasa luz que daba la noche, percibió una forma humana que, maltrecha y apoyada sobre las piedras, gemía repetidamente. Apiadándose de aquel sujeto, lo levantó fácil pues era pequeño y de poco peso y echando su brazo por detrás de él le ayudó a andar, llevándolo encorvado por dolorido a su refugio, donde lo acostó encima de su jergón. Encendió una vela y se dispuso a prepararle algo caliente con el fin de darle calor y fuerzas.
Ya dispuesta la cocción, se aproximó a su vera para dársela cuando a la luz de la palmatoria quedó estupefacto. Aquel no era un hombre corriente. Además no recordaba haberlo visto entre todo aquel tumulto. Era delgado y de poco tamaño, sorprendiéndose de que sus brazos excesivamente largos le llegaran más debajo de las rodillas. Sus dedos, peludos y toscos, daban la sensación de haber estado muchas horas metidos en el agua, por lo arrugados. La cabeza la tenía tremenda, con apretada y negra cabellera. La frente escasa y las cejas tupidas y espesas parecían juntarse con su cabello. Los ojos de breque y de bitoque y las narices remachadas. La boca la tenía boquina y el mentón barbillón, y su olor era de pestilencia.
Fijóse con más atención y comprobó que tenía magullada la cara, como si hubiera sido apedreado. Pero en aquel momento a Renato todo eso le importaba menos que hacerle reaccionar. Tomó su cabeza por detrás y le acercó con suavidad el tazón caliente. Aquel personaje abrió sus ojos y mirándole torpemente sorbió el caldo y se recostó. A continuación, pacientemente, Renato, conmovido, fue poniendo sobre las partes contusionadas de su cara trozos de tela empapados en una cocción de agua con caléndula. Cuando acabó, lo tapó y se recostó al lado de la cama, en una esterilla sobre el suelo.
Apenas entraban por la ventana las primeras luces grises de la mañana cuando Renato, que seguía acostado sobre la tierra, se despertó al toque y retoque de fuertes golpes sobre la puerta. Incorporándose, se sentó sobre el suelo viendo que nadie había sobre su camastro. Se levantó y abrió. Un hombretón tremendo que le superaba en más de medio metro, ocupando con su extenso cuerpo todo el hueco de la puerta, le miraba atento.
Haciéndole una seña le hizo salir de la casa. No había despuntado todavía el sol, cuando aquel personaje, ya totalmente restablecido le habló: «¡Gracias cabrero, me ayudaste y te lo agradezco! ¡Yo soy Xuan Cabrito y nunca olvido! ¡Toma! —Le dio una bolsa atada con una cuerda—. ¡Y adiós!»
Diose vuelta y avanzó unos metros dándole la espalda a Renato. Este se sobrecogió, un ojo inexpresivo más grande de lo normal situado en la nuca del nubero lo miraba atentamente mientras se alejaba. Paróse el gigantón ante un montón de cenizas que previamente había acumulado y sobre ellas orinó. Apenas acabó, repentinamente un remolino se inició y aquel corpachón quedó envuelto por la ceniza que giraba frenética a su alrededor. En un instante, se elevó sobre la tierra.
Estaba ya a unos cinco metros de altura cuando a voluntad quedó flotando en el aire y mirando atentamente a Renato le dijo: «¡Eh, Rompe terrones! Esta gente estúpida de quienes yo me meo en sus bocas se queja ahora del agua. Tiempos vendrán en que la pediréis y yo me reiré. Solo si quien la pide eres tú, tal vez venga.»
Agitó su mano de izquierda a derecha. Le decía adiós. De pronto, como una exhalación, como si flotara menos que una pluma, se perdió de vista por el centro de un remolino que semejaba un gran cucurucho invertido, y a una velocidad endiablada -nunca mejor dicho- subió a los cielos.
Ya se hubo perdido de vista cuando Renato abrió la bolsa de tela de estameña. Un pedrusco brillante como un sol tapaba la palma de su mano. Aquel impresentable sujeto le había regalado un diamante. Tal vez el más grande que ser humano pudiera haber visto y tocado nunca.
Mientras, agotado pero imposibilitado por descabalgar de aquel rocín, el clérigo, galopando sin descanso por caminos y veredas, cañadas y gargantas en dirección a no se sabe qué ignoto lugar, entumecido el cuerpo y pasmado por ir viendo que cuanto más tiraba de la brida y hostigaba a su montura para que frenara, ésta a cada azote aumentaba de tamaño, engordaba su lomo y se endurecía con escamas de reptil erizadas de aguijones como de rosal perruno, haciendo padecer en extremo a sus nalgas y a su entrepierna.
La caza de brujas, habituales desde tiempos atrás, se acrecentaba. Los progroms contra los judíos eran constantes. La mujer, por hechos mínimamente comparables a los de los hombres, era acosada, maltratada y ajusticiada. Los sabios, solo por discrepar con la autoridad religiosa oficial eran enmudecidos, o por la cárcel o por la hoguera.
Ayudaban poco actitudes tales como que Calixto III, el Papa de Roma en aquel año de 1456, en un arranque de valentía, exorcizara públicamente a un extraño cuerpo celeste -hoy llamado Halley- por aparecer sin su permiso en el cielo, propiedad indiscutible de la Iglesia, y pretendiera arrojarlo con sus admoniciones inmisericordes a los pálidos abismos por considerarlo embajador de Satanás.
Y aunque la Iglesia de Roma había hecho y hacía todo lo posible por acabar con lo que tachaba de superchería ridícula, denostando toda manifestación visible o audible de los misteriosos hijos de la Madre Naturaleza, castigando incluso con la muerte a quienes les prestaran atención, estos seguían mostrándose, bien porque se les invocara, bien porque les apeteciera.
Pero en aquella época, no todo eran supersticiones vanas, según transmitía la Iglesia a través de sus correligionarios. Los hombres, aun teniendo confundidas sus mentes por los mensajes constantes y las amenazas que recibían, seguían aceptando «cosas» sobre las que nadie se atrevía a dar explicaciones razonadas, especialmente aquellos imbuidos de tan «racionales» mentes. Las tradiciones ancestrales pues, como alfaguara que no se agota, seguían manando con fuerza.
Entre los límites de los ríos Ucero, Lobos y el padre Duero, en una comarca rica en monasterios, como San Pedro de Arlanza, Silos, Santa María de Huerta, amén de otros eremitorios de menor importancia, y algo cercana al santuario templario de San Bartolomé y al pueblo de Vencejos del Ucero, una pequeña aldea hoy desaparecida, donde se dice y se cuenta que pernoctaron el Cid Campeador y sus mesnadas en camino a Zaragoza, se registró un curioso sucedido que refrenda lo comentado y que, si se busca, se puede hallar escrito en las polvorientas alacenas de la biblioteca del ilocalizable monasterio de San Juan de Otero, siempre iluminadas por lamparillas perpetuas alimentadas por el oleum vitri de los alquimistas, entre las tapas de un códice camuflado entre muchos otros y que, si se abre, debe hacerse con especial cuidado, pues sus hojas de papiro son frágiles como los sueños.
Pues bien.
Érase que se era que, en aquel remoto lugar, las lluvias de aquel otoño habíanse hecho tan frecuentes que todo lo plantado de huerta amenazaba con pudrirse por efecto de tanta humedad. Los campos estaban enfangados y caminos y senderos intransitables, así como piletas y aljibes, todos llenos y rebosando. De resultas, las gentes no podían trabajar la tierra, no podían recolectar las huertas, no podían transportar mercancías para negociar en los pueblos vecinos y no podían zafarse de catarros y enfriamientos, llevándose la aviesa Parca a muchos por pulmonía. Hasta podría decirse que las piedras más compactas rezumaban agua si se les golpeaba.
Fue esta grave circunstancia la que obligó a todo el pueblo a reunirse de una vez por todas en el claustro porticado de su pequeña iglesia y tratar el tema con toda la enjundia que requería.
Después de inacabables dimes y diretes, donde mucho se habló de cosas no venidas a cuento, se llegó por fin a la conclusión de que tanta frecuencia de chaparrones, algunas veces con la compañía de contumaces granizos, no podía provenir de la voluntad del cielo, sino más bien del retorcido atrevimiento del demonio y de sus innombrables compinches. Por lo que, una vez aunadas las intenciones, resueltos, optaron por acabar con tan incómoda situación a través de soluciones que de allí mismo debían salir.
El señor cura, que a requerimiento de los vecinos más creyentes se había trasladado a propósito desde el importante pueblo de Ucero, dado que en la iglesia del pueblo se custodiaba una de las más bellas reliquias, habida y envidiada en muchos kilómetros y pueblos a la redonda, la pluma exquisitamente blanca y celestial del ala derecha del arcángel San Gabriel, El ángel de la Anunciación, propuso hacer con ella tantas procesiones como fueran necesarias por las calles y caminos de toda la comarca, hasta conseguir, por tan repetitiva exposición divina, espantar para siempre a tan porfiada borrasca.
Era aquella reliquia, se decía, milagrosa por demás, el divino regalo que Nuestro Señor hizo a un esforzado guerrero oriundo de estas tierras, por defender como pocos, en valor y fervor, el buen nombre de la Cristiandad. Formó parte aquel de la primera cruzada ida a Palestina a liberar los Santos Lugares y, visitando en Nazaret la casa que habitó en su primera infancia el Salvador, a indicación de un ángel que se le apareció en aquel momento, la halló acomodada en un rincón. Después, por haber vuelto sano y salvo a su hogar gracias a esa pluma que siempre llevó en su faltriquera, la dejó en aquella ermita por entonces abandonada y, habitándola, se convirtió en su custodio hasta que le llegó la hora de su muerte.
Mas del alfarero Deodoro, hombre viejo y de vueltas de casi todo y por tanto conocedor de lo que es la vida —por vista, pues había viajado y estado en varias guerras contra los moros, y por oídas, ya que frente a su torno, las gentes que pasaban le contaban muchas cosas buenas y malas—, que además de modelar el barro era diestro en pescar en el río, herrar a bestias y malhechores, remendar el calzado y también, como pocos, diestro en el arte de robar su miel a las abejas, y que por tantos conocimientos acumulados hacía de alcalde, surgió una opción de lo más insólita. Buscar a un conjurador de tormentas, del cual él sabía, y sujetarse a su ciencia para solucionar tan colosal complicación.
Decía el viejo que aquel sujeto que conocía, de nombre Pantaleón Tarsillo, residía más allá de la extremadura, por donde, y mucho más lejos, había ganado justa nombradía por la gran cantidad de entuertos en los que se había visto envuelto con Busgosos, Diaños, Trasgos y muchos otros más, seres amorales de la Naturaleza en fin, en cuyos pleitos siempre había salido victorioso, además de deshacer tormentas a través de su voluntad y de efectivas exhortaciones hechas gracias al conocimiento que le había transmitido un antiguo maestro frailón, eremita cántabro ya fallecido, conocedor de antiquísimos saberes llegados a él desde tiempos de los druidas celtas y que residió en las oscuras y frondosas selvas del valle de Cabuérniga, allá por su montañosa tierra, al que la Iglesia nunca pudo clavar la uña, pues sabio como era, se decía de él que se trasladaba a lomos de grandes pájaros a ocultos lugares cuando intuía que se le iba a aherrojar.
Y que, en definitiva, todo el problema y su solución consistían en buscarlo, hallarlo y traerlo, para acabar de una vez por todas con aquel mal fario.
Aquella segunda opinión, que dejó con la boca abierta a muchos de los congregados por lo que tenía de fábula, consiguió, aparte de hacerles pasar del silencio más expectante al más súbito de los aplausos, su general aprobación. Aquella insólita solución se llevó, por fantástica e irreal, los parabienes de la gran mayoría de los reunidos.
Pero el cura no se rindió. Obstinado, como debe ser cuando las divinas leyes de su Iglesia se ponen en entredicho, se opuso por completo a fórmula tan disparatada y, como buen manipulador de sentimientos, a continuación dejó ver su tristeza por evidenciar que no se había pedido lo que para él era lo más efectivo, lo más cercano y lo más lógico, como era la ayuda de Dios. Después de un estudiado silencio durante el cual recorrió su lacerante mirada por los rostros de todos los reunidos, les trasladó de forma meliflua pero firme que hacer lo que decía el herrero se enfrentaba descaradamente con lo prohibido por la Iglesia de Cristo.
Mas el pueblo, que de religión, expiaciones, confesiones y prédicas estaba de vuelta y revuelta, y mucho más de procesiones y rogativas interminables, insistió en su gran mayoría por inclinarse a la segunda opción.
Sobra decir, aunque se diga, que la insistencia del clérigo, recurrente en hacer ver lo próximo que se estaba al pecado y por tanto al anatema, y de resultas al fuego infernal por el indiscutible resquebrajamiento de la fe, arrancó por el temor que suscitó que su propuesta fuera aceptada. No obstante, muchos ciudadanos dejaron claro que si el párroco, al que algunos no le tenían muchas simpatías, fallaba en su intento, se buscaría al tempestario.
Finiquitado el asunto, al día siguiente antes del salir el sol, todos los vecinos, desde la puerta de la iglesia donde el señor cura ya había dado las instrucciones precisas de cómo se iba a desarrollar la procesión, peripuestos con sus mejores ropas y tras una engalanada peana sobre la que estaba situada el arca de cristal donde se podía ver claramente la extraordinaria pluma colocada sobre roja almohadilla de terciopelo, llevando delante de ella en posición bien visible una cacerola puesta del revés que venía a decir claramente que ya no querían más agua, con la aquiescencia de las figuras bíblicas de piedra que observaban silentes desde los capiteles, salieron en procesión con el clérigo al frente, armado este de la Biblia, un bello hisopo de plata y un buen número de rogativas para recitarlas al viento.
Envueltos por aromas de incensarios, agitados sin descanso por briosos monagos, lanzáronse a recorrer todas las calles del pueblo y de allí, todos los caminos y sendas transitables de la comarca. El cura, delante, abrigado con un grueso coleto por encima de la sotana y sobre él, un sobrepelliz de algodón y una generosa capa pluvial por si acaso, entonaba rosario y plegarias, mientras los parroquianos que le seguían por detrás le contestaban en una letanía repetitiva y machacona.
Fueron por un camino, después por otro y a eso de la hora nona, sin parar ni para comer, casi agotados por tanto andar, subir y bajar, sorprendentemente, al girar una curva se dieron de frente y a muy poca altura con una amenazadora nube, negra como un tizón, que parecía estar jugando, meciéndose sobre las copas de unos no muy altos pinos y que casi se podría decir que estaba allí esperándoles. Quedaron los procesionarios parados, mirándose unos a otros con estupefacción ante visión tan sorprendente, mas su sorpresa aumentó hasta el infinito cuando aquel apretado bolo, dando la sensación de haberlos visto, descendió suavemente como una culebra por los recios troncos y se posicionó en mitad del camino en clara actitud de desafío, dispuesto a no dejarlos seguir.
Mas el cura no se dejó intimidar. No era precisamente de esos que se dejan crucificar a las primeras de cambio, no en vano estuvo en la batalla de la toma de Antequera cortando cabezas de moros infieles. Así que blandiendo el crucifijo como si fuera recia espada toledana, tomando aquello como un remedo de la batalla de Clavijo e invocando a Santiago Bonaerges, exigió apretar el paso. Persignándose repetidas veces arreció con sus oraciones, secundándole gritón el exacerbado populacho.
Apenas avanzaron, aquella apretujada masa gaseosa que parecía alegrarse por entrar en combate por cómo se removía, como si fuera dirigida por el mismo Belcebú, envolviéndolos sibilina, descargó sobre ellos una borrasca tan intensa, con tanta agua, viento y pedrisco, que toda aquella manifestación religiosa, recibiendo con sorprendente puntería tremendas cascarrinadas en sus cabezas y chapoteando barro con los pies, en menos que canta un gallo, se desperdigó por todas direcciones buscando cobijo tras ribazos o bajo las copas de árboles próximos, unos, y los otros, los más ágiles, huyendo rápido de allí con tanta premura como si la vida les fuera en ello.
Al día siguiente, el derrotado ejercito popular, entre estornudos y algún estremecimiento por enfriamiento, convocó nuevo pleno vecinal decidido a dar al diablo el hato y el garabato de una vez por todas, aceptando sin más dilación por razón de que no había otra mejor expectativa, la ofrecida por el cacharrero, con el voto en contra del trasquilado sacerdote que, erre que erre, seguía diciendo que tal decisión era como salir de Gomorra para meterse en Sodoma. Que actuar así era, ni más ni menos, vender el alma a Satanás para derrotar a Lucifer.
Pero el pueblo estaba harto de tanta lluvia, tanto que, a pesar de la posible y velada excomunión del señor cura encastillado en su opinión de no recurrir a métodos paganos, plantearon la inmediata búsqueda del deseado desfacedor. Tenazmente decididos por acabar con aquel supuesto maleficio, un buen número de mozos, a pie unos y otros subidos en sus mulas, salieron al día siguiente por todos los caminos en grupos de a dos, a buscar a tan famoso agorador.
Y busca que te busca, mirando por aquí o por allí, preguntando a unos y a otros, consiguieron encontrarlo vagabundeando por los hayedos que faldean los riscos rojizos de la peña Oroel, el cerro de Berdún y el monasterio de San Juan de la Peña, rebuscando hierbas medicinales y otras algo extrañas, sorprendiéndose aquellos al ver que, cuando cortaba las ramitas con minuciosidad de cirujano para evitar dañar la planta más allá de lo imprescindible, a continuación la acariciaba y le agradecía su ofrenda.
La entrada en el pueblo del conjurador y sus buscadores fue controvertida. Los sencillos, los de comer poco y siempre lo mismo, lo recibieron con alegría. A su paso le daban regalos, una patata, una manzana, un ramito de tomillo; mientras los pequeñuelos, siempre bulliciosos como es natural en ellos, bailaban escandalosos a su alrededor. Los orondos, los que comen bien y variado, le recibieron serios flanqueando al cura, quien desde el pórtico de la iglesia esperaba ceñudo.
Paróse ante ellos el hechicero y su vocinglera comitiva, viendo como el sacerdote bajaba la escalera y se subía a una silla que un sirviente, observando a Pantaleón, colocó delante de él cuando quedó parado.
Sin mediar palabras, le espetó: «¡Te conjuro por Jesús Cristo, nuestro único Dios! ¡Azazel, sal de este hombre y huye de aquí, antes de que su furia caiga sobre tu cabeza!» Después, viendo el cura que nada sucedía, mirando a sus feligreses y dándoles a entender que el exorcismo iba a resultar complicado, recordando a Marcos el evangelista, dijo bien alto para que todos lo oyeran y de paso percibieran que, aún así, él estaba capacitado: «¡Esta casta no puede ser expulsada sino con gran oración y ayuno!»
Más Pantaleón, que no daba crédito a lo que veía, sin arredrarse preguntó al religioso: «¿Acaso me estáis exorcizando?»
Mas el aludido, sin responderle, inició sin más el rezo de una letanía que apenas podía entenderse, aspergiéndole con un manojillo de hierbas de San Juan con una mano y con la otra de hinojo, mojándolos repetidamente en un pequeño y humilde caldero, ahora santificado por el instante que pudiera durar tan extraña ceremonia al estar lleno con agua bendita, y que era sostenido al hombro por el acólito que estaba a su lado para que el exorcista no tuviera que inclinarse a mojar las hierbas. Después, recitando otras inaudibles plegarias asimismo exorcizantes, impuso sus manos sobre la cabeza de aquel hombre.
Cuando acabó, sin terciar palabra entre ellos, el cura quedó parado, expectante, mirando fijo al hechicero, haciendo tiempo por ver su reacción y confiando verle descompuesto en un mísero montoncito de ceniza.
Pantaleón, hombre sabio, porque por eso era mago, seguía quieto haciéndole el juego al eclesiástico, quien algo nervioso porque nada sobrevenía, continuaba esperando una reacción feliz para sus intereses.
Cuando por el tiempo que pasó quedó claro que nada iba a suceder, el tenido por nigromante, harto conocedor de la condición humana, consciente de que aquel hombre estaba henchido de defectos, como casi todos los que componemos esta triste Humanidad, viendo en él no solo el octavo pecado capital, que como todos sabemos es el de vanagloria, sino que también estaba embebido de soberbia y poder, amén de otros que percibió sutilmente, como el de lujuria y de gula, y de resultas el de ignorancia, tal vez la mayor y más inexcusable de todas las imperfecciones, hizo un vigoroso gesto con su mano elevándola por encima de su canosa cabeza y un hermoso caballo blanco que nadie hasta entonces había visto se aproximó majestuoso y, relinchando sumiso, se colocó a la vera del sacerdote.
«¡Os lo regalo!» Fue lo único que dijo aquel hombre, mirándole con ojos de fuego.
No se sustrajo el clérigo ante semejante obsequio y, pasando de exorcismos, ¡Ah, la corrosiva vanidad que lo muele todo!, mirando a su alrededor, puso su pie sobre el estribo y asiéndose al agarre de la silla subió majestuoso a su grupa.
Observando triunfante de arriba abajo al regalador, pues en aquel gesto apreció el cura una señal de sometimiento, giró con la brida al caballo hacía la derecha e inclinándose sobre su cabeza acarició suavemente su cuello. Entonces, asió un fino rebenque que colgaba de la silla. Una preciosa fusta con incrustaciones de pedrería en su puño para dominar a aquella bestia. Y elevándola, sabiéndose poderoso, la bajó para golpear con fuerza sobre el flanco del animal.
Cuando Pantaleón, que esperaba esa acción, vio que sucedió, pasando del gesto cordial al autoritario, exclamó: «¡Malhalla, hijo de Esceva! ¡Vete! ¡Vete lejos! ¡Muy lejos! ¡Y tú, Bruto, no lo traigas nunca más por aquí!»
Recibiendo a la vez latigazo y mandato, aquel hermoso corcel salió de allí con tanta rapidez, que en menos que se tarda en decir amén, desapareció de la presencia de todos.
Ajeno a lo que estaba sucediendo en el pueblo, cuando al tiempo y casualidad que después de encerrar a su ganado en el aprisco, volvía gavilla al hombro el pastor Renato a recogerse en su chamizo en lo alto del pequeño cerro que dominaba la aldea, cosa que hacia por precaución antes de la hora sexta para así resguardarse en su hogar antes de que, como todas las tardes, se repitieran los ya familiares aguaceros, escuchó y vio subir por la dificultosa cuesta que unía al pueblo con el otero donde vivía una caterva de gentes, compuesta de escandalosos zagalejos y rumorosos rezadores, que con su «tole tole» empujaban, además de su entusiasmo, una pesada carreta, ayudando y dando así más prisa al jumento que la arrastraba.
Quedó parado y sorprendido el pastor viendo aquella curiosa comitiva que, ignorándole, aun pasando por delante de él, al llegar a unos veinte o treinta metros frente a su choza y al lado de una fuente, pararon el carro y con presteza bajaron cuerdas y palos, amén de unos estrambóticos aparejos que depositaron cuidadosamente en el amplio calvero.
Enigmático, el cabrero, enfundado en gorda pelliza, prestaba curiosa atención a toda aquella parafernalia. Veía Renato cómo otros mozos que detrás venían portaban más utensilios y que a instrucción de un desconocido personaje, centro y admiración de todos los allí reunidos, los iban colocando en los sitios que él señalaba. Allí disponían una mesa y acá hundían unos palos bien fijos al suelo, separados notablemente en su base y juntos en sus partes más altas. Después, sobre el vértice que formaban sus puntas al cielo, engancharon una negra campana.
Con prisa, como si tuviera que adelantarse a algo muy importante, aquel sujeto revestido con una deshilachada estola daba órdenes acá y acullá.
Era aquel individuo de edad madura, de pelo bastante largo y canoso, cojitranco del pie derecho y de ojos profundos e intensos, el deseado tempestario. Ese del que Renato había oído hablar, pero que en su momento no le dio más importancia que la precisa, pues para él su rebaño estaba antes.
Aquel enigmático sujeto que ahora observaba, y por lo que oía tenía por nombre Pantaleón, mientras daba sus órdenes, protegía con gran cuidado, porque así lo dijo, junto a un ejemplar del libro de San Cipriano, una vasija con agua que aseguraba haber sido recogida por él en el río Jordán y que tuvo durante tres noches seguidas sobre la tumba donde fue enterrado nuestro Cristo Jesús, allá en la lejana Tierra Santa. Esta vasija a la vista de todos la iba llenando personalmente y ceremonioso con cantos rodados que le trajeron de una cercana rambla. Después, libro y jarra los dejó colocados sobre un rudimentario altar que de forma provisional allí mismo ordenó disponer.
Mandón, dirigía con su derecha a modo de sable sarraceno a siete obedientes chavalucos armados de potentes ondas ponerse delante, entre él y un barreño grande colmado de ramas y hojas secas de laurel, mientras cuatro fornidos mozos, siguiendo sus órdenes, le ataban la cintura con una recia maroma, fijándola después con firmeza a un roble próximo, quedándose —por disposición muy concreta del tempestario— muy cercanos a él por si acaso al conjurar era succionado por el nubero.
Movido por una casi infantil curiosidad, dejó Renato a buen cubierto la madera que llevaba y, tomando rápidamente asiento sobre un pulido pedrusco que muchas veces utilizaba como silla, decidió ser espectador de tan singular representación.
Una vez todo en su sitio y cada uno en su lugar, según así lo dispuso el mago, trazó un círculo perfecto con una larga vara de avellano, se colocó en su centro y, dando con ella un palmetazo en la mano, lanzó una orden terminante y los en aquel lugar concitados, sin excepción, quedaron quietos, con sus miradas fijadas en el cielo y en los nubarrones que los iban cubriendo.
Del alboroto se había pasado al mayor de los silencios. Todos estaban expectantes. Nadie se movía. Apenas respiraban. Apenas parpadeaban. Como cazadores pendientes de la presa que en momentos fuera a ponerse a tiro de flecha.
En aquel palpable mutismo, viniendo del noroeste y puntual como todas las tardes, ajenas a lo que les esperaba, unas oscuras nubes, amasándose en el cielo por manos invisibles, fueron tomando cómoda posición sobre los prados, bosques y labrantías de aquella comarca, amenazando, por el cariz y negrura que iban adquiriendo, en verter por enésima vez cascadas de agua y piedra.
Como previendo lo que iba a suceder —cosa que acontecía ya desde incontables y repetidas tardes— y adelantándose a las húmedas intenciones de aquel confiado nubarrón de finos contornos exquisitamente blancos y núcleo pavorosamente negro, el arcano Pantaleón Tarsillo, presunto hacedor de mil y un extraños conjuros, a un momento que consideró como el más idóneo y desde el lugar que instaló como atalaya guerrera, con atronadora voz, gritó poniendo a todos los presentes sus pelos de punta:
«Abocana, mala guedeja,
mientres te digo esta queja,
revuelve por el collau.
¡Escampla nube y nublau!»
Y como la nube quedó parada como no entendiendo, siguió el tempestario con otra formula no menos mágica:
«Por los santos de la tierra y del cielu,
por sus hechos y lo que dicen
y nel ara de la cruz todos están,
Paternoste, sácanos de este mal.»
Pareció que aquel oscuro celaje quedaba estupefacto ante tan inesperada diatriba paralizando de pronto su suave discurrir por el cielo. Apenas acabó el hechicero su breve imprecación, como general que dirige a un disciplinado ejército, a su señal, un furibundo mozo principió a tirar con fuerza del cordel que se unía al badajo de aquella encumbrada campana, produciendo un rápido y rítmico repique, envolviendo en aquel nervioso tañido a todo ser viviente, visible y no visible, desde más abajo del pisado suelo hasta más allá de la más alta nube.
No había hecho más que empezar el nervioso rebato, cuando aquellos siete mozalbetes con cruces de ceniza sobre sus frentes, a otra orden señalada del oficiante, sin darse tregua lanzaron con sus precisas ondas piedras y más piedras tomadas del bendecido recipiente hacía el bruno nubarrón, al tiempo que el alcalde prendía fuego al laurel depositado en su receptáculo, manando hacía el espacio fosca y espesa humareda.
Viendo que todo se iba produciendo según lo establecido, reanudó el vigoroso tempestario su conjuro. Tomando de su bolsillo un cuchillo que puso en alto y visiblemente del revés y en su mano izquierda guarnecida con ataduras de tomillo, romero y ruda empapadas de agua bendita, hizo a modo de cortar cruces en el aire, dirigidas a cada una de las cuatro partes del mundo, mientras reanudaba su retahíla.
«¡Yo te vuelvo a conjurar por las cuatro palabras que Dios mismo habló a Moisés: “Uriel, Seraph, Josafa Ablaty, Agla Caila”, para que ceda tu fomento ya! Por Adonay, Jesús Autem, Jesús superautem. Superautem Jesús. Lagarot, Aphonidos, Paatia, Urat, Condion, Lamacron, Iodón, Arpagón, Atamar, veniat Serabani. ¡Aléjate, aléjate, aléjate…!»
Entusiasmados todos por la seguridad que derramaba Pantaleón el del reducido tarso, gritaban, golpeaban y zaherían a aquella en apariencia insensible nube.
Sorprendentemente y a la vista de todos, ésta comenzó a retorcerse sobre si misma. Se encrespaba, se rizaba, remolineaba, bajaba y subía. Sobre los congregados precipitóse violentamente una arisca ventolera que levantaba y removía todo lo que allí estaba. Truenos ensordecedores y luminosos relámpagos salían de su seno. El recipiente de agua bendita cayó al suelo. El Ciprianillo se estrelló contra la cara del alcalde. El conjurador era arrebatado con vehemencia hacía la nube succionado de forma irresistible, mientras que dos mozos ya aleccionados afianzaban con energía la cuerda que rodeaba su cintura al recio árbol y los otros dos lo sujetaban de sus ropas, aunque no podían evitar ser izados con el tempestario al espacio, pero que gracias al fuerte cabo no iban mas allá de tres o cuatro metros. De resultas de todo, durante un tiempo aquello se convirtió en el acabose, en la batalla de Covadonga, en la toma de Troya, en la quema de Roma.
Mas de pronto, ante la general sorpresa de los congregados, mientras salían de sus entrañas rabiosos rayos que caían sobre árboles y alguno sobre aquel calvero, además de gordos chinarros de pedrisco, una increíble y gutural voz repleta de injuria coreaba su congoja: «¡Marranos, malditos, ya os deja Xuan Cabrito...!» Vieron todos como el portentoso tifón giraba violentamente hacia el sur.
Dejando tras de sí un fuerte olor a azufre, esta, que era seguida con expectación por todos los presentes, sin recatarse lo más mínimo paró su frenética marcha sobre una montaña a tres o cuatro jornales de donde estaban y sobre ella descargó rabiosa toda el agua y la piedra que allí no pudo volcar.
Los reunidos quedaron sobrecogidos, interrogándose entre sí y volviendo sus miradas, las fijaron con admiración incapaz de describirse en el hombre sorprendente que había montado aquel desaguisado.
El cielo en aquel momento se abrió esplendoroso, limpio y más azul que nunca. Aquella tarde no llovió. Tampoco granizó. El Sol se consolidó y sus cálidos rayos calentaron a personas, animales y plantas por primera vez desde ya bastantes días.
Fue maravilloso. Todos cantaban y reían. Tomados de las manos formaron una improvisada rueda dejando en su interior al magnifico encantador y a su alcalde, a los que daban vítores y agradecimientos. Felices y cansados, con los estómagos calientes por el vino que, sin saber cómo, corrió con generosidad, fueron tomando el camino de bajada al pueblo. Los mozos y mozas hablando, los críos escandalizando y el alcalde y el conjurador tratando del estipendio que este debía recibir y que sería casi con seguridad algunas sacas de grano y puede que también alguna que otra oveja o gorrino.
Renato, que en primera fila había seguido con gran estupefacción lo sucedido, siguió sentado en su pedrón hasta que el silencio dominó el lugar. Después, con lentitud, como si saliera de un siniestro sueño, se levantó mirando atentamente a su alrededor y, santiguándose varias veces y dando gracias a Dios, con temor y mirando atrás por si acaso, se metió en su casa.
El sabía, pues aunque no era viejo ya tenía bastantes años para haber visto y oído cosas extrañas, de la existencia de poderosos seres, habitantes del Mundo Borroso e hijos de la Madre Naturaleza que en muchas ocasiones se habían dejado ver por los hombres, bien amistosos, bien agresivos, pero nunca imaginó que el encontronazo entre hombre y engendro pudiera llegar a tanto.
Mas enfrascado en tan insólitos pensamientos llegó la noche y el pastor, después de tomar su frugal cena y de rezar sus oraciones en la humilde barraca, rodeado de algunas ovejas que le proporcionaban la adecuada calefacción, se dispuso a descansar.
Estaba empujando la puerta para atrancarla, cuando a sus oídos llegaron unos lastimeros ayes que le pareció provenían de la fuente, a unos veinte metros de allí. Movido por la curiosidad, allá se encaminó y en la penumbra, viendo malamente por la escasa luz que daba la noche, percibió una forma humana que, maltrecha y apoyada sobre las piedras, gemía repetidamente. Apiadándose de aquel sujeto, lo levantó fácil pues era pequeño y de poco peso y echando su brazo por detrás de él le ayudó a andar, llevándolo encorvado por dolorido a su refugio, donde lo acostó encima de su jergón. Encendió una vela y se dispuso a prepararle algo caliente con el fin de darle calor y fuerzas.
Ya dispuesta la cocción, se aproximó a su vera para dársela cuando a la luz de la palmatoria quedó estupefacto. Aquel no era un hombre corriente. Además no recordaba haberlo visto entre todo aquel tumulto. Era delgado y de poco tamaño, sorprendiéndose de que sus brazos excesivamente largos le llegaran más debajo de las rodillas. Sus dedos, peludos y toscos, daban la sensación de haber estado muchas horas metidos en el agua, por lo arrugados. La cabeza la tenía tremenda, con apretada y negra cabellera. La frente escasa y las cejas tupidas y espesas parecían juntarse con su cabello. Los ojos de breque y de bitoque y las narices remachadas. La boca la tenía boquina y el mentón barbillón, y su olor era de pestilencia.
Fijóse con más atención y comprobó que tenía magullada la cara, como si hubiera sido apedreado. Pero en aquel momento a Renato todo eso le importaba menos que hacerle reaccionar. Tomó su cabeza por detrás y le acercó con suavidad el tazón caliente. Aquel personaje abrió sus ojos y mirándole torpemente sorbió el caldo y se recostó. A continuación, pacientemente, Renato, conmovido, fue poniendo sobre las partes contusionadas de su cara trozos de tela empapados en una cocción de agua con caléndula. Cuando acabó, lo tapó y se recostó al lado de la cama, en una esterilla sobre el suelo.
Apenas entraban por la ventana las primeras luces grises de la mañana cuando Renato, que seguía acostado sobre la tierra, se despertó al toque y retoque de fuertes golpes sobre la puerta. Incorporándose, se sentó sobre el suelo viendo que nadie había sobre su camastro. Se levantó y abrió. Un hombretón tremendo que le superaba en más de medio metro, ocupando con su extenso cuerpo todo el hueco de la puerta, le miraba atento.
Haciéndole una seña le hizo salir de la casa. No había despuntado todavía el sol, cuando aquel personaje, ya totalmente restablecido le habló: «¡Gracias cabrero, me ayudaste y te lo agradezco! ¡Yo soy Xuan Cabrito y nunca olvido! ¡Toma! —Le dio una bolsa atada con una cuerda—. ¡Y adiós!»
Diose vuelta y avanzó unos metros dándole la espalda a Renato. Este se sobrecogió, un ojo inexpresivo más grande de lo normal situado en la nuca del nubero lo miraba atentamente mientras se alejaba. Paróse el gigantón ante un montón de cenizas que previamente había acumulado y sobre ellas orinó. Apenas acabó, repentinamente un remolino se inició y aquel corpachón quedó envuelto por la ceniza que giraba frenética a su alrededor. En un instante, se elevó sobre la tierra.
Estaba ya a unos cinco metros de altura cuando a voluntad quedó flotando en el aire y mirando atentamente a Renato le dijo: «¡Eh, Rompe terrones! Esta gente estúpida de quienes yo me meo en sus bocas se queja ahora del agua. Tiempos vendrán en que la pediréis y yo me reiré. Solo si quien la pide eres tú, tal vez venga.»
Agitó su mano de izquierda a derecha. Le decía adiós. De pronto, como una exhalación, como si flotara menos que una pluma, se perdió de vista por el centro de un remolino que semejaba un gran cucurucho invertido, y a una velocidad endiablada -nunca mejor dicho- subió a los cielos.
Ya se hubo perdido de vista cuando Renato abrió la bolsa de tela de estameña. Un pedrusco brillante como un sol tapaba la palma de su mano. Aquel impresentable sujeto le había regalado un diamante. Tal vez el más grande que ser humano pudiera haber visto y tocado nunca.
Mientras, agotado pero imposibilitado por descabalgar de aquel rocín, el clérigo, galopando sin descanso por caminos y veredas, cañadas y gargantas en dirección a no se sabe qué ignoto lugar, entumecido el cuerpo y pasmado por ir viendo que cuanto más tiraba de la brida y hostigaba a su montura para que frenara, ésta a cada azote aumentaba de tamaño, engordaba su lomo y se endurecía con escamas de reptil erizadas de aguijones como de rosal perruno, haciendo padecer en extremo a sus nalgas y a su entrepierna.