Me llamo Alain Douverges, tengo veintiún años y estoy a bordo de un avión que está sobrevolando el Canal. Vuelvo a Francia. A mi país. Después de dos años. Tal vez no sea mucho tiempo, pero a mí se me antoja una eternidad. Y, por otra parte, no han sido dos años fáciles y divertidos. Salí de Francia en el 41. No fue fácil. Yo trabajaba entonces para un grupo de resistentes, en la zona de París. A través de un confidente, un traidor infiltrado en nuestro grupo, empezaron a detener a mis compañeros. Cayó Duval, el hombre que mandaba el grupo, y a él le siguieron otros cuatro. Los otros decidimos escondernos. Algunos se quedaron en Francia, huyeron al campo y se refugiaron como pudieron. Pero dos de los miembros del grupo y yo decidimos abandonar el país. Todo fue muy precipitado. Y, por otra parte, no nos quedaba más remedio.

La madura turista americana —vestido blanco, pamela blanca, Kodak negra— fotografiaba incansablemente el Panternón. —¿Qué significará el Panternón y todo lo demás para ella? —preguntó Irene, sin dejar de mordisquear el jugoso tallo que acababa de arrancar. —Puede que la cuna de la civilización occidental o puede que un recuerdo más entre tantos —contestó Andreas sonriente, agregando—: Nunca se puede estar seguro con estos americanos. La rubia y espigada muchacha alzó hacia él sus ojos. Estaba sentada sobre la hierba, en tanto su compañero lo hacía sobre un gran bloque de granito. —¿Crees que Estados Unidos entrará en la guerra? —quiso saber. El la miró con fingida sorpresa.