Cómprame un café
Autores
Literatura de raoul lenoir
el alma muerta (relato)
Sentado a la sombra de un toldo, en la cubierta del vapor fluvial Amenothes II. Sternberg, el austríaco, encendió un cigarrillo y repitió la pregunta al hombre que estaba senta
el alma muerta (relato)
Sentado a la sombra de un toldo, en la cubierta del vapor fluvial Amenothes II. Sternberg, el austríaco, encendió un cigarrillo y repitió la pregunta al hombre que estaba sentado junto a él:
—¿Qué sabe usted de Von Schrimm?
En el cielo, el disco lunar flotaba en el firmamento sin nubes, (bañando la tierra egipcia en el suave resplandor de su luz, de manera que desde el puente del buque podía contemplarse un panorama de lechosa blancura y pronunciadas sombras, las brillantes aguas del Nilo, la oscura masa de la orilla, la delicada silueta de las altas palmeras. Hasta los muros de barro y las chozas de los miserables campesinos quedaban transformadas por el hechizo de la blanca luz, librado por un tiempo del martirio de fuego del día.
George Lawson volvióse hacia su interlocutor. La primera pregunta, llegando después de un largo período de silencio, solo sirvió para quebrar el hechizo del resplandor lunar; la insistente repetición exigía una respuesta.
—No mucho —reconoció—. Le encontramos por primera vez en aquella excursión a las pirámides. Nos hospedábamos en el Continental y él también. La casualidad nos reunió en varias excursiones por los alrededores del Cairo, y se fue estableciendo entre nosotros cierta amistad. Es un hombre solitario. Tiene el cerebro tan saturado de arqueología que no se da cuenta de nada más en la vida. Creo que en nuestro trato encuentra cierto descanso agradable. Es un compañero bastante atractivo aunque su conversación deriva siempre hacia su manía.
—¿Se pusieron de acuerdo con él para este viaje por el río?
—No, fue una coincidencia. Se marchó del Continental varios días antes que nosotros. Fue una sorpresa mutua cuando nos encontramos en el vapor. Por lo demás sabe usted tanto de él como yo. Durante este viaje ha hablado usted bastantes veces con él. Reconocerá que es todo un caballero y que está muy enterado de todo lo que se refiere al antiguo Egipto. Pero ¿por qué todas estas preguntas?
Sternberg tiró la colilla de su cigarro por encima de la barandilla, al río.
—Señor Lawson —dijo, hablando lentamente, como si midiera sus palabras—. Usted es americano y le creo completamente capaz de arreglar sus asuntos sin ayuda ajena. Al mismo tiempo, físicamente, soy lo bastante viejo— para ser su padre, y en conocimientos y sabiduría podría ser su lejanísimo antepasado, y además tengo la suficiente dureza de cutis para insultarle, incluso, con tal de poder hacerle un favor. Hay varias razones para mi curiosidad; pero de momento una es suficiente. Francamente, me parece que ese Von Schrimm está más interesado por la compañía de la esposa de usted de lo que sería conveniente para su tranquilidad mental.
Lawson enrojeció, irritado.
—¿De veras? —preguntó con helada cortesía.
—Ya sé que se considera usted insultado —prosiguió Sternberg, encendiendo serenamente otro cigarrillo—. Sin embargo, si quiere usted ser franco, reconocerá que no hay motivo de ofensa. Lo que le digo lo digo como amigo. Si sintiera menos amistad hacia usted hubiera callado. No sugiero, en modo alguno, que su espesa tenga arte ni parte en esta situación. No creo, siquiera, que ella sospeche la verdad. Diré, sin embargo, que Von Schrimm no es hombre de mi confianza. Es un ser de gran personalidad... de una personalidad maligna. En el lugar de usted yo le miraría con suspicacia y disgusto.
—Mi esposa se basta para cuidar de sí misma —replicó Lawson, aun con cierta frialdad.
—Ninguna mujer es capaz de cuidar de sí misma cuando trata con un hombre como Von Schrimm —replicó serenamente el austríaco—. ¿Se ha fijado usted alguna vez en sus ojos?
—Pues sus ojos, por lo menos, no fascinan a Hetty. Precisamente me ha dicho bastantes cosas desagradables de ellos.
—¿Qué ha dicho?
—Dice que miran como los de un alma muerta, y que los odia.
Sternberg se incorporó en su silla tan súbitamente que el cigarrillo que fumaba le cayó de los labios y rodó por el puente.
—¿Ha dicho eso? —preguntó.
—Esas fueron las palabras que empleó. Muy originales, ¿no le parece? «Los ojos de un alma muerta».
—Mucho —replicó el austríaco, con un énfasis que pasó inadvertido para Lawson.
Sacó otro cigarrillo de su pitillera y lo encendió. Hubo un largo silencio.
—¿Ha encontrado usted alguna vez un alma muerta?
Había tal intensidad en la pregunta, que Lawson miró extrañado a su compañero.
—¡Dios mío, no! ¿Y usted?
—Una vez —contestó el austríaco—. Fue un suceso muy desagradable.
—¿De qué diablos está usted hablando? —preguntó Lawson con horrorizado asombro.
—La vida es un terrible misterio se mire desde el punto que se quiera —prosiguió, imperturbable, Sternberg, y hablando con voz apenas perceptible—. Nosotros, los modernos, nos olvidamos muy a menudo que nuestros antepasados llegaron más cerca de la solución de ciertos misterios que nosotros con nuestra ciencia, de la que tanto blasonamos. Ni siquiera los antiguos resolvieron el misterio del alma, pero descubrieron que al hombre le quedan distintos vehículos corporales después que su cuerpo terreno ha sufrido esa transformación que se llama muerte. Cada uno de esos más sutiles cuerpos son descartados alternativamente, pero poseyendo todos cierta vida propia no se desintegran inmediatamente cuando el alma les abandona. En lugar de eso vagan alrededor del cuerpo físico durante un período indefinido. Ellos son el fundamento de la mayoría de las novelas de fantasmas. A veces, debido a algún trágico desastre, un alma se ve detenida, en sus evoluciones y queda condenada a vagar, por un larguísimo espacio de tiempo, apresada dentro de uno de sus descartados vehículos. Esto se llama un alma muerta.
—¡Qué idea más horrible! —exclamó Law— son, estremeciéndose—. ¿De dónde la ha sacado? ¿Qué cosa podría causar la muerte de un alma?
Fríamente, Sternberg buscó otro cigarrillo.
—¿No ha tenido usted nunca una pesadilla? —preguntó.
—Claro—. Lawson estaba desconcertado.
—Entonces —prosiguió el austríaco— recordará usted que en algunas ocasiones le ha parecido ser perseguido a lo largo de oscuros corredores e insondables espacios, por innombrables horrores, de, los cuales trataba usted, frenéticamente, de huir. En tales ocasiones se ha encontrado usted paralizado por el horror, pero siempre se ha despertado a tiempo de salvar su alma de las garras de los demonios aquellos que estaban ya sobre usted. Y, al despertarse, no se ha dado usted nunca cuenta del terrible peligro en que ha estado. ¿Comprende ahora como muere un alma?
—¿Quiere usted decir...?
—Sí, eso mismo. Hay personas que no despiertan de sus pesadillas. Se las encuentra muertas en sus camas. Sus almas, ausentes del cuerpo durante el sueño, han sido vencidas por algún maligno poder y su progreso en el círculo de la existencia queda indefinidamente interrumpido. Esas misteriosas muertes se achacan, generalmente, a un «ataque al corazón».
Se incorporó bruscamente y, destrozando nerviosamente su cigarrillo, lo tiró por encima de la borda.
—Vayamos al otro lado y juntémonos con los demás.
Llegaron a la parte de popa, donde se hallaban reunidos la mayoría de los pasajeros del Amenothes II, charlando y contemplando la corriente del río.
Un poco alejados de los demás se encontraban Von Schrimm y la señora de Lawson, enfrascados en animada conversación. El hombre señalaba hacia el desierto, describiendo sin duda algo divertido, y cuando Lawson se acercaba, llegó rasta él la risa de su mujer.
* * *
¡Maldita sea!
Lawson inclinóse sobre la barandilla del buque y dirigió una mirada de disgusto a la reseca tierra que bordeaba el río.
El Nilo estaba bajo, muy bajo, teniendo en cuenta la estación; y las arenosas y fangosas orillas estaban ocupadas por los desagradables habitantes del río que digerían su festín mañanero.
Alrededor de las minúsculas islas que se formaban en el río corrían las fangosas aguas, revelando la presencia de peligrosos bancos de arena, que eran un obstáculo constante para la navegación.
—¡Maldita sea! —repitió de nuevo Lawson.
En uno de esos bancos había encallado el Amenothes II, El encallar habíase convertido en un hábito para el buque. En el curso— de aquel viaje de placer por el Nilo, desde aquella noche en que Sternberg y Lawson estuvieron hablando de Von Schrimm y de los misterios del alma, a un encalla miento había seguido otro, con monótona regularidad. Y el continuo sondeo resultaba inútil para prevenir a tiempo el desastre.
Observaba de mala gana los esfuerzos de la tripulación. La perspectiva de pasar unas cuantas horas más bajo aquel sol infernal, no le resultaba nada agradable.
Dicha sea la verdad, Lawson se estaba cansando ya del Nilo y de Egipto. El primitivo interés, despertado por la novedad, habíase olvidado hacía ya tiempo, y la repetida contemplación de ruinas y más ruinas, y maravillosos dibujos en la piedra, que a sus ojos resultaban los muñecos que los niños dibujaban con tiza en las tapias, le habían hastiado.
Había también otras cosas que contribuían a hacerle estar harto del viaje.
Una de esas cosas era Von Schrimm... Cortés ilustrado e irreprochable como siempre, pero revestido ahora, casi contra la voluntad de Lawson, con la fantástica personalidad que las palabras de Sternberg le habían adjudicado.
Una vez, solo una vez, intentó exponer el caso a su mujer, y la explosión de risa que sus palabras provocaron en ella desvanecieron sus medio formuladas dudas y prohibieron una repetición del asunto.
Y así, el único intento de Lawson de traducir en palabras sus inquietudes, terminó en besos y risas. Hacía menos de un año que se habían casado. Los dos eran jóvenes y se querían muchísimo.
De todas maneras resultaba difícil conservar una actitud amistosa hacia, Von Schrimm, y mientras Lawson permanecía apoyado en la borda, observando los afanes de la tripulación por desencallar el buque, sintióse invadido por un violento deseo de que terminase de una vez la excursión y emprendieran ya el regreso a El Cairo.
El apoyarse de una mano en su brazo derecho le hizo volver rápidamente en sí. Volvióse, encontrando junto a él a su mujer, que tenía el rostro iluminado por el interés y la emoción.
—¡Qué suerte! —exclamó... —¡Este viejo cascarón de nuez ha tenido el acierto más grande! Dice Selim que tal vez tendremos que desembarcar dos o tres días. El capitán marcha al poblado próximo para pedir al Omdeh ayuda y refuerzos, y entretanto se prepara una expedición para visitar algunas interesantísimas tumbas y otras cosas que Van Schrimm conoce cerca de aquí. Selim desembarcará con el capitán y procurará conseguir burros en el pueblo y todo lo que haga falta.
Las tumbas están bastante al interior del desierto. Nosotros también iremos, ¿no?
—Sí, claro —replicó Lawson, mirando sonriente a su mujer—. No me importa ver unos cuantos garabatos más, y una, serie de figuras con cabeza de bicho, si ello te ha de agradar. Siempre será mejor que asarse aquí en medio del barro.
—Esas tumbas son distintas —protestó la joven—. Dice Von Schrimm que el lugar ha sido visitado muy pocas veces. Está fuera de las rutas de los turistas. Además hay muy poca cosa que ver. Se trata de una serie de tumbas parcialmente exploradas, y el mayor encanto de ellas es que el lugar es casi desconocido. Podríamos encontrar una serie de cosas interesantes.
—Quizá hallemos alguna reliquia de verdad... hecha en Birmingham —sugirió, sarcásticamente, Lawson—. O un trozo de «verdadera» ropa de momia que el mozo encargado de guiar tu burro habrá escondido sagazmente en un agujero donde forzosamente tenías que encontrarla. Pero no importa. Las visitaremos.
* * *
Von Schrim y Selim iban a la cabeza de la procesión de jinetes y de acémilas cargadas con el equipaje.
Von Schrim habíase convertido en el hombre del momento. La expedición era idea suya y, además, aparte de Selim, que había oído hablar del sitio aquel, y del austríaco Sternberg, que guardaba para sí sus pensamientos y no pronunciaba ni una palabra, ninguno de los otros tenía la menor idea de, sitio hacia el cual se dirigían.
Pasaron la noche en el desierto, al amparo de dos o tres mustias palmeras y junto a un pozo medio olvidado.
Al día siguiente la marcha se reanudó a un paso menos rápido, y hacia el atardecer, llegaron al borde de una depresión, desde la cual se divisaba un pequeño valle, en cuyo centro elevábase una pequeña prominencia, semejante a una reducida meseta.
Von Schrim levantó su fusta y señaló:
—¡Atención! He ahí la Colina de los Muertes. Uno de los más antiguos cementerios de todo Egipto, y el único que ha conseguido guardar la mayoría de sus secretos...
Un murmullo de curiosidad brotó de los labios de los turistas al oír este anuncio. Con renovada velocidad avanzaron hacia el lugar, y a la caída de la noche habían acampado al pie de la colina.
—Bien, ¿qué le parece? —dijo Lawson—. No sé si lo que vamos a ver pagará las molestias del viaje.
Sternberg sacó uno de sus eternos cigarrillos antes de replicar. Él y Lawson se habían apartado un poco del campamento y permanecieron un momento contemplándolo, iluminado por las llamas de varias hogueras.
—Seguramente se llevará usted una decepción —replicó—. Hay muy poca cosa que ver. Algunas tumbas vulgares, unos mediocres jeroglíficos... Y nada más.
—¿Conoce usted este lugar? —preguntó Lawson—. Nunca lo había dicho.
—¿Por qué tenía que decir nada? ¿Es necesario vanagloriarse uno de sus conocimientos, delante de la gente? Sí, conozco demasiado bien el lugar. Aquí fue donde Carl Metzer, de Berlín, un íntimo amigo mío, desapareció inexplicablemente hace veinticinco años. Fue un asunto misterioso que siempre me ha preocupado—. Los dos formábamos parte de una expedición científica que acabó en este mismo sitio. Una noche, Metzer desapareció del campamento, desvanecióse en el aire. No se halló jamás el menor rastro de él. Ha sido para ver si a pesar de los años transcurridos tropezaba por casualidad con alguna huella que me diera la clave del misterio, que he aprovechado esta oportunidad para visitar de nuevo este sitio.
—¿Y no supieron nunca más nada de él? —preguntó Lawson, con interés—. ¿No tenían ninguna idea ni ninguna sospecha?
—Teníamos varias, pero ninguna de ellas pudo comprobarse. Una de las ideas era que alguno de nuestros árabes le asesinó y escondió el cadáver. Otra teoría era que enloqueció de pronto y durante la noche escapó hacia el desierto y fue a morir en algún agujero. Y la última era que se metió en el desierto y fue sorprendido y muerto por una banda de árabes. Claro, que todo esto fueron meras suposiciones. Jamás descubrimos el menor rastro de Metzer. Lo único que sabemos es que una noche se metió en su tienda, como de— costumbre, y que a la mañana siguiente había desaparecido. Buscamos por todos los sitios; pero el misterio ha permanecido— impenetrable desde entonces.
—Un suceso muy extraño —comentó Law —son—. No me extraña sienta usted interés por el sitio. Desde luego, es un escenario ideal para el misterio. Es un sitio lo bastante desagradable para que en él pueda ocurrir cualquier cosa.
—Tan desagradable y tétrico como su nombre —asintió Sternberg—. Es curioso como los objetos inanimados y los lugares poseen una atmósfera y personalidad propias. Bueno, volvamos al campamento. No es prudente que nos alejemos tanto.
—Supongo que no querrá decir con eso que existe algún peligro, ¿verdad?
—¿Peligro? No sé —replicó, pensativo, el austríaco—. Estaba pensando en Metzer y en otras cosas.
Volvieron en silencio sobre sus pasas. Un momento antes de llegar al alcance del oído de los demás excursionistas, Sternberg dijo:
—Le agradeceré que no diga ni una palabra de lo que le he contado. Tengo mis motivos para desear que la historia no se haga pública. Buenas noches.
Volvióse y marchó en dirección a la tiendecita que fue levantada para él en el extremo del campamento.
* * *
Era tarde, la noche se hallaba ya muy avanzada, cuando Lawson se despertó con esa extraña premonición de algo malo, que ocasionalmente despierta hasta el durmiente de sueño más fuerte.
En el campamento reinaba un silencio de tumba—. Todo parecía dominado por el inmenso silencio— de la noche del desierto. De pronto, un suave vientecillo deslizándose por encima de las secas arenas comenzó a agitar la tela de la tienda como anuncio de la llegada de la brisa nocturna.
Fue el agitar de la tela de la entrada lo que despertó por completo a Lawson, llenándole de inquietud y alarma, y produciéndole el mismo efecto de una ducha de agua fría.
La tienda estaba abierta, y las dos lonas que formaban la puerta se agitaban a impulsos del aire.
Lawson se sentó y al hacerlo se dio cuenta de otro detalle que le obligó a incorporarse de un salto.
La otra cama, que había estado ocupada por su esposa, hallábase en desorden y vacía. Estaba solo.
Un estremecimiento semejante al que produce una súbita ráfaga de aire helado recorrió su cuerpo al comprobar este detalle. Por un momento, su corazón dejó de latir, y en aquel instante, mientras permanecía paralizado e irresoluto, una oscura silueta apareció ante la tienda y una voz, en la que reconoció a Sternberg llegó en un ronco susurro desde fuera.
—¡Lawson! ¡Pronto, hombre, pronto! No pierda un momento o será demasiado tarde. ¡Vamos!
En la voz del austríaco había tal intensidad que Lawson obedeció sin hacer ninguna pregunta. Se puso las botas, y en pijama, salió de la tienda.
Sternberg le cogió del brazo con una mano que parecía un garfio. El austríaco estaba completamente vestido y se le veía conmovido por alguna intensa emoción.
—Vamos —repitió, casi jadeante—. No me pregunte nada; sígame. Y recuerde que sea lo que sea lo que vea u oiga, no debe decir nada; no debe hacer nada, pues podría matarla. ¿Me comprende? Déjelo todo en— mis manos. Recuerde que su silencio es la única salvación de su esposa. Un movimiento en falso, un grito, pueden significar su muerte instantánea.
Volvióse y emprendió la marcha a través de las tinieblas, avanzando a largas y silenciosas zancadas.
Dejaron rápidamente atrás el campamento y empezaron a avanzar por el quebrado terreno al pie de la colina. Sternberg iba delante, abriéndose paso por entre las quebradas rocas y las sombras, con el instinto y la agilidad de una pantera. Muy lejos, en el desierto dejóse oír el aullido de un solitario chacal. Este grito heló la sangre en las venas de Lawson. Jadeante y tropezando a cada paso, siguió a Sternberg.
Image
De súbito, este se detuvo y, señalando hacia adelante, musitó:
—¡Ssst! ¡Mire!
Frente a ellos, en un saliente de la cuesta, Lawson vio dos figuras que salían de una masa de sombras, y se dirigían directa y lentamente, hacia la base de la colina.
¡Eran su mujer y von Schrimm!
Lawson sintió que la mano de Sternberg se cerraba sobre su muñeca, como recordándole su advertencia. Silenciosa y cautelosamente siguieron adelante, hundiéndose en las sombras y acercándose cada vez más a la pareja que avanzaba lentamente, frente a ellos.
Von Schrimm iba delante. Se movía con gran seguridad, como el que sigue un camino perfectamente conocido. Tenía la cabeza medio vuelta, pero su mirada no se fijaba en el camino, sino en el rostro de la mujer que le seguía.
Y esta le seguía mecánicamente, con el paso de un sonámbulo. Tenía la cabeza echada hacia atrás y su abundante cabellera caía como un manto a su espalda, agitada por el viento del desierto. También era agitada la bata que se había colocado sobre su camisa de dormir. Tenía las manos apretadas contra el pecho, sosteniendo la bata, y sus desnudos pies movíanse seguros e insensibles sobre las piedrecillas del suelo, brillando pálidamente al tenue resplandor de las estrellas.
Von Schrimm iba sin nada a la cabeza; pero enteramente vestido. Seguía avanzando firmemente y de sus labios brotaba a intervalos un leve sonido, una indescriptible modulación, que parecía un silbido.
Y la muchacha le seguía involuntariamente, impotente. Solo una vez se detuvo y pareció vacilar, y en aquel instante, a pesar de la mano” que Sternberg aplastó enseguida contra su boca, Lawson estuvo a punto de lanzar un alarido de horror.
Por un momento la joven se detuvo. Von Schrimm se paró, también, y el runruneo que brotaba de sus labios convirtióse en un furioso silbido. Levantó el brazo derecho, y en la mano apareció, brillante, un puñal de ancha hoja que brilló fríamente al reflejar la luz de las estrellas. La joven se estremeció, y una vez más prosiguió su mecánico avance.
Gruesas gotas de sudor brotaron de todos los poros del cuerpo de Lawson. Temblando como un azogado, oyó un irritado susurro en su oído.
—¡Loco! —exclamó Sternberg—. Si sospecha su presencia la apuñalará al instante. Silencio si su vida tiene algún valor para usted.
En un estrecho espacio plano, en la saliente de aquella, Von Schrimm se detuvo junto a una gigantesca roca, un gran fragmento de roca que aparentemente había caído de arriba y ahora se encontraba apoyada con toda firmeza centra la paired de piedra. El alemán empezó a trabajar con sus músculos, empujando la piedra, y mientras trabajaba la joven permanecía junto a él, inmóvil, come una estatua de mármol.
Lentamente, bajo los esfuerzos de Von Schrimm, el gran fragmento movióse sobre unos invisibles goznes. Centímetro a centímetro se fue separando de la pared hasta que al fin quedó separada del todo, como una ciplópea puerta que cerraba una estrecha abertura.
Von Schrimm volvióse y contempló a la inmóvil joven. Una vez más levantó el ancho puñal. Una vez más brotó de sus labios un silbido furioso, y cuando la mujer avanzó hacia él, Von Schrimm penetró de espaldas en la abertura, y juntos desaparecieron por la entrada de la tumba.
Sternberg arrastró rápidamente a Lawson hacia delante. Temblando a causa de la excitación y el terror que les dominaba, los dos pasaron de la oscuridad de la noche a la más densa negrura del sepulcro.
El característico y pesado olor de las cámaras sepulcrales largo tiempo cerradas llegó hasta ellos al cruzar la puerta; pero el aire no era tan denso y sofocante como acostumbra serlo en una tumba recién abierta. En algún punto debía existir alguna entrada de aire, pues mientras avanzaban silenciosamente por el pasadizo, les seguía el aire del desierto, purificando la atmósfera.
Que existía esa entrada de aire quedó pronto comprobado. El suelo del túnel era suave y descendente, y a medida que avanzaban las tinieblas se fueron haciendo menos densas, hasta que llegaron a un punto donde se percibía y la tenue radiación de la luz nocturna exterior. En el techo de la galería abierta en la roca, un estrecho pozo se abría hacia arriba, y por él llegaba la claridad de las estrellas.
En el centro de aquella tenue claridad se detuvieron Ven Schrimm y su compañera. Sus oscuras siluetas eran apenas perceptibles.
En aquel momento llegó hasta el austríaco y Lawson el sonido de una voz. Von Schrimm estaba hablando, y la voz con que hablaba era la suya y, al mismo tiempo, no lo era. Tenía una terrible vibración que estremecía los oídos de los que la escuchaban, despertando en ellos una impresión de loco terror.
—¡He vuelto! —tronó la voz—. A través de las interminables épocas del pasado he vuelto a Ti, a Ti, de quien los moradores de las sombras sacaron mi alma. Oh, radiante princesa, real compañera de mi trono, partícipe de mi destino. Oh, tú, que fuiste la designada compañera de mi espíritu desde la primera hora, cuando— fuimos arrancados juntos, del llameante interior del Tiempo. He vuelto.
»¿No me recuerdas, mi compañera de la eternidad? Vuelve tu memoria sobre ti misma. Recuerda aquellas tardes, cuando cabalgábamos juntes al responder de los sangrientos rayos del sol poniente, en medio de las nubes de polvo del desierto que levantaban los pies de nuestras fuerza; vencedoras y las sombras de la noche se llenaban con el tintineo de las cadenas de nuestros cautivos. ¿Recuerdas aquellas noches sobre el Nilo, aquellas noches de nuestro ardiente y ciego amor? Aquellas noches en que la luna elevaba sobre el desierto su disco de plata para bañar con su claridad el oscuro río y las murallas de nuestras fortalezas; cuando el silencio era quebrado tan solo por el choque de los remos en el agua. ¿Recuerdas la gloriosa marcha de nuestros destinos gemelos, de nuestro eterno amor? ¿Aquel destino del que fui apartado violentamente una noche? ¡Oh, compañera de mi alma viviente! ¿no recuerdas?
Y muy lejana llegó, con acentos estremece— dores, la respuesta:
—Sí, recuerde.
—Durante mucho tiempo te he buscado —prosiguió la terrible voz—. Durante siglos, mi alma herida te ha perseguido a lo largo de los intrincados senderos de la espantosa región de los perdidos, pero siempre huías de mí, horrorizada. Tu alma viviente rechazaba el abrazo de mi espíritu muerto, y siempre escapabas, protegida por la gran barrera que separa a los muertos de los vivos. Durante mucho tiempo te he anhelado en vano; pero ahora no fallaré más Tengo en mis manos la llave de la victoria. Una vez más te encuentras dentro del radio de mí poder, compañera de mi alma. Muerta está mi alma y una vez muerta la tuya me acompañará eternamente, hasta las fronteras del oscuro río cuyas aguas corren a través de los siglos muertos hacia el Olvido. ¡Ven!
La horrible voz convirtióse en un alarido—, y en el momento en que las últimas palabras de Von Schrimm vibraban en el pasadizo, un haz de luz brotó de la linterna eléctrica de Sternberg, seguida inmediatamente después por dos fogonazos de la Luger del austríaco, cuyos estampidos resonaron en la tumba, y las dos cápsulas vacías expulsadas de la automática rebotaron contra la pared y cayeron tintineando en el suelo.
—Bien, ¿qué le parece? —dijo Lawson.
Image
En medio del haz de luz, la figura de Von Schrimm permaneció un instante claramente visible, inclinada hacia delante alargando las manos hacia la mujer que tenía delante, y contraído el rostro por una diabólica sonrisa de triunfo.
Solo un momento permaneció así, luego, cuando las enormes balas atravesaron su cabeza, cayó hacia atrás, hundiéndose en un pozo que se hallaba detrás de él.
* * *
Lawson corrió hacia delante y sostuvo el vacilante cuerpo de su mujer. La tensión que la había sostenido hasta entonces había cesado. Los dos hombres la condujeron, medio desmayada y sollozante, hasta la entrada de la tumba y la depositaron sobre una piedra, al aire libre.
El austríaco, volviéndose, dijo:
—Tengo que hacer algo ahí dentro que mañana sería demasiado tarde para realizarlo. Quédese aquí y cuide de su esposa. Espere hasta que yo vuelva.
Volvió a entrar en la tumba, alumbrándose con su linterna eléctrica.
Estuvo ausente mucho rato, y cuando volvió sudaba copiosamente y estaba lleno de polvo. No parecía sentir el menor deseo de hablar y Lawson, sosteniendo a su esposa, le vio cómo cerraba la ciclópea puerta de roca que durante siglos había guardado el secreto de la tumba que se abría detrás de ella.
La joven hallábase sumida en un extraño sopor, y cuando hubo terminado su trabajo, el austríaco inclinóse sobre ella.
—Está bien —dijo—. La tensión ha sido terrible y puede que permanezca dormida durante varias horas, pero cuando despierte estará bien del todo, y no creo que recuerde lo más mínimo de todo este asunto.
—¿Está usted seguro? —preguntó, anhelante, Lawson.
—Casi. He visto otros casos similares de una profunda tensión mental, y siempre ha dejado detrás de ella completo olvido de lo que ocurrió. Entretanto, y como luego pasará bastante tiempo antes de que podamos hablar será mejor que sepa lo que ha sucedido ahí.
Y el austríaco señaló la tumba.
—¿Qué ha hecho usted con el cadáver?
—No había cadáver —replicó Sternberg—. Por lo menos no la clase de cadáver que usted cree. Allí dentro encontrábase una momia dentro de un sarcófago sin abrir. La hice pedazos —añadió—. Fue un trabajo de los más desagradables.
—Pero, ¿y el cadáver de Von Schrimm? —inquirió Lawson—. ¿Qué hizo usted con él?
—No había cadáver de Von Schrimm —repuso el austríaco—. Nunca hubo un Von Schrimm. Allí no había otra cosa que el esqueleto de Carl Metzer, muerto hace veinticinco años, vestido con un traje nuevo y con dos balas en la cabeza.
—¡Dios mío! —exclamó Lawson—. ¿Quiere usted decir?
—Quiero decir que el misterio de la desaparición de Metzer ya no es un misterio —añadió solemnemente Sternberg—. Hace veinticinco años debió de salir de su tienda y caminando por la meseta de lo alto de la colina cayó, sin duda, en el pozo de ventilación. El terrible ser que vivía en el lugar aprovechó la oportunidad para tomar posesión del cuerpo de Metzer, y durante todos estos años lo ha ocupado, cambiando sus facciones con su personalidad, y conservando unida la materia con su extraordinaria fuerza y para sus propósitos. En cuanto dejó de actuar sobre la carne, el cuerpo se desvaneció quedando tan solo el esqueleto, tal como hubiera sucedido si las cosas hubieran seguido su curso normal.
—¡Dios mío! —exclamó, horrorizado, Law —son—. ¡No puedo creerlo! ¡No puedo! ¡Es demasiado espantoso!
—No cabe la menor duda —replicó Sternberg—. Metzer se rompió una pierna y se la curaron mal. La fractura se ve claramente en el esqueleto. Además, he encontrado esto sobre las ropas aquellas. Me extraña no haberlo notado antes, porque desde el principio he sospechado la verdad, y observé muy de cerca lo que ustedes llamaban «Von Schrimm».
Abrió la mano y mostró un reloj de oro, que alumbró con la linterna.
En la tapa se leía grabado, entre un adorno formado por dos ramitas de laurel, también grabadas: «Carl Metzer».
—Cómo ve, no cabe la menor duda —prosiguió Sternberg, cerrando el reloj—. Vamos, es hora ya de volver al campamento. Tendremos que trasladar a su esposa con el mayor cuidado y sin hacer ruido. Piense que debemos regresar sin que nadie se dé cuenta de que hemos estado fuera. Mañana por la mañana, habrá una verdadera conmoción cuando se compruebe la desaparición de Von Schrimm. Intervendrá la policía, y habrá un sin fin de enredos. Pero siga mi consejo y no diga ni una palabra. El viento borrará pronto las huellas de nuestros pies sobre la arena. No quedará el menos rastro de lo ocurrido esta noche. La muerte de Von Schrimm y el secreto de aquella cosa muerta en la tumba— está guardado para siempre. Vamos, regresemos al campamento.
subir