Literatura de valentine williams
el agente secreto (relato)
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Peter Blakeney, un exveterano convertido en dramaturgo, está trabajando duro en su primera obra maestra. ¿Qué mejor lugar para terminar su escritura que en el aislado campament
el agente secreto (relato)
I
Flandes, en 1918, y ante la llegada impetuosa del mes de marzo. La helada lluvia tamborileaba en los cristales con un sordo zumbido que, más cerca del frente, hubiera podido confundirse con el distante tableteo de las ametralladoras. Ante la chorreante ventana de un pobre dormitorio del Hôtel du Commerce, una muchacha contemplaba con indiferencia el movimiento de la calle. Afuera, sobre el empedrado reluciente de la pequeña ciudad belga, desfilaban en interminable caravana grandes camiones grises, totalmente salpicados de barro flamenco, que solo se apartaban de la fangosa calzada para dejar paso a los trepidantes coches de la Plana Mayor, los cuales, cargados de oficiales con gafas y uniforme gris, descendían de vez en cuando por la calle ruidosamente. A veces emergían de la circulación motoristas que caracoleaban con sus máquinas y detenían su marcha para preguntar dónde se hallaban las oficinas de los Cuerpos allí establecidos. En el dormitorio del hotel, los objetos de loza del lavabo tintineaban con el estruendo de la calle.
Sin moverse de su puesto de observación, la muchacha formuló una pregunta por encima de su hombro. Era alta, y el vestido negro que llevaba acentuaba su delgadez. Su cabello rojo y brillante, recogido negligentemente en torno a su bien formada cabeza, era la única mancha de color vivo entre las sombras opacas del aposento.
—¿Voy a estar todo el día sujeta a la conveniencia del Servicio de Información? —preguntó de mal humor.
Ante una mesa que había contra la pared, un oficial uniformado de gris estaba leyendo el Kölnische Zeitung. Al oír la pregunta de la muchacha no levantó los ojos del periódico.
—Estas son las órdenes del coronel von Trompeter, meine gnädige —replicó.
La joven pataleó impaciente y se volvió hacia el oficial.
—Esta habitación me asfixia, ¿me oye usted? —exclamó con exasperación—. ¡No me importa la lluvia; voy a salir!
—¡No! —dijo el oficial.
—¿He de entender, pues, que estoy presa?
El oficial se encogió de hombros a la vez que alargaba los brazos para doblar el periódico.
—¿No está usted en el Servicio, fräulein Silvia? —contestó plácidamente—. Tiene usted que acatar las órdenes como todos nosotros.
—Conforme —exclamó la joven—. ¿Pero supongo que tendrán confianza en mí?
El oficial se encogió nuevamente de hombros.
—No cabe duda de que el coronel tendría sus razones para no desear que hubiera paisanos rondando el cuartel general...
—¡Bah! —interrumpió la joven con desprecio—. ¿Cree usted que estoy ciega? ¿Imagina usted realmente, capitán Pracht, que no sé —y al decir esto movió una de sus manos exangües hacia la ventana, indicando el estruendo de la calle— lo que significa todo este movimiento? Desde el mar del Norte hasta los Vosgos todas las líneas férreas, se están derramando hombres y cañones; las tropas libertadas con la revolución rusa se están reuniendo para presentar a los aliados la batalla final...
Pracht se puso en pie de un salto.
—Um Gottes Wilen! Tenga cuidado con lo que habla. Dice usted cosas, conocidas tan solo de un puñado de nosotros.
—Exactamente, amigo mío. Pero tenga la amabilidad de recordar que yo también pertenezco a ese puñado de elegidos. Mis fuentes informativas de Bruselas son excelentes... —Se interrumpió y contempló el rostro de su compañero—. ¿Para qué me ha mandado llamar el coronel von Trompeter?
—Esto puedo contestárselo a usted con entera franqueza —dijo el capitán—. No lo sé.
—Y aunque lo supiese, no me lo diría.
El oficial hizo una inclinación de cabeza.
—Sería muy duro negarse a satisfacer la curiosidad de una dama tan encantadora...
La joven hizo un movimiento de impaciencia.
—¡Palabras, solo palabras! —exclamó.
Sin embargo, miró tierna mente al oficial. Eran unos ojos extraños, de color castaño claro con oscuras pestañas.
—¿Se ha enamorado usted alguna vez capitán Pracht?
La faz del oficial se contrajo brutalmente, y dos pequeñas líneas verticales aparecieron a ambos lados de sus delgados labios, bajo el oscuro y recortado bigote.
—Nunca hallándome de servicio, gnädige fräulein... Es decir... —hizo una pausa y añadió—: a menos de recibir órdenes para ello—. Así, pues —interrumpió alegremente la joven—, anoche, podía haberme ahorrado la molestia de cerrar la puerta de mi habitación.
El capitán Pracht enrojeció profundamente y las sienes le latieron con violencia.
La muchacha le miró con fijeza y se echó a reír.
—Tiene usted un oficio encantador, señor capitán.
El rostro de Pracht adquirió una expresión desagradable.
—El mismo que usted tiene, meine gnädige.
En las pálidas mejillas de la joven surgió una mancha de color.
—De ningún modo —su voz era un poco trémula—. Los hombres se saben proteger. Se adentran en ese asunto con los ojos muy abiertos. Pero casi todas las mujeres, incluyendo las del Servicio Secreto, son cegadas algún día por el amor... —Suspiró y agregó: La primera vez...
—Por supuesto, está usted hablando de experiencias personales —se aventuró a decir el oficial.
Con tranquilo desdén, la joven le miró de pies a cabeza.
—Sí —contestó simplemente.
—No me cansaré de repetir —dijo el capitán, dándose importancia— que las mujeres son excesivamente sentimentales para la labor que exige el Servicio. Secreto. Especialmente las extranjeras.
—Las rumanas, por ejemplo, ¿no? —sugirió la muchacha suavemente.
—No me refería a nadie en particular —replicó el oficial—. Si hemos de tener espías femeninos, ¿por qué no han de ser alemanas? Nuestras mujeres poseen un inalterable sentido de la disciplina, un respeto por las órdenes...
La risa cristalina de la muchacha resonó en el aposento.
—Pero no tienen muy buen gusto en lo referente, a la ropa interior —interrumpió.
—Debe usted recordar, mi querido capitán Pracht, que nuestro campo de batalla es el boudoir...
En aquel momento se abrió la puerta. Un ordenanza con el gorro chorreando, estaba en el umbral.
—Orden del coronel von Trompeter —gritó con impasible rostro, saludando con un taconazo que conmovió el pavimento— de que el señor capitán se sirva llevar inmediatamente a la oficina a fräulein Averescu.
II
—El inconveniente que tiene nuestra labor, joven Horst —dijo el coronel von Trompeter—, es el de reconocer la verdad cuando se encuentra.
El señor coronel era un hombre grueso, pero guapo aún, con sus atrevidos ojos del azul más puro, su nariz recta y su bigote blanco. El gorro de húsar azul y plata que, desafiando todas las ordenanzas en el vestir, insistía en llevar con su uniforme, era la única evidencia de que había empezado su carrera militar en el arma de caballería ligera, pues el curso de los años había transformado su cuerpo en el de un rollizo dragón. Su poderosa silueta estaba moldeada por el impecable uniforme gris realzado por los adornos de pasamanería de los húsares y el ancho galón rosa de oficial del Estado Mayor. Calzaba relucientes botas altas.
El coronel era un hombre inteligente, dotado de una natural intuición, que había agudizado el intensísimo adiestramiento de la Escuela de Guerra; sabía adoptar una decisión con la rapidez del relámpago y poseía una notable aptitud para los idiomas. Pero, más que todo ello, era un hombre de carácter rudo, de un valor moral inflexible que sobresalía del tropel de parásitos que pululaban por el cuartel general, adulando a S. E. el teniente general barón Haase von dem Hasenberg, comandante del Cuerpo.
Su Excelencia detestaba al jefe del Servicio de Información. Podría haber perdonado al coronel von Trompeter su innegable habilidad, ya que la inteligencia era un punto favorable entre el personal de un Cuerpo, cuando se producían ciertos incidentes que convenía ocultar; y el barón Haase no había sido un comandante muy afortunado. Perú a Su Excelencia enfurecíale la costumbre que tenía el coronel de decir a las claras lo que pensaba. No podía soportar la idea de que el coronel von Trompeter hubiese logrado terminar su brillante carrera a pesar de su brutal candor. Una vez, cuando solo era jefe de escuadrón, durante unas maniobras ante el Káiser, en las que actuó de ayudante, había contestado al mismo emperador, el cual esperaba entusiastas alabanzas ante una carga de caballería contra un nido de ametralladoras: «—¡Todos muertos, Majestad, hasta el último caballo!» Y como consecuencia de su franqueza, había sido prontamente desterrado a un puesto de guarnición en la frontera prusiana.
Una guerra sin cuartel habíase entablado entre Su Excelencia —y aquello significaba casi todo el Cuartel General —y el jefe del Servicio Secreto. Solo permanecía junto a su jefe el personal que estaba a sus órdenes, adorando a Trompeter como un solo hombre, menos por su prestigiosa habilidad que por el firme compañerismo que demostraba a sus subordinados, incluso ante los epilépticos arrebatos de Su Excelencia. En cuanto a los demás, no dejaban de poner en práctica cualquier tramoya o sabotaje imaginable para lograr que el coronel von Trompeter se decidiese a solicitar un traslado. En todas las dependencias del Cuartel General exceptuando únicamente la del Servicio de Información, la derrota; del coronel von Trompeter y de sus ayudantes llegó a cobrar tanta importancia como la rotura de la línea de fuego que sostenían los ingleses en aquella parte de Flandes. Y Su Excelencia proclamaba, por lo menos tres veces al día, a todos los que quisieran oírle, que Trompeter era «ein taktloser Kerl».
Por lo tanto, cuando en esta lluviosa mañana de marzo, el «viejo», como llamaban a Trompeter sus asistentes, pronunció el apotegma antes mencionado, el teniente Horst, su más joven oficial, que estaba ante su pupitre examinando un montón de fotografías tomadas en avión, levantó los ojos con sorpresa. Era raro, en verdad, que «el viejo» se dejase pinchar por la dosis diaria de alfilerazos. Pero hoy el jefe se mostraba inquieto. Desde la hora del desayuno no había parado de caminar arriba y abajo, como un león enjaulado, siguiendo el húmedo rastro que habían dejado las botas de los visitantes en la estrecha alfombra que había entre la puerta y su escritorio.
—Se están recibiendo quejas acerca del bombardeo de anoche en el área divisional 176 —continuó el coronel.
—Permítame, mi coronel —interrumpió Horst, con cierta reserva—; estas tropas de refresco se conducen como si aún estuviesen en Rusia. Marchan con una disciplina deplorable. No cabe duda de que fueron localizadas por la aviación...
El coronel sacudió su cabeza gris.
—No es eso, muchacho. El bombardeo tuvo lugar después que había oscurecido. Esa explicación ya fue presentada cuando el bombardeo de la 58 División, la semana pasada. Pero ahora ya no se la tragarán.
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Con un gruñido, se dirigió hacia la ventana. Por la calle desfilaba un batallón, una hilera tras de otra de hombres cansados y empapados de agua. Sus pies martillearan melancólicamente sobre el empedrado. No había ninguna música brillante que les animara en su camino. La banda marchaba a la cabeza, con los instrumentos enfundados para protegerlos de la lluvia.
La voz del coronel interrumpió abruptamente el rítmico pataleo.
—¿A qué hora llega Ehrhardt con aquel prisionero de la 91 División? —preguntó.
—Tenía orden de llegar a las once, mi coronel.
—Pues ya es más tarde.
—Las carreteras están terriblemente congestionadas, mi coronel.
El coronel no contestó. Sus dedos tamborilearon sobre el cristal de la ventana. Luego dijo:
—Nuestros «amigos» los ingleses saben perfectamente dónde concentrar sus blancos, Horst. Deben de tener un «palomero». No cabe duda de ello, desde que se encontró la semana pasada aquella jaula de palomas en el bosque de Fleury.
—¿Un palomero, mi coronel?
—Ale olvidaba de que es usted novato en el juego. ¿De modo, Horst, que no sabe usted lo que es un palomero?
—No, mi coronel.
—Entonces, permítame que le diga una cosa: si alguna vez se encuentra usted con un palomero, descúbrase con toda tranquilidad, pues se halla usted delante de un héroe. Es tarea que casi siempre significa una muerte cierta. Un palomero es un oficial del Servicio Secreto, que aterriza en aeroplano en un lugar tranquilo de las líneas enemigas, con una provisión de palomas mensajeras. Su labor consiste en recoger los informes que los espías han dejado para él de antemano en determinados escondrijos. Sujeta estos mensajes a las patitas de las aves y las suelta para que emprendan el vuelo de regreso hacia el palomar...
—¿Y el aeroplano se espera entretanto, mi coronel?
El coronel se echó a reír.
—¡Qué va! El palomero tiene que volver a su patria de la manera que pueda. Generalmente se dirigen hacia la frontera holandesa...
—Así, pues, ¿va vestido de paisano?
—Naturalmente. Por eso digo que es tarea que casi siempre significa una muerte cierta. Se suele fusilar sin preámbulos a un oficial que haya sido atrapado con ropa de paisano detrás de nuestras líneas. ¿Qué pasa?
Un ordenanza acababa de penetrar en la oficina y, tieso como un palo, se enfrentaba con el coronel.
—El capitán Ehrhardt acaba de llegar, mi coronel.
Los claros ojos azules se iluminaron instantáneamente.
—¿Ha traído al prisionero con él, Reinhold?
—Jawhol, mi coronel.
—Que entre. El prisionero y la escolta que se queden fuera.
Mientras el ordenanza abandonaba el aposento, el coronel se volvió hacia Horst.
—Oiga, teniente: en el Hôtel du Commerce hay cierta dama esperando, custodiada por el capitán Pracht, de la delegación de Bruselas. Tenga usted la bondad de ir a buscarla. No le diga una sola palabra acerca del prisionero; además, será usted responsable de que a este no se le acerque nadie mientras tanto. Cuide usted también de que no nos interrumpan.
Seguidamente, con la cabeza inclinada, el coronel reanudó su monótono paseo.
III
—Como mi coronel verá por sí mismo —dijo Ehrhardt, balanceándose levemente, mientras permanecía con tiesa actitud ante su jefe (en la vida civil era maestro de escuela secundaria, y todo lo militar aún le causaba pavor), —el prisionero es indiscutiblemente un idiota. Si le habla usted, solo babea y gesticula como un imbécil. Parece estar medio muerto de hambre y, en cuanto a su cuerpo... bueno, apesta de un modo insoportable. Dios sabe el tiempo que llevaba vagando por el Bois des Corbeaux cuando la patrulla se lo encontró a primeras horas de la mañana. De acuerdo con las órdenes del señor coronel, advertí a todas las unidades que cualquier sujeto vestido de paisano que fuese atrapado en nuestras líneas se trajera inmediatamente a mi presencia. Como me entraron ese hombre, telefoneé enseguida a mi coronel. No he descuidado la posibilidad de que ese sujeto estuviese representando una comedia; pero confieso que, a mis ojos, parece ser lo que su aspecto dice: un aldeano flamenco medio idiota. Etnológicamente hablando...
Un gesto brusco del coronel interrumpió sin contemplaciones la inminente conferencia sobre la psicología de los flamencos. Von Trompeter indicó una silla que había junto a la mesa y señaló con un leve empujoncito la caja de cigarros.
—Ehrhardt —dijo entonces—: desde aquí se están enviando regularmente informaciones exactísimas. Se conocen los movimientos de nuestras tropas. Anoche la 176 División tuvo doscientas bajas dentro de su área de acantonamiento. No son notas escritas al azar en las estaciones del ferrocarril, ni compilaciones hechas por aldeanos ignorantes sobre los movimientos de unidades aisladas. Son cuidadosos informes preparados con inteligencia por alguien que conoce perfectamente nuestra situación militar. Los ingleses tienen un hombre genial operando en este frente. No sabemos quién sea ni qué aspecto tiene; lo que sabemos es que cierta correspondencia secreta que cayó en manos de uno de nuestros agentes de La Haya habla con entusiasmo de la exactitud de los informes sobre el movimiento actual de las tropas en Bélgica, enviados por un agente que no nombra. Usted conoce ya mi opinión de que un palomero inglés ha estado trabajando en esta zona —y el coronel frunció sus hirsutas y blancas cejas ante su compañero, el cual le miraba atentamente a través de sus lentes con montura de oro.
Supongamos que el amigo que espera ahí afuera es el hombre que estamos buscando.
El capitán Ehrhardt sacudió la cabeza enfáticamente.
—Por supuesto —dijo, en su acostumbrado tono pedante—, tengo que inclinarme ante la experiencia del señor coronel en estos asuntos. Pero, a mí entender, la hipótesis es descabellada. Ese sujeto tal vez sea un espía, pero, en tal caso, será un agente de la más ínfima categoría, un zafio aldeano belga; no un individuo educado, y menos aún, un oficial...
—Un oficial, desde luego —interrumpió la tranquila voz del coronel.
—¡Ausgeschlossen, mi coronel! ¡Esto es imposible! Se convencerá usted en cuanto le vea.
—Aguarde usted, amigo mío. Los ingleses poseen un hombre extraordinario, bien conocido ya del Estado Mayor General, por lo menos de oídas, antes de la guerra. No hemos logrado nunca descubrir su nombre u obtener una fotografía suya; pero sabemos que ese hombre es un formidable lingüista, que conoce maravillosamente el Continente y los pueblos continentales. Los dialectos son una de sus especialidades. Y, lo que todavía es más, es un actor magnífico y su habilidad en los disfraces es legendaria. Más de una vez estuvo en un tris que no, cayera en nuestras manos, pero siempre logró escurrírsenos de los dedos. Solíamos llamarle N, la cantidad desconocida. ¿Ve usted adónde voy?
—Gewiss, gewiss, mi coronel—. Ehrhardt movió la cabeza en señal de duda—. Pero ese patán no es un oficial inglés.
—Bien —dijo el coronel—; echémosle un vistazo de todos modos.
Apretó un botón que había en el escritorio y, poco después, entre dos estólidas figuras de gris, entró un sujeto de aspecto miserable y abatido.
Su ropa era una masa de andrajos. Sobre la cabeza llevaba, ladeado, un gorro de ropa disforme y roto; bajo el pingajoso gorro, brillaban, con expresión estúpida, un par de ojos castaños; el rostro estaba sucio de pringue y ennegrecíalo, en la parte baja, una crecida barba. Un torcido mostacho temblaba sobre el colgante labio inferior, que brillaba a través de las burbujas de saliva que salían de la boca y resbalaban por la barbilla. Su piel relucía amarillenta a través de los desgarrones de la chaqueta y del pantalón, y sus pies, desnudos, calzaban unas botas ordinarias y estropeadas, una, de las cuales iba envuelta en un pedazo de trapo repugnante. Mientras permanecía en pie, enmarcado entre las enhiestas bayonetas de la escolta, sacudíanlo continuos temblores.
Sin levantar los ojos, el coronel garrapateó unas palabras en un cuaderno, arrancó la hoja y se la entregó a Horst.
—Que salga la escolta —ordenó.
Horst y los soldados abandonaron el aposento. Solo entonces, ajustándose el monóculo en el ojo derecho, favoreció Trompeter al prisionero con una larga y desafiadora mirada. El hombre no se movió. Siguió con los ojos fijos en el vacío, balanceando levemente la cabeza mientras la saliva resbalaba por su barbilla.
El coronel habló aparte a Ehrhardt.
—¿Dice usted que no se le encontró nada al registrarlo?
—Solo un cuchillo, algunas castañas y un pedazo de cordel.
—¿Ningún papel?
—Ninguno, mi coronel.
El coronel interpeló al prisionero en francés.
—¿Quién es usted y de dónde viene? —preguntó.
Con mucha lentitud, el hombre volvió su vacua mirada hacia el coronel. Sonrió débilmente y continuó babeando, pero no habló.
—A mí se me ha ocurrido que tal vez sea mudo —murmuró Ehrhardt por encima, de la mesa—, aunque parece oír perfectamente.
—¡Espere! —le ordenó Trompeter. Nuevamente se dirigió al prisionero—: Cualquier paisano que se encuentre rondando en zona de guerra, sin papeles de identidad está expuesto a ser fusilado —dijo gravemente—. ¿Se da usted cuenta de ello?
El prisionero rio débilmente e hizo unos sonidos con la garganta igual que un niño... El coronel repitió su advertencia en flamenco.
—Grr... gggo... grr... —barbotó el infeliz.
Trompeter dio la vuelta a la mesa y miró al hombre en los ojos.
—Véale las manos, mi coronel —dijo Ehrhardt, en voz baja. Las manos del prisionero eran ordinarias y llenas de callos, con unas uñas negras y rotas—. ¿Son estas las manos de un oficial?
El coronel soltó un gruñido por todo comentario.
Entonces llamaron a la puerta, con un golpe seco. Reinhold, el ordenanza, apareció con una bandeja. En ella había una cafetera, un jarro de leche, azúcar, un plato de jamón y un pedazo de moreno pan de guerra. El coronel indicó al ordenanza que colocara la bandeja a un lado de la mesa.
Entonces se volvió al prisionero.
—¡Come! —le ordenó.
El prisionero sonrió plácidamente y terminó riendo con una especie de cloqueo. Entonces, mientras los dos oficiales le observaban, un tanto distanciados, se arrojó sobre las vituallas. Era una repugnante visión verle devorar los alimentos. Partía el jamón con las manos e introducía grandes pedazos en su boca; enterró literalmente el rostro en el pan, arrancando enormes bocados con los dientes; vació el tazón de leche de un trago, derramando al hacerlo una buena porción de líquido sobre su chaqueta. Al comer y al beber hacía los mismos ruidos que un animal y se atragantaba hasta no poder respirar.
—¿Comería de este modo un oficial? —murmuró Ehrhardt al oído de su jefe.
Pero tampoco esta vez contestó el coronel.
Cuando el último rastro de alimento hubo desaparecido, dijo a su subordinado:
—Llévese ahora al prisionero y, cuando yo llame con tres timbrazos; que entre... solo. Solo, ¿entiende usted?
—Zu Besehl, mi coronel.
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Una vez se hubo quedado solo, el coronel von Trompeter se dirigió hacia la ventana y permaneció allí un instante, mirando al exterior. En la calle, una partida de prisioneros de guerra británicos, con el raído uniforme caqui empapado de lluvia, apartaban el barro de la calzada con escobas y palas. Una voz en la puerta hizo volverse al coronel. Horst estaba allí.
—Mi coronel: la dama acaba de llegar.
—¿Confío en que no habrá visto al prisionero?
—No, mi coronel; la hice pasar al cuarto de los ordenanzas.
Trompeter movió la cabeza en señal de aprobación.
—Bien. La veré inmediatamente... sola.
Mientras Horst se alejaba, el coronel se dirigió hacia la mesa y colocó la silla que Ehrhardt había dejado vacante de modo que quedara frente a la puerta. Luego se quedó en pie, con las manos reposando sobre la mesa, a su espalda. Con sus largos dedos se aseguró de que el botón del timbre quedaba perfectamente a su alcance.
IV
Decíase corrientemente que el coronel von Trompeter tenía una especie de fichero en la cabeza. No olvidaba nombre, rostro ni fecha que surgiera en su labor diaria, y poseía la asombrosa facilidad, si se presentaba el caso, de abrir un cajón en su cerebro y sacar una ficha repleta de datos.
Mientras ayudaba a Silvia Averescu a sacarse el abrigo y la invitaba a sentarse, estaba repasando mentalmente la ficha de la rumana. Fue en el año mil novecientos doce cuando Steuben la sobornó para que dejara a los rusos, en Bucarest, y la instaló en Bruselas, centro de contratación del espionaje internacional. A pesar de su condición de mujer —pensó, condescendiente, el coronel— había demostrado lo que valía. Aquel asunto del libro de señales del vapor de S. M. «Reina» había sido una gran hazaña; y fue Silvia quien procuró la información que condujo al arresto del espía inglés Barton, en Wilhelmshaven.
—Madame —fue la primera palabra, que pronunció Trompeter cuando la hubo ofrecido un cigarrillo—: me he atrevido a traerla a usted de Bruselas con este tiempo espantoso porque necesito su ayuda.
Silvia Averescu le miró fríamente. La espera en el helado cuchitril lleno de humedad y de malolientes ordenanzas no había mejorado su humor precisamente. Entró en la habitación resuelta a decir claramente al coronel von Trompeter lo que pensaba. No obstante, la personalidad del militar la acobardaba en cierto modo. Contra su voluntad, sentíase favorablemente impresionada por aquella mirada clara, por su buena apariencia y sus modales exquisitos. Vio inmediatamente que se trataba de un oficial de la vieja escuela, un hombre educado, no un viajante de comercio embutido en un uniforme, como Pracht. Se sintió halagada por el modo en que le ofreció el asiento y la ayudó a sacarse las pieles como si hubiera sido una duquesa. Y el espíritu latino que había en ella, estremecido siempre ante los Frau y Fräulein de sus colegas alemanes, estaba lleno de agradecimiento por aquel Madame como fórmula al dirigirle la palabra.
Con todo, el, recuerdo de la desagradable espera todavía la irritaba, y contestó con bastante acritud:
—No sé en qué puedo ayudarle a usted, coronel.
Los ojos azules del coronel reposaron un instante sobre aquel rostro bello y descontento.
Luego, haciendo saltar la ceniza de su cigarrillo, dijo:
—Cuando se hallaba usted en Bruselas, antes de la guerra, conocía usted bastante bien a los componentes del Servicio Secreto británico, ¿no es cierto?
La joven se encogió de hombros.
—Para ello me pagaban.
—Supongo que se relacionaba usted con los principales agentes; los más inteligentes quiero decir... hombres como Francis Okewood o Philip Brewster, e —hizo una pausa—, e incluso nuestro amigo N, el «Misterioso Desconocido».
Silvia se echó a reír.
—Si me dice usted quién es, o quién era N —replicó—, podré entonces decírselo yo. Conozco a los otros dos que usted menciona.
Se recostó en el respaldo de la silla y exhaló voluptuosamente una bocanada de humo.
—El «Misterioso», ¿eh? ¡Cómo les hizo danzar a ustedes, coronel! Con frecuencia me he preguntado quién sería de aquellos muchachos.
La mano del coronel buscó a tientas a su espalda hasta encontrar el timbre. El dedo pulgar presionó tres veces el botón. Sus ojos estaban fijos en la mujer, mientras esta se recostaba graciosamente en la silla y miraba, distraída, al techo. Su atenta mirada no abandonó el rostro de Silvia, ni siquiera cuando se abrió repentinamente la puerta y una andrajosa figura penetró en la habitación.
Trompeter, con la faz convertida en una máscara de acero, vio cómo la mujer que había a su lado, al oír el ruido de la puerta que se cerraba, levantaba los ojos; vio, también, el leve surco de sorpresa que aparecía súbitamente entre sus finas y arqueadas cejas. Pero la rápida y sospechosa mirada que la mujer echó al coronel halló a este contemplando con aparente atención la punta del cigarrillo; no obstante, cuando los ojos de Silvia volvieron de nuevo al infeliz, triste figura abandonada en medio del aposento, la penetrante mirada del coronel tuvo tiempo de observar la expresión de horrorizado asombro que conmovió un brevísimo instante el rostro de la joven.
Pero, inmediatamente, asumió la expresión de fastidio y de indiferencia. Tan rápida fue la reacción de la muchacha, que su rostro no parecía haber perdido un solo momento aquel aire de aburrimiento y enojo. Dirigió una, alegre mirada al impasible rostro que la contemplaba y se echó a reír.
—Tiene usted unas visitas rarísimas, mi coronel —dijo—. ¿Es que es uno de los nuestros? —preguntó, indicando al prisionero con un gesto cómico de la mano.
—No —replicó Trompeter, con tranquilo énfasis.
—Entonces, ¿quién es?
—Tenía la esperanza de que usted podría decírmelo.
La muchacha le miró fijamente un instante; luego, de repente, rompió a reír.
—¡Oh, por favor, mi querido coronel! —exclamó—. Hace usted demasiado honor a la ingenuidad de los agentes británicos.
—Y, no obstante —observó Trompeter, con calma—, este es uno de sus hombres principales.
Mientras hablaba, tenía la vista fija en el prisionero. Pero el infeliz, echando ojeadas como un idiota, contemplaba el vacío y babeaba débilmente.
Silvia Averescu rio con incredulidad.
—En ese caso, habrán cambiado sus métodos. Todos los ases del Servicio Secreto británico que he conocido eran oficiales en servicio activo o ex oficiales. No pretenderá usted que esa miserable criatura sea un caballero inglés, coronel. ¡Solo hay que verle las manos!
—Endurecidas especialmente para la tarea.
—¿Qué tarea?
Pero el coronel dejó la pregunta sin contestar.
—Los ingleses son diabólicamente inteligentes. Lo reconozco.
La mujer se levantó de la silla y se acercó impetuosamente al idiota. Con el dedo señaló una V de piel amarilla que aparecía bajo el cuello descubierto, entre las solapas de la chaqueta.
—Mire usted —exclamó, con una mueca de asco— la mugre que lleva en la piel. ¡Hace años que no se ha bañado! —se volvió para mirar a Trompeter, que la había seguido—. Si este hombre fuese lo que usted dice, tendría una piel blanca, un cuerpo limpio bajo los harapos. ¡Pero esta criatura es repugnante!
Trompeter se acercó rápidamente al prisionero y de un zarpazo brutal abrió la andrajosa chaqueta. El hombre no llevaba camisa; la chaqueta estaba abrochada sobre el cuerpo desnudo. El coronel retrocedió un paso y se tapó la nariz con un pañuelo.
—¡Bfui Deibel! —murmuró.
Algo repercutió vivamente en el suelo. Trompeter se inclinó rápidamente con la mano abierta; luego, poniéndose en pie, contempló fijamente al prisionero. El bolsillo exterior de la chaqueta del idiota había sido casi arrancado con el vigoroso zarpazo del coronel y colgaba de manera lamentable. La mano de Trompeter se introdujo en el bolsillo roto y exploró el forro. Sus dedos sacaron un minúsculo objeto invisible, que trasladó a la palma de su otra mano.
Con aire de triunfo, se volvió hacia la mujer.
—Bien —observó, ásperamente—; ya está listo, sea como sea. Si fuese amigo suyo, le diría a usted que le diese el beso de despedida.
Al oír estas palabras, la joven se estremeció levemente.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó, con la voz un tanto enronquecida.
—Lo que quiero decir es que este es el hombre de las palomas que andábamos buscando—. Trompeter se volvió de espaldas—. Mañana por la mañana comparecerá ante el tribunal y, antes del mediodía, tendrá un cómodo rinconcito bajo el barro.
Mientras decía estas palabras, abrió la mano y la acercó al rostro de la joven. Dos granos amarillos y brillantes reposaban sobre la palma abierta.
—¡Maíz! —anunció, sombríamente—. Comida para las aves. Los palomeros lo llevan siempre.
Al decir esto cerró la mano y unióla a la otra, a su espalda, mientras apoyaba, su cuadrado mentón sobre el pecho y observaba gravemente a la joven.
—¿Quiere usted decir —preguntó Silvia, con menos firmeza— que el tribunal militar lo enviará a la muerte sin otra prueba que esta?
—No hay duda. El mes pasado tuvimos un caso idéntico. Dos aviadores. Los fusilaron en la escuela de equitación de Charleroi. ¡Casi unos muchachos!
—Pero este pobre diablo puede haber recogido un poco de maíz en cualquier parte para alimentarse él. ¡Si parece estar medio muerto de hambre!
Trompeter se encogió de hombros.
—Allá él. No estamos dispuestos a transigir con los palomeros. Son demasiado peligrosos, querida mía. No es que desee ver al pobre diablo fusilado. Preferiría identificarlo.
La joven levantó la cabeza y contempló con curiosidad al coronel.
—¿Por qué? —preguntó, casi en un murmullo.
Trompeter la llevó junto a la ventana, a una distancia que no pudiera oírles el prisionero. Afuera, la ciudad entera parecía trepidar con el paso de unas piezas de artillería pesada, monstruos que asomaban el hocico bajo sus lonas, ruidosamente arrastrados por los tractores.
—Porque —dijo el coronel, en voz queda— quiero emplearlo para despistar al enemigo. Nuestros queridos amigos los ingleses no se verán privados del servicio de palomas mensajeras, pero estas llevarán mis informes en vez de los de nuestro amigo. Para ello me precisa el nombre del sujeto.
Hizo una pausa e inclinó sus hirsutas cejas hacia Silvia.
—¿Conoce a este hombre?
—Un momento —suplicó la joven, casi sin aliento—. Aclaremos las cosas. Si este hombre fuese identificado, ¿impediría usted su fusilamiento?
El coronel hizo una breve inclinación de cabeza. Sus ojos no abandonaban el rostro de la muchacha.
—¿Qué garantía tengo de que cumplirá usted su palabra?
—Le entregaré a usted la única prueba que existe contra él.
—¿Se refiere usted al maíz?
—Sí.
Silvia echó una temerosa ojeada al lugar en que estaba el prisionero, con la cabeza colgando sobre un hombro. No había cambiado de posición. Tenía los ojos entornados y le asomaba la lengua por debajo del pringoso bigote. El hedor que despedía impregnaba la habitación.
Silvia alargó silenciosamente la mano a Trompeter. Este entregó sin vacilar los dos granos de maíz. La joven corrió hacia la estufa y los arrojó al fuego. El coronel la contemplaba impasiblemente desde la ventana. Los mapas de las paredes temblaban con el estruendo que producía el paso de los cañones por la calle.
Silvia volvió lentamente al lado del coronel. Este observó cuán pálido estaba su rostro bajo el resplandor rojizo de sus cabellos.
La joven le miró fijamente, y luego dijo, con una especie de ahogado susurro:
—Tiene usted razón, le conozco.
Una acerada luz brilló en los penetrantes ojos azules.
—¡Ah! ¿Quién es?
—Dunlop. El capitán Dunlop.
Trompeter se inclinó con rapidez.
—¿No es el «Misterioso Desconocido»?
La joven hizo un leve movimiento de hombros.
—No sabría decírselo. Él nunca intentó disimular conmigo.
—¿Le encontró usted en Bruselas?
Ella asintió.
—Acostumbraba a venir de Londres casi cada fin de semana...
El coronel gruñó en señal de conformidad.
—Sí, ese era su procedimiento antes de la guerra.
Luego, dirigiéndole una escrutadora mirada:
—¿Le conoce usted bien? ¿No está usted cometiendo un error? —añadió.
Silvia movió la cabeza, y su gesto tuvo una profunda gravedad.
—Fue mi amante...
Trompeter sonrió ampliamente.
—¡Ah! —murmuró—. Para este trabajo Steubel se pinta solo...
—Steubel nada tiene que ver con ello —murmuró ella, con vehemencia—. Nadie sabía que fuese un agente secreto, por lo menos hasta que yo le descubrí. Me dijo que era un ingeniero inglés que venía a Bruselas por cuestión de negocios; estaba celosa y un día descubrí que visitaba a otra mujer, una belga. Entonces... entonces investigué y encontré el resto. Fue sincero conmigo cuando se lo dije; ya sabe usted que los ingleses lo son. Me dijo que tan solo estaba cumpliendo órdenes. Y que yo... —Silvia, vaciló— yo también estaba incluida en estas órdenes...
Dicho esto, cogióse las manos con desesperación y quedó con la mirada fija en la monótona lluvia.
—¿Le amaba usted, Madame?
—Mis sentimientos nada tienen que ver con los asuntos que tratamos usted y yo, coronel —díjole, fríamente, por encima del hombro.
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Trompeter se inclinó.
—Le suplico que me perdone. ¿Me ha dicho usted todo cuanto sabía? ¿Cuál es su nombre completo?
—James, creo. Yo le llamaba Jimmy.
—¿Cómo firmaba sus informes? ¿Puede usted decírmelo?
Silvia asintió.
—J. Dunlop —dijo.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Porque luego me propuse descubrirlo... algún tiempo después —contestó apasionadamente.
Y quedó silenciosa.
El coronel tocó el timbre.
—¿Qué... qué harán con él? —preguntó la joven, con alguna inquietud.
—Campo de concentración, supongo —fue la viva respuesta.
Silvia Averescu no dijo más, y se encaminó lentamente hacia la puerta. Allí se detuvo y dejó reposar sus ojos durante un instante en el espantajo que gesticulaba y pronunciaba sonidos ininteligibles entre ellos. El coronel vio que alargaba una de sus finas manos hacia el palomero y permanecía así un momento, con la esperanza de que él se volviera y le hiciese alguna señal de reconocimiento. Más el prisionero, con su melancólica mirada de imbécil, no le prestó ninguna atención. Silvia pareció desfallecer en el momento de volverse para salir.
Entonces Trompeter se acercó al prisionero y le dio unas palmaditas en la espalda.
—Es un disfraz maravilloso, Dunlop —dijo plácidamente en perfecto inglés—, y no me importa decirle a usted que casi llegó a engañarme. Pero el juego ha terminado, amigo mío. Está usted descubierto. Vamos a charlar amistosamente. No espero que usted me revele nada, pero estoy ansioso por tener noticias del coronel Ross, mi estimado contrario del otro lado de la tierra de nadie. Había oído decir que enfermó con esta condenada gripe...
—¡Gggoo!... —farfulló el prisionero, mientras le seguía espumando la boca.
Sonó el teléfono que había encima de la mesa. El coronel dejó al prisionero para contestar a la llamada.
Una voz cortés dijo:
—Su Excelencia desea hablar con el coronel von Trompeter.
Un instante después una voz aguda y furiosa llegó vibrante por el hilo telefónico.
—¿Es Trompeter? Bien, coronel, por lo visto no puede llegar ninguna división a esta zona sin que sea bombardeada. ¿Qué diablos está haciendo su gente? ¿Qué dice usted? Que está investigando... ¡Váyanse al demonio las investigaciones! ¡Acción es lo que necesito! Acción, ¿comprende usted? Todo el Cuerpo sabe que hay un espía en esta zona que informa al enemigo, y cuando le pregunto a usted lo que se propone hacer, me contesta que está investigando. Verdammt nochmal! Lo que usted ha de hacer es atrapar a ese sujeto y fusilarlo, y ¡vive Dios! si no lo consigue, se arrepentirá usted, no lo olvide. Himmslkreulzsakrament! ¡Ya enseñaré yo a usted y a sus investigaciones quién manda aquí! Vendrá usted a informarme personalmente a las seis de esta tarde, y espero oír entonces que ya tiene en sus manos a ese espía. Le advierto que si fracasa esta vez, señor coronel, buscaré a otra persona más capacitada que sepa cumplimentar mis órdenes. Y sepa también que el General está muy descontento con usted. ¿Está claro?
—Zu Befehl, Exzellenz! —replicó el coronel secamente, y colgó el receptor.
Encendió un cigarrillo y se sentó ante la mesa durante el espacio de un minuto, contemplando a través de un velo de humo al sujeto de miserable aspecto que había ante él.
—Lo siento, Dunlop —dijo por último—. Le hubiese salvado la vida, de serme posible, pero la caridad comienza por uno mismo. Mi general pide una víctima, y mi cabeza es el precio. Soy un hombre pobre, amigo mío, sin renta alguna y con una familia que sostener. Tengo enemigos poderosísimos, y si pierdo este empleo, adiós carrera. Pongo a Dios por testigo, Dunlop, de que me es imposible cumplir mi palabra.
Hizo una pausa y se secó los labios con el pañuelo.
—Si algo puedo hacer por usted... —añadió—. Hacer saber a los suyos...
Se interrumpió en espera de una respuesta, pero el palomero no hizo señal alguna. Con la cabeza levantada, toda su atención parecía ocupada en seguir el vuelo de una mosca que zumbaba en torno al cable de la luz eléctrica.
—Por lo menos ¿me concederá usted el honor —prosiguió Trompeter con un ligero temblor en la voz— de estrechar la mano a un hombre valeroso?
Pero el hombre de las palomas ni siquiera le miró. Deslizó furtivamente su pringosa mano derecha bajo la chaqueta y se retorció bajo sus asquerosos andrajos. Su mirada seguía inmutablemente distante, como si contemplara una vista lejana. Lentamente se inclinó la cabeza gris del coronel y hubo un instante de intenso silencio en el aposento.
Entonces el coronel puso en pie su robusta figura y se dirigió resueltamente hacia un armario que había contra la pared. Abrió la puerta del mismo y descubrió, colgados cuidadosamente de pequeñas perchas, su casco de acero, el revólver, un termo, el estuche de los mapas y algunos zurrones. Desató la correa a uno de ellos y, hundiendo la mano en él, sacó entre sus dedos unos cuantos granos anaranjados. Luego tocó el timbre y dijo al ordenanza que hiciese pasar al capitán Ehrhardt. El oficial retrocedió ante la hosca severidad que mostraba el semblante de su jefe.
—Also, señor capitán —fue el saludo del coronel—. Usted registró al prisionero, ¿no es cierto? Y creo que me dijo usted que no halló nada.
—Nada, es decir, excepto los artículos que enumeré, mí, coronel, a saber...
La voz inflexible le interrumpió.
—¿Le sorprendería saber que descubrí maíz en el bolsillo del prisionero, al registrarlo yo? Vea.
La mano del coronel se abrió y esparció unos cuantos granos de maíz encima del papel secante.
—Me parece a mí, señor capitán, que ha descuidado usted en gran manera su deber. Tiene usted que despabilarse, o cualquiera de estos días se encontrará de nuevo en las trincheras con su regimiento. Ahora, présteme atención. El prisionero comparecerá mañana ante el tribunal. Hará usted que sea lavado, desinfectado y provisto inmediatamente de ropa limpia. Luego entréguelo al preboste Marshal. Horst avisará al P. M. El prisionero podrá satisfacer todos sus gustos en lo referente a comer, beber y fumar.
En la vista se requerirá su testimonio; por lo tanto, pasará usted la noche aquí. Vea a Horst para la cuestión de la cama. ¡Llévese al prisionero!
Cerróse la puerta y el rumor de pasos de la escolta se desvaneció. Con ceñudo rostro, el coronel sacudió el puño cerrado ante el teléfono.
—¡Conque querías hundirme, viejo histérico! —murmuró entre dientes—. ¡Pero tus fusiles ya tendrán una víctima, Verdammt! ¡Alto es el precio!
Entonces, irguiéndose completamente, juntó los talones con un tintineo de espuelas e hizo un grave saludo ante la puerta por la que había desaparecido el palomero entre las enhiestas bayonetas de sus guardianes.
V
Una semana más tarde en una vulgar oficina frente a Whitehall, desde la que se dominaba el panorama de Londres, atravesado por la cinta de plata del Támesis, un hombre alto y de quietos modales estaba sentado ante su mesa y arrugaba las cejas contemplando una hoja mecanografiada que tenía en la mano.
—Bien —exclamó, dirigiéndose a un oficial uniformado de caqui que había delante de él en actitud expectante—: han pescado a Tony, Carruthers.
—¿Es cierto? —exclamó Carruthers con abatimiento—. Tenía usted razón, entonces.
—Me lo temía. Supe que lo habían atrapado cuando me mandaron aquellos mensajes de Dunlop que se continuaban recibiendo por medio de palomas mensajeras. Prendergast, de Rotterdam, dice que ha recibido noticias de Bélgica, de una fuente de toda confianza, comunicándole que el día 6, en Routers, fusilaron a un sujeto medio imbécil acusado de espionaje. El juicio, por supuesto, se celebró en secreto, pero se rumorea en la ciudad que ese individuo era un oficial británico. No cabe duda de que fue Tony. Dios bendiga su alma. ¡Qué tipo, y qué actor era! Yo no hubiera permitido nunca que realizara esa tarea, pero el Alto Mando insistió en ello. Sea como sea, ha hecho una magnífica labor. Nuestros amigos del otro lado solían llamarle N, el «Misterioso Desconocido». Ya ve usted que no lograron identificarte nunca... ¡Voto va! El viejo Tony debe estar sonriendo al pensar que ha conseguido llevarse la incógnita a la tumba.
—¿Lo cree usted así?
—No cabe duda; de lo contrario, el enemigo habría firmado con el verdadero nombre de Tony aquellos mensajes que tanto han divertido a Ross y a sus subordinados en el cuartel general.
—¿Y por qué han firmado «Dunlop», señor?
El hombre alto sonrió enigmáticamente.
—¡Ah! —observó—. Usted no estaba en el Servicio antes de la guerra, Carruthers, pues de lo contrario sabría que «Dunlop» era uno de nuestros nombres acomodaticios en la oficina. La mayoría de nosotros ha sido una u otra vez el capitán Dunlop. Yo mismo he sido capitán Dunlop. En este negocio se corren muchos riesgos, y no es mala idea el tener una especie de «alias» general. Es un gran sistema para impedir la identificación.
Se echó a reír abiertamente y prosiguió:
—Veamos, es el viejo Trompeter quién está en el frente, ¿no es así? Me pregunto cómo habrá podido enterarse del «alias», ese viejo zorro. Probablemente le habrán concedido otra cruz de hierro, gracias a esto. Si supiese la verdad, se daría a sí mismo de puntapiés. Ese es el quid en esta labor nuestra, muchacho: reconocer la verdad cuando se encuentra.
Y diciendo estas palabras, el hombre alto abrió un cajón de su mesa, sacó un libro y lo abrió en un lugar determinado. Entonces, con un lápiz rojo tachó, lenta y metódicamente, un nombre que allí había.
Flandes, en 1918, y ante la llegada impetuosa del mes de marzo. La helada lluvia tamborileaba en los cristales con un sordo zumbido que, más cerca del frente, hubiera podido confundirse con el distante tableteo de las ametralladoras. Ante la chorreante ventana de un pobre dormitorio del Hôtel du Commerce, una muchacha contemplaba con indiferencia el movimiento de la calle. Afuera, sobre el empedrado reluciente de la pequeña ciudad belga, desfilaban en interminable caravana grandes camiones grises, totalmente salpicados de barro flamenco, que solo se apartaban de la fangosa calzada para dejar paso a los trepidantes coches de la Plana Mayor, los cuales, cargados de oficiales con gafas y uniforme gris, descendían de vez en cuando por la calle ruidosamente. A veces emergían de la circulación motoristas que caracoleaban con sus máquinas y detenían su marcha para preguntar dónde se hallaban las oficinas de los Cuerpos allí establecidos. En el dormitorio del hotel, los objetos de loza del lavabo tintineaban con el estruendo de la calle.
Sin moverse de su puesto de observación, la muchacha formuló una pregunta por encima de su hombro. Era alta, y el vestido negro que llevaba acentuaba su delgadez. Su cabello rojo y brillante, recogido negligentemente en torno a su bien formada cabeza, era la única mancha de color vivo entre las sombras opacas del aposento.
—¿Voy a estar todo el día sujeta a la conveniencia del Servicio de Información? —preguntó de mal humor.
Ante una mesa que había contra la pared, un oficial uniformado de gris estaba leyendo el Kölnische Zeitung. Al oír la pregunta de la muchacha no levantó los ojos del periódico.
—Estas son las órdenes del coronel von Trompeter, meine gnädige —replicó.
La joven pataleó impaciente y se volvió hacia el oficial.
—Esta habitación me asfixia, ¿me oye usted? —exclamó con exasperación—. ¡No me importa la lluvia; voy a salir!
—¡No! —dijo el oficial.
—¿He de entender, pues, que estoy presa?
El oficial se encogió de hombros a la vez que alargaba los brazos para doblar el periódico.
—¿No está usted en el Servicio, fräulein Silvia? —contestó plácidamente—. Tiene usted que acatar las órdenes como todos nosotros.
—Conforme —exclamó la joven—. ¿Pero supongo que tendrán confianza en mí?
El oficial se encogió nuevamente de hombros.
—No cabe duda de que el coronel tendría sus razones para no desear que hubiera paisanos rondando el cuartel general...
—¡Bah! —interrumpió la joven con desprecio—. ¿Cree usted que estoy ciega? ¿Imagina usted realmente, capitán Pracht, que no sé —y al decir esto movió una de sus manos exangües hacia la ventana, indicando el estruendo de la calle— lo que significa todo este movimiento? Desde el mar del Norte hasta los Vosgos todas las líneas férreas, se están derramando hombres y cañones; las tropas libertadas con la revolución rusa se están reuniendo para presentar a los aliados la batalla final...
Pracht se puso en pie de un salto.
—Um Gottes Wilen! Tenga cuidado con lo que habla. Dice usted cosas, conocidas tan solo de un puñado de nosotros.
—Exactamente, amigo mío. Pero tenga la amabilidad de recordar que yo también pertenezco a ese puñado de elegidos. Mis fuentes informativas de Bruselas son excelentes... —Se interrumpió y contempló el rostro de su compañero—. ¿Para qué me ha mandado llamar el coronel von Trompeter?
—Esto puedo contestárselo a usted con entera franqueza —dijo el capitán—. No lo sé.
—Y aunque lo supiese, no me lo diría.
El oficial hizo una inclinación de cabeza.
—Sería muy duro negarse a satisfacer la curiosidad de una dama tan encantadora...
La joven hizo un movimiento de impaciencia.
—¡Palabras, solo palabras! —exclamó.
Sin embargo, miró tierna mente al oficial. Eran unos ojos extraños, de color castaño claro con oscuras pestañas.
—¿Se ha enamorado usted alguna vez capitán Pracht?
La faz del oficial se contrajo brutalmente, y dos pequeñas líneas verticales aparecieron a ambos lados de sus delgados labios, bajo el oscuro y recortado bigote.
—Nunca hallándome de servicio, gnädige fräulein... Es decir... —hizo una pausa y añadió—: a menos de recibir órdenes para ello—. Así, pues —interrumpió alegremente la joven—, anoche, podía haberme ahorrado la molestia de cerrar la puerta de mi habitación.
El capitán Pracht enrojeció profundamente y las sienes le latieron con violencia.
La muchacha le miró con fijeza y se echó a reír.
—Tiene usted un oficio encantador, señor capitán.
El rostro de Pracht adquirió una expresión desagradable.
—El mismo que usted tiene, meine gnädige.
En las pálidas mejillas de la joven surgió una mancha de color.
—De ningún modo —su voz era un poco trémula—. Los hombres se saben proteger. Se adentran en ese asunto con los ojos muy abiertos. Pero casi todas las mujeres, incluyendo las del Servicio Secreto, son cegadas algún día por el amor... —Suspiró y agregó: La primera vez...
—Por supuesto, está usted hablando de experiencias personales —se aventuró a decir el oficial.
Con tranquilo desdén, la joven le miró de pies a cabeza.
—Sí —contestó simplemente.
—No me cansaré de repetir —dijo el capitán, dándose importancia— que las mujeres son excesivamente sentimentales para la labor que exige el Servicio. Secreto. Especialmente las extranjeras.
—Las rumanas, por ejemplo, ¿no? —sugirió la muchacha suavemente.
—No me refería a nadie en particular —replicó el oficial—. Si hemos de tener espías femeninos, ¿por qué no han de ser alemanas? Nuestras mujeres poseen un inalterable sentido de la disciplina, un respeto por las órdenes...
La risa cristalina de la muchacha resonó en el aposento.
—Pero no tienen muy buen gusto en lo referente, a la ropa interior —interrumpió.
—Debe usted recordar, mi querido capitán Pracht, que nuestro campo de batalla es el boudoir...
En aquel momento se abrió la puerta. Un ordenanza con el gorro chorreando, estaba en el umbral.
—Orden del coronel von Trompeter —gritó con impasible rostro, saludando con un taconazo que conmovió el pavimento— de que el señor capitán se sirva llevar inmediatamente a la oficina a fräulein Averescu.
II
—El inconveniente que tiene nuestra labor, joven Horst —dijo el coronel von Trompeter—, es el de reconocer la verdad cuando se encuentra.
El señor coronel era un hombre grueso, pero guapo aún, con sus atrevidos ojos del azul más puro, su nariz recta y su bigote blanco. El gorro de húsar azul y plata que, desafiando todas las ordenanzas en el vestir, insistía en llevar con su uniforme, era la única evidencia de que había empezado su carrera militar en el arma de caballería ligera, pues el curso de los años había transformado su cuerpo en el de un rollizo dragón. Su poderosa silueta estaba moldeada por el impecable uniforme gris realzado por los adornos de pasamanería de los húsares y el ancho galón rosa de oficial del Estado Mayor. Calzaba relucientes botas altas.
El coronel era un hombre inteligente, dotado de una natural intuición, que había agudizado el intensísimo adiestramiento de la Escuela de Guerra; sabía adoptar una decisión con la rapidez del relámpago y poseía una notable aptitud para los idiomas. Pero, más que todo ello, era un hombre de carácter rudo, de un valor moral inflexible que sobresalía del tropel de parásitos que pululaban por el cuartel general, adulando a S. E. el teniente general barón Haase von dem Hasenberg, comandante del Cuerpo.
Su Excelencia detestaba al jefe del Servicio de Información. Podría haber perdonado al coronel von Trompeter su innegable habilidad, ya que la inteligencia era un punto favorable entre el personal de un Cuerpo, cuando se producían ciertos incidentes que convenía ocultar; y el barón Haase no había sido un comandante muy afortunado. Perú a Su Excelencia enfurecíale la costumbre que tenía el coronel de decir a las claras lo que pensaba. No podía soportar la idea de que el coronel von Trompeter hubiese logrado terminar su brillante carrera a pesar de su brutal candor. Una vez, cuando solo era jefe de escuadrón, durante unas maniobras ante el Káiser, en las que actuó de ayudante, había contestado al mismo emperador, el cual esperaba entusiastas alabanzas ante una carga de caballería contra un nido de ametralladoras: «—¡Todos muertos, Majestad, hasta el último caballo!» Y como consecuencia de su franqueza, había sido prontamente desterrado a un puesto de guarnición en la frontera prusiana.
Una guerra sin cuartel habíase entablado entre Su Excelencia —y aquello significaba casi todo el Cuartel General —y el jefe del Servicio Secreto. Solo permanecía junto a su jefe el personal que estaba a sus órdenes, adorando a Trompeter como un solo hombre, menos por su prestigiosa habilidad que por el firme compañerismo que demostraba a sus subordinados, incluso ante los epilépticos arrebatos de Su Excelencia. En cuanto a los demás, no dejaban de poner en práctica cualquier tramoya o sabotaje imaginable para lograr que el coronel von Trompeter se decidiese a solicitar un traslado. En todas las dependencias del Cuartel General exceptuando únicamente la del Servicio de Información, la derrota; del coronel von Trompeter y de sus ayudantes llegó a cobrar tanta importancia como la rotura de la línea de fuego que sostenían los ingleses en aquella parte de Flandes. Y Su Excelencia proclamaba, por lo menos tres veces al día, a todos los que quisieran oírle, que Trompeter era «ein taktloser Kerl».
Por lo tanto, cuando en esta lluviosa mañana de marzo, el «viejo», como llamaban a Trompeter sus asistentes, pronunció el apotegma antes mencionado, el teniente Horst, su más joven oficial, que estaba ante su pupitre examinando un montón de fotografías tomadas en avión, levantó los ojos con sorpresa. Era raro, en verdad, que «el viejo» se dejase pinchar por la dosis diaria de alfilerazos. Pero hoy el jefe se mostraba inquieto. Desde la hora del desayuno no había parado de caminar arriba y abajo, como un león enjaulado, siguiendo el húmedo rastro que habían dejado las botas de los visitantes en la estrecha alfombra que había entre la puerta y su escritorio.
—Se están recibiendo quejas acerca del bombardeo de anoche en el área divisional 176 —continuó el coronel.
—Permítame, mi coronel —interrumpió Horst, con cierta reserva—; estas tropas de refresco se conducen como si aún estuviesen en Rusia. Marchan con una disciplina deplorable. No cabe duda de que fueron localizadas por la aviación...
El coronel sacudió su cabeza gris.
—No es eso, muchacho. El bombardeo tuvo lugar después que había oscurecido. Esa explicación ya fue presentada cuando el bombardeo de la 58 División, la semana pasada. Pero ahora ya no se la tragarán.
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Con un gruñido, se dirigió hacia la ventana. Por la calle desfilaba un batallón, una hilera tras de otra de hombres cansados y empapados de agua. Sus pies martillearan melancólicamente sobre el empedrado. No había ninguna música brillante que les animara en su camino. La banda marchaba a la cabeza, con los instrumentos enfundados para protegerlos de la lluvia.
La voz del coronel interrumpió abruptamente el rítmico pataleo.
—¿A qué hora llega Ehrhardt con aquel prisionero de la 91 División? —preguntó.
—Tenía orden de llegar a las once, mi coronel.
—Pues ya es más tarde.
—Las carreteras están terriblemente congestionadas, mi coronel.
El coronel no contestó. Sus dedos tamborilearon sobre el cristal de la ventana. Luego dijo:
—Nuestros «amigos» los ingleses saben perfectamente dónde concentrar sus blancos, Horst. Deben de tener un «palomero». No cabe duda de ello, desde que se encontró la semana pasada aquella jaula de palomas en el bosque de Fleury.
—¿Un palomero, mi coronel?
—Ale olvidaba de que es usted novato en el juego. ¿De modo, Horst, que no sabe usted lo que es un palomero?
—No, mi coronel.
—Entonces, permítame que le diga una cosa: si alguna vez se encuentra usted con un palomero, descúbrase con toda tranquilidad, pues se halla usted delante de un héroe. Es tarea que casi siempre significa una muerte cierta. Un palomero es un oficial del Servicio Secreto, que aterriza en aeroplano en un lugar tranquilo de las líneas enemigas, con una provisión de palomas mensajeras. Su labor consiste en recoger los informes que los espías han dejado para él de antemano en determinados escondrijos. Sujeta estos mensajes a las patitas de las aves y las suelta para que emprendan el vuelo de regreso hacia el palomar...
—¿Y el aeroplano se espera entretanto, mi coronel?
El coronel se echó a reír.
—¡Qué va! El palomero tiene que volver a su patria de la manera que pueda. Generalmente se dirigen hacia la frontera holandesa...
—Así, pues, ¿va vestido de paisano?
—Naturalmente. Por eso digo que es tarea que casi siempre significa una muerte cierta. Se suele fusilar sin preámbulos a un oficial que haya sido atrapado con ropa de paisano detrás de nuestras líneas. ¿Qué pasa?
Un ordenanza acababa de penetrar en la oficina y, tieso como un palo, se enfrentaba con el coronel.
—El capitán Ehrhardt acaba de llegar, mi coronel.
Los claros ojos azules se iluminaron instantáneamente.
—¿Ha traído al prisionero con él, Reinhold?
—Jawhol, mi coronel.
—Que entre. El prisionero y la escolta que se queden fuera.
Mientras el ordenanza abandonaba el aposento, el coronel se volvió hacia Horst.
—Oiga, teniente: en el Hôtel du Commerce hay cierta dama esperando, custodiada por el capitán Pracht, de la delegación de Bruselas. Tenga usted la bondad de ir a buscarla. No le diga una sola palabra acerca del prisionero; además, será usted responsable de que a este no se le acerque nadie mientras tanto. Cuide usted también de que no nos interrumpan.
Seguidamente, con la cabeza inclinada, el coronel reanudó su monótono paseo.
III
—Como mi coronel verá por sí mismo —dijo Ehrhardt, balanceándose levemente, mientras permanecía con tiesa actitud ante su jefe (en la vida civil era maestro de escuela secundaria, y todo lo militar aún le causaba pavor), —el prisionero es indiscutiblemente un idiota. Si le habla usted, solo babea y gesticula como un imbécil. Parece estar medio muerto de hambre y, en cuanto a su cuerpo... bueno, apesta de un modo insoportable. Dios sabe el tiempo que llevaba vagando por el Bois des Corbeaux cuando la patrulla se lo encontró a primeras horas de la mañana. De acuerdo con las órdenes del señor coronel, advertí a todas las unidades que cualquier sujeto vestido de paisano que fuese atrapado en nuestras líneas se trajera inmediatamente a mi presencia. Como me entraron ese hombre, telefoneé enseguida a mi coronel. No he descuidado la posibilidad de que ese sujeto estuviese representando una comedia; pero confieso que, a mis ojos, parece ser lo que su aspecto dice: un aldeano flamenco medio idiota. Etnológicamente hablando...
Un gesto brusco del coronel interrumpió sin contemplaciones la inminente conferencia sobre la psicología de los flamencos. Von Trompeter indicó una silla que había junto a la mesa y señaló con un leve empujoncito la caja de cigarros.
—Ehrhardt —dijo entonces—: desde aquí se están enviando regularmente informaciones exactísimas. Se conocen los movimientos de nuestras tropas. Anoche la 176 División tuvo doscientas bajas dentro de su área de acantonamiento. No son notas escritas al azar en las estaciones del ferrocarril, ni compilaciones hechas por aldeanos ignorantes sobre los movimientos de unidades aisladas. Son cuidadosos informes preparados con inteligencia por alguien que conoce perfectamente nuestra situación militar. Los ingleses tienen un hombre genial operando en este frente. No sabemos quién sea ni qué aspecto tiene; lo que sabemos es que cierta correspondencia secreta que cayó en manos de uno de nuestros agentes de La Haya habla con entusiasmo de la exactitud de los informes sobre el movimiento actual de las tropas en Bélgica, enviados por un agente que no nombra. Usted conoce ya mi opinión de que un palomero inglés ha estado trabajando en esta zona —y el coronel frunció sus hirsutas y blancas cejas ante su compañero, el cual le miraba atentamente a través de sus lentes con montura de oro.
Supongamos que el amigo que espera ahí afuera es el hombre que estamos buscando.
El capitán Ehrhardt sacudió la cabeza enfáticamente.
—Por supuesto —dijo, en su acostumbrado tono pedante—, tengo que inclinarme ante la experiencia del señor coronel en estos asuntos. Pero, a mí entender, la hipótesis es descabellada. Ese sujeto tal vez sea un espía, pero, en tal caso, será un agente de la más ínfima categoría, un zafio aldeano belga; no un individuo educado, y menos aún, un oficial...
—Un oficial, desde luego —interrumpió la tranquila voz del coronel.
—¡Ausgeschlossen, mi coronel! ¡Esto es imposible! Se convencerá usted en cuanto le vea.
—Aguarde usted, amigo mío. Los ingleses poseen un hombre extraordinario, bien conocido ya del Estado Mayor General, por lo menos de oídas, antes de la guerra. No hemos logrado nunca descubrir su nombre u obtener una fotografía suya; pero sabemos que ese hombre es un formidable lingüista, que conoce maravillosamente el Continente y los pueblos continentales. Los dialectos son una de sus especialidades. Y, lo que todavía es más, es un actor magnífico y su habilidad en los disfraces es legendaria. Más de una vez estuvo en un tris que no, cayera en nuestras manos, pero siempre logró escurrírsenos de los dedos. Solíamos llamarle N, la cantidad desconocida. ¿Ve usted adónde voy?
—Gewiss, gewiss, mi coronel—. Ehrhardt movió la cabeza en señal de duda—. Pero ese patán no es un oficial inglés.
—Bien —dijo el coronel—; echémosle un vistazo de todos modos.
Apretó un botón que había en el escritorio y, poco después, entre dos estólidas figuras de gris, entró un sujeto de aspecto miserable y abatido.
Su ropa era una masa de andrajos. Sobre la cabeza llevaba, ladeado, un gorro de ropa disforme y roto; bajo el pingajoso gorro, brillaban, con expresión estúpida, un par de ojos castaños; el rostro estaba sucio de pringue y ennegrecíalo, en la parte baja, una crecida barba. Un torcido mostacho temblaba sobre el colgante labio inferior, que brillaba a través de las burbujas de saliva que salían de la boca y resbalaban por la barbilla. Su piel relucía amarillenta a través de los desgarrones de la chaqueta y del pantalón, y sus pies, desnudos, calzaban unas botas ordinarias y estropeadas, una, de las cuales iba envuelta en un pedazo de trapo repugnante. Mientras permanecía en pie, enmarcado entre las enhiestas bayonetas de la escolta, sacudíanlo continuos temblores.
Sin levantar los ojos, el coronel garrapateó unas palabras en un cuaderno, arrancó la hoja y se la entregó a Horst.
—Que salga la escolta —ordenó.
Horst y los soldados abandonaron el aposento. Solo entonces, ajustándose el monóculo en el ojo derecho, favoreció Trompeter al prisionero con una larga y desafiadora mirada. El hombre no se movió. Siguió con los ojos fijos en el vacío, balanceando levemente la cabeza mientras la saliva resbalaba por su barbilla.
El coronel habló aparte a Ehrhardt.
—¿Dice usted que no se le encontró nada al registrarlo?
—Solo un cuchillo, algunas castañas y un pedazo de cordel.
—¿Ningún papel?
—Ninguno, mi coronel.
El coronel interpeló al prisionero en francés.
—¿Quién es usted y de dónde viene? —preguntó.
Con mucha lentitud, el hombre volvió su vacua mirada hacia el coronel. Sonrió débilmente y continuó babeando, pero no habló.
—A mí se me ha ocurrido que tal vez sea mudo —murmuró Ehrhardt por encima, de la mesa—, aunque parece oír perfectamente.
—¡Espere! —le ordenó Trompeter. Nuevamente se dirigió al prisionero—: Cualquier paisano que se encuentre rondando en zona de guerra, sin papeles de identidad está expuesto a ser fusilado —dijo gravemente—. ¿Se da usted cuenta de ello?
El prisionero rio débilmente e hizo unos sonidos con la garganta igual que un niño... El coronel repitió su advertencia en flamenco.
—Grr... gggo... grr... —barbotó el infeliz.
Trompeter dio la vuelta a la mesa y miró al hombre en los ojos.
—Véale las manos, mi coronel —dijo Ehrhardt, en voz baja. Las manos del prisionero eran ordinarias y llenas de callos, con unas uñas negras y rotas—. ¿Son estas las manos de un oficial?
El coronel soltó un gruñido por todo comentario.
Entonces llamaron a la puerta, con un golpe seco. Reinhold, el ordenanza, apareció con una bandeja. En ella había una cafetera, un jarro de leche, azúcar, un plato de jamón y un pedazo de moreno pan de guerra. El coronel indicó al ordenanza que colocara la bandeja a un lado de la mesa.
Entonces se volvió al prisionero.
—¡Come! —le ordenó.
El prisionero sonrió plácidamente y terminó riendo con una especie de cloqueo. Entonces, mientras los dos oficiales le observaban, un tanto distanciados, se arrojó sobre las vituallas. Era una repugnante visión verle devorar los alimentos. Partía el jamón con las manos e introducía grandes pedazos en su boca; enterró literalmente el rostro en el pan, arrancando enormes bocados con los dientes; vació el tazón de leche de un trago, derramando al hacerlo una buena porción de líquido sobre su chaqueta. Al comer y al beber hacía los mismos ruidos que un animal y se atragantaba hasta no poder respirar.
—¿Comería de este modo un oficial? —murmuró Ehrhardt al oído de su jefe.
Pero tampoco esta vez contestó el coronel.
Cuando el último rastro de alimento hubo desaparecido, dijo a su subordinado:
—Llévese ahora al prisionero y, cuando yo llame con tres timbrazos; que entre... solo. Solo, ¿entiende usted?
—Zu Besehl, mi coronel.
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Una vez se hubo quedado solo, el coronel von Trompeter se dirigió hacia la ventana y permaneció allí un instante, mirando al exterior. En la calle, una partida de prisioneros de guerra británicos, con el raído uniforme caqui empapado de lluvia, apartaban el barro de la calzada con escobas y palas. Una voz en la puerta hizo volverse al coronel. Horst estaba allí.
—Mi coronel: la dama acaba de llegar.
—¿Confío en que no habrá visto al prisionero?
—No, mi coronel; la hice pasar al cuarto de los ordenanzas.
Trompeter movió la cabeza en señal de aprobación.
—Bien. La veré inmediatamente... sola.
Mientras Horst se alejaba, el coronel se dirigió hacia la mesa y colocó la silla que Ehrhardt había dejado vacante de modo que quedara frente a la puerta. Luego se quedó en pie, con las manos reposando sobre la mesa, a su espalda. Con sus largos dedos se aseguró de que el botón del timbre quedaba perfectamente a su alcance.
IV
Decíase corrientemente que el coronel von Trompeter tenía una especie de fichero en la cabeza. No olvidaba nombre, rostro ni fecha que surgiera en su labor diaria, y poseía la asombrosa facilidad, si se presentaba el caso, de abrir un cajón en su cerebro y sacar una ficha repleta de datos.
Mientras ayudaba a Silvia Averescu a sacarse el abrigo y la invitaba a sentarse, estaba repasando mentalmente la ficha de la rumana. Fue en el año mil novecientos doce cuando Steuben la sobornó para que dejara a los rusos, en Bucarest, y la instaló en Bruselas, centro de contratación del espionaje internacional. A pesar de su condición de mujer —pensó, condescendiente, el coronel— había demostrado lo que valía. Aquel asunto del libro de señales del vapor de S. M. «Reina» había sido una gran hazaña; y fue Silvia quien procuró la información que condujo al arresto del espía inglés Barton, en Wilhelmshaven.
—Madame —fue la primera palabra, que pronunció Trompeter cuando la hubo ofrecido un cigarrillo—: me he atrevido a traerla a usted de Bruselas con este tiempo espantoso porque necesito su ayuda.
Silvia Averescu le miró fríamente. La espera en el helado cuchitril lleno de humedad y de malolientes ordenanzas no había mejorado su humor precisamente. Entró en la habitación resuelta a decir claramente al coronel von Trompeter lo que pensaba. No obstante, la personalidad del militar la acobardaba en cierto modo. Contra su voluntad, sentíase favorablemente impresionada por aquella mirada clara, por su buena apariencia y sus modales exquisitos. Vio inmediatamente que se trataba de un oficial de la vieja escuela, un hombre educado, no un viajante de comercio embutido en un uniforme, como Pracht. Se sintió halagada por el modo en que le ofreció el asiento y la ayudó a sacarse las pieles como si hubiera sido una duquesa. Y el espíritu latino que había en ella, estremecido siempre ante los Frau y Fräulein de sus colegas alemanes, estaba lleno de agradecimiento por aquel Madame como fórmula al dirigirle la palabra.
Con todo, el, recuerdo de la desagradable espera todavía la irritaba, y contestó con bastante acritud:
—No sé en qué puedo ayudarle a usted, coronel.
Los ojos azules del coronel reposaron un instante sobre aquel rostro bello y descontento.
Luego, haciendo saltar la ceniza de su cigarrillo, dijo:
—Cuando se hallaba usted en Bruselas, antes de la guerra, conocía usted bastante bien a los componentes del Servicio Secreto británico, ¿no es cierto?
La joven se encogió de hombros.
—Para ello me pagaban.
—Supongo que se relacionaba usted con los principales agentes; los más inteligentes quiero decir... hombres como Francis Okewood o Philip Brewster, e —hizo una pausa—, e incluso nuestro amigo N, el «Misterioso Desconocido».
Silvia se echó a reír.
—Si me dice usted quién es, o quién era N —replicó—, podré entonces decírselo yo. Conozco a los otros dos que usted menciona.
Se recostó en el respaldo de la silla y exhaló voluptuosamente una bocanada de humo.
—El «Misterioso», ¿eh? ¡Cómo les hizo danzar a ustedes, coronel! Con frecuencia me he preguntado quién sería de aquellos muchachos.
La mano del coronel buscó a tientas a su espalda hasta encontrar el timbre. El dedo pulgar presionó tres veces el botón. Sus ojos estaban fijos en la mujer, mientras esta se recostaba graciosamente en la silla y miraba, distraída, al techo. Su atenta mirada no abandonó el rostro de Silvia, ni siquiera cuando se abrió repentinamente la puerta y una andrajosa figura penetró en la habitación.
Trompeter, con la faz convertida en una máscara de acero, vio cómo la mujer que había a su lado, al oír el ruido de la puerta que se cerraba, levantaba los ojos; vio, también, el leve surco de sorpresa que aparecía súbitamente entre sus finas y arqueadas cejas. Pero la rápida y sospechosa mirada que la mujer echó al coronel halló a este contemplando con aparente atención la punta del cigarrillo; no obstante, cuando los ojos de Silvia volvieron de nuevo al infeliz, triste figura abandonada en medio del aposento, la penetrante mirada del coronel tuvo tiempo de observar la expresión de horrorizado asombro que conmovió un brevísimo instante el rostro de la joven.
Pero, inmediatamente, asumió la expresión de fastidio y de indiferencia. Tan rápida fue la reacción de la muchacha, que su rostro no parecía haber perdido un solo momento aquel aire de aburrimiento y enojo. Dirigió una, alegre mirada al impasible rostro que la contemplaba y se echó a reír.
—Tiene usted unas visitas rarísimas, mi coronel —dijo—. ¿Es que es uno de los nuestros? —preguntó, indicando al prisionero con un gesto cómico de la mano.
—No —replicó Trompeter, con tranquilo énfasis.
—Entonces, ¿quién es?
—Tenía la esperanza de que usted podría decírmelo.
La muchacha le miró fijamente un instante; luego, de repente, rompió a reír.
—¡Oh, por favor, mi querido coronel! —exclamó—. Hace usted demasiado honor a la ingenuidad de los agentes británicos.
—Y, no obstante —observó Trompeter, con calma—, este es uno de sus hombres principales.
Mientras hablaba, tenía la vista fija en el prisionero. Pero el infeliz, echando ojeadas como un idiota, contemplaba el vacío y babeaba débilmente.
Silvia Averescu rio con incredulidad.
—En ese caso, habrán cambiado sus métodos. Todos los ases del Servicio Secreto británico que he conocido eran oficiales en servicio activo o ex oficiales. No pretenderá usted que esa miserable criatura sea un caballero inglés, coronel. ¡Solo hay que verle las manos!
—Endurecidas especialmente para la tarea.
—¿Qué tarea?
Pero el coronel dejó la pregunta sin contestar.
—Los ingleses son diabólicamente inteligentes. Lo reconozco.
La mujer se levantó de la silla y se acercó impetuosamente al idiota. Con el dedo señaló una V de piel amarilla que aparecía bajo el cuello descubierto, entre las solapas de la chaqueta.
—Mire usted —exclamó, con una mueca de asco— la mugre que lleva en la piel. ¡Hace años que no se ha bañado! —se volvió para mirar a Trompeter, que la había seguido—. Si este hombre fuese lo que usted dice, tendría una piel blanca, un cuerpo limpio bajo los harapos. ¡Pero esta criatura es repugnante!
Trompeter se acercó rápidamente al prisionero y de un zarpazo brutal abrió la andrajosa chaqueta. El hombre no llevaba camisa; la chaqueta estaba abrochada sobre el cuerpo desnudo. El coronel retrocedió un paso y se tapó la nariz con un pañuelo.
—¡Bfui Deibel! —murmuró.
Algo repercutió vivamente en el suelo. Trompeter se inclinó rápidamente con la mano abierta; luego, poniéndose en pie, contempló fijamente al prisionero. El bolsillo exterior de la chaqueta del idiota había sido casi arrancado con el vigoroso zarpazo del coronel y colgaba de manera lamentable. La mano de Trompeter se introdujo en el bolsillo roto y exploró el forro. Sus dedos sacaron un minúsculo objeto invisible, que trasladó a la palma de su otra mano.
Con aire de triunfo, se volvió hacia la mujer.
—Bien —observó, ásperamente—; ya está listo, sea como sea. Si fuese amigo suyo, le diría a usted que le diese el beso de despedida.
Al oír estas palabras, la joven se estremeció levemente.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó, con la voz un tanto enronquecida.
—Lo que quiero decir es que este es el hombre de las palomas que andábamos buscando—. Trompeter se volvió de espaldas—. Mañana por la mañana comparecerá ante el tribunal y, antes del mediodía, tendrá un cómodo rinconcito bajo el barro.
Mientras decía estas palabras, abrió la mano y la acercó al rostro de la joven. Dos granos amarillos y brillantes reposaban sobre la palma abierta.
—¡Maíz! —anunció, sombríamente—. Comida para las aves. Los palomeros lo llevan siempre.
Al decir esto cerró la mano y unióla a la otra, a su espalda, mientras apoyaba, su cuadrado mentón sobre el pecho y observaba gravemente a la joven.
—¿Quiere usted decir —preguntó Silvia, con menos firmeza— que el tribunal militar lo enviará a la muerte sin otra prueba que esta?
—No hay duda. El mes pasado tuvimos un caso idéntico. Dos aviadores. Los fusilaron en la escuela de equitación de Charleroi. ¡Casi unos muchachos!
—Pero este pobre diablo puede haber recogido un poco de maíz en cualquier parte para alimentarse él. ¡Si parece estar medio muerto de hambre!
Trompeter se encogió de hombros.
—Allá él. No estamos dispuestos a transigir con los palomeros. Son demasiado peligrosos, querida mía. No es que desee ver al pobre diablo fusilado. Preferiría identificarlo.
La joven levantó la cabeza y contempló con curiosidad al coronel.
—¿Por qué? —preguntó, casi en un murmullo.
Trompeter la llevó junto a la ventana, a una distancia que no pudiera oírles el prisionero. Afuera, la ciudad entera parecía trepidar con el paso de unas piezas de artillería pesada, monstruos que asomaban el hocico bajo sus lonas, ruidosamente arrastrados por los tractores.
—Porque —dijo el coronel, en voz queda— quiero emplearlo para despistar al enemigo. Nuestros queridos amigos los ingleses no se verán privados del servicio de palomas mensajeras, pero estas llevarán mis informes en vez de los de nuestro amigo. Para ello me precisa el nombre del sujeto.
Hizo una pausa e inclinó sus hirsutas cejas hacia Silvia.
—¿Conoce a este hombre?
—Un momento —suplicó la joven, casi sin aliento—. Aclaremos las cosas. Si este hombre fuese identificado, ¿impediría usted su fusilamiento?
El coronel hizo una breve inclinación de cabeza. Sus ojos no abandonaban el rostro de la muchacha.
—¿Qué garantía tengo de que cumplirá usted su palabra?
—Le entregaré a usted la única prueba que existe contra él.
—¿Se refiere usted al maíz?
—Sí.
Silvia echó una temerosa ojeada al lugar en que estaba el prisionero, con la cabeza colgando sobre un hombro. No había cambiado de posición. Tenía los ojos entornados y le asomaba la lengua por debajo del pringoso bigote. El hedor que despedía impregnaba la habitación.
Silvia alargó silenciosamente la mano a Trompeter. Este entregó sin vacilar los dos granos de maíz. La joven corrió hacia la estufa y los arrojó al fuego. El coronel la contemplaba impasiblemente desde la ventana. Los mapas de las paredes temblaban con el estruendo que producía el paso de los cañones por la calle.
Silvia volvió lentamente al lado del coronel. Este observó cuán pálido estaba su rostro bajo el resplandor rojizo de sus cabellos.
La joven le miró fijamente, y luego dijo, con una especie de ahogado susurro:
—Tiene usted razón, le conozco.
Una acerada luz brilló en los penetrantes ojos azules.
—¡Ah! ¿Quién es?
—Dunlop. El capitán Dunlop.
Trompeter se inclinó con rapidez.
—¿No es el «Misterioso Desconocido»?
La joven hizo un leve movimiento de hombros.
—No sabría decírselo. Él nunca intentó disimular conmigo.
—¿Le encontró usted en Bruselas?
Ella asintió.
—Acostumbraba a venir de Londres casi cada fin de semana...
El coronel gruñó en señal de conformidad.
—Sí, ese era su procedimiento antes de la guerra.
Luego, dirigiéndole una escrutadora mirada:
—¿Le conoce usted bien? ¿No está usted cometiendo un error? —añadió.
Silvia movió la cabeza, y su gesto tuvo una profunda gravedad.
—Fue mi amante...
Trompeter sonrió ampliamente.
—¡Ah! —murmuró—. Para este trabajo Steubel se pinta solo...
—Steubel nada tiene que ver con ello —murmuró ella, con vehemencia—. Nadie sabía que fuese un agente secreto, por lo menos hasta que yo le descubrí. Me dijo que era un ingeniero inglés que venía a Bruselas por cuestión de negocios; estaba celosa y un día descubrí que visitaba a otra mujer, una belga. Entonces... entonces investigué y encontré el resto. Fue sincero conmigo cuando se lo dije; ya sabe usted que los ingleses lo son. Me dijo que tan solo estaba cumpliendo órdenes. Y que yo... —Silvia, vaciló— yo también estaba incluida en estas órdenes...
Dicho esto, cogióse las manos con desesperación y quedó con la mirada fija en la monótona lluvia.
—¿Le amaba usted, Madame?
—Mis sentimientos nada tienen que ver con los asuntos que tratamos usted y yo, coronel —díjole, fríamente, por encima del hombro.
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Trompeter se inclinó.
—Le suplico que me perdone. ¿Me ha dicho usted todo cuanto sabía? ¿Cuál es su nombre completo?
—James, creo. Yo le llamaba Jimmy.
—¿Cómo firmaba sus informes? ¿Puede usted decírmelo?
Silvia asintió.
—J. Dunlop —dijo.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Porque luego me propuse descubrirlo... algún tiempo después —contestó apasionadamente.
Y quedó silenciosa.
El coronel tocó el timbre.
—¿Qué... qué harán con él? —preguntó la joven, con alguna inquietud.
—Campo de concentración, supongo —fue la viva respuesta.
Silvia Averescu no dijo más, y se encaminó lentamente hacia la puerta. Allí se detuvo y dejó reposar sus ojos durante un instante en el espantajo que gesticulaba y pronunciaba sonidos ininteligibles entre ellos. El coronel vio que alargaba una de sus finas manos hacia el palomero y permanecía así un momento, con la esperanza de que él se volviera y le hiciese alguna señal de reconocimiento. Más el prisionero, con su melancólica mirada de imbécil, no le prestó ninguna atención. Silvia pareció desfallecer en el momento de volverse para salir.
Entonces Trompeter se acercó al prisionero y le dio unas palmaditas en la espalda.
—Es un disfraz maravilloso, Dunlop —dijo plácidamente en perfecto inglés—, y no me importa decirle a usted que casi llegó a engañarme. Pero el juego ha terminado, amigo mío. Está usted descubierto. Vamos a charlar amistosamente. No espero que usted me revele nada, pero estoy ansioso por tener noticias del coronel Ross, mi estimado contrario del otro lado de la tierra de nadie. Había oído decir que enfermó con esta condenada gripe...
—¡Gggoo!... —farfulló el prisionero, mientras le seguía espumando la boca.
Sonó el teléfono que había encima de la mesa. El coronel dejó al prisionero para contestar a la llamada.
Una voz cortés dijo:
—Su Excelencia desea hablar con el coronel von Trompeter.
Un instante después una voz aguda y furiosa llegó vibrante por el hilo telefónico.
—¿Es Trompeter? Bien, coronel, por lo visto no puede llegar ninguna división a esta zona sin que sea bombardeada. ¿Qué diablos está haciendo su gente? ¿Qué dice usted? Que está investigando... ¡Váyanse al demonio las investigaciones! ¡Acción es lo que necesito! Acción, ¿comprende usted? Todo el Cuerpo sabe que hay un espía en esta zona que informa al enemigo, y cuando le pregunto a usted lo que se propone hacer, me contesta que está investigando. Verdammt nochmal! Lo que usted ha de hacer es atrapar a ese sujeto y fusilarlo, y ¡vive Dios! si no lo consigue, se arrepentirá usted, no lo olvide. Himmslkreulzsakrament! ¡Ya enseñaré yo a usted y a sus investigaciones quién manda aquí! Vendrá usted a informarme personalmente a las seis de esta tarde, y espero oír entonces que ya tiene en sus manos a ese espía. Le advierto que si fracasa esta vez, señor coronel, buscaré a otra persona más capacitada que sepa cumplimentar mis órdenes. Y sepa también que el General está muy descontento con usted. ¿Está claro?
—Zu Befehl, Exzellenz! —replicó el coronel secamente, y colgó el receptor.
Encendió un cigarrillo y se sentó ante la mesa durante el espacio de un minuto, contemplando a través de un velo de humo al sujeto de miserable aspecto que había ante él.
—Lo siento, Dunlop —dijo por último—. Le hubiese salvado la vida, de serme posible, pero la caridad comienza por uno mismo. Mi general pide una víctima, y mi cabeza es el precio. Soy un hombre pobre, amigo mío, sin renta alguna y con una familia que sostener. Tengo enemigos poderosísimos, y si pierdo este empleo, adiós carrera. Pongo a Dios por testigo, Dunlop, de que me es imposible cumplir mi palabra.
Hizo una pausa y se secó los labios con el pañuelo.
—Si algo puedo hacer por usted... —añadió—. Hacer saber a los suyos...
Se interrumpió en espera de una respuesta, pero el palomero no hizo señal alguna. Con la cabeza levantada, toda su atención parecía ocupada en seguir el vuelo de una mosca que zumbaba en torno al cable de la luz eléctrica.
—Por lo menos ¿me concederá usted el honor —prosiguió Trompeter con un ligero temblor en la voz— de estrechar la mano a un hombre valeroso?
Pero el hombre de las palomas ni siquiera le miró. Deslizó furtivamente su pringosa mano derecha bajo la chaqueta y se retorció bajo sus asquerosos andrajos. Su mirada seguía inmutablemente distante, como si contemplara una vista lejana. Lentamente se inclinó la cabeza gris del coronel y hubo un instante de intenso silencio en el aposento.
Entonces el coronel puso en pie su robusta figura y se dirigió resueltamente hacia un armario que había contra la pared. Abrió la puerta del mismo y descubrió, colgados cuidadosamente de pequeñas perchas, su casco de acero, el revólver, un termo, el estuche de los mapas y algunos zurrones. Desató la correa a uno de ellos y, hundiendo la mano en él, sacó entre sus dedos unos cuantos granos anaranjados. Luego tocó el timbre y dijo al ordenanza que hiciese pasar al capitán Ehrhardt. El oficial retrocedió ante la hosca severidad que mostraba el semblante de su jefe.
—Also, señor capitán —fue el saludo del coronel—. Usted registró al prisionero, ¿no es cierto? Y creo que me dijo usted que no halló nada.
—Nada, es decir, excepto los artículos que enumeré, mí, coronel, a saber...
La voz inflexible le interrumpió.
—¿Le sorprendería saber que descubrí maíz en el bolsillo del prisionero, al registrarlo yo? Vea.
La mano del coronel se abrió y esparció unos cuantos granos de maíz encima del papel secante.
—Me parece a mí, señor capitán, que ha descuidado usted en gran manera su deber. Tiene usted que despabilarse, o cualquiera de estos días se encontrará de nuevo en las trincheras con su regimiento. Ahora, présteme atención. El prisionero comparecerá mañana ante el tribunal. Hará usted que sea lavado, desinfectado y provisto inmediatamente de ropa limpia. Luego entréguelo al preboste Marshal. Horst avisará al P. M. El prisionero podrá satisfacer todos sus gustos en lo referente a comer, beber y fumar.
En la vista se requerirá su testimonio; por lo tanto, pasará usted la noche aquí. Vea a Horst para la cuestión de la cama. ¡Llévese al prisionero!
Cerróse la puerta y el rumor de pasos de la escolta se desvaneció. Con ceñudo rostro, el coronel sacudió el puño cerrado ante el teléfono.
—¡Conque querías hundirme, viejo histérico! —murmuró entre dientes—. ¡Pero tus fusiles ya tendrán una víctima, Verdammt! ¡Alto es el precio!
Entonces, irguiéndose completamente, juntó los talones con un tintineo de espuelas e hizo un grave saludo ante la puerta por la que había desaparecido el palomero entre las enhiestas bayonetas de sus guardianes.
V
Una semana más tarde en una vulgar oficina frente a Whitehall, desde la que se dominaba el panorama de Londres, atravesado por la cinta de plata del Támesis, un hombre alto y de quietos modales estaba sentado ante su mesa y arrugaba las cejas contemplando una hoja mecanografiada que tenía en la mano.
—Bien —exclamó, dirigiéndose a un oficial uniformado de caqui que había delante de él en actitud expectante—: han pescado a Tony, Carruthers.
—¿Es cierto? —exclamó Carruthers con abatimiento—. Tenía usted razón, entonces.
—Me lo temía. Supe que lo habían atrapado cuando me mandaron aquellos mensajes de Dunlop que se continuaban recibiendo por medio de palomas mensajeras. Prendergast, de Rotterdam, dice que ha recibido noticias de Bélgica, de una fuente de toda confianza, comunicándole que el día 6, en Routers, fusilaron a un sujeto medio imbécil acusado de espionaje. El juicio, por supuesto, se celebró en secreto, pero se rumorea en la ciudad que ese individuo era un oficial británico. No cabe duda de que fue Tony. Dios bendiga su alma. ¡Qué tipo, y qué actor era! Yo no hubiera permitido nunca que realizara esa tarea, pero el Alto Mando insistió en ello. Sea como sea, ha hecho una magnífica labor. Nuestros amigos del otro lado solían llamarle N, el «Misterioso Desconocido». Ya ve usted que no lograron identificarte nunca... ¡Voto va! El viejo Tony debe estar sonriendo al pensar que ha conseguido llevarse la incógnita a la tumba.
—¿Lo cree usted así?
—No cabe duda; de lo contrario, el enemigo habría firmado con el verdadero nombre de Tony aquellos mensajes que tanto han divertido a Ross y a sus subordinados en el cuartel general.
—¿Y por qué han firmado «Dunlop», señor?
El hombre alto sonrió enigmáticamente.
—¡Ah! —observó—. Usted no estaba en el Servicio antes de la guerra, Carruthers, pues de lo contrario sabría que «Dunlop» era uno de nuestros nombres acomodaticios en la oficina. La mayoría de nosotros ha sido una u otra vez el capitán Dunlop. Yo mismo he sido capitán Dunlop. En este negocio se corren muchos riesgos, y no es mala idea el tener una especie de «alias» general. Es un gran sistema para impedir la identificación.
Se echó a reír abiertamente y prosiguió:
—Veamos, es el viejo Trompeter quién está en el frente, ¿no es así? Me pregunto cómo habrá podido enterarse del «alias», ese viejo zorro. Probablemente le habrán concedido otra cruz de hierro, gracias a esto. Si supiese la verdad, se daría a sí mismo de puntapiés. Ese es el quid en esta labor nuestra, muchacho: reconocer la verdad cuando se encuentra.
Y diciendo estas palabras, el hombre alto abrió un cajón de su mesa, sacó un libro y lo abrió en un lugar determinado. Entonces, con un lápiz rojo tachó, lenta y metódicamente, un nombre que allí había.
el misterio de la luna creciente (libro)
Peter Blakeney, un exveterano convertido en dramaturgo, está trabajando duro en su primera obra maestra. ¿Qué mejor lugar para terminar su escritura que en el aislado campamento de vacaciones a orillas del lago Wolf en las montañas de Adirondack? Desafortunadamente, los otros residentes del campamento tienen ideas diferentes y pronto Blakeney se ve envuelto en sus asuntos personales. Pero los acontecimientos toman un giro siniestro cuando uno de ellos es asesinado; peor aún, parece haber un convicto armado suelto. Afortunadamente para Blakeney, sin embargo, su nuevo amigo Trevor Dene de Scotland Yard también se queda en la región. Pero, ¿por qué Dene está tan preocupado por las fases de la luna?