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Literatura de vicente colorado
después de muerto (libro)
Cuento donde un hombre supera su monomanía higiénica tras un episodio cataléptico que le hace creer que está muerto.
el capitán martínez (libro)
Cuento donde el sirviente fiel es víctima de la mezquindad y egoísmo de su superior.
el clown (libro)
Cuento donde la gente no se compadece de la tragedia vital de un payaso.
el clown (relato)
Tony fue el más célebre payaso, clown como ahora se dice, de mi tiempo. Su oficio consistía en hacer reír todas las noches al respetable público; y, aunque tal profesión tiene
el desierto (libro)
Fábula donde los granos de arena se confabulan para reducir a polvo toda forma de existencia.
el hombre espejo (libro)
Cuento donde se propone la adulación como único medio de sobrevivir al egoísmo imperante en la sociedad.
elías recio (libro)
Cuento que narra la vida de Elías López Recio, niño mimado con ímpetus románticos que acaba sus días como poeta y usurero.
la buenaventura (libro)
Cuento donde la superstición y los celos dan lugar a un crimen fatal.
la buenaventura (relato)
I —Mañana es tu santo, María. —Sí, Jorge; mañana hace siete años que nos casamos. —Esta tarde, cuando vayáis a buscarme al taller, pediré al maestro el jornal de la semana e ir
la trasmigración del amor (libro)
Cuento donde el amor ni se crea ni se destruye, sino que se transforma.
después de muerto (libro)
Cuento donde un hombre supera su monomanía higiénica tras un episodio cataléptico que le hace creer que está muerto.
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el capitán martínez (libro)
Cuento donde el sirviente fiel es víctima de la mezquindad y egoísmo de su superior.
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el clown (relato)
Tony fue el más célebre payaso, clown como ahora se dice, de mi tiempo.
Su oficio consistía en hacer reír todas las noches al respetable público; y, aunque tal profesión tiene muchos inconvenientes, os juro que la realizaba a maravilla.
Sus habilidades eran tan originales que, no obstante de ser muy limitadas, parecían nuevas todos los días.
¡Aún creo verle con su enorme cara esférica embadurnada de albayalde y dos grandes rosetas de almazarrón en las mejillas; su peluca, unas veces blanca, otras encarnada y otras amarilla, terminando en una colosal pirámide; y aquella rica colección de trajes, de túnicas y pantalones amplísimos con sus grandes botones y figuras estrambóticas recortadas en paño de color distribuidas por el pecho, las espaldas, los costados y las piernas!
Todas las noches se plantaba en el centro de la pista, de un salto con su correspondiente voltereta en el aire, quedando en pie y expidiendo, a modo de saludo, un prolongado berrido que hacía desternillar de risa a las gentes.
Imitaba, con su voz, a todos los animales, desde lo alto de la galería arrojaba a la arena doce sombreros cónicos, los cuales encajaban unos sobre otros formando una esbelta columna; mantenía hasta ocho bolas de billar en el aire durante algunos minutos; el mismo ejercicio hacía con seis gorros, que acababa por encasquetarse uno tras de otro; recibía en un plato media docena de huevos de gallina, que tiraba a lo alto sin quebrarlos; con el ala de un sombrero representaba al sol, a un guardia civil, a un estudiante, a un cura, a un picador, a una dueña y a un viejo casado con una muchacha joven y bonita: en este caso el ala se retorcía en dos graciosos cuernos.
Pero lo que entusiasmaba con delirio era el burro; un gracioso borrico negro y blanco, que saltaba sobre tablones atravesados en su camino, cruzaba aros cubiertos de papel y decía la hora dando golpes con una de las patas delanteras, seguía a Tony como si fuera un perro, y hacía otras muchas lindezas así como los hombres hacen muchas burradas.
Apenas Tony aparecía en escena, el público exclamaba:
—¡El burro, el burro! ¡Que salga el burro!
Y cuando, al fin, el apacible asno aparecía al trote, ¡qué de aplausos y risas!, ¡qué de gritos y algazara!
Era cosa de apretarse los ijares siempre que Tony decía:
—Es un burro de mi familia.
Una vez, en que chicos y grandes saboreaban con deleite tan animada farsa. Tony, después de haber hundido la cabeza en el polvo y de haber pronunciado un discurso con las piernas, se dirigió a un niño, y, pasándole la mano por entre la ensortijada melena, le dijo:
—Yo querer a los muchachos.
El niño se asustó, y el ilustrado público protestó de esta familiaridad que no estaba anunciada en los carteles.
El clown, sin duda para disculparse, con voz enternecida, dirigiéndose a la numerosa asamblea:
—A mí gustar mucho los pequeños; y yo tener uno así.
Y puso la mano poco más de un palmo sobre el suelo.
Esto desagradó bastante, porque la gente iba allí a reírse y a digerir la gazofia alegremente: no a oír ternezas ni sensiblerías ridículas.
El oficio de Tony era hacer reír: no conmover.
Además, nadie suponía que aquella horrible careta encubriese el rostro afable y cariñoso de un padre, y esto contrarió mucho el efecto cómico que constituía la popularidad de Tony.
Un padre es algo serio, respetable y digno: es decir todo lo contrario de lo que es un payaso, un clown.
Semejante incidente le valió una buena reprimenda del director de la compañía, quien, por primera advertencia, le dijo:
—Tony: tú aquí no tienes más padre, más hijo ni otra familia que el burro: así place al bondadoso público, y así ha de ser.
Las cosas no hubieran ido más adelante a no haber enfermado el hijo de Tony; y ¡de qué enfermedad, divinos cielos! La pobre criatura moría estrangulada por el garrotillo.
¡Y a pesar de semejante infortunio, gracias a la tiranía de la necesidad, del hambre y la miseria, tenía que presentarse aquella, como todas las noches, con su cara cubierta de almazarrón y albayalde, dar volteretas, reír, bailar y sostener un diálogo humorístico con su pariente el pollino!
Cuando Tony saltó sobre la arena de la pista, su saludo se trocó en un rugido semejante a un inmenso sollozo.
La risa acostumbrada se ahogó en los labios de los concurrentes; algunos sintieron miedo: aquel clown parecía una fiera.
Repuestos de esta primera impresión, comenzaron las protestas. Tony, que ni oía ni veía, y cuyo pensamiento estaba al lado de su hijo agonizante, acrecentó con sus torpezas y desaciertos el mal humor de las gentes: a los gritos de «¡Fuera! ¡Fuera!» se unieron los silbidos y patadas de los espectadores.
—¡Mi hijo! ¡Mi hijo! —prorrumpió el payaso varias veces, con la misma entonación que pudiera haber dicho: «¡Fuego! ¡Fuego!».
Y gran parte del público le replicó a su vez:
—¡El burro! ¡El burro!
El director para acallar la tormenta, dio suelta al animal: y el borriquito más inteligente que muchos seres racionales, asustado quizá de las voces destempladas de la concurrencia, los gemidos de Tony y la cara de este, en la cual las lágrimas formaban, con el albayalde y el almazarrón, una pringue sucia y repugnante, comenzó a rebuznar desaforadamente.
Esta situación se prolongó de tal suerte, y tenía tales visos de no acabar, que el director perdió la paciencia, y, a empellones, bajo una lluvia de inmundicias, botellas y desperdicios de frutas, le sacó de allí, repitiéndole con voz iracunda:
—Tony, hemos concluido: que no vuelva a verte más en mi vida. Me has arruinado. Hemos concluido. Tony, hemos concluido.
Poco después el ilustrado público aplaudía a rabiar al sustituto de Tony, quien, imitando la voz y ademanes de un popular orador, dijo con gran parsimonia:
—Señoras y señores: tengo el sentimiento de participar a ustedes que Tony, el ingrato Tony, nos abandona para siempre. Ha renunciado al honor de divertiros, y se dedica al género trágico.
Y al decir trágico extendió los cinco dedos de la mano derecha, introdujo varias veces el pulgar en la boca, y, dando tumbos se fingió borracho.
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el clown (libro)
Cuento donde la gente no se compadece de la tragedia vital de un payaso.
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el desierto (libro)
Fábula donde los granos de arena se confabulan para reducir a polvo toda forma de existencia.
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el hombre espejo (libro)
Cuento donde se propone la adulación como único medio de sobrevivir al egoísmo imperante en la sociedad.
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elías recio (libro)
Cuento que narra la vida de Elías López Recio, niño mimado con ímpetus románticos que acaba sus días como poeta y usurero.
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la buenaventura (relato)
I
—Mañana es tu santo, María.
—Sí, Jorge; mañana hace siete años que nos casamos.
—Esta tarde, cuando vayáis a buscarme al taller, pediré al maestro el jornal de la semana e iremos con el chico a la Virgen de la Paloma, nuestra santa patrona, a quien, como todos los años, mandaremos decir la misa del alba para que vele por nosotros.
—Y después…
—Después nos pasaremos por casa del compadre a invitarle para que venga al campo con nosotros y diga lo que le apetece el cuerpo para añadirlo a la merienda.
—Buen glotón está el compadre.
—Es alegre y dicharachero como un diablo. Tiene buen vino; y, en cuanto levanta el codo y empina a su sabor, se le ocurren unas cosas, que a mí me hace reventar de risa.
—¡Qué día nos espera!
—Uno al año no hace daño, mujer.
—Luego vendrán los apuros.
—¡Y quién piensa en eso ahora! Mientras haya salud y trabajo, ancha vida. ¿Cuándo vas por el pequeño? Tengo un hambre que no veo.
—Valiente Judas tenemos en casa. Esta mañana, entre él y el gato, me han roto una cazuela… ¡Le voy a matar!
—Ya será algo menos.
—Rompe trajes que es un gusto. Toda la calle de Toledo sería poco para él.
—Es un muchacho y necesita jugar y divertirse. Anda, anda, tráele de la escuela pronto.
María se echó un mantón sobre los hombros, se anudó un pañuelo de seda bajo la barba, y, cogiendo el llavín de la puerta, salió a paso largo diciendo a su marido:
—Ten cuidado no se pegue la sopa.
—¡Bendita sea la hora en que nací, bendita mi mujer, bendito mi hijo y bendita la Virgen de la Paloma a quien debo tantas cosas buenas como se ha servido darme!
Así decía entre dientes Jorge al par que liaba un cigarrillo de papel que fue a encender a la hornilla sobre la cual hervía una cazuela de sopas de pan a las que el azafrán daba un hermoso color de oro viejo.
Después de la comida Jorge volvió al taller, el pequeño a la escuela y María quedó fregoteando y barriendo todos los rincones de la casa.
Era un matrimonio feliz, como lo son casi todos los de la gente artesana, la cual, distraída por el trabajo y las labores de la casa, desconoce en su mayoría esos vicios que engendran la miseria, la envidia y la ambición de quienes no teniendo nada quieren poseerlo todo.
A la caída de la tarde, María, más limpia que una patena, fue a recoger a su hijo a quien saludó con dos o tres cachetes, pues el condenado había limpiado con los pantalones los ladrillos de la escuela y estaba que no había por donde cogerle.
Lloriqueando lo arrastró su madre por la mano hasta la calle de Embajadores, en donde trabajaba el padre en un taller de ebanistería.
Cuando este les distinguió dejó la esponja del barniz y dijo dirigiéndose al maestro:
—Allá vienen mi mujer y el chico.
—Padre, padre.
—¿Por qué lloras? Los hombres no lloran nunca; ¿entiendes? ¿Quién te ha pegado?
—Madre.
—¿Qué le has hecho?
—Nada.
—¿Y por nada te pegan? ¡Por vida del chápiro! Vamos, da un beso a este señor.
—Límpiale antes; no vaya a llenarle al maestro la cara de mocos.
—Ven, hombre, ven. Ya estás limpio. Da un beso a este señor.
—¿Cómo te llamas?
—Juan.
—¿Qué más?
—Rodríguez.
—¿Qué más?
—Nada más.
—Y tu madre ¿cómo se llama?
—María.
—¿De qué?
—Rodríguez.
—No, hombre. Rodríguez es tu padre.
—Mi padre es Jorge.
—Bueno, hombre, bueno; toma estos cuartos. ¿En qué los vas a gastar?
—En banderillas.
—¿Te gustan los toros?
—Sí, señor.
—¿Te lleva tu padre a la plaza?
—Padre, no: madre me lleva a la plaza de la Cebada.
—Bueno, hombre, bueno.
—¿Cómo se dice a este señor que te ha dado los cuartos, galopín?
—Muchas gracias.
—No las merece.
—Bueno.
Del taller bajaron a la Virgen de la Paloma, pagaron su misa y de allí subieron a la Cava Baja a casa del compadre.
—¡Tanto bueno por aquí! Coged una silla y sentaos en el suelo.
—Gracias, venimos de prisa.
—¿Cómo así?
—Tenemos que comprar los avíos de la merienda.
—Es verdad; mañana es tu santo y el aniversario de vuestra boda. ¡Y decir que yo he apadrinado a estos tres gandules! No me lo perdonaré nunca.
—Contamos contigo mañana.
—Pues no faltaba otra cosa. No olvidarse del carnero asado; los caracoles y los callos con mucha guindilla, ¿eh? Que conviden a beber; ya sabéis que no hay fiesta sin vino.
—¿No se te ofrece más?
—Un par de latas de pimientos.
—¡Echa por esa boca!
—Que no seáis tacaños; el año anterior aguasteis el vino y tuve un cólico que por poco me ahogo. ¿Queréis que os acompañe? Beberemos unas copas. Por la víspera se conocen los días. ¡Ea!, vamos a remojar el gaznate.
—Parece usted una cuba rota; nunca se ve harto.
—Y qué quieres, hija, qué quieres, la vida hay que pasarla a tragos.
La noche trascurrió alegremente; se bebió, se cantó y se rio de lo lindo. El trabajo y la faena fueron para la pobre María que anduvo guisoteando, fregando y colocando en un gran cesto la merienda, sin desatender al chico que daba más guerra que un regimiento.
A las dos de la mañana todos dormían.
II
Amaneció un día hermoso, el cielo despejado y fresca la temperatura, los cuales convidaban a correr y revolcarse sobre la hierba apenas naciente.
Cuando llegaron los cuatro a la Virgen de la Paloma ya había terminado la misa del alba.
Esta contrariedad les disgustó grandemente, sobre todo a Jorge, espíritu preocupado y supersticioso que creía a puño cerrado en brujas y en agüeros.
—¡Mal principia el día! —refunfuñó sordamente.
—Hombre, no seas caviloso —le dijo su mujer—; oiremos la primera misa que digan, y, santas pascuas. Lo mismo da una que otra.
—No es lo mismo. La primera era por nosotros; la Virgen nos esperaba y la hemos desairado, durmiendo como unos puercos.
—Y ya ¿qué se ha de hacer? La Virgen nos perdonará si le hemos fallado, como dices. Bien sabe Dios que no ha sido nuestra intención esa.
Al salir el sacerdote de la sacristía para dirigirse al altar, sus pies se enredaron en un largo descosido de la alfombra y estuvo a punto de caer.
Jorge sintió que se le cuajaba la sangre; ¿qué tristes presagios eran aquellos? No pudo oír la misa con devoción; sus ojos vagaban de uno a otro lado inquietos y temerosos, observando las fórmulas del rito y sorprendiendo mil detalles extraños que jamás se habían mezclado hasta entonces en el sagrado oficio. Otras veces sus miradas se clavaban recelosas en el altar; la Virgen parecía estar más triste que nunca… ¡cualquiera diría que lloraba! Los santos que por el templo se extendían tenían todos ellos fijos en él los ojos; sus brazos de madera temblaban bajo sus vestiduras de pino.
La misma oscuridad de la iglesia no era natural, porque el día era claro y alegre; los vibrantes sonidos de la campanilla se le antojaron dolorosos gemidos; cuando el sacerdote se volvió para bendecirlos, ¡extraña casualidad!, su mano se detuvo un momento en dirección a Jorge como si le señalara entre la multitud.
Sin embargo, a la salida del templo, la impresión pareció borrarse ante el bullicio y la algazara de la calle.
Se dirigieron hacia la fuente de la Teja.
A la entrada del puente se detuvieron a tomar unas copas.
—A la salud de V., comadre.
—Que le haga buen provecho, y tantas gracias.
Jorge bebió tres o cuatro copas seguidas sin decir palabra alguna.
—¿Qué mosca te ha picado?
—No lo sé.
—¿Saliste de casa con el pie izquierdo o te hallaste con un cojo?
—Es posible.
—Vaya otra copa y fuera penas; hoy es día de bailar y divertirse; ¿no es verdad, comadre?
—Es cierto, es cierto.
Jorge seguía preocupado a pesar de las excitaciones de su compadre Miguel, el cual, dispuesto a divertirse a toda costa, sacó partido de la murria de su amigo para hilvanar una porción de frases y de bromas con que matar el tiempo y esperar la hora del almuerzo.
—Créame V. a mí, señora María, lo que a este le escarabajea el alma es un sueño que tuvo la otra noche; sí, señora; un sueño que tuvo la otra noche; ni más ni menos. Perdona si te descubro, yo no sé callarme nada.
—¿Y qué sueño fue ese?
—Un sueño muy triste; ¿no ve V. la cara que tiene?
—Acabe V. de una vez.
—Pues la otra noche soñó que se moría del garrotillo.
—¡Ave María purísima!
—Y sus angustias no provenían de que se le apretase la nuez, sino de lo que sería de su mujer y su chico, después que él cerrara el ojo.
—Figúrese V., comadre; ¡como si no quedara yo en el mundo!
—Dios no lo quiera.
—¿Que yo quede en el mundo? Tantas gracias por la fineza.
—No lo decía por eso.
—Pues mire V.; por nadie en el mundo haría yo otro tanto. Aquí donde V. me ve, he tenido novias muy guapas y jóvenes, que se morían por estos pedazos que se ha de comer la tierra. Pero ¡que si quieres! ninguna me ha pescado. ¿Yo casarme? No en mis días. El buey suelto bien se lame. Todo menos casaca. ¡Eso sí!, por un amigo hago yo cualquier barbaridad; y si este cerrase el ojo, pongo por caso, no tendría inconveniente en sustituirle. Así como así, ya voy estando achacoso y…
—A otro perro con esa pedrada.
—Y luego, que V. también se lo merece.
En estas y otras cosas llegaron a la fuente de la Teja. El sol calentaba bastante: buscaron un sitio de fresca sombra y, al pie de un grupo de árboles, se sentaron y tendieron sobre la hierba.
El lugar, aunque no una cosa del otro mundo, era pintoresco y alegre. A uno y otro lado se extendían calles de árboles, entre las cuales se veían pequeñas y blancas casitas de vecindad, en cuyas plantas bajas se guisaba de comer y vendían vino. Los columpios y caballos del tiovivo ocupaban un buen trecho; a la derecha corría la tapia de la Casa de Campo sobre cuyas bardas asomaba verde y tupido ramaje; a la izquierda los largos tendederos del río mostraban al aire y al sol multitud de prendas de lienzo blanco; los cantares de las lavanderas, el gorjeo de algunos pájaros, el silbato de la locomotora de transporte y la campana de la ermita de San Antonio formaban dulce y arrullador concierto.
Nuestros cuatro amigos, después de haber descansado y fumado algunos cigarrillos, comenzaron a animarse y a correr de un lado para otro. A la hora del almuerzo todos estaban contentos.
Se puso sobre el mantel, tendido en el suelo, la cazuela del cordero asado, otra de arroz con corazón de vaca y huevos duros; despacharon esta, y, en seguida, Jorge con la punta de la navaja abrió una lata de pimientos y la vació sobre el asado.
—Deja algunos para la tarde —dijo María.
Almorzaron con buen apetito y la bota del vino se renovó dos veces.
Ya calientes de cascos se dieron a correr y a dar volteretas por el suelo diciendo chicoleos a las lavanderas que por allí pasaban y cuchufletas a los transeúntes. Entrada la tarde asaltaron los columpios que agitaron con toda la fuerza de sus puños, pasando de allí a poco a los caballos de madera que describiendo siempre el mismo círculo giran y giran con tal velocidad, que fuera bastante a marear cabezas más firmes que las suyas.
Llegada la hora de la comida María puso sobre el mantel, ya sucio y pringoso, las cazuelas de los callos y los caracoles, los cuales fueron saludados con entusiastas aclamaciones. La guindilla había sido prodigada a manos llenas. Cada bocado requería un buen trago de vino.
Miguel y Jorge estaban completamente borrachos; aquel decidor y alegre, este triste y cabizbajo. Miguel con la insistencia y terquedad del beodo seguía barajando la idea de la muerte de su compadre y la viudez de María.
¡No había que apurarse por eso! Él se casaría con la comadre y adoptaría al chico. Así como así, de padre a padrino solo hay unas letras de más o de menos.
Estas ideas entraron en el pensamiento lúgubre de Jorge y asociadas con los sucesos de aquella mañana en la Virgen de la Paloma, parecían completarse unas con otras dentro de su ebrio cerebro. Bien podían estos últimos ser un aviso y aquellas una revelación. El compadre no dejaba el estribillo.
—Te repito que no hay motivo para estar triste. Come y bebe hasta reventar. Yo en tu caso me moriría contento.
A Jorge le temblaba la mano y, al beber, el vaso castañeteaba con sus dientes. ¿Qué había hecho él para merecer la muerte? ¿A quién había faltado? ¿A quién ofendido?
—No te preocupe lo que vendrá después —repetía Miguel—; aquí quedo yo dispuesto a todo; te lloraremos, te enterraremos, y antes de cumplir el luto nos casaremos; ¿no es verdad, comadre?
Esto no le consolaba a Jorge, porque lo que él sentiría en tal caso sería separarse de su mujer y su hijo, no volverlos a ver nunca. No, esto no podía suceder; la Virgen de la Paloma no le desampararía hasta ese extremo. Jorge tenía fe en ella, y le daba el corazón que había de venir en su auxilio como siempre.
—Vino, venga vino —gritó Miguel arrojándose sobre la bota—. ¡Diablo, si está vacía!, ¡le han sacado las tripas!… ¡Nada!… ¡que si quieres!… ¡ni gota! Oye tú, Jorge; trae más vino; ¿oyes?, que traigas más vino. ¿Se convida de esta suerte a los amigos? Quiero vino, vino; más vino.
Y se puso a gritar como un loco.
Jorge se levantó y volvió a caer todo lo largo que era.
—¡Borracho! —le gritó el compadre que ni podía moverse.
Jorge se levantó y cayó varias veces, hasta que por fin, tambaleándose y dando tropezones cogió la bota y se encaminó hacia la taberna.
—No, no quiero morirme —iba diciendo en voz alta—; no quiero dejar a mi mujer; no quiero separarme de mi hijo. Virgen de la Paloma, no me desampares.
—Oye, salao; ¿quieres que te diga la buenaventura?
Jorge abrió sus ojos todo lo grandes que eran y, poseído de un miedo infantil y supersticioso, se detuvo. Las gitanas le causaban un terror profundo.
—Dame una limosnica para mis churumbelicos que están jambríos y esmayaítos, y te adivinaré un secretillo que tienes en el corazón.
En medio de su borrachera, quizá influido por ella misma, el ebanista, que no dudaba ni un punto de las facultades adivinatorias de las gitanas, sintió una corazonada y una curiosidad invencibles. Lo que tanto anhelaba saber podía conseguirlo con solo extender la mano. Sin embargo, no se atrevía.
—Vamos, salao, ¿te digo la buenaventura? La Virgen de la Paloma es quien me envía.
Indudablemente la gitana había oído las últimas palabras de Jorge. Este, al escuchar el nombre de la santa patrona, extendió el brazo y abrió la mano sobre cuya palma saltaron unas cuantas monedas de cobre que para comprar el vino llevaba.
—Toma; para ti todo —dijo a la mujer, la que recogiendo los cuartos, hizo sobre la ancha mano de Jorge la señal de la cruz diciendo con cierta solemnidad grave:
—En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, amén. —Y dijo esta última palabra estampando un ruidoso beso en la limosna que, entre el pulgar y el índice, tenía.
—Esta rayica que cruza a lo largo de la mano y se pierde entre los dedos dice que tu vida ha de ser larga y dichosa; y esta otra que cruza la primera te avisa de que vivas prevenido, pues tienes un amigo que, envidioso de tu fortuna, trata de engañarte y robarte lo que más estimas en el mundo. No te confíes de él; aunque es para ti cariñoso, te las guarda y jura en el fondo de su alma y te desea la muerte con todo su corazón. Quiere perderte, codicia tu mujer y tu hacienda, y no perdona medio de conseguir sus intenciones; pero la Virgen de la Paloma me ha mandado para advertírtelo, que ella te ayudará si tú te ayudas, como así lo espero, porque eres valiente y a pesar de tus buenos sentimientos darás su merecido a quien te falte. Y adiós, hijo mío, que al buen entendedor con pocas palabras basta y ya hemos hablado de sobra.
Jorge quedó aterrado, permaneciendo por algún tiempo inmóvil y mudo, paralizado el pensamiento, abotagado y absorto como si fuera un estúpido.
La borrachera entorpecía su inteligencia, y, cuando esta comenzó a funcionar influida por aquella, tomaba las ideas por hechos indudables, los delirios por realidades, las casualidades por avisos providenciales y las palabras por sucesos consumados. Vivía en la imaginación y a través de ella contemplaba el mundo y las cosas.
Para Jorge era evidente todo aquello que la superstición le sugería. ¡Se aunaban y engranaban tan bien unas cosas con otras que, las palabras de la gitana, fueron como el enigma y la explicación del misterio! La bola de nieve fue creciendo en su febril cabeza. La embriaguez le dio proporciones colosales y llegó al fin antes de haber tocado el principio.
Sí; su compadre Miguel era un malvado, quería robarle su mujer y su hijo y no se detendría en los medios hasta conseguir apoderarse de ellos. Sus palabras revelaban bien claramente sus intenciones; pero afortunadamente había sido prevenido y ¡por Cristo! que se las había de pagar todas juntas.
La cólera y la ira se apoderaron del corazón de Jorge y, vomitando improperios y maldiciones, tiró la bota del vino contra el suelo, echó a andar tambaleándose y dando tropiezos, al propio tiempo que la noche iba borrando el paisaje con sus primeras sombras.
Antes de llegar al sitio donde su mujer y el compadre le esperaban se encontró con su hijo, el cual al distinguirle corrió a él y se abrazó a sus piernas, de tal suerte que a poco da con su padre en tierra.
—Quita de en medio —dijo soltando un terno, y dando al muchacho un golpe con la rodilla—. ¿Qué diablos quieres?
—Madre está llorando —exclamó Juan—. Viendo que V. tardaba tanto ha ido a buscarle y ha vuelto diciendo que no le encontraba. El señor Miguel se reía porque, a lo que dijo, ya sabía él que tenía al fin que suceder todo esto. Yo he salido corriendo, he preguntado por V. a todo el mundo y nadie le conocía. Unos guardias me han querido coger, pero yo me he escapado. Venga V., padre. Venga V. pronto para que madre no llore.
Esta relación, dicha deshilvanadamente, exasperó a Jorge, hasta hacerle estallar de rabia y de furor; cuando llegó cerca del corro oyó al compadre que gritaba:
—No se apure V., mujer, no se apure V. por tan poca cosa. ¿No le dije yo a V. que había de morirse? Pero, ¡qué importa! ¿Soy yo costal de paja? Apechugue V. conmigo… Verá V. qué felices somos. ¡Ea!, para que se vaya V. acostumbrando, démonos un abrazo.
Miguel se dirigió a María y, que quieras que no, la estrechó entre sus membrudos brazos, al propio tiempo que Jorge, cogiendo un cuchillo, se lanzó sobre su amigo.
Nadie recuerda cómo fue; las cabezas estaban mal seguras, la memoria borrosa, y además, había entrado ya bastante la noche; pero lo cierto de ello es que Jorge, en vez de dar contra su amigo, hundió el cuchillo por tres veces en el pecho de su pobre mujer, la cual expiró en el acto.
Al llegar a este punto, Jorge, que me refería en una de las habitaciones del presidio de Alcalá la historia de sus desgracias, rompió en sollozos.
—¿Qué es de su hijo de V.? —le pregunté maquinalmente.
—Sigue el mismo oficio que yo tuve.
—¿Y Miguel?
—Viene alguna vez que otra a verme; me proporciona recursos y cuida y atiende a mi hijo allá en Madrid.
—¿Cuánto tiempo le resta a V. todavía de prisión?
—Dos años: si antes no hay indulto.
—¿Y después?
—Trabajaré y viviré honradamente.
—¿Cree V. en la buenaventura?
—¡Ah!, señor; he creído en ella; pero ya no volveré a ser tan imbécil. ¿Cómo he de creer en esas cosas si a ellas debo mi mala suerte?
Me despedí de Jorge, y al trasponer la puerta del presidio me dije para mí mismo:
—¡Es muy posible que las preocupaciones engendren en la vida más crímenes que la corrupción y las malas pasiones!
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Cuento donde la superstición y los celos dan lugar a un crimen fatal.
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Cuento donde el amor ni se crea ni se destruye, sino que se transforma.
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