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Literatura de w. e. flanders
el secreto de karaki (relato)
Los bienes de Cristóbal Alexander Pellet eran los siguientes: Su nombre, que procuraba mantener intacto; un traje blanco, que no era ni sombra de lo que fue y que nunca se quit
el secreto de karaki (relato)
Los bienes de Cristóbal Alexander Pellet eran los siguientes: Su nombre, que procuraba mantener intacto; un traje blanco, que no era ni sombra de lo que fue y que nunca se quitaba de encima; una continua e inextinguible sed de alcohol y una llameante cabellera. También tenía un amigo. Debemos hacer constar que nadie es capaz de crearse una amistad, ni siquiera en las pacíficas islas de la Polinesia, si no posee alguna cualidad sobresaliente. Tanto importa que sea maldad o humorismo; necesita algún rasgo característico por medio del cual sujetar al amigo.
¿Cómo explicar, entonces, la devoción y el afecto de Karaki, el botero de la compañía? Este era el misterio de Fufuti.
Pellett no era hombre malo ni peligroso, jamás se peleaba con nadie, nunca levantaba el puño en movimiento amenazador. Por lo visto no se había enterado de que a un hombre blanco, aunque sea un borracho, los pies le han sido concedidos para apartar a puntapiés, del camino, a los indígenas. Ni siquiera insultaba a nadie, excepto a sí mismo, y al mestizo chino que le vendía el ron y esto se hallaba justificado, porque el licor era de pésima calidad.
Por otra parte, no poseía ninguna característica buena. Hacía mucho tiempo que perdiera la voluntad de trabajar y, últimamente, hasta la habilidad de pordiosear. No sonreía, ni bailaba, ni mostraba ninguna de las amables excentricidades que a veces inducen a conceder cierta tolerancia a los borrachos. En cualquiera otra parte del mundo habría perecido. Pero el azar lo condujo a las playas donde la vida es fácil como una canción y la suerte le dio un amigo. En consecuencia, sobrevivió. Eso era todo. Sobrevivió como un montón de carne conservada en alcohol...
Karaki, su amigo, era un indígena de Boungainville, donde a ciertos prisioneros de guerra se los ahúma y a otros se les come. Siendo un negro, un melanesio, resultaba tan forastero en Fufuti como cualquier blanco. Era un hombrecillo serio y eficiente, de ojos hundidos, abundante cabellera, negra y crespa da, y rostro carente de toda expresión. Sus gustos eran sencillos. Llevaba un pedazo de pañuelo rojo anudado a la cintura y un aro de latón le colgaba de la nariz.
Un poderoso jefe de su isla lo alquiló a la Compañía Mercantil por tres años, recibiendo de antemano su salario de tabaco, y abalorios. Terminado el contrato, Karaki sería embarcado y devuelto a Bougainville, que estaba a una distancia de ochocientas millas, y allí desembarcaría tan pobre como antes, excepto en experiencia. Esta era la costumbre.
Rara vez una de las razas negras del Pacífico muestra alguna de las virtudes por las que se admira a las poblaciones sojuzgadas. La fidelidad y la humildad logran conseguirse en otros colores de piel. Pero el negro permanece salvaje e inescrutable. Su corazón es coto cerrado. De aquí el asombro de Fufuti, que conocía las costumbres de los esclavos negros, cuando Karaki abrió su corazón al indigno e inútil vagabundo de la playa.
—¡Eh, Johnny! —llamó Moy Jack, el mestizo chino—. Ven a recoger a tu amo. Está borracho como una cuba.
Karaki abandonó la sombra del cobertizo de copra donde había estado esperando una hora o más, y avanzó a recibir el cuerpo vacilante que era empujado a la calle. Le cogió de una manera científica, por la muñeca y el sobaco, y lo trasladó a la playa.
Moy Jack permaneció en el umbral de su tienda observando con cínico interés.
—¡Oye, tú! —dijo—. ¿Por qué te preocupas tanto de tu amigo? Si me trajeses todas las perlas, haríamos buenos negocios, te lo aseguro.
A Moy Jack le molestaba tener que proporcionar una borrachera diaria al blanco por las diminutas perlas que Pellett solía llevarle. Sabía de donde procedían aquellas perlas. Karaki realizaba una pesca prohibida en la laguna. Moy Jack obtenía buenos beneficios en este negocio, pero podría haber ganado mucho más, negociando directamente con Karaki, a cambio de unas cuantas pastillas de tabaco.
—¿Por qué demonio entregas a tu amigo esas perlas? —inquirió con tono agresivo el chino—. Es un vagabundo inútil. Sin ti moriría pronto.
El negro no respondió.
Miró a Moy Jack y el mestizo retrocedió murmurando. Durante una fracción de segundo apareció una luz extraña en los mortecinos ojos de Karaki, semejante el verde llamear de las pupilas de un tiburón cuando divisa su presa a diez brazas de profundidad.
El negro condujo a su amigo a la playa, al pequeño cobertizo de hojas de pandáneos que constituía su casa. Con suave precaución tendió a Pellett encima de una alfombrilla, le colocó una almohada debajo de la cabeza, le lavó con agua fresca, le cepilló el pelo y las patillas, quitándole la porquería que los cubría.
Las patillas de Pellett eran verdaderamente magníficas, de un rojo dorado por el sol, cobrizo, maravilloso.
Karaki las peinó con un peine de madera de sándalo. Luego se sentó al lado de su amigo y ahuyentó las moscas del congestionado rostro.
Era poco después del mediodía cuando algo le hizo salir corriendo afuera. Durante semanas había estudiado todas las señales del tiempo. Sabía que se produce un cambio cuando los vientos alisios empiezan a soplar con más fuerza a través del cinturón de calmas y vientos cruzados. Y en aquel momento, mientras observaba, las sombras se hicieron borrosas en las doradas arenas y una película se deslizó sobre la faz del sol.
Todo Fufuti dormía. Los criados roncaban en las galerías. Bajo el mosquitero que le defendía, el agente soñaba, dichoso, en grandes embarques de copra y en acciones. Moy Jack dormitaba entre sus botellas. Nadie era lo bastante loco para salir al exterior en la hora del reposo del mediodía; nadie, excepto Karaki, un negro indomado, a quién no le importaban ni la costumbre ni los sueños.
El ligero rumor de pasos se perdió entre el mugido de la fuerte resaca en los peligrosos escollos. Iba de un lado a otro como un fantasma. Y mientras Fufuti dormía se dedicó a un trabajo para el cual no había sido contratado...
Karaki descubriera desde hacía mucho tiempo dos hechos de vital importancia: dónde se guardaba la llave del almacén, y dónde se escondían los rifles y las municiones. Abrió el almacén y eligió tres piezas de paño rojo, unos cuantos cuchillos, dos cajas de tabaco y un hacha pequeña y muy afilada. Había muchas otras cosas que podría haber tomado, pero Karaki era hombre de gustos sencillos.
Con el hacha abrió la caja de los rifles y sacó un Winchester y una caja llena de cartuchos. Con el hacha penetró, también, en los cobertizos de los botes.
Finalmente destrozó el ballenero y las dos gasolineras, de forma que no servirían a nadie durante muchos días. Era en verdad una hacha muy útil, un verdadero tomahawk con el filo de una navaja de afeitar, y Karaki asestaba los golpes con verdadero placer.
En la playa había una canoa grande y fuerte, semejante a las que usaba la tribu de Karaki en Bougainville, tan alta de proa y popa que casi adquiría la forma de media luna. El monzón la arrojó a las playas de Fufuti, y el negro la reparó por orden del agente. Echó ahora la canoa a la laguna y a bordo cargó su botín...
Tuvo que hacer una selección rápida de las provisiones. Cogió un saco de arroz y otro de patatas. Transportó los cocos que pudo acarrear su red en varios viajes. Tomó un barril de agua y una caja de bizcochos. Y en ese momento sucedió una cosa extraña.
Mientras buscaba los bizcochos topó con la bodega particular del agente, una docena de botellas de excelente whisky irlandés... las miró y pasó de largo.
Sabía lo que contenían aquellas botellas, y era un salvaje primitivo. Pero pasó de largo. Cuando Moy Jack supo esto, recordó lo que viera en los ojos de Karaki y aventuró la sorprendente predicción de que nunca se cogería vivo a Karaki.
Ultimados los preparativos, Karaki regresó a su cobertizo y despertó a Pellet.
—¡Eh, amo, ven conmigo!
El señor Pellet sentóse en el suelo y le miró. Es decir, miró. Si llegó a ver algo, está aún por aclarar.
—Demasiado tarde —dijo Cristóbal, profundamente—. La tienda está cerrada. Dale las buenas noches a todos esos malditos gandules. Yo... yo me voy a... acostar.
Y acto seguido se tendió boca arriba.
—Despierta, amo —insistió Karaki, sacudiéndole—. ¡Eh, amo! ¡Ron! ¿Te gusta el ron? Tú coges todo el ron que quieras... ¡palabra! ¡Mucho ron, amo!
Hasta estas palabas mágicas que nunca dejaban de despertarle por las mañanas, cayeron en oídos sordos. Pellet se había llenado de alcohol, y este exigía que durmiera un día entero.
Karaki se arrodilló y, haciendo un esfuerzo, lo levantó como un saco. Pellet pesaba unos sesenta kilos, y el negro no más de cuarenta... Sin embargo, de una manera hábil, estilo coolie, el hombrecillo llevó su pesada carga a la playa y, además, logró meterla dentro de la canoa. Pellet estuvo a punto de ahogarse y la canoa casi zozobró, pero Karaki logró lo que se proponía.
Nadie vio su partida. Fufuti continuaba soñando. Mucho antes de que el agente despertase, la extraña embarcación había salido de la laguna y desaparecido en alas de los vientos alisios.
Aquel primer día Karaki hizo cuanto pudo para que la canoa continuase avanzando a favor del viento. Olas enormes y espumosas llegaban del sudoeste y habrían descargado a bordo sí Karaki les hubiera dado la menor oportunidad El negro era un salvaje que desconocía la brújula, pero sus antepasados solía navegar por aquellas aguas en viajes arriesgados sobre cascarones de nuez. Karaki achicaba el agua con un cubo y una paleta le servía de timón; mas, a pesar de todo, continuaba su viaje.
Al salir el sol el señor Pellet movióse y levantó su verdoso rostro. Dirigió una mirada de desconcierto al mar y se desplomó con un gemido.
Después de un intervalo regular intentó nuevamente levantarse, pero fue inútil, y se retorció en dirección a Karaki, que en la popa permanecía agazapado y brillante de espuma.
El negro movió negativamente la cabeza y en los ojos de Pellet apareció una expresión de animal acorralado.
—Aparta... aparta toda esa cosa —suplicó, en tono patético, señalando el océano.
Luego, durante dos días, estuvo muy enfermo y mareado; aprendió prácticamente cómo un bote pequeño es capaz de moverse de cuarenta y siete maneras distintas en un solo minuto.
Esto no era un conocimiento insignificante, como pueden afirmar los que lo han adquirido. Fue casi fatal para Pellet.
El tercer día despertó con la boca y el estómago semejantes a cartón piedra, y una gran debilidad, pero, aparte de esto, con pleno dominio de sus facultades.
El temporal había cesado, y Karaki estaba preparando tranquilamente unos cocos.
Pellet bebió la leche de dos antes de echar de menos el brandy con el que siempre se desayunaba. Más, al recordarlo, el fresco líquido se le atragantó.
—Me gustaría beber un poco de ron.
—No tengo ron.
Cristóbal Alexander miró a proa y a popa, a babor y a estribor. Divisábase mucho horizonte, pero nada más. Por primera vez se dio cuenta de lo extraño de los acontecimientos.
—¿Por qué has venido tan lejos? —preguntó.
—Nos empujó el huracán —explicó Karaki.
Pellet no estaba en condiciones de dudar de su aserto ni de observar, por el cuidadoso cargamento de la canoa, que el vendaval no les había sorprendido en una expedición de pesca. Pellet tenía otras cosas en qué pensar. Algunos de sus pensamientos eran de color de rosa, otros púrpura, otros multicolores como el arco iris, con los dibujos más sorprendentes, y todos muy originales e interesantes. Surgían de las vastas profundidades para entretener y divertir a Cristóbal Alexander Pellet. Y lo conseguían.
No es posible suprimir a un hombre el alcohol, en que ha estado literalmente sumergido, como en conserva, durante dos años, sin resultados más o menos pintorescos. Durante aquellos días la canoa cruzaba los desiertos mares del Sur, con un hombre cantando madrigales e himnos religiosos. Atado de pies y manos bajo un banco, Pellet deliraba, recordando su inocente juventud. Hubiera sido interesante oírle, pero no había nadie más que Karaki, a quién no le interesaban los poetas y en quien se malgastaban por completo páginas enteras de Atalanta en Catydon.
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De vez en cuando arrojaba un cucharón, de agua marina sobre el hombre blanco o extendía una alfombrilla para protegerle del sol, o le alimentaba a la fuerza con leche de cocos. Karaki era un auditorio pobre, mas, en compensación, resultaba un enfermero excelente. También peinaba dos veces al día las rojas patillas de Pellet.
Tropezaban con tiempos de calma. No obstante, los vientos alisios los volvían a recoger más suavemente, de forma que el negro se aventuró a dirigiese hacia el Oeste, y navegaron veloces bajo cielos brillantes como oro pulido.
Mi corazón está en mi
como ceniza en el fuego.
Quien me haya visto
sin laúd y sin lira
cantará de mi cosas dolorosos,
hasta cosas que son malas desear...
Así cantaba Cristóbal Alexander Pellet, cuyo rostro empezó a parecerse algo más a la carne y un poco menos a una fruta podrida...
Cuando se presentaba la ocasión, Karaki desembarcaba en alguna de las diminutas islas de que está sembrada la región de Santa Cruz y guisaba arroz y batatas en el cazo de hojalata. Esto era arriesgado, pues un día el islote escogido resultó estar habitado.
Dos hombres blancos en una gasolinera salieron a su encuentro. Karaki no podía ocultar su semejanza con un negro fugado, y no lo intentó. Más cuando la gasolinera se acercó a unos cincuenta metros, demostró de repente ser un negro fugado con un rifle. Dejó hundiéndose la gasolinera y muerto uno de los tripulantes.
—Hay un agujero de bala... aquí, a mi lado —indicó Pellet, desde debajo del banco. Será mejor que lo tapones.
Karaki lo taponó y soltó a su forzado pasajero, que se sentó desperezándose y observando con ingenua curiosidad su propio cuerpo.
—De manera qué tú eres de carne y hueso —observó Pellet, mirando con fijeza al negro—. ¡Por Júpiter, lo eres y resulta un consuelo tranquilizador!
Tenía razón; Karaki era muy de carne y hueso.
—¿A dónde llevas la canoa?
—A Balbi —respondió Karaki, usando el nombre que los indígenas dan a Bougainville.
Pellet lanzó un silbido. Una evasión de ochocientas millas en una canoa semejante era una empresa de consideración. El negro merecía todo su respeto. Además, acababa de recibir pruebas inequívocas de la eficiencia del hombrecillo negro.
—¿Balbi es tu país?
—Sí.
—Perfectamente, almirante. Sigamos navegando. Ignoro por qué motivo me embarcaste de sobrecargo, pero cuenta conmigo para todo.
Era muy extraño, aunque tal vez no lo era tanto, pero todo el intervalo de su historia, que tenía por escenario Fufuti, había ido desapareciendo de su cerebro a medida que el veneno del alcohol iba menguando y perdiendo fuerza en sus tejidos.
El Cristóbal Alexander Pellet que surgió fue el de años antes; casi una ruina, es verdad, un sujeto insignificante, despreciable e insolente, pero humano.
Al principio se sentía muy débil, pero la dieta de cocos y batatas hizo maravillas, y llegó el tiempo en que fue capaz de saborear la espuma que llegaba a sus labios y olvidar durante horas enteras el enloquecedor anhelo del alcohol.
El salvaje primitivo y el borracho convaleciente formaban una tripulación; extraña, pero nunca había lugar a duda de quién era el jefe. Esto quedó demostrado a la tercera semana, cuando empezó a faltarles el alimento y Pellet observó que Karaki no comió nada durante un día.
—Escucha, esto no puede ser —protestó—. Me has dado el último coco y no te has guardado nada para ti.
—No tengo gana —explicó Karaki, lacónico. Cristóbal Alexander Pellett meditó muchos asuntos en horas largas y ociosas mientras la carrera de la espuma debajo de la embarcación y el chirrido de, las cuerdas eran los únicos sonidos entre el cielo y el mar. A veces fruncía el ceño de dolor. No siempre es agradable recordar la vida pasada. Los pensamientos no son compañía más dulce por ser lejanos. Conoció los horrores del delirio. Ahora debía afrontar los demonios más animados de su pasado. Había huido de ellos antes. Pero no había escape posible de ninguna clase. En consecuencia los examinó mentalmente uno por uno. Al cabo de veintinueve días de navegación, solo les quedaba un poco de agua. Karaki la repartía humedeciendo un trozo de cáscara de coco y dándosela a chupar a Pellett. A pesar de las protestas del blanco, él no quiso tomar ni gota. De nuevo el salvaje cuidó al abandonado, esta vez a través de las últimas etapas de la sed, raspando las duelas del barril y dándole la última gota de humedad en la punta de un cuchillo. A los treinta y seis días de haber salido de Fufuti divisaron, Choiseul, un paredón verde que iba surgiendo poco a poco por el Oeste. Una vez cerca de tierra firme, Karaki pudo haber celebrado un triunfo definitivo. Había tomado por destino las islas Salomón a unas seiscientas millas. Haber llegado a las cercanías de ellas en una embarcación como aquella, a través de la tormenta y de las fuertes corrientes, sin instrumentos de navegación ni mapas, era evidentemente una hazaña. No obstante, Karaki no lo celebró de ninguna manera. En lugar de ello, miró larga y ansiosamente hacia el Este. El viento se mostró caprichoso toda la semana. A mediodía reinaba una calma chicha en un mar quieto y aceitoso. Un barómetro habría contado cuentos malignos; sin embargo, Karaki debió de adivinarlo, pues avanzó vacilante hacia la proa y quitó el pequeño mástil. Luego amarró el cargamento bajo los bancos y puso todas sus fuerzas restantes en el remo, dirigiéndose a una islilla donde aparecía una línea de blancas espumas. Hasta entonces habían tenido mucha suerte. Se encontraban a dos millas de la costa cuando les cogió el primer empuje del huracán. Karaki hallábase reducido a un puro hueso sobre la reseca piel, y Pellett apenas podía levantar una mano. Sin embargo, el negro luchaba para salvar a su amo entre las olas que saltaban como sábanas de espuma en los escollos. El por qué o cómo no perecieron no podía ser explicado por ninguno de ellos. Quizá estaría escrito que, después de la borrachera, de la enfermedad, de la locura y del hambre, el blanco habría de ser salvado por última vez de las aguas devoradoras. Cuando llegaron a la playa, ambos estaban desollados, pero vivos, y Karaki seguía agarrado a la camisa de Pellett... Permanecieron allí una semana, mientras Pellett engordaba comiendo cocos a todo pasto y el salvaje reparaba la canoa. Habían desembarcado en unos terrenos pantanosos, pero los tesoros de Karaki estaban a salvo. Se orientó gracias a un pescador nativo que pasaba por allí, y entonces supo que su isla natal quedaba al otro lado del Estrecho de Bougainville—. ¿Balbi está allí? —preguntó Pellett—. Sí —respondió Karaki, con su habitual laconismo—. ¡Magnífico! exclamó Pellett, alegremente—. Este es el límite de la autoridad británica, muchacho. El amo de Beretani reside aquí; prohibido ir al otro lado. Karaki lo sabía perfectamente. Si temía una cosa en el mundo, era al Alto Tribunal de Fiji y a su Comisario Residente, de la parte sur de las islas Salomón, que practicaba una justicia inflexible sobre todos los transgresores de su jurisdicción. Una vez al otro lado del estrecho, podría castigársele por el robo de los géneros y el quebrantamiento del contrato. Pero nunca —y este era el punto esencial— nunca podía ser castigado por lo que se le antojase hacer en Bougainville. En consecuencia, Karaki estaba contento. Y también lo estaba Cristóbal Alexander Pellett. Su cuerpo había sido retorcido, estrujado, barrido y limpiado de todos los demonios. En sus labios y en su corazón bailaba la alegría. A medida que recobraba su vigor, nadaba por la laguna o ayudaba a Karaki en la canoa. Pasaba horas enteras abrazando la arena cálida o admirando los delicados dibujos de una concha marina, cantando suavemente, mientras las olas eran silenciadas por la playa. En fin, saboreaba la vida como nunca lo había hecho.
—¡Oh, esto es bueno... la vida es bella! —decía.
Karaki le intrigaba. No que le exasperase, pues en aquellos días sentía admiración casi infantil por todo. Sin embargo pensó que aquel salvaje taciturno había realizado muchos servicios con un raro espíritu de sacrificio. Y ahora que podía examinarlo sobriamente no acertaba a comprender. ¿Por qué? ¿Afecto? ¿Amistad? Debía ser así y sintió una profunda simpatía por el silencioso hombrecillo de los ojos hundidos y el rostro inexpresivo, del cual no se podía extraer ni un solo guiño.
—¡Eh, Karaki! ¿Por qué no ríes como yo? Tienes demasiado miedo por los géneros que robaste... Olvídalo. Si alguna vez te molestan, yo lo arreglaré de alguna manera. ¡Por Júpiter, diré que fui yo el ladrón!
Karaki gruñó tan solo, y se sentó a limpiar su Winchester con un pedazo de trapo y unas gotas de aceite extraído de un coco seco.
—No, eso tampoco le afecta —murmuró Pellett, desconcertado—. Me gustaría saber lo que piensa esa cabeza tuya, muchacho. Dios sabe que no soy desagradecido. Ojalá pudiese mostrarte...
Se incorporó de un salto.
—¡Karaki! Yo soy un gran amigo tuyo, ¿sabes? Tú, un gran amigo mío, ¿sabes? Nosotros dos somos grandes amigos.
—Sí —respondió Karaki. Ninguna otra respuesta. Miró a Pellett y luego en dirección a Bougainville—. Sí —dijo, y continuó limpiando su rifle, inescrutable, incomprensible, siempre un enigma hasta el final.
* * *
El final llegó dos días después, en Bougainville.
En un amanecer glorioso llegaron a una bahía que se abría ante la canoa como si fuesen brazos enjoyados de bienvenida. La tierra yacía vestida con ropaje de brillantes colotes, como un durmiente medio despierto, sonriente, sexual, íntima palpitante de vida, respirando cálidos perfumes...
Estas eran algunas de las frases tontas que Pellett balbuceaba para sí al saltar a tierra y echar a correr hacia un punto rocoso con la intención de gozar todo el encanto del lugar.
Entretanto Karaki, aquel hombrecillo simple y eficiente, procedía de una manera metódica a ocuparse de sus asuntos. Desembarcó las piezas de tela, el tabaco, los cuchillos y todo el botín. Desembarcó su caja de cartuchos, su rife y su inapreciable tomahawk. Los géneros estaban algo deteriorados por su larga permanencia a bordo, pero las armas habían sido cuidadosamente limpiadas y pulidas...
Pellett declamaba poesías en voz alta a la seductora soledad cuando percibió unos pasos suaves y se volvió, sorprendido, encontró a Karaki de pie detrás de él con el rifle en la cadera y el hacha en la mano.
—¿Bien? —dijo el hombre blanco, alegremente—. ¿Qué deseas, muchacho?
—Quiero —contestó Karaki, mientras en sus ojos brillaba la extraña luz que Moy Jack, el chino, viera ya antes—, deseo mucho una cabeza.
—¿Qué? ¡Una cabeza! ¿Cuál? ¿La mía?
—Sí —respondió Karaki.
Eso era todo. Se aclaraba el misterio.
El salvaje se había enamorado de la cabeza del vagabundo de las playas de las islas del Pacífico; Cristóbal Alexander Pellett había sido condenado a muerte por sus patillas rojas.
En el país de Karaki la cabeza de un hombre blanco bien ahumada, es algo deseable por encima de todos los tesoros, más apreciado que la fama de un jefe poderoso, y el amor de las mujeres. En todo Bouganiville no existía una cabeza parecida a la de Pellett. Por consiguiente, Karaki había mostrado, para ganarla, la paciencia de Jacob. Por esto conspiró, planeó y esperó, robó y asesinó, gastó sudor y empleó astucia, pasó hambre y se privó hasta de lo necesario para cuidar, alimentar y salvar a Pellett, para que este llegase sano y salvo al lugar donde él pudiera quitarle la cabeza con toda calma y gozar con seguridad los frutos de su labor.
Pellett vio todo esto en un relámpago, lo comprendió en lo que un blanco puede llegar a comprenderlo: en toda su simplicidad primitiva.
Y allí de pie, con su nueva salud, bajo la promesa de la mañana gloriosa, lanzó una carcajada que resonó a través de las aguas y ahuyentó, alarmados, a los pájaros marinos, la carcajada de un hombre que acepta una postrer y terrible burla.
Pues finalmente, por lista corregida, los bienes de Cristóbal Alexander Pellett eran estos: su nombre todavía intacto; las ruinas de unos pantalones desgarrados; sus preciosas patillas rojas... y un alma que se había recobrado renovándose en toda su magnificencia, gracias a su buen amigo Karaki.
Tú debieras morir como él muere,
para quien nadie derrama lágrimas;
llenando tus ojos, llenando tus oídos
con la brillantez... la lozanía... y la belleza.
Así cantó Cristóbal Alexander Pellett sobre las aguas de la bahía y luego, abriendo los brazos, gritó:
—¡Dispara, maldito! ¡lo que me has dado merece el precio que pides por ello!
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