Literatura de william macharg
casi perfecto (relato)
—Ahora ando con un caso —dijo O’Malley —que tiene a casi todo el mundo asombrado. Es el caso de una joven dama que fue asesinada en un chalet, en Westchester. Y esos policías d
casi perfecto (relato)
—Ahora ando con un caso —dijo O’Malley —que tiene a casi todo el mundo asombrado. Es el caso de una joven dama que fue asesinada en un chalet, en Westchester. Y esos policías de Westchester no pueden averiguar quién fue el autor, y piden ayuda. La mayor parte de los sospechosos reside en Nueva York. A mí me han designado para que trate de aclarar el misterio. Supongo que conocerás el caso.
—Ciertamente que lo conozco —respondí—. Como cualquiera que haya leído los periódicos. Ella y su esposo residían en el chalet propiedad del hermano de aquel. Se efectuó una reunión a fines de semana en casa del hermano, y regresaron temprano. Después de estar acostados, el chalet fue asaltado y ella resultó muerta. Él quedó tan malamente herido que estuvo a punto de perecer. La mujer, se sabe, había llevado una vida muy escabrosa antes de su matrimonio. Fue muerta hace más de un mes y la Policía no ha hecho ni un solo arresto.
—Bueno, yo tampoco pienso realizar ninguno —respondió O’Malley—. Pero tengo que dar algunas vueltas y cumplir mis obligaciones de policía. Esa dama, en verdad, era una enredadora, y muchas personas de la vecindad se habrán alegrado de su desaparición. Así se han librado de ella. Pero no se ha logrado saber si fue algún conocido antiguo quien la mató. O si fue, tal vez, alguno de los invitados. O quizá algunos de los miembros de su familia. Bueno, hemos llegado.
Nos hallábamos en la gran estación del ferrocarril central y un joven nos esperaba.
—Este es el señor Jorge Bolder —O’Malley me presentó Irá con nosotros para indicarnos cómo ocurrió el hecho.
Miré con interés al esposo de la dama asesinada. Había existido una cierta protesta por parte de su familia al decidirse la boda, según pude enterarme en los primeros momentos. La señora Bolder había tenido múltiples ocupaciones antes de que él la conociera, cosa que ocurrió cuando ella trabajaba en una tienda de flores, y se había casado sin más con ella. El muchacho tenía alrededor de veinticinco años, y se encontraba un poco pálido debido a su estancia reciente en el hospital. Aun permanecía en cabestrillo su brazo derecho. Pero se había recobrado lo suficiente de sus heridas para poder usar aquel, aunque con ciertas precauciones.
Bolder no creía que alguno de los asistentes a la fiesta hubiese asesinado a su esposa, y había ofrecido una recompensa de diez mil pesos por el arresto de sus asesinos. Él decía francamente que opinaba que ella había sido muerta por una persona a la que conocía desde antes de su matrimonio.
—Esto debe ser descifrado, O’Malley —decía él—. Hasta que no lo sea, la sospecha pesará sobre personas inocentes.
Tomamos un tren para Westchester. La propiedad de los Bolder era grande, agradable, y estaba situada sobre una pequeña colina que dominaba el Hudson. Había principalmente una casa amplia y otros pequeños edificios secundarios en la finca. Hasta la fecha reciente (el chalet se encontraba a cierta distancia de la casa) había estado bajo la vigilancia de la Policía. Pero actualmente, una vez que se habían obtenido los datos que se pudieron lograr, lo abandonaron tras de dejarlo cerrado con llave.
O’Malley tenía esa llave. Consistía en una amplia habitación con estufa, a uno de cuyos lados se encontraba el cuarto de baño y al otro el comedor y una pequeña cocina. Jorge Bolder había estado ahí anteriormente para explicar las circunstancias del caso a la Policía. Pero no podía dejar de afectarse a la vista del chalet.
—Llegamos aquí, a nuestro hogar —explicó emocionado— alrededor de medianoche. En la casa continuaba aún la reunión. Por lo general yo no echaba la llave a la puerta del chalet, pero lo hice aquella noche porque se había estado bebiendo mucho y temía que alguno de la casa se le fuese a ocurrir hacernos objeto de alguna broma pesada. Las ventanas permanecían abiertas, pero con sus telas metálicas puestas. Tras la fiesta, mi esposa se encontraba nerviosa por la excitación de la noche, y quiso leer acostada. Pero como la luz me molestaba, al poco rato me levanté y cerré la puerta entre esta habitación y la de dormir, y me acosté de nuevo sobre este canapé. Me desperté poco más tarde con la sensación de que alguien se encontraba en la habitación. Naturalmente, supuse que fuese mi esposa y la hablé. Al no contestarme, me levanté para investigar.
»Ardía un pequeño fuego en la chimenea y pude observar que el intruso era un hombre. Mi idea fue que alguno de la casa estaba tratando de darnos una broma. Pero me dio tiempo a raciocinar, pues el hombre me agarró y al instante me di cuenta de que la lucha entre él y yo había de ser en serio. Luché, pues, desesperadamente agarrado a mi adversario, rodando por toda la habitación. Grité a mi esposa demandando auxilio, pero esta no respondía. No supe que el intruso tenía un arma hasta que apoyó su revólver contra mi pecho, lo disparó y caí herido. Fui a dar contra la estufa y perdí el conocimiento. La criada, que llegó más tarde a prepararnos el desayuno, fue la que me encontró; se dio cuenta de todo, gritó, llegó gente...
Su brazo derecho había recibido quemaduras de gravedad mientras permaneció sin sentido tirado sobre la chimenea.
—¿No puede usted describir a ese individuo? —preguntó O’Malley.
—No lo vi con claridad suficiente para hacerlo. Pero de lo que estoy seguro es de que no lo había visto anteriormente. Estoy tratando, O’Malley, de conservar separados lo que vi y supe en ese momento y las cosas que he sabido después. Sé ahora que ya en ese momento mi esposa estaba muerta. ¡Y yo la llamaba pidiendo auxilio! Se ha dicho, por ejemplo, que el intruso penetró por una ventana del cuarto dormitorio.
—Sí. Habían cortado una de las telas metálicas. Y cortada desde fuera, porque los extremos de los alambres tenían las puntas hacia dentro. ¿Hubo algún disgusto en la familia durante la fiesta celebrada en la casa, tengo entendido, señor Bolden?
—Sí. Mi esposa y mi cuñada disputaron, y mi hermano intervino. Pero no tenía nada de raro —agregó, tristemente, Bolder—. Debido a eso, precisamente, regresamos a casa. Pero la sospecha de que mi hermano o cualquier otro familiar nos haya atacado es demasiado ridícula.
Se veía francamente que la habitación había sido escenario de una terrible lucha. Una mesa aparecía volcada y varias sillas rotas. Dimos una vuelta e inspeccionamos cada cosa en la habitación, en el dormitorio y en la cocina. Había un fósforo apagado en la chimenea, y O’Malley lo recogió. Había también algunos libros de espiritismo sobre un pequeño estante.
—¿Le interesa saber si los muertos pueden hablar con nosotros? —preguntó O’Malley.
—Estos libros no me pertenecen —dijo Bolder—. Era mi esposa que creía un poco en esas cosas.
Salimos del chalet. Encendimos cigarrillos.
—No encendamos los tres con el mismo fósforo —advirtió O’Malley.
Y prendió el suyo con el que le ofreció Bolder.
Poco después regresamos a la ciudad. Bolder nos dejó.
—¿Tenía el hermano de Bolder o alguno de los otros algún arma de fuego? —pregunté.
—Lo averiguaremos. El individuo que usó la suya se la llevó con él. Así es que no hay una sola pista sobre eso.
Nos separamos. No lo volví a ver hasta dos días después.
—¿Has obtenido algún progreso en tus investigaciones? —le dije cuando nos encontramos.
—Como individuo que marcha hacia atrás. He visto varias veces a Bolder, que me ha prestado toda la ayuda posible. Pero no tengo aún pista alguna. Ahora mismo tengo que volverle a ver.
Lo acompañé. Jorge Bolder estaba en el Ayuntamiento. Allí nos reunimos a él.
—¿Ha recibido usted una carta de alguna sonámbula, señor Bolder? —preguntó O’Malley.
—¡Una carta! —exclamó Bolder—. He recibido cientos de ellas. No sabía yo que hubiese tantos chantajistas. Claro que no he prestado atención a ninguna de ellas. ¿Para qué?
—Esa es la mejor manera de tratarlos —dijo O’Malley—. Pero uno de esos individuos le escribió al jefe también. En la carta le decía que había escrito a usted igualmente... El jefe, por su parte, se la entregó al inspector, y este, a su vez, a mí. No me atrevo a decir al inspector que el tal individuo es un farsante. ¿Puedo ver las otras cartas?
Bolder nos mostró un montón de cartas, la mayor parte sin abrir, y O’Malley las inspeccionó detenidamente.
—Aquí está la que buscaba. Este sujeto dice que si alguien al que la señora Bolder amase lo consultara, cree poder conseguir el nombre del asesino...
—Alguien a quién ella amase, quiero decir yo —exclamó Bolder—. Y si usted cree que es posible obtener algún resultado con esa experiencia, estoy dispuesto a ayudarle.
—No espero obtener buen éxito alguno —dijo O’Malley—. Pero me ayudará en la jefatura.
Nos dirigimos a la dirección indicada en la carta. El nombre del que la firmaba era Norton, que resultó ser un hombre alto, pálido, de impresionantes facciones.
—¿Pretende usted tener doble vista? —le preguntó O’Malley.
—No digo tanto —expuso el hombre—. Pero a veces he logrado obtener muy buenos éxitos. He conseguido mensajes de muchos que han fallecido, por medio de escritos en pizarra.
—Veamos ahora —dijo O’Malley.
—No creo en esto —dijo, en voz baja, a O’Malley—. Pero si la señora Bolder vio a su asesino, sin duda lo conoció.
Norton tomó una media docena de pizarras, iguales a las que usan los muchachos en la escuela. Dio dos de ellas a Bolder, diciéndole que se sirviera limpiarlas. Después de hacerlo Bolder, siguiendo las instrucciones de Norton, puso un pequeño pedazo de tiza entre las pizarras y las ató fuertemente una con otra. Entonces, por lo menos unos diez minutos, permanecimos sentados en silencio, mientras Bolder sostenía las pizarras sobre las rodillas, con las yemas de los dedos puestas en presión sobre ellas. Al cabo de ese rato desató las pizarras. A pesar de mi incredulidad, mis cabellos se erizaron cuando vi algo que había escrito en una de ellas. Pero las palabras no tenían significación ni sentido.
Leí:
«Esposo. Amor. ¡Oh, hija, hija...!»
—No cabe duda —expresó Norton—. Alguien, probablemente la señora Bolder, trata de comunicarse con nosotros.
Repetimos la prueba. Pero otra vez solo obtuvimos palabras sueltas incoherentes, sin sentido alguno. Realizamos la tercera experiencia.
—¿Algo esta vez? —preguntó O’Malley.
—Casi las mismas sandeces —respondió Bolder, despectivamente.
Borró lo escrito e hicimos la cuarta prueba Pero no conseguimos más que parecidas palabras. Las mismas del primer experimento. Norton parecía muy preocupado con su fracaso.
—Nunca pensé que obtuviéramos el nombre del asesino —expresó O’Malley cuando nos encontramos de nuevo en el automóvil—. Pero puedo informar al inspector que realizamos la prueba.
Dejamos a Bolder en su casa. Después tomamos un auto y nos dirigimos a Westchester. Pero no nos acercamos a la finca de los Bolder. Dejamos el automóvil y proseguimos nuestras investigaciones.
—Tenemos que movernos un poco deprisa. ¿Eres buen caminador? Vas a hacer ejercicio —dijo O’Malley.
Caminamos durante varias millas. Y, finalmente, llegamos a un pequeño montículo sobre el Hudson, como a media milla precisamente de la propiedad de los Bolder. Allí encontramos una pareja de policías de Westchester que nos esperaba. Cuando se hizo de noche nos acercamos a la casa cerca de la cual nos ocultamos, haciéndolo tras unos matorrales, donde aguardamos.
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De pronto vi que los policías daban un salto y echaban a correr. Corrí tras ellos, aunque desde luego no me daba cuenta del motivo de esta carrera imprevista. Pero advertí que los hombres perseguían a una persona que huía. El fugitivo se deslizaba entre los árboles y rastreaba por los matorrales, tratando de ocultarse, hasta que triunfó la persecución a la fuga y el hombre fue atrapado.
Cuando los alcancé vi que se trataba de Jorge Bolder.
—¿Encontró lo que arrojó? —dijo O’Malley a uno de los policías.
Este retrocedió, con una linterna eléctrica en la mano derecha, y regresó a los pocos momentos con un revólver cuidadosamente envuelto en un pañuelo. Bolder permanecía callado y lo encaminamos hacia el chalet. Le fueron puestas las esposas.
—Estoy completamente a oscuras —dije a O’Malley una hora más tarde—. Bolder mató a su esposa, y tú tienes las pruebas contra él. Pero cómo las obtuviste es algo que no me puedo imaginar.
—Este parece ser uno de los casos en que dos personas encuentran insoportable el tener que separarse, e intolerable el estar juntos. Se separan varias veces, pero no pueden permanecer el uno apartado del otro. La señora Bolder estaba arruinando su vida y la de él, hasta que su marido la mató en un momento de desesperación, después de planear durante meses cómo iba a realizarlo. El disparo pasó inadvertido debido a la fiesta que se efectuaba en la casa. Entonces cortó la tela metálica, arregló la habitación para que pareciera que allí se había desarrollado una lucha feroz, se hizo un disparo quizá más serio de lo que se propuso, dado que a poco más se muere... Y, a pesar de todo, llevó a cabo su plan, arrojando el revólver en el hoyo bajo el ladrillo que había removido en el fondo de la chimenea. Colocó de nuevo la losa y encendí fuego que había preparado para que las cenizas ocultaran el ladrillo Entonces perdió el conocimiento.
—¿Fue el fósforo que recogiste lo que te hizo sospechar?
—Quizá. En el chalet no había ningún fósforo igual a aquel, y era también el fósforo que me dio para encender el cigarrillo. Pero podía haber encendido la lumbre antes del asesinato. De todos modos, me imaginé que si él había sido el asesino, debió haber escondido el revólver antes de desmayarse, por lo que el arma no debía andar lejos. Y le preparé una trampa,
—Pero... ¿cómo cayó en ella? —pregunté—. Estaba a salvo. ¿Por qué volvió a recoger el revólver del lugar donde lo había escondido?
—Por lo general, eres bastante torpe. Tú te encontrabas presente cuando la experiencia de los escritos de la pizarra...
—Claro que estaba. Y vi cómo se realizaba la escritura —respondí, molesto.
—¿Estás seguro de ello? —preguntó O’Malley—. ¿Viste todas las pizarras?
—Tienes razón —respondí—. La tercera vez le preguntaste simplemente a Bolder si había algo distinto, y él respondió: «No». Y borró apresuradamente la pizarra. ¿Había algo diferente escrito en ella?
O’Malley me entregó una tira de papel.
«TE PERDONO —leí—. ¡PELIGRO! ¡PELIGRO! ESCÓNDELO MEJOR».
—Ya veo —exclamé, admirado—. Bolder pensó que este era un mensaje de su esposa y regresó para llevarse el revólver del lugar donde lo había ocultado durante más de un mes, aunque él nunca había pensado sacarlo de ese lugar. Pero, ¿cómo hiciste para conseguir que esas frases aparecieran escritas en la pizarra?
—Eso constituye el abecé del oficio de adivinador y lector del pensamiento —respondió mi amigo, sonriendo—. Es de lo más sencillo del mundo escribir algo en una pizarra con ciertas materias químicas que mantienen invisibles los trazos hasta que, poniéndolos en contacto con otras, aparecen a la vista. La tiza que colocamos entre las pizarras no era la tiza, sino un trocito del reactivo que habría de hacer aparecer la escritura. ¿Comprendes, ahora, cómo ocurrió todo? Yo, que sospechaba de Bolder por los motivos que te comuniqué, escribí esas frases misteriosas para desconcertarlo... y por medio de esa treta obtuve el éxito que esperaba.
—Fue un gran trabajo, O’Malley —dije, en el colmo de la admiración—. ¡Y sinceramente te digo que es la trampa más hábilmente preparada para capturar a un criminal de que haya oído hablar jamás!
—Ciertamente que lo conozco —respondí—. Como cualquiera que haya leído los periódicos. Ella y su esposo residían en el chalet propiedad del hermano de aquel. Se efectuó una reunión a fines de semana en casa del hermano, y regresaron temprano. Después de estar acostados, el chalet fue asaltado y ella resultó muerta. Él quedó tan malamente herido que estuvo a punto de perecer. La mujer, se sabe, había llevado una vida muy escabrosa antes de su matrimonio. Fue muerta hace más de un mes y la Policía no ha hecho ni un solo arresto.
—Bueno, yo tampoco pienso realizar ninguno —respondió O’Malley—. Pero tengo que dar algunas vueltas y cumplir mis obligaciones de policía. Esa dama, en verdad, era una enredadora, y muchas personas de la vecindad se habrán alegrado de su desaparición. Así se han librado de ella. Pero no se ha logrado saber si fue algún conocido antiguo quien la mató. O si fue, tal vez, alguno de los invitados. O quizá algunos de los miembros de su familia. Bueno, hemos llegado.
Nos hallábamos en la gran estación del ferrocarril central y un joven nos esperaba.
—Este es el señor Jorge Bolder —O’Malley me presentó Irá con nosotros para indicarnos cómo ocurrió el hecho.
Miré con interés al esposo de la dama asesinada. Había existido una cierta protesta por parte de su familia al decidirse la boda, según pude enterarme en los primeros momentos. La señora Bolder había tenido múltiples ocupaciones antes de que él la conociera, cosa que ocurrió cuando ella trabajaba en una tienda de flores, y se había casado sin más con ella. El muchacho tenía alrededor de veinticinco años, y se encontraba un poco pálido debido a su estancia reciente en el hospital. Aun permanecía en cabestrillo su brazo derecho. Pero se había recobrado lo suficiente de sus heridas para poder usar aquel, aunque con ciertas precauciones.
Bolder no creía que alguno de los asistentes a la fiesta hubiese asesinado a su esposa, y había ofrecido una recompensa de diez mil pesos por el arresto de sus asesinos. Él decía francamente que opinaba que ella había sido muerta por una persona a la que conocía desde antes de su matrimonio.
—Esto debe ser descifrado, O’Malley —decía él—. Hasta que no lo sea, la sospecha pesará sobre personas inocentes.
Tomamos un tren para Westchester. La propiedad de los Bolder era grande, agradable, y estaba situada sobre una pequeña colina que dominaba el Hudson. Había principalmente una casa amplia y otros pequeños edificios secundarios en la finca. Hasta la fecha reciente (el chalet se encontraba a cierta distancia de la casa) había estado bajo la vigilancia de la Policía. Pero actualmente, una vez que se habían obtenido los datos que se pudieron lograr, lo abandonaron tras de dejarlo cerrado con llave.
O’Malley tenía esa llave. Consistía en una amplia habitación con estufa, a uno de cuyos lados se encontraba el cuarto de baño y al otro el comedor y una pequeña cocina. Jorge Bolder había estado ahí anteriormente para explicar las circunstancias del caso a la Policía. Pero no podía dejar de afectarse a la vista del chalet.
—Llegamos aquí, a nuestro hogar —explicó emocionado— alrededor de medianoche. En la casa continuaba aún la reunión. Por lo general yo no echaba la llave a la puerta del chalet, pero lo hice aquella noche porque se había estado bebiendo mucho y temía que alguno de la casa se le fuese a ocurrir hacernos objeto de alguna broma pesada. Las ventanas permanecían abiertas, pero con sus telas metálicas puestas. Tras la fiesta, mi esposa se encontraba nerviosa por la excitación de la noche, y quiso leer acostada. Pero como la luz me molestaba, al poco rato me levanté y cerré la puerta entre esta habitación y la de dormir, y me acosté de nuevo sobre este canapé. Me desperté poco más tarde con la sensación de que alguien se encontraba en la habitación. Naturalmente, supuse que fuese mi esposa y la hablé. Al no contestarme, me levanté para investigar.
»Ardía un pequeño fuego en la chimenea y pude observar que el intruso era un hombre. Mi idea fue que alguno de la casa estaba tratando de darnos una broma. Pero me dio tiempo a raciocinar, pues el hombre me agarró y al instante me di cuenta de que la lucha entre él y yo había de ser en serio. Luché, pues, desesperadamente agarrado a mi adversario, rodando por toda la habitación. Grité a mi esposa demandando auxilio, pero esta no respondía. No supe que el intruso tenía un arma hasta que apoyó su revólver contra mi pecho, lo disparó y caí herido. Fui a dar contra la estufa y perdí el conocimiento. La criada, que llegó más tarde a prepararnos el desayuno, fue la que me encontró; se dio cuenta de todo, gritó, llegó gente...
Su brazo derecho había recibido quemaduras de gravedad mientras permaneció sin sentido tirado sobre la chimenea.
—¿No puede usted describir a ese individuo? —preguntó O’Malley.
—No lo vi con claridad suficiente para hacerlo. Pero de lo que estoy seguro es de que no lo había visto anteriormente. Estoy tratando, O’Malley, de conservar separados lo que vi y supe en ese momento y las cosas que he sabido después. Sé ahora que ya en ese momento mi esposa estaba muerta. ¡Y yo la llamaba pidiendo auxilio! Se ha dicho, por ejemplo, que el intruso penetró por una ventana del cuarto dormitorio.
—Sí. Habían cortado una de las telas metálicas. Y cortada desde fuera, porque los extremos de los alambres tenían las puntas hacia dentro. ¿Hubo algún disgusto en la familia durante la fiesta celebrada en la casa, tengo entendido, señor Bolden?
—Sí. Mi esposa y mi cuñada disputaron, y mi hermano intervino. Pero no tenía nada de raro —agregó, tristemente, Bolder—. Debido a eso, precisamente, regresamos a casa. Pero la sospecha de que mi hermano o cualquier otro familiar nos haya atacado es demasiado ridícula.
Se veía francamente que la habitación había sido escenario de una terrible lucha. Una mesa aparecía volcada y varias sillas rotas. Dimos una vuelta e inspeccionamos cada cosa en la habitación, en el dormitorio y en la cocina. Había un fósforo apagado en la chimenea, y O’Malley lo recogió. Había también algunos libros de espiritismo sobre un pequeño estante.
—¿Le interesa saber si los muertos pueden hablar con nosotros? —preguntó O’Malley.
—Estos libros no me pertenecen —dijo Bolder—. Era mi esposa que creía un poco en esas cosas.
Salimos del chalet. Encendimos cigarrillos.
—No encendamos los tres con el mismo fósforo —advirtió O’Malley.
Y prendió el suyo con el que le ofreció Bolder.
Poco después regresamos a la ciudad. Bolder nos dejó.
—¿Tenía el hermano de Bolder o alguno de los otros algún arma de fuego? —pregunté.
—Lo averiguaremos. El individuo que usó la suya se la llevó con él. Así es que no hay una sola pista sobre eso.
Nos separamos. No lo volví a ver hasta dos días después.
—¿Has obtenido algún progreso en tus investigaciones? —le dije cuando nos encontramos.
—Como individuo que marcha hacia atrás. He visto varias veces a Bolder, que me ha prestado toda la ayuda posible. Pero no tengo aún pista alguna. Ahora mismo tengo que volverle a ver.
Lo acompañé. Jorge Bolder estaba en el Ayuntamiento. Allí nos reunimos a él.
—¿Ha recibido usted una carta de alguna sonámbula, señor Bolder? —preguntó O’Malley.
—¡Una carta! —exclamó Bolder—. He recibido cientos de ellas. No sabía yo que hubiese tantos chantajistas. Claro que no he prestado atención a ninguna de ellas. ¿Para qué?
—Esa es la mejor manera de tratarlos —dijo O’Malley—. Pero uno de esos individuos le escribió al jefe también. En la carta le decía que había escrito a usted igualmente... El jefe, por su parte, se la entregó al inspector, y este, a su vez, a mí. No me atrevo a decir al inspector que el tal individuo es un farsante. ¿Puedo ver las otras cartas?
Bolder nos mostró un montón de cartas, la mayor parte sin abrir, y O’Malley las inspeccionó detenidamente.
—Aquí está la que buscaba. Este sujeto dice que si alguien al que la señora Bolder amase lo consultara, cree poder conseguir el nombre del asesino...
—Alguien a quién ella amase, quiero decir yo —exclamó Bolder—. Y si usted cree que es posible obtener algún resultado con esa experiencia, estoy dispuesto a ayudarle.
—No espero obtener buen éxito alguno —dijo O’Malley—. Pero me ayudará en la jefatura.
Nos dirigimos a la dirección indicada en la carta. El nombre del que la firmaba era Norton, que resultó ser un hombre alto, pálido, de impresionantes facciones.
—¿Pretende usted tener doble vista? —le preguntó O’Malley.
—No digo tanto —expuso el hombre—. Pero a veces he logrado obtener muy buenos éxitos. He conseguido mensajes de muchos que han fallecido, por medio de escritos en pizarra.
—Veamos ahora —dijo O’Malley.
—No creo en esto —dijo, en voz baja, a O’Malley—. Pero si la señora Bolder vio a su asesino, sin duda lo conoció.
Norton tomó una media docena de pizarras, iguales a las que usan los muchachos en la escuela. Dio dos de ellas a Bolder, diciéndole que se sirviera limpiarlas. Después de hacerlo Bolder, siguiendo las instrucciones de Norton, puso un pequeño pedazo de tiza entre las pizarras y las ató fuertemente una con otra. Entonces, por lo menos unos diez minutos, permanecimos sentados en silencio, mientras Bolder sostenía las pizarras sobre las rodillas, con las yemas de los dedos puestas en presión sobre ellas. Al cabo de ese rato desató las pizarras. A pesar de mi incredulidad, mis cabellos se erizaron cuando vi algo que había escrito en una de ellas. Pero las palabras no tenían significación ni sentido.
Leí:
«Esposo. Amor. ¡Oh, hija, hija...!»
—No cabe duda —expresó Norton—. Alguien, probablemente la señora Bolder, trata de comunicarse con nosotros.
Repetimos la prueba. Pero otra vez solo obtuvimos palabras sueltas incoherentes, sin sentido alguno. Realizamos la tercera experiencia.
—¿Algo esta vez? —preguntó O’Malley.
—Casi las mismas sandeces —respondió Bolder, despectivamente.
Borró lo escrito e hicimos la cuarta prueba Pero no conseguimos más que parecidas palabras. Las mismas del primer experimento. Norton parecía muy preocupado con su fracaso.
—Nunca pensé que obtuviéramos el nombre del asesino —expresó O’Malley cuando nos encontramos de nuevo en el automóvil—. Pero puedo informar al inspector que realizamos la prueba.
Dejamos a Bolder en su casa. Después tomamos un auto y nos dirigimos a Westchester. Pero no nos acercamos a la finca de los Bolder. Dejamos el automóvil y proseguimos nuestras investigaciones.
—Tenemos que movernos un poco deprisa. ¿Eres buen caminador? Vas a hacer ejercicio —dijo O’Malley.
Caminamos durante varias millas. Y, finalmente, llegamos a un pequeño montículo sobre el Hudson, como a media milla precisamente de la propiedad de los Bolder. Allí encontramos una pareja de policías de Westchester que nos esperaba. Cuando se hizo de noche nos acercamos a la casa cerca de la cual nos ocultamos, haciéndolo tras unos matorrales, donde aguardamos.
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De pronto vi que los policías daban un salto y echaban a correr. Corrí tras ellos, aunque desde luego no me daba cuenta del motivo de esta carrera imprevista. Pero advertí que los hombres perseguían a una persona que huía. El fugitivo se deslizaba entre los árboles y rastreaba por los matorrales, tratando de ocultarse, hasta que triunfó la persecución a la fuga y el hombre fue atrapado.
Cuando los alcancé vi que se trataba de Jorge Bolder.
—¿Encontró lo que arrojó? —dijo O’Malley a uno de los policías.
Este retrocedió, con una linterna eléctrica en la mano derecha, y regresó a los pocos momentos con un revólver cuidadosamente envuelto en un pañuelo. Bolder permanecía callado y lo encaminamos hacia el chalet. Le fueron puestas las esposas.
—Estoy completamente a oscuras —dije a O’Malley una hora más tarde—. Bolder mató a su esposa, y tú tienes las pruebas contra él. Pero cómo las obtuviste es algo que no me puedo imaginar.
—Este parece ser uno de los casos en que dos personas encuentran insoportable el tener que separarse, e intolerable el estar juntos. Se separan varias veces, pero no pueden permanecer el uno apartado del otro. La señora Bolder estaba arruinando su vida y la de él, hasta que su marido la mató en un momento de desesperación, después de planear durante meses cómo iba a realizarlo. El disparo pasó inadvertido debido a la fiesta que se efectuaba en la casa. Entonces cortó la tela metálica, arregló la habitación para que pareciera que allí se había desarrollado una lucha feroz, se hizo un disparo quizá más serio de lo que se propuso, dado que a poco más se muere... Y, a pesar de todo, llevó a cabo su plan, arrojando el revólver en el hoyo bajo el ladrillo que había removido en el fondo de la chimenea. Colocó de nuevo la losa y encendí fuego que había preparado para que las cenizas ocultaran el ladrillo Entonces perdió el conocimiento.
—¿Fue el fósforo que recogiste lo que te hizo sospechar?
—Quizá. En el chalet no había ningún fósforo igual a aquel, y era también el fósforo que me dio para encender el cigarrillo. Pero podía haber encendido la lumbre antes del asesinato. De todos modos, me imaginé que si él había sido el asesino, debió haber escondido el revólver antes de desmayarse, por lo que el arma no debía andar lejos. Y le preparé una trampa,
—Pero... ¿cómo cayó en ella? —pregunté—. Estaba a salvo. ¿Por qué volvió a recoger el revólver del lugar donde lo había escondido?
—Por lo general, eres bastante torpe. Tú te encontrabas presente cuando la experiencia de los escritos de la pizarra...
—Claro que estaba. Y vi cómo se realizaba la escritura —respondí, molesto.
—¿Estás seguro de ello? —preguntó O’Malley—. ¿Viste todas las pizarras?
—Tienes razón —respondí—. La tercera vez le preguntaste simplemente a Bolder si había algo distinto, y él respondió: «No». Y borró apresuradamente la pizarra. ¿Había algo diferente escrito en ella?
O’Malley me entregó una tira de papel.
«TE PERDONO —leí—. ¡PELIGRO! ¡PELIGRO! ESCÓNDELO MEJOR».
—Ya veo —exclamé, admirado—. Bolder pensó que este era un mensaje de su esposa y regresó para llevarse el revólver del lugar donde lo había ocultado durante más de un mes, aunque él nunca había pensado sacarlo de ese lugar. Pero, ¿cómo hiciste para conseguir que esas frases aparecieran escritas en la pizarra?
—Eso constituye el abecé del oficio de adivinador y lector del pensamiento —respondió mi amigo, sonriendo—. Es de lo más sencillo del mundo escribir algo en una pizarra con ciertas materias químicas que mantienen invisibles los trazos hasta que, poniéndolos en contacto con otras, aparecen a la vista. La tiza que colocamos entre las pizarras no era la tiza, sino un trocito del reactivo que habría de hacer aparecer la escritura. ¿Comprendes, ahora, cómo ocurrió todo? Yo, que sospechaba de Bolder por los motivos que te comuniqué, escribí esas frases misteriosas para desconcertarlo... y por medio de esa treta obtuve el éxito que esperaba.
—Fue un gran trabajo, O’Malley —dije, en el colmo de la admiración—. ¡Y sinceramente te digo que es la trampa más hábilmente preparada para capturar a un criminal de que haya oído hablar jamás!