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Literatura de william tenn
la señora sary (relato)
Esta noche, cuando estaba a punto de entrar en mi casa, he visto a dos niñas que hacían botar una pelota sobre la acera al ritmo de una antigua canción infantil. He apretado fu
los mundos de william tenn (libro)
Esta es una antología de las historias más significativas de William Tenn, seleccionadas entre las que le dieron mayor fama a lo largo de los años, y cuya lectura es indispensa
mundos posibles (libro)
Una imaginación única ilumina toda la obra de William Tenn. En esta notable colección de relatos, va de lo hilarante a lo serio, demostrando vívidamente su don de hacer cualqui
tiempo anticipado (libro)
William Tenn (pseudónimo de Philip Klass) publicó su primer libro en la década de 1950 y ha sido considerado desde entonces uno de los maestros de la moderna ciencia ficción. E
la señora sary (relato)
Esta noche, cuando estaba a punto de entrar en mi casa, he visto a dos niñas que hacían botar una pelota sobre la acera al ritmo de una antigua canción infantil. He apretado fuertemente los labios, mientras la sangre latía ruidosamente en mi sien derecha; y he sabido que no podría dar otro paso hasta que ellas hubieran terminado.
«Un, dos, tres, alarí…
La señora Sary
sentada en la sillita
parece
un hada pequeñita».
Con la última nota de la canción se desvaneció la bruma que flotaba delante de mis ojos. Abrí la puerta de mi casa y la cerré detrás de mí apresuradamente. Encendí las luces del vestíbulo, de la cocina, de la biblioteca. Y luego, durante largo rato, me paseé de un lado a otro hasta que mi respiración recobró su ritmo normal y el horrible recuerdo volvió a hundirse en el abismo de los años.
¡Aquel estribillo! No odio a los niños —a pesar de lo que dicen mis amigos, no odio a los niños—, pero, ¿por qué tenían que cantar aquella estúpida canción? Como si supieran el efecto que había de producirme…
Sarietta Hawn fue a vivir con Mrs. Clayton cuando su padre murió en las Indias Occidentales. Su madre había sido la única hermana de Mrs. Clayton, y su padre, un funcionario colonial británico, no tenía parientes conocidos. Era lógico que la niña fuera enviada a través del Caribe a casa de su tía, en Nanville. Y era lógico, también, que ingresara en la Nanville Grade School, donde yo enseñaba aritmética y ciencias, como complemento al inglés, la historia y la geografía de Miss Drury.
—¡Esa pequeña Hawn es imposible, increíble! —Miss Drury entró como un vendaval en mi clase durante el recreo de la mañana—. ¡Es un fenómeno, un aborto de la naturaleza!
Esperé a que los ecos murieran en la clase vacía, y contemplé con ojos divertidos la figura victoriana de Miss Drury, paseando febrilmente delante de mi pupitre.
—Cálmese, Miss Drury. Y ándese con cuidado. Durante las últimas dos semanas he estado muy ocupado y no he tenido la oportunidad de fijarme bien en Sarietta. Pero Mrs. Clayton no tiene hijos, y parece ser que le ha tomado mucho cariño a la niña. Mrs. Clayton no permitiría que castigara usted a Sarietta como…, bueno, como castigó a Joey Richards la semana pasada. Ni lo permitiría la junta escolar, tampoco.
Miss Drury me dirigió una mirada furiosa.
—Cuando lleve tanto tiempo como yo dedicado a la enseñanza, joven, aprenderá que sólo hay un modo de tratar a los mocosos testarudos como Joey Richards. Si no me mostrara firme con él, acabaría convirtiéndose en un borracho inútil, como su padre.
—De acuerdo. Pero recuerde que varios miembros de la junta escolar han empezado a vigilarla muy de cerca. Ahora, ¿qué significa eso de que Sarietta Hawn es un fenómeno? Es una albina, si mal no recuerdo; la falta de pigmentación se debe a un factor hereditario casual, y hay miles de personas que se encuentran en su mismo caso y viven de un modo normal y feliz.
—¡Factor hereditario! —Un desdeñoso resoplido—. ¡Otro estúpido modernismo! Sarietta es un fenómeno, se lo digo yo, un verdadero aborto de la naturaleza, engendrado por Satanás. Cuando le pedí que hablara a sus compañeros de clase de su hogar en las Indias Occidentales, se puso en pie y dijo: «Eso es un libro cerrado para los tontos y los papanatas». ¡Bueno! Si en aquel momento no hubiera sonado la campana del recreo, le aseguro que Sarietta Hawn habría trabado conocimiento con mi palmeta.
Echó una ojeada a su reloj-medallón.
—El recreo está a punto de terminar. Será mejor que revise el mecanismo de la campana, Mr. Flynn: esta mañana sonó un minuto antes de la hora. Y no permita que esa niña le tome el pelo.
—Ninguno de los alumnos lo ha hecho, hasta ahora —repliqué, mientras la puerta se cerraba detrás de Miss Drury.
Un momento después la clase se llenó de risas y de conversaciones infantiles en voz alta.
Mientras explicaba la lección dirigí una mirada aparentemente casual a la última fila. Sarietta Hawn estaba sentada allí, muy tiesa, con las manos apoyadas en el pupitre. En contraste con los muebles de caoba de la clase, sus largas trenzas y su piel absolutamente blanca parecían adquirir un tono amarillento. También sus ojos eran ligeramente amarillos, con unas pupilas descoloridas bajo unos párpados semitransparentes.
Era una niña fea. Su boca era demasiado grande; sus orejas formaban casi un ángulo recto con su cabeza; y la alargada punta de su nariz estaba curvada hacia abajo, como saliendo al encuentro del labio superior. Llevaba un vestido blanco de corte severo que añadía años a su delgado cuerpo.
Cuando terminé la lección de aritmética me acerqué a la figura solitaria sentada en la última fila.
—¿No te gustaría sentarte un poco más cerca de mi pupitre? —pregunté en tono amable—. Te sería más fácil ver la pizarra.
Sarietta se puso en pie.
—Se lo agradezco mucho, señor —dijo—, pero en la parte delantera de la clase da mucho el sol y me daña los ojos. Siempre he estado más cómoda en la oscuridad y la sombra.
Y me dirigió una breve sonrisa de gratitud.
Asentí con un gesto, desazonado ante la seriedad y el aplomo de sus frases.
Durante la clase de ciencias, noté que sus ojos me seguían de un modo insistente. Los otros alumnos observaron mi nerviosismo ante aquel implacable escrutinio, y captaron también la causa, ya que empezaron a susurrar y a volver la cabeza hacia la última fila.
Una caja de mariposas disecadas resbaló de mis manos. Me incliné a recogerla. Súbitamente, una exclamación de sorpresa resonó en la clase, surgida de treinta pequeñas gargantas.
—¡Oh! ¡Está haciéndolo otra vez!
Me incorporé.
Sarietta Hawn no se había movido de su extraña y rígida postura. Pero sus cabellos eran ahora de color castaño; sus ojos intensamente azules, y sus mejillas delicadamente sonrosadas.
Mis dedos se agarraron con fuerza al borde de mi pupitre. ¡Imposible! ¿Podían la luz y la sombra provocar aquella fantástica alucinación? ¡Imposible!
Mientras yo permanecía con la boca abierta, inconsciente de mi dignidad pedagógica, Sarietta pareció enrojecer y una sombra planeó sobre ella. Volví a los gusanos y a los Lepidópteros con voz insegura.
Un momento después, noté que los cabellos y el rostro de Sarietta habían vuelto a adquirir su blancura habitual.
—Hizo exactamente lo mismo en mi clase —exclamó Miss Drury a la hora del almuerzo—. ¡Exactamente lo mismo! Sólo que a mí me pareció que era morena, con los cabellos de color azabache y unos penetrantes ojos negros. Acababa de decirme que era una tonta —¡hay que ver la desfachatez de esa niña!—, y yo me disponía a utilizar la palmeta, cuando se produjo el cambio. Si la campana no hubiese sonado un minuto antes de la hora, le aseguro que la hubiera puesto roja…
—Es posible —dije—. Pero, con un colorido tan delicado como el de esa niña, cualquier cambio de luz puede provocar una engañosa ilusión. Ahora mismo no estoy tan seguro de lo que vi. Sarietta Hawn no es ningún camaleón.
Miss Drury apretó los labios hasta que formaron una pálida línea que cortaba su arrugado rostro. Sacudió la cabeza y se inclinó a través de la mesa.
—No es ningún camaleón. Es una bruja. ¡Lo sé! Y la Biblia nos ordena destruir las brujas, quemarlas…
Mi risa resonó extrañamente en el sucio sótano de la escuela que nos servía de comedor.
—No puede usted creer eso. Una niña de ocho años…
—Razón de más para cortarle las alas antes de que se haga mayor y cause un verdadero daño. A mí no puede engañarme, Mr. Flynn. Uno de mis antepasados quemó treinta brujas en Nueva Inglaterra. Mi familia tenía un olfato especial para esos bichos. No puede haber paz entre nosotros, se lo digo yo.
Los otros niños parecían compartir, hasta cierto punto, la opinión de Miss Drury. Empezaron por llamar a la niña albina «Señora Sary». Sin embargo, a Sarietta no parecía disgustarle el apodo. Cuando Joey Richards arremetió contra un grupo de chiquillos que la estaban siguiendo por la calle y gritando la cancioncilla, Sarietta le llamó.
—Deja que canten, Joseph —le dijo, con su curiosa fraseología de adulto—. Tienen razón: soy como una hada pequeñita.
Y Joey volvió su pecoso e intrigado rostro, abrió sus puños y regresó lentamente a su lado. Joey adoraba a Sarietta. Posiblemente porque los dos eran proscriptos en aquella comunidad juvenil, posiblemente porque los dos eran huérfanos —el padre de Joey, eternamente borracho, era peor que no tener ningún pariente—, siempre iban juntos. Les encontré cuchicheando en el húmedo crepúsculo cuando salí de la casa de huéspedes para mi diario paseo al aire libre. Sarietta se interrumpió a media frase, con un diminuto índice todavía erguido enérgicamente. Los dos niños guardaron un silencio absoluto hasta que me alejé del porche.
Joey me demostraba cierta simpatía. Así, fui uno de los pocos privilegiados que supieron algo de la vida anterior de la Señora Sary. Una noche, cuando me disponía a dar mi acostumbrado paseo, oí que alguien trotaba detrás de mí. Volví la cabeza. Era Joey. Acababa de abandonar el porche.
—Bueno —suspiró—, Stogolo le enseñó muchas cosas a la Señora Sary. Ojalá estuviera aquí para encargarse de la Vieja Drury. Le daría su merecido, desde luego.
—¿Stogolo?
—Sí. Era el brujo que lanzó la maldición sobre la madre de Sary antes de que Sary naciera, porque ella le había hecho meter en la cárcel. Luego, cuando la madre de Sary murió al dar a luz, el padre de Sary empezó a beber, dice ella, mucho más que mi padre. Pero Sary encontró a Stogolo y se hizo amiga suya. Mezclaron su sangre y juraron la paz sobre la tumba de la madre de Sary. Y él le enseñó el voodoo, y la maldición del diablo, y a hacer filtros de amor con hígado de cerdo, y…
—Me sorprendes, Joey —le interrumpí—. Creer en esas absurdas supersticiones… ¡Un muchacho como tú, con tan buenas notas en ciencias! La Señora Sary… Sarietta creció en una comunidad primitiva donde la gente no conocía nada mejor. Pero, tú…
Joey inclinó la mirada al suelo.
—Sí —dijo en voz baja—. Sí. Lamento haber hablado de ello, Mr. Flynn.
Joey se marchó apresuradamente hacia su casa. Lamenté haberle interrumpido, puesto que Joey era muy poco comunicativo y, en cuanto a Sarietta, sólo hablaba cuando quería, incluso con su tía.
Lo lamenté entonces, y luego lo he lamentado mucho más.
El tiempo era sorprendentemente cálido.
—Nunca he visto un invierno como éste en toda mi vida —dijo Miss Drury una mañana—. Los veranillos de San Martín y las olas de calor son una cosa, pero aquí pasa día tras día sin que asome una sola nube…
—Los científicos dicen que en toda la tierra se está desarrollando un clima más cálido. Desde luego, ahora es casi imperceptible, pero el Gulf Stream…
—¡El Gulf Stream! —exclamó Miss Drury en tono despectivo. Llevaba un vestido de mucho abrigo y el calor excitaba todavía más su nervioso temperamento—. ¡El Gulf Stream! Desde que esa mocosa llegó a Nanville, suceden cosas muy raras. Mi tiza se rompe continuamente, los cajones de mi pupitre no se abren, los borradores desaparecen… ¡Esa pequeña bruja está tratando de hacerme víctima de un hechizo!
—¡Miss Drury! —Me encaré con ella, muy serio—. Creo que la cosa está llegando demasiado lejos. Si quiere usted creer en brujerías, deje a los niños al margen de ello. Han venido aquí para adquirir unos conocimientos, no para escuchar las histéricas fantasías de una…, de una…
—De una vieja solterona. Adelante, dígalo —replicó Miss Drury—. Sé lo que está pensando, Mr. Flynn. Pero yo sé lo que sé, y esa diablesa a la que usted llama Sarietta Hawn no me cogerá desprevenida. ¡Entre nosotras hay una guerra declarada, y la batalla entre el bien y el mal no terminará hasta que una de las dos haya muerto!
Miss Drury se volvió, con un gran revuelo de faldas, y barrió con ellas el camino que conducía a la escuela.
En aquel momento empecé a temer por su equilibrio mental. No había aprendido aún a temer por el mío.
Aquel mismo día, los alumnos de mi clase de aritmética entraron lentamente, como envueltos en una burbuja de silencio. En el momento en que la puerta se cerró detrás del último de ellos, la burbuja se rompió y estallaron los susurros por toda el aula.
—¿Dónde está Sarietta Hawn? —pregunté—. ¿Y Joey Richards? —añadí, al comprobar su ausencia.
Louise Bell se puso en pie.
—Se han portado muy mal. Miss Drury sorprendió a Joey cuando trataba de cortarle un mechón de pelo y empezó a darle palmetazos. Entonces, Sary se levantó y dijo que no podía pegarle, porque Joey estaba bajo su protección. De modo que Miss Drury nos hizo salir de la clase, y apuesto a que ahora les está pegando a los dos.
Me dirigí rápidamente hacia la puerta. De pronto, resonó un grito. ¡La voz de Sarietta! Eché a correr por el pasillo. El grito creció en intensidad, vibró unos instantes en una especie de trémolo y se apagó.
Mientras abría la puerta del aula de Miss Drury, estaba preparado para cualquier cosa, incluido el asesinato. No estaba preparado para lo que vi. Me detuve, con la mano en el pomo de la puerta, contemplando el sorprendente cuadro.
Joey Richards, apoyado en la pizarra, sostenía en la palma de su mano derecha un largo mechón de pelo castaño. Sarietta estaba de pie ante Miss Drury, con la cabeza inclinada, dejando al descubierto su blanca nuca, cruzada ahora por la huella roja de un brutal palmetazo. Y Miss Drury estaba mirando con ojos desorbitados el trozo de palmeta que empuñaba en su mano: el resto de la palmeta estaba esparcido por el suelo, a sus pies, roto en pequeños fragmentos.
Los niños me vieron y volvieron a la vida. Sarietta se irguió y echó a andar hacia la puerta, con los labios fuertemente apretados. Joey Richards se inclinó hacia adelante. Frotó el mechón de pelo contra la espalda de la maestra, sin que ella pareciera darse cuenta. Luego fue a reunirse con Sarietta. La niña le hizo una seña con la cabeza, y Joey le entregó el mechón. Cuidadosamente, Sarietta lo guardó en un bolsillo de su vestido.
Después, sin pronunciar una sola palabra, la pareja cruzó la puerta y echó a andar por el pasillo, para unirse al resto de sus compañeros.
Me acerqué a Miss Drury, la cual temblaba de pies a cabeza, hablando consigo misma, sin apartar los ojos del trozo de palmeta que tenía en la mano.
—¡Ha volado en pedazos! ¡Ha volado en pedazos! ¡Lo he visto con mis propios ojos!
Rodeando su cintura con mi brazo, conduje a la solterona hasta una silla. Miss Drury se sentó y continuó murmurando.
—Una vez…, sólo la he golpeado una vez. Estaba levantando el brazo para descargar otro golpe… La palmeta se hallaba sobre mi cabeza… cuando voló en pedazos. Joey estaba en un rincón… Él no pudo hacerlo… La palmeta voló en pedazos.
Contemplaba fijamente el trozo de palmeta que tenía en la mano, como alguien que se enfrenta con un problema insoluble.
Yo tenía una clase. Le di un vaso de agua a Miss Drury, avisé al bedel para que cuidara de ella y me dirigí a mi aula.
Alguien había escrito unos versos en la pizarra:
«Un, dos, tres, alarí…
La señora Sary sentada
en la sillita
parece
un hada pequeñita».
Me volví hacia mis alumnos con aire irritado. Noté un cambio en los asientos: el pupitre de Joey Richards estaba vacío.
Había ido a sentarse con Sarietta Hawn en las profundas sombras de la última fila.
Con gran alivio por mi parte, Sarietta no mencionó el incidente. Durante la cena permaneció silenciosa, como siempre, con los ojos rígidamente fijos en su plato. De modo que Mrs. Clayton no se enteró de nada. Por aquel lado no habría repercusiones.
Después de cenar, me dirigí a la anticuada casa donde vivía Miss Drury con sus parientes. En mi cuerpo se formaban lagos de sudor, y me resultaba completamente imposible concentrarme. Las hojas de los árboles colgaban inmóviles en la húmeda noche.
Miss Drury se encontraba mucho mejor. Pero se negó a olvidar el asunto; y se negó a escucharme cuando le sugerí que lo mejor que podía hacer era tratar de hacerse amiga de Sarietta. Sacudió la cabeza con energía.
—¡No, no y no! ¡No quiero la amistad de esa hija de las tinieblas! Antes estrecharía la mano del propio Belcebú. Ahora me odiará más que nunca, porque la he obligado a quitarse la careta. ¿No se da cuenta? Le he hecho manifestar su brujería. Ahora…, ahora tengo que luchar con ella y con el diablo que la asiste. Tengo que pensar algo… Pero, hace tanto calor… ¡Tanto calor! Mi cerebro…, mi cerebro no parece funcionar normalmente.
Se secó la frente con su chal de casimir.
Salí de la casa, pensando desesperadamente, en busca de alguna posible solución. Si las cosas continuaban por aquel camino, iba a producirse algún incidente desagradable; la junta de la escuela llevaría a cabo una investigación, y el final resultaría desastroso para la propia escuela. Traté de examinar la situación con calma, pero la ropa se me pegaba al cuerpo y me faltaba aire para respirar.
Nuestro porche estaba desierto. Vi que algo se movía en el jardín y me dirigí hacia allí. Las sombras resultaron ser Sarietta y Joey Richards.
Sarietta estaba sentada en el suelo, con una muñeca en las manos. Una muñeca de cera con un mechón de cabellos castaños en la cabeza, recogidos en una especie de moño como el moño con que se peinaba Miss Drury. Una muñequita con un vestido de muselina que recordaba los largos y severos vestidos de Miss Drury.
—¿No crees que lo que estás haciendo es una tontería? —conseguí preguntar, finalmente—. Miss Drury ya está bastante preocupada y trastornada por lo ocurrido para que encima la hagas víctima de esas horribles supersticiones. Estoy convencido de que, si te lo propusieras, todos podríamos ser buenos amigos.
Los dos niños se pusieron en pie. Sarietta apretó la muñeca contra su pecho.
—No es ninguna tontería, Mr. Flynn. Esa mala mujer tiene que recibir una lección. Una terrible lección que nunca olvidará. Perdone, señor, pero esta noche tengo mucho trabajo.
Y desapareció, diminuta sombra blanca tragada por la noche.
Me volví hacia el muchacho.
—Joey, tú eres un chico listo. De hombre a hombre…
—Disculpe, Mr. Flynn. —Joey echó a andar hacia la verja—. Tengo que marcharme a casa.
Oí el rítmico rumor de sus pasos sobre la acera, alejándose y desvaneciéndose en la distancia. Era evidente que había perdido todo mi ascendiente sobre Joey.
Aquella noche el sueño tardó en llegar. Di vueltas y más vueltas en la cama, me quedé adormilado, me desperté y me adormilé de nuevo.
Alrededor de medianoche me desperté sobresaltado. Ablandé la almohada y estaba a punto de efectuar una nueva tentativa para conciliar el sueño cuando mis oídos captaron un leve sonido. Lo reconocí. Aquello era lo que me había despertado. Me incorporé.
¡La voz de Sarietta!
Estaba cantando una extraña melopea compuesta de palabras incomprensibles. La voz creció y creció de volumen, haciéndose cada vez más rápida. Al final, cuando pareció haber alcanzado los límites de la audibilidad humana, se apagó. Pero sólo un instante. Casi inmediatamente, volvió a estallar en un horrible crescendo:
«¡Kurunoo O Stogolooooo!»
Silencio.
Dos horas más tarde, conseguí quedarme dormido.
El sol, brillando a través de mis párpados, me despertó. Me vestí, sintiéndome extrañamente fatigado y apático. No tenía hambre y, por primera vez en mi vida, salí de casa sin desayunar.
Hacía un calor espantoso. Mis pies notaban arder el asfalto bajo las suelas de mis zapatos. Tenía el rostro y las manos empapados en sudor. La sombra proyectada por el edificio de la escuela aportó un alivio insignificante.
Miss Drury tampoco tenía apetito. Había dejado sus cuidadosamente envueltos bocadillos de lechuga sobre la mesa del sótano, sin tocarlos. La encontré con la cabeza apoyada sobre sus delgadas manos. Me miró con ojos enrojecidos.
—¡Hace tanto calor! —susurró—. No puedo resistirlo. Y no comprendo por qué todo el mundo siente tanta lástima de esa mocosa… Sólo porque he hecho que se sentara en un pupitre donde da el sol. Este calor me ha hecho sufrir mil veces más que a ella.
—¿Ha hecho usted sentarse… a Sarietta… en…?
—Desde luego. No es ningún personaje privilegiado. Siempre sentada en la última fila, donde se está fresco y cómodo… La he obligado a cambiar de pupitre, de modo que ahora se sienta junto al gran ventanal. Y ha notado el cambio, vaya si lo ha notado. Sólo que… desde entonces, parece que me encuentro peor. Anoche no pegué un ojo con aquellas terribles pesadillas: unas grandes manos empujándome y pellizcándome, unos cuchillos pinchando mi cara y mi cuerpo…
—¡Esa niña no puede soportar la luz del sol! —exclamé—. Es una albina.
—¿Albina? ¡Narices! Es una bruja. Se dedica a confeccionar muñecas de cera. ¿Por qué cree que Joey Richards intentó cortarme un mechón de pelo? Se lo había ordenado esa… ¡Ooh! —Miss Drury se retorció en su silla—. Estos pinchazos…
Aguardé a que el ataque remitiera y contemplé su arrugado y sudoroso rostro.
—Creo que la responsable de que Sarietta confeccione muñecas de cera es usted, Miss Drury. Ha llegado a convencerla de que es una bruja… Anoche, precisamente, cuando salí de su casa…
Miss Drury se había puesto en pie de un salto y era todo oídos.
—Estaba haciendo una muñeca de cera, ¿verdad?
—Sí.
—¿Mía?
—Bueno…, ya sabe cómo son los chiquillos. La muñeca respondía a la idea que Sarietta tiene de su aspecto. De todos modos, era un buen trabajo. Personalmente, creo que esa niña posee condiciones naturales para la escultura.
Pero Miss Drury no me escuchaba.
—¡Los pinchazos! —exclamó—. ¡Los pinchazos! ¡Esa bruja me ha estado clavando alfileres! Voy a… Pero, tengo que andar con pies de plomo…
Me puse en pie y traté de apoyar mi mano en el hombro de Miss Drury a través de la mesa.
—Tranquilícese —le dije—. Creo que estamos llevando la cosa demasiado lejos.
Miss Drury se dirigió rápidamente hacia la escalera hablando entre dientes.
—No puedo utilizar un bastón ni una maza: ella los controla. Pero mis manos…, si consigo ponerle las manos encima con la suficiente rapidez, no podrá detenerme. Pero no puedo darle una oportunidad —sollozó—, no puedo darle una oportunidad.
Y subió precipitadamente la escalera.
Eché a correr detrás de ella, derribando la mesa.
La mayoría de los niños estaban comiendo a lo largo de la verja de madera al final del patio de la escuela. Pero se habían interrumpido y contemplaban algo con una mezcla de temor y de fascinación. Con los bocadillos suspendidos delante de sus bocas abiertas. Seguí la dirección de sus miradas.
Miss Drury estaba deslizándose a lo largo de la pared del edificio como una pantera a punto de saltar. De cuando en cuando se tambaleaba y tenía que apoyarse en la misma pared. De pronto, se detuvo: delante de ella, a un par de metros de distancia, Sarietta Hawn y Joey Richards estaban sentados a la sombra, contemplando con fijeza una muñeca de cera. La muñeca, en el suelo, recibía directamente los rayos del sol e incluso a la distancia en que me encontraba pude ver que se estaba derritiendo.
—¡Eh! —grité—. ¡Miss Drury! ¡Tenga cuidado!
Y eché a correr hacia ella.
Al oírme gritar, los dos niños alzaron la mirada, sorprendidos. Miss Drury se lanzó hacia adelante y cayó sobre la niña. Joey Richards agarró la muñeca y echó a correr en dirección a mí. Al tratar de detenerle, choqué contra él y di con mis huesos en el suelo. Mientras caía, capté como en un relámpago la mano derecha de Miss Drury abatiéndose sobre la niña. Sarietta había quedado medio aplastada bajo el cuerpo de la maestra.
Me quedé sentado en el suelo, enfrente de Joey. Detrás de mí, los niños estaban gritando como nunca les había oído gritar.
Joey apretaba la muñeca con las dos manos. Mientras le contemplaba, sin atreverme a apartar los ojos, la cera, ablandada ya por el calor del sol, perdió su forma y empezó a deshacerse. Goteó a través del vestido de muselina y cayó sobre el cemento del patio de la escuela.
Por encima de los aullidos de los niños, Miss Drury dejó oír un espantoso grito que se prolongó y se prolongó…
Joey miró por encima de mi hombro con ojos desorbitados. Pero continuó apretando la muñeca, y yo mantuve mis ojos sobre ella, desesperadamente, mientras el griterío crecía a mi alrededor y el inmenso sol me llenaba el rostro de sudor. Y en tanto que la cera goteaba sobre el suelo, Joey empezó a cantar. Su voz fue aumentando de volumen hasta que pareció dominar el mundo:
«Un, dos, tres, alarí…
La señora Sary
sentada en la sillita
parece
un hada pequeñita.
Y Miss Drury gritaba, y los niños aullaban y Joey cantaba, pero yo no aparté los ojos de la pequeña muñeca de cera.
No aparté los ojos de la pequeña muñeca de cera derritiéndose a través del vestido de muselina. No aparté mis ojos de la muñeca.
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los mundos de william tenn (libro)
Esta es una antología de las historias más significativas de William Tenn, seleccionadas entre las que le dieron mayor fama a lo largo de los años, y cuya lectura es indispensable para todo aquel interesado en la literatura de ciencia ficción.
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Una imaginación única ilumina toda la obra de William Tenn. En esta notable colección de relatos, va de lo hilarante a lo serio, demostrando vívidamente su don de hacer cualquier dimensión de la realidad tan real e inmediata como tu propia calle.
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tiempo anticipado (libro)
William Tenn (pseudónimo de Philip Klass) publicó su primer libro en la década de 1950 y ha sido considerado desde entonces uno de los maestros de la moderna ciencia ficción. El arte de Tenn es crítico, incisivo, irónico, o sarcástico, y de una concisión y un rigor entroncados en la mejor tradición de la literatura anglosajona. Los supuestos comunes de la razón, las previsiones y expectativas habituales se derrumban de súbito en estos cuentos, dando siempre paso a lo extraordinario y lo insólito.
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