la ciudad condenada (libro)
La muchacha era mestiza. El hombre era el único blanco del local. Estaban borrachos los dos. En la parte del fondo de la sala se jugaba el fantan, pero casi no se oía el menor ruido. Había quizá sesenta personas. Sólo hablaban en voz baja, y aún la mayoría permanecía en silencio. Este silencio tenía un no sé qué de maligno; era el silencio viscoso y malsano de los orientales: murmullos, miradas de ojos oblicuos, gestos extraños. No exactamente un silencio, sino un pecado silencioso…