Hacía acaso diez años, o más, que una cosa parecida no ocurría. El Noroeste se había mantenido en relativa calma, el tiempo fue deslizándose por encima de él sin transformar en lo más mínimo sus exquisitas esencias, un invierno sucedió a otro y cada verano tuvo su repetición. Inmutablemente; de acuerdo con la grandiosidad misma de aquella tierra bravía y hermosa que, poco a poco, iba saliendo de su salvajismo para entrar en una civilización bien entendida. La paz parecía establecida eternamente. Y, sin embargo, no era así.